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Obras completas de Menéndez... > ANTOLOGÍA DE LOS POETAS... > II : PARTE PRIMERA : LA... > CAPÍTULO XIV.—ALFONSO V DE ARAGÓN EN NÁPOLES.—RELACIONES ENTRE ESPAÑA E ITALIA ANTES DE ESTA ÉPOCA.—ESPAÑOLISMO DE ALFONSO V. PERSONAJES DE SU CORTE: ESPAÑOLES E ITALIANOS.—LOS HUMANISTAS PROTEGIDOS POR ALFONSO V.—FERRANDO VALENTÍ Y SUS ENSAYOS CLÁSICOS.—

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Texto

En 26 de febrero de 1443 entró Alfonso V, rey de Aragón, en la conquistada Nápoles, con pompa de triunfador romano: coronado de laurel, con el cetro en la mano diestra y el globo áureo en la siniestra, en carro tirado por cuatro caballos blancos, mostrando a sus pies encadenado el Mundo. Precedíanle en otros carros alegóricos la Fortuna y las Virtudes, entre las cuales descollaba la Justicia. Un arco inmenso, para el cual se habían derribado cuarenta brazas de muralla, dió ingreso en la ciudad a aquella espléndida y abigarrada comitiva, en que por primera vez se mezclaban Italia y España, y la Edad Media y el Renacimiento. Mientras en una parte sesenta mancebos venidos de Toscana representaban, vestidos de púrpura y grana, los juegos florentinos, en otro lado numerosa cohorte de aragoneses y catalanes, unos en caballos mecánicos, otros a pie, vestidos de persas y de asirios, con lanzas y cimitarras, ejecutaron una danza [p. 246] bélica, seguida de un simulacro de batalla, entonando al par cantos de victoria en su lengua nativa, es decir, los unos en catalán y los otros en castellano de Aragón, según el parecer más probable. Concitato sensim cantu, ipsi pariter inflammabantur praeliumque miscebant, dice el Panormita. Cerraba el séquito la Torre de la Paz, cuya puerta guardaba un ángel con la espada desnuda. En la pompa medio bárbara, medio clásica, con que se solemnizaba aquel día de gloria, aparecía de resalto el carácter de iniciación artística que iba a tener aquel reinado. «Entonces fué revelado a los españoles (dice un crítico reciente) [1] el nuevo aspecto de la vida italiana, y poco después empezaron a conocer los italianos la nueva vida española.» La corte de Alfonso V es el pórtico de nuestro Renacimiento, la primera escuela de los humanistas españoles.

Hasta entonces nuestras relaciones con Italia habían sido puramente guerreras y comerciales; la dominación de la Casa aragonesa no había llegado todavía al continente, pero era inevitable que llegase. La grandeza y prosperidad comercial de Barcelona, la hizo en breve tiempo rival de las repúblicas marítimas de Italia. Y cuando los derechos de la sangre y el voto popular de los sicilianos, después de las sangrientas vísperas de Palermo, movieron a D. Pedro III a recoger la herencia de Corradino y a ocupar la más grande y opulenta de las islas italianas, bien puede decirse que catalanes y sicilianos, conducidos a la victoria por Roger de Lauria, formaron un solo pueblo durante aquella edad heroica en que el gran monarca aragonés que, según la expresión de Dante,


       D'ogni valor portò cinta la corda...

y a quien hizo Boccaccio héroe de la más delicada y exquisita de sus novelas, resucitó las muertas esperanzas de los gibelinos de toda Italia. Ni un punto se interrumpe durante la Edad Media esta fraternidad entre ambos pueblos; no hubo príncipe más querido de sus vasallos de Sicilia que D. Fadrique de Aragón, y [p. 247] la compañía catalana que pasó a Oriente, llevaba por primer jefe a un italiano (de Brindis), Roger de Flor. De tal modo se catalanizó aquella isla clásica, que vino a quedar como segregada del continente, y apenas participó de los generales destinos de Italia. Igual fenómeno, y todavía con influencia más honda, presenta la isla de Cerdeña, cedida a D. Jaime II de Aragón por el Papa Bonifacio VIII en 1297, y definitivamente conquistada de los pisanos en 1326 por los catalanes, que establecieron allí una colonia y comunicaron su lengua, la cual todavía persiste en Alguer, tercera población de la isla. Aparte de estas conquistas, los catalanes intervienen activamente en la historia de Italia, ya como soldados mercenarios, ya como piratas, ya como traficantes. Los siglos XIV y XV marcan el apogeo de su gloria comercial. Ya en 1307 tenían dos cónsules de su nación en Nápoles, y sus mercaderes ocupaban una calle entera. En Pisa tenían, desde 1379, no sólo cónsul, sino lonja o casa de contratación, libertad absoluta de comercio, exención de todas las gabelas impuestas a los forasteros, y otra porción de privilegios útiles y honoríficos. Pasaban, como ahora, por muy industriosos, ladinos y sagaces: homines cordati et sagaces inter Hispanos, dice Benvenuto de Imola. «Guárdate de pláticas y tratos con catalanes», exclama un personaje de la novela 40 de Massuccio Salernitano. A cathalano mercatore mutuum non accipere, es consejo de Pontano.

Tenían los italianos muy vaga y confusa idea del centro de España. Sólo por excepción habían conocido algún ejemplar de los españoles de Castilla, de los semi-barbari et efferati homines de que habla Boccaccio. Del tratado De vulgari eloquio se infiere que Dante no sabía siquiera la existencia de nuestro romance, o le confundía con el provenzal. Existían, sin embargo, las relaciones religiosas con Roma, las relaciones jurídicas con los decretalistas y glosadores de los estudios de Bolonia y Padua. Alfonso el Sabio había sido elegido emperador por iniciativa de los pisanos, que le llamaban excelsiorem super omnes reges qui sunt vel fuerunt unquam temporibus recolendis. Brunetto Latini vino a él en 1260 como embajador de los güelfos de Florencia, y al principio de su libro del Tesoretto hace grandes encarecimientos de la persona de nuestro sabio rey, hasta decir que

        [p. 248] Sotto la luna
       Non si truova persona
       Che per gentil lingnagio
       Nè per alto barnagio
       Tanto degno n'en fosse
       Com' esto re Nanfosse.

Un infante de Castilla, hijo de D. Fernando, el famoso aventurero D. Enrique, llamado el Senador por haberlo sido de Roma, personaje inquieto y revolvedor, a quien no pueden negarse ni esfuerzo bélico ni ciertas dotes de político, lidió bizarramente en Tagliacozzo, como auxiliar de Corradino, al frente de 800 caballeros españoles, y, si se perdió la batalla, no fué ciertamente por su culpa, sino por haber cejado la hueste de los alemanes que acompañaban al desventurado príncipe gibelino. Mejor y más duradera memoria dejó en la centuria siguiente el cardenal Gil de Albornoz (uno de los más grandes hombres que nuestra nación ha producido, y en talento político quizá el primero de todos), reconquistando palmo a palmo el patrimonio de San Pedro, aniquilando a los tiranos que le oprimían y devastaban, y abriendo nueva era en el estado político de Italia y aun en el derecho público de la cristiandad. Ningún otro español, sin excluir al mismo Alfonso V, ha pesado tanto como él en la historia de Italia, aun en aquello que esta historia tiene de más universal. Pero sus acciones, como meramente personales que fueron, no quitan al rey de Aragón la gloria de haber ingertado el primero la rama española en Italia, para que allí reinase largo tiempo, según la expresión de Paulo Giovio: Qui primus Hispanicae sanguinis stirpem, ut diu regnaret, Italiae inseruit. En él comienza la españolización de la Italia meridional, que se adelantó en más de medio siglo a la del resto de Italia.

Y claro es que aquí no se trata del mero hecho de la conquista, sino de relaciones más íntimas que después de ella nacieron; de un contacto, no hostil, sino familiar, entre ambos pueblos: de un comercio de ideas, de costumbres y de productos literarios. Aumenta la importancia del caso el haber coincidido precisamente los tiempos del magnánimo Alfonso (a quien nuestra historia patria no ha consagrado todavía un monumento digno de su gloria) con el período culminante del Renacimiento clásico y [p. 249] de la cultura de los humanistas, la cual totalmente se enseñoreó del ánimo de aquel gran monarca, y no sólo encontró en él uno de sus más espléndidos y magníficos patronos, a la vez que un discípulo ferviente, sino que le movió a difundirla entre sus súbditos españoles, si no con gran resultado inmediato (porque ninguna cosa aparece perfecta desde sus principios), a lo menos con loables y eficaces esfuerzos que preparan y anuncian las glorias de la centuria siguiente.

De Alfonso V, guerrero y conquistador, se ha escrito bastante en Italia y en otras partes, por ser sus hechos de los más capitales en la historia del siglo XV. Poco se ha hecho en España, donde los novísimos historiadores de la Corona de Aragón apenas han añadido cosa de substancia a la exacta y copiosa narración de Zurita. Pero el aspecto literario que, tratándose de Alfonso V, no es por ventura menos interesante que el político, ha llamado la atención de nuestros eruditos antes que la de los extranjeros, y ha de reconocerse a D. José Amador de los Ríos, entre tantos otros méritos de investigación y de crítica, el de haber comprendido primero que otro alguno la especial importancia de este asunto, dedicándole dos largos capítulos, de los mejores del tomo VI de su Historia de la Literatura Española, en que discurre ampliamente sobre el carácter general de las letras bajo el reinado de Alfonso V de Aragón, y sobre los poetas latinos, castellanos y catalanes de su corte.

En todos los ensayos de historia general del humanismo intentados hasta ahora en Alemania (entre los cuales descuella el de Voigt) hay algo que más o menos atañe a Alfonso V, considerado como Mecenas del Panormita, de Philelpho, de Lorenzo Valla, de Eneas Silvio, de Juan de Aurispa, de Jorge de Trebisonda, etc. Pero no sólo descuidan tales autores el punto de vista español, sino que aun afirmando, como lo hace Burckhardt en su admirable libro, [1] el especial carácter que la dominación española imprimió en el Mediodía de Italia, no entran a explicar las causas y condiciones de este fenómeno, ni la mutua transformación de aragoneses y napolitanos hasta refundirse casi en una misma sociedad. El primero que ha llamado la atención sobre [p. 250] este nuevo y curioso tema, es Gothein en su obra sobre el desarrollo de la cultura en el Sur de Italia (Breslau, 1886), en cuyos capítulos IV y VI, con ocasión de estudiar, ya los elementos extraños que en aquella cultura se mezclaron, ya las relaciones entre los humanistas y sus protectores, trae algunas indicaciones críticas muy luminosas y de alto precio. Pero el trabajo más reciente sobre esta materia es el del joven napolitano Croce, que, aun en el breve espacio de una Memoria académica de 30 páginas, ha encontrado lugar para muchos detalles curiosos, y tiene además el mérito de llamar la atención sobre ciertos puntos en que ni Amador, ni Gothein, ni otro alguno que yo tenga presente, habían reparado.

Una de las cosas que le debemos, es la reivindicación del carácter español de Alfonso V, que nunca fué anulado o desvirtuado en él por su carácter de príncipe del Renacimiento. La opinión vulgar, sobre todo en España, de que Alfonso V se italianizo por completo entre las delicias de Nápoles, y no volvió a acordarse ni de su reino aragonés ni de su patria castellana, ha nacido de muchas y diferentes causas. De la soberbia pedantería de los humanistas italianos del séquito del Rey, que en sus dedicatorias, panegíricos e historias retóricas, afectaban considerarle como gloriosa excepción en un pueblo bárbaro «rudas propeque efferatos homines... a studiis humanitatis abhorrentes», requiebro con que entonces se saludaba en Italia lo mismo a los españoles que a los franceses, tudescos y demás ultramontanos. De la preocupación fuerista de los aragoneses, que jamás miraron con buenos ojos a los príncipes conquistadores, ni se entusiasmaron gran cosa con las empresas de Italia, por mucha gloria que les diesen, sino que, aun siguiendo como a remolque el movimiento de expansión de los catalanes por el litoral mediterráneo, preferían siempre la vida modesta y económica dentro de su propia casa, regida por el imperio de la ley, y se enojaban, quizá con razón, de los grandes dispendios a que la política exterior de Alfonso V les obligaba, y del alejamiento en que aquel monarca vivía de su reino, por más que, gracias a esa política y a ese alejamiento, pesase tanto el nombre de Aragón en la balanza de Europa. Finalmente, de la mala voluntad que en todos tiempos, y más en los presentes, han solido manifestar los escritores [p. 251] catalanes contra los príncipes de la dinastía castellana, sin que todos los esplendores de su gloria, que para el caso se confunde e identifica con la de Cataluña, hayan defendido a Alfonso V de la animadversión que allí generalmente reina contra su padre, el Infante de Antequera.

Así ha llegado a acreditarse una leyenda que no soporta el examen crítico. Alfonso V nunca dejó de ser muy español en sus ideas, hábitos e inclinaciones. Cuando entró en Nápoles tenía cuarenta y seis años, y a esa edad ningún hombre se transforma, ni olvida, ni puede hacer olvidar su primitiva naturaleza. Así es que nunca llegó a hablar bien el italiano, y rara vez usaba otra lengua que la nativa. La Maestà del Re parla spagnuolo, dice Vespasiano da Bisticci. [1] y este español no era el catalán, sino el castellano, con dejo aragonés, como lo prueba aquel famoso dicho con que exhortaba al estudio a los jovencillos de su corte, según refiere Juan de Lucena en la Vita Beata: «Váyte, váyte a estudiar.» Croce hace notar muchos rasgos eminentemente españoles de su carácter: su fe robusta, su fuerte religiosidad, que contrastaba con el naciente escepticismo de los humanistas; su amor a los estudios teológicos; su especial devoción a los santos españoles, particularmente a San Vicente Ferrer, cuya canonización trabajó con tanto empeño; su espíritu caballeresco; y hasta en los extremos de su tardía pasión por la bella Lucrecia Alania o de Alagno quiere reconocer algo de la galantería española.

Tampoco ha de tenerse a Alfonso V por príncipe iliterato antes de la época de su iniciación en la cultura de los humanistas, ni menos admitir la leyenda que le supone estudiando latín a los cincuenta años. Alguna fe merece el texto de la Comedieta de Ponza, que el Marqués de Santillana compuso precisamente en el mismo año de aquella batalla naval, es decir, en 1435, ocho años antes de la entrada triunfal de Alfonso V en Nápoles, y precisamente el mismo año en que el rey de Aragón conoció en Milán a Antonio Panormita, que pasa por su principal preceptor de humanidades. Pues bien, el Marqués de Santillana, que evidentemente nos retrata al Alfonso V de la primera época, infante [p. 252] revolvedor en Castilla, más propiamente que rey de Aragón, dice de él en términos expresos:


       ¿Pues quién supo tanto de lengua latina?
       Ca dubdo si Maro se eguala con él:
       Las sílabas cuenta e guarda el acento
       Producto e correto...
       Oyó los secretos de philosophía
       E los fuertes passos de naturaleza
       ......................................
       E profundamente vió la poesía.
       ......................................

Habrá la hipérbole que se quiera, pero tales cosas no pudieron escribirse de quien ya en aquella fecha no hubiese dado pruebas relevantes de su amor a la cultura clásica, en aquel grado ciertamente pequeño en que a principios del siglo XV podía adquirirse en Castilla y en Aragón; suficiente, sin embargo, para preparar su espíritu a aquella especie de embriaguez generosa, de magnánimo entusiasmo por la luz de la antigüedad, que se apoderó de él en Italia, y que allí le encadenó para el resto de su vida, convirtiéndole en cautivo voluntario de los mismos de quienes había triunfado. Entonces empieza el segundo Alfonso V, el Alfonso de los humanistas, que es complemento y desarrollo, no negación ni contradicción, del primero; el que con aquella misma furia de conquista, con aquel irresistible ímpetu bélico con que había expugnado la opulenta Marsella y la deleitable Parténope, se lanza encarnizadamente sobre los libros de los clásicos; y sirve por su propia mano la copa de generoso vino a los gramáticos; y los arma caballeros; y los corona de laurel; y los colma de dinero y de honores; y hace a Jorge de Trebisonda traducir la Historia Natural de Aristóteles; y a Poggio la Ciropedia de Xenophonte; y convierte en breviario suyo los Comentarios de Julio César; y declara deber el restablecimiento de su salud a la lectura de Quinto Curcio; y concede la paz a Cosme de Médicis a trueque de un códice de Tito Livio; y ni siquiera se cuida de espantar la mosca que se posa media hora en su nariz mientras oye arengar a Giannozzo Manetti. Es el Alfonso V que, preciado de orador, exhorta a los príncipes de Italia a la cruzada contra los turcos, o dicta su memorial de agravios contra los [p. 253] florentinos en períodos de retórica clásica; el traductor en su lengua materna de las Epístolas de Séneca, y el más antiguo coleccionista de medallas después del Petrarca.

Con Alfonso V pasaron a Nápoles una multitud de españoles, no sólo súbditos suyos, aragoneses y catalanes, sino también, y en no pequeño número, castellanos, de los que en las discordias civiles del reino habían seguido el partido de los Infantes de Aragón contra D. Álvaro de Luna. Ocuparon los oficios palatinos, los más altos grados de la milicia, de la magistratura, de la jerarquía eclesiástica. «No fué una invasión pasajera (dice el Sr. Croce); fué una transplantación de familias enteras al reino:


       Da la fecunda e gloriosa Iberia
       Madre di Re, con l'Hercole Aragonio
       Et da la bellicosa intima Hesperia,
       Verran mille altri heroi nel regno Ausonio,
       Di cui li gesti e la virtú notorie
       Faran de nobil sangue testimonio.»

Así cantaba no muchos años después el poeta italo-catalán Carideu, que tradujo hasta su apellido, haciéndose llamar clásicamente Chariteo, y precedió a Boscán en el abandono de la lengua nativa, aunque sin perder por eso el recuerdo y el amor de su patria, como lo declaran aquellos versos suyos:


       Pianga Barcino, antica patria mia.....
       ....................................................

Entre las principales familias españolas que se arraigaron en el reino de Nápoles inmediatamente después de su conquista, hay que contar en primer término a los dos Ávalos (Íñigo y Alfonso), hijos del buen Condestable Ruiz López, y a sus hermanos de madre los dos Guevaras (Íñigo y Fernando). De estos cuatro hermanos dice Chariteo:


       Frutto d'un sol terren, da due radici
       Due Avelli e due Guevara, antique genti
       Bellicosi e terror degli inimici...
       Fratelli in sangue, en più fratelli in fede...

Íñigo de Ávalos, comúnmente llamado el Conde Camarlengo, fué marqués de Pescara; Íñigo de Guevara, mayordomo y gran [p. 254] senescal de Alfonso V, fué marqués del Vasto; títulos que habían de inmortalizarse en nuestra historia militar del siglo XVI.

Otros muchos españoles formaron parte de la corte de Alfonso V, y suenan a cada paso en las historias de aquel tiempo: Ramón Boyl, virrey del Abruzo; Bernardo Villamarí, el grande almirante; Don Lope Ximénez de Urrea, que ajustó la paz entre el rey de Aragón y los genoveses; Ramón de Ortal, caballero catalán que mandaba la hueste enviada por Alfonso en socorro de Scanderberg; Fr. Luis Despuig, clavero de Montesa; Alfonso de Borja, primer presidente del Consejo Real de Nápoles; el famoso jurisconsulto mallorquín Mateo Malferit, y otros muchos, insignes en las artes de la paz o en las de la guerra, y con ellos razonable número de prelados y teólogos como el maestro Cabanes, Luis de Cardona, Juan Soler, obispo de Barcelona, Juan García, célebre por la controversia que sostuvo con Lorenzo Valla, y finalmente aquel portento de sabiduría que se llamó Fernando de Córdoba, a quien en la Universidad de París tuvieron por el Anticristo. También pasó por aquella corte la noble y melancólica figura del Príncipe de Viana, y allí, por mandamiento de su tío, emprendió la versión de las Eticas de Aristóteles, sobre la latina de Leonardo de Arezzo.

Es claro que el sentimiento general, así en las clases altas como en las inferiores, no podía ser al principio muy benévolo con el elemento español que se había enseñoreado de Nápoles. Aparte de la aversión natural y justa en todo pueblo a la conquista extranjera, quedaban muchos partidarios de Renato de Anjou y de los franceses; y, por otra parte, los españoles del séquito de Alfonso afectaban tratar a los italianos con altanería e insolencia, como lo prueba el menosprecio que D. Íñigo Dávalos hizo de Juan Antonio Caldora, teniéndole por indigno de cruzar las armas con un caballero limpio como él. A esta animadversión no es maravilla que respondiesen los barones del reino de Nápoles con odio profundo, que estalló en conjuración y guerra en tiempo del rey Ferrante, sucesor de Alfonso. Pero lentamente iba mitigándose este odio, ya por los frecuentes enlaces de familia que mezclaron en breve tiempo la más noble sangre del reino de Nápoles con la española (conforme a la política que había iniciado Alfonso V, estableciendo en la isla de Ischia una colonia de [p. 255] catalanes, para que fueran uniéndose en matrimonio con mujeres del país): ya por la docilidad con que los españoles, tan duros e intratables en otras relaciones de la vida, aceptaron el magisterio de los italianos en la cultura clásica con un ardor y entusiasmo que Gothein compara con el que suelen sentir los rusos y demás eslavos por la moderna cultura francesa. Y así como los humanistas paniaguados de Alfonso V, el Panormita, el Fazzio, Lorenzo Valla, Eneas Silvio [1] llegaron a escribir de cosas de España, contando los hechos y dichos, no sólo del mismo [p. 256] Rey Alfonso, sino de su padre el Infante de Antequera, así un cierto número de españoles, discípulos o corresponsales de estos humanistas, se esforzaban por seguir sus huellas en epístolas, descripciones, razonamientos, arengas, versos latinos y otros ensayos de colegio, de los cuales todavía existen algunos (especialmente en un precioso manuscrito de la Academia de la Historia) y noticia de muchos más en el curioso opúsculo de Pedro Miguel Carbonell: De viris illustribus catalanis suae tempestatis.

Lo primero que hay que hacer notar, es que en el reinado de Alfonso V florecieron simultáneamente dos literaturas de todo punto independientes entre sí, una la de los humanistas italianos [p. 257] y sus discípulos españoles, escrita siempre en lengua latina; otra la de los poetas cortesanos, escrita las más veces en castellano, y algunas en catalán. Lo que puede decirse que apenas existía entonces en Nápoles, era literatura italiana, ni en la lengua común, ni en el dialecto del país. Los pocos y oscuros rimadores napolitanos de entonces, rebosan de españolismo, y en cambio los trovadores castellanos del Cancionero de Estúñiga están llenos de frases, giros, y aun versos enteros en italiano, y Carvajal, el más fecundo y notable de todos los poetas de aquella antología, llegó a escribir por lo menos dos composiciones enteras en aquella lengua.

[p. 258] La literatura de los humanistas no nos incumbe directamente, puesto que no parece haber influido ni poco ni mucho en la poesía vulgar. Era, no obstante, la principal, si no la única, que alentaba personalmente Alfonso V, [1] ya con obras propias como las epístolas y oraciones que recogieron el Panormita y Marineo Sículo (pues en cuanto al libro De castri stabilimento, creemos firmemente que no es suyo ni de su tiempo, sino anterior en un siglo por lo menos), ya con los diarios ejercicios y concertaciones que se tenían en su palacio, convertido por él en una perenne Academia, no sólo de gramáticos y teólogos, sino de filósofos, médicos, músicos y jurisconsultos; sin que esta instrucción doméstica bastase todavía para saciar la sed de ciencia del Rey, que iba a pie a las escuelas públicas, por lejanas que estuviesen, y se sentaba entre los humildes oyentes.«Fué peritísimo en el arte de Gramática (dice el Papa Pío II), aunque no gustaba mucho de hacer discursos en público; tuvo curiosidad de todas las historias; supo cuanto dijeron los poetas y los oradores; resolvía fácilmente los laberintos más intrincados de la Dialéctica; [p. 259] ninguna cosa de Filosofía le fué desconocida; investigó todos los secretos de la Teología; supo razonar gentil y doctamente de la esencia de Dios, del libre albedrío del hombre, de la Encarnación del Verbo, del Sacramento del Altar, y de otras dificilísimas cuestiones; en sus respuestas era breve y oportuno; en la locución, blando y terso.»

Con una modestia muy justificada, pero que ciertamente realza su mérito, ni Alfonso ni los humanistas españoles de su corte pretendían pasar más que por estudiantes, y esto eran en verdad, sin que el amor patrio pueda pretender otra cosa. La misma timidez con que se dirigen a sus maestros, y que tanto contrasta con su superioridad política y militar, que manifestaban a veces con harta jactancia, es candorosa y simpática: «Nec videas mea barbara; quum si aliquid dulce fuerit, tuum est et non meum; cetera inculta, rugosa, ac dura mea sunt», decía Ferrando Valentí al Panormita. Locura hubiera sido pretender que estos principiantes, nutridos además con tan mala leche como suele serlo el estilo pedantesco, redundante y estrafalario de los gramáticos italianos de la primera mitad del siglo XV (muy dignos de consideración por los grandes servicios que prestaron a la erudición filológica desenterrando textos, pero indignos de ser propuestos como modelos de latinidad moderna, la cual sólo empieza a brillar con su pristina belleza en los escritores artistas de fines de quella centuria, en los Policianos y Pontanos) hubiera podido hacer otra cosa que calcos serviles de una literatura ya hueca y viciosa de suyo. Pero aunque ciertamente sus nombres no son para añadidos al catálogo De Hispanis purioris latinitatis cultoribus, que con tan buen gusto formó Cerdá y Rico, el historiador literario no puede cometer la insensatez de exigirles que hubiesen escrito como un Sepúlveda, un Alvar Gómez de Castro o un Mariana.

Hasta lo breve y fugitivo de sus opúsculos, prueban que no iban muy lejos las pretensiones literarias de los familiares de Alfonso. La mayor parte son epístolas más de cortesía y de ceremonia que de erudición ni de substancia, y, por decirlo así, temas epistolares con que exploraban la benevolencia de los árbitros y dictadores del gusto, que eran el Parnomita, Filelfo, Valla, Poggio, Gaspar Arangerio.

[p. 260] Uno de los principales en este pequeño grupo de aficionados a la cultura clásica, parece haber sido el mallorquín Ferrando Valentí, a quien Tiraboschi, Amador de los Ríos y otros llaman Fernando de Valencia. Quedan de él no sólo cartas, sino algunas oraciones políticas curiosas (como la que dirigió al rey Ferrante, exhortándole en pomposas razones a emular las virtudes y altos hechos de su padre) y también una oda en versos sáficos,

 


       Turba doctorum docilis magistra...

que es sin duda uno de los primeros ensayos métricos de autor español con deliberada imitación clásica. Ferrando Valentí era legista, y ejerció el cargo de jurado en su isla natal; pero parece haber preferido al estudio de las leyes el de las humanidades, en que había tenido por guía a Leonardo Aretino, a quien llama padre y preceptor suyo. Sus primeros estudios debió de hacerlos, por consiguiente, en Florencia, y era ya adulto cuando entró en relaciones con los humanistas de Nápoles. Ni se le puede tener por despreciador de su lengua nativa, puesto que resta de él una traducción catalana de las Paradojas de Cicerón, con un prólogo muy interesante para la historia literaria, por las noticias que contiene de otros traductores. Fué el verdadero patriarca del Renacimiento en la isla dorada, donde parece que tuvo escuela pública. Carbonell le llama «príncipe de los declamadores de su tiempo, y muy caro a Alfonso V», y añade que fué «prior de Tortosa». Su entusiasmo clásico llegaba hasta el extremo de llamar a la Virgen «clarísima y santísima Sibila», y comparar el descenso de Jesucristo a los infiernos con el de Eneas. Puso por nombre Teseo a un hijo suyo, que, andando el tiempo, fué notable jurisconsulto en el estudio de Bolonia. [1]

En el curioso opúsculo de Carbonell sobre los humanistas catalanes de su tiempo (compuesto a imitación del de viris illustribus de Fazzio), se dan, aunque con lamentable brevedad, noticias de algunos otros propagadores de la cultura clásica; y si bien no de todos consta expresamente que visitasen Italia, todos participaron del impulso dado por la corte aragonesa de [p. 261] Nápoles, merced a la cual el Renacimiento latino en las comarcas del Levante de España se adelantó en medio siglo respecto de Castilla. Entre estos obreros de la primera hora figuran el rosellonés Luciano Colomer (Lucianus Colominius), que profesó letras humanas en Valencia, en Játiva y últimamente en Mallorca, donde murió enteramente ciego en 1460. Escribió en verso latino cuatro libros de gramática, y uno del caso y fortuna. La mayor parte de estos humanistas eran al mismo tiempo jurisconsultos, como lo habían sido en no pequeña parte los antiguos poetas italianos, de los cuales basta citar para el caso a Cino da Pistoia. No en balde había precedido el Renacimiento del derecho romano al de las demás ramas de la erudición clásica. Así, el barcelonés Jaime Pau, a quien llamaron gloria juris caesarei, no fué menos celebrado por la agudeza que mostró en el gran volumen de sus apostillas al derecho imperial, que por lo elegante, ameno, perspicuo y breve de su dicción latina,   jucundus, brevis, elegans, venustus, que dice Carbonell. [1] Así, Juan Ramón Ferrer, sin perjuicio de compilar un vocabulario de su profesión, que llamó Semita juris canonici, no sólo cantó en verso heroico los loores de María Santísima y la vida de Cristo, sino que se atrevió a reducir al yugo del exámetro los Aforismos de Hipócrates con los comentarios de Galeno, en ocho mil y quinientos versos. Así, el notario o tabelión Jaime García, antecesor de Carbonell en la custodia del Archivo de la Corona de Aragón, descansaba de la tarea de sus registros y protocolos, transcribiendo de propia mano y procurando limpiar de yerros el texto de Terencio. No faltaba entre estos legistas y notarios, que eran a la par dilettantes en humanidades, quien uniese el cultivo de la poética nativa o importada de Tolosa con el estudio de la antigüedad: así Jaime Ripoll, de quien dice Carbonell que comentó las Leys d'amor: «Tolosanos Flores in maternis rhytmis jam editis percallentissime conmentatus est.» Pero más fama le dieron sus versos latinos, de que sólo conocemos el epitafio de la reina Leonor de Chipre, que mandó esculpir el mismo Carbonell cuando reparó el sepulcro de aquella princesa en San Francisco de [p. 262] Barcelona. Apenas hay uno de los personajes memorados por el diligente archivero, cuya profesión no fuesen las leyes o la custodia de la fe pública; ni uno solo tampoco de quien no añada que fué «gramático eximio» o que se distinguió en la «facultad oratoria»; prueba patente del rumbo que los estudios llevaban. Jurisconsulto también, pero más propiamente literato que ninguno de los anteriores, fué Jerónimo Pau, hijo de Jaime y discípulo del Panormita. El círculo bastante amplio de sus estudios abrazaba no sólo las letras latinas, sino las griegas, y no sólo la gramática, sino la arqueología clásica, nueva dirección del Renacimiento, que tiene en él su primer representante español en la esfera de los estudios históricos. Fué estudioso de la geografía antigua de España, y a él se debieron los primeros ensayos en tan ardua materia: el libro De fluminibus et montibus utrisque Hesperiae, y el de las antigüedades de Barcelona; opúsculos que andan insertos en la Hispania Illustrata de Scotto, y que, aunque poca luz puedan dar hoy, alguna tuvieron en medio de las sombras y confusión de aquellos tiempos, cuando el Gerundense lograba acreditar sus portentosas fábulas, que tan desacordadamente se ha intentado rehabilitar en nuestros días. Pero Jerónimo Pau, que alcanzó los últimos años del siglo XV, y fué familiar del segundo Papa Borja, pertenece a un grado superior del humanismo, y sus versos elegantes, sentenciosos y nutridos, su Triumphus de Cupidine, verbi gracia, difieren en gran manera de la tosquedad de los ensayos de Ferrando Valentí y sus contemporáneos. Por entonces ya el movimiento clásico había arraigado definitivamente, llegando al punto de madurez que manifiesta la epístola del mismo Pau a Jerónimo Columbeto, De viris illustribus Hispaniae. [1] La aparición de un helenista como Pau, a [p. 263] quien parece que hay que reconocer prioridad cronológica sobre todos los nuestros, incluso el mismo Arias Barbosa (por más que su acción pedagógica no pudiese ser tan profunda como la de éste), marca el punto culminante de esta evolución, que no sólo se extendió por los países de lengua catalana, sino que fué secundada, aunque más tibiamente, por algunos aragoneses, entre los cuales sobresale por sus cartas latinas a Filelfo y al Panormita, el virrey de Calabria D. Juan Fernández de Híjar, llamado el orador, de quien dijo Lorenzo Valla que a ningún otro español era inferior en las letras humanas: «in literis humanitatis ex omni Hispania nulli secundum».

No es del caso apurar, ni necesario tampoco, puesto que es punto ya magistralmente tratado, [1] hasta qué punto esta corriente clásica modificó en el siglo XV la literatura catalana vulgar, dando rápida perfección a la prosa en manos de Canals, de Bernat Metge, de Francisco Alegre; coloreando en algún modo la abstracta poesía de Ausias March; dictando a Corella sus lamentaciones de Mirra, de Narciso y de Tisbe, sus historias de Biblis y Caldesa, y sobre todo el arte exquisito de sus versos sueltos, que cuando se comparan con los que en castellano quiso hacer Boscán medio siglo después, parecen una maravilla.

Pero si no nos incumbe aquí el estudio de los ingenios catalanes a quienes con más o menos propiedad y rigor cronológico se coloca en la corte napolitana de Alfonso V, o que celebraron al magnánimo rey y a la reina Doña María, tales como Jordi, Andreu Febrer (el traductor de Dante), Francesch Ferrer, Leonardo de Sors, Juan de Fogassot, Bernat Miquel, etc., debemos notar el curioso fenómeno de la primera aparición de poetas bilingües. En el mismo punto y hora en que la lengua catalana había llegado a su mayor alteza, comenzaba a insinuarse el germen de su ruina. Los primeros poetas catalanes que trovaron en lengua castellana, pertenecen a este grupo; y de este modo la corte de Alfonso V, teatro de tantas transformaciones intelectuales, lazo de unión moral entre ambas penínsulas hespéricas, lo fué también de una estrecha hermandad, no conocida hasta entonces, entre las letras [p. 264] del Centro y del Oriente de España, y bien puede decirse sin género alguno de pasión (puesto que se trata de inevitables consecuencias históricas que ya en el voto de Caspe venían envueltas) que entonces comenzó la hegemonía castellana, bajo los auspicios de un príncipe que nunca pudo olvidar su origen. En el abandono de la lengua materna, no hay que dar a Boscán más parte de la que realmente tuvo, aunque el prestigio de su indisputable talento de prosista y de poeta, y sobre todo la oportunidad de su innovación, le diesen más crédito y fama que a otros. Antes que él lo había hecho Mosén Pere Torrellas o Torroella (mayordomo del Príncipe de Viana), que aun en sus propios versos catalanes, por ejemplo en el Desconort, compuesto de retazos de otros poetas, que comienza Tant mon voler, había mostrado sus tendencias eclécticas y su afición a nuestra poesía, invocando la autoridad, y a veces las coplas mismas de Villasandino, Santillana, Juan de Mena, Macías, Juan de Dueñas y Santafé, revueltos con poetas catalanes, provenzales y franceses, de donde resulta un extravagante baturrillo. Muchas fueron, y por lo general picantes y de burlas, las poesías puramente castellanas de Torrellas; pero ninguna le dió tanta notoriedad, haciéndole pasar por un nuevo Boccaccio, infamador sistemático de las mujeres, como sus Coplas de las calidades de las donas, insertas en el Cancionero de Stúñiga, en el General y en otros muchos, impugnadas por diversos trovadores, entre ellos Suero de Ribera y Juan del Encina; glosadas y recordadas a cada momento por todos los maldicientes del sexo femenino, y sobre las cuales hasta llegó a inventarse la extraña leyenda de que las mujeres, irritadas con los vituperios de Torrellas, le habían dado por sus manos cruelísima muerte. Toda esta historia se cuenta en el rarísimo Tractado de Grisel y Mirabella, compuesto por Juan de Flores a su amiga. [1] Allí está muy a la larga el proceso sobre la respectiva malicia de hombres y mujeres, que se litigó ante el rey de Escocia entre «una dama llamada Brasayda, de las más prudentes del mundo en saber y en desenvoltura y en las otras cosas a graciosidad [p. 265] conformes, la cual por su gran merecer se había visto en muchas batallas de amor y en casos dignos de memoria, y un caballero de los reynos de España, al qual llamaban Torrellas, un especial hombre en el conocimiento de las mujeres, e muy osado en los tratos de amor e mucho gracioso, como por sus obras bien se prueba». Triunfó el abogado de los hombres; pero con tan mala ventura suya, que la reina y sus damas asieron de él, e ataron de pies y manos, y le atormentaron con todo género de espantables suplicios, dejando, como se verá, poco que hacer a los fervientes catalanistas que hoy quisieran ejercitar sus iras en el triste de Torrellas por haber coqueteado un tanto cuanto con la lengua castellana: «E fué luego despojado de sus vestidos, e atapáronle la boca porque quexar no se pudiesse, e desnudo fué a un pilar bien atado, e allí cada una traía nueva invención para le dar tormento; y tales ovo que con tenazas ardientes, et otras con uñas y dientes raviosamente le despedazaron. Estando assí medio muerto, por crecer más pena en su pena, no lo quisieron de una vez matar; porque las crudas e fieras llagas se le resfriassen e otras de nuevo viniessen; e despues que fueron assi cansadas de atormentarle, de gran reparo la reina e sus damas se fueron allí cerca dél porque las viesse, e allí platicando las maldades dél, e trayendo a la memoria sus maliciosas obras.... dezían mil maneras de tormentos, cada qual como le agradaba... E assi vino a sufrir tanta pena de las palabras como de las obras, e despues que fueron alzadas las mesas, fueron juntas a dar amarga cena a Torrellas... E despues que no dexaron ninguna carne en los huesos, fueron quemados, de su ceniza guardando cada cual una buxeta por reliquias de su enemigo. E algunas ovo que por joyel en el cuello la traían, porque trayendo más a memoria su venganza, mayor placer oviesen.» Esta escena trágicogrotesca vale bastante más que las coplas satíricas de Torrellas, a las cuales confieso que nunca he podido encontrar gracia, ni menos malignidad, que mereciera tan cruento y espeluznante castigo. No puede darse invectiva más sosa e inocente, llena además de salvedades, puesto que el poeta no sólo exceptúa taxativamente a su amiga, sino que declara inculpables a las demás, por vicio de naturaleza:

        [p. 266] Mujer es un animal
       Que disen hombre imperfecto,
       Procreado en el defecto
       Del buen calor natural;
       Aquí se incluyen su males,
       E la falta del bien suyo,
       E pues le son naturales,
       Cuando se demuestran tales,
       Que son sin culpa concluyo. [1]

Catalán era también, y todavía más enamorado de Castilla que Torrellas, aquel Mosén Juan Ribelles, prisionero con Alfonso V en la batalla de Ponza, el cual cantaba de nuestra tierra, respondiendo a Villalpando y a Juan de Dueñas:


       En Castilla es proesa,
       Franquesa, verdat, mesura,
       En los sennores larguesa,
       En donas grand fermosura...

Pero el mayor golpe de poetas que entonces metrificaban en Nápoles, eran naturalmente aragoneses, cuya lengua nacional fué en todo tiempo el castellano hablado con variantes de dialecto que en los versos rara vez aparecen; y en mayor número todavía refugiados de Castilla, partidarios de los infantes de Aragón. Una gran parte de esta producción poética se contiene, como es sabido, en el Cancionero de Stúñiga, publicado en 1872 por los Sres. Fuensanta del Valle y Sancho Rayón en su Colección de libros españoles raros y curiosos. Además del códice de nuestra Biblioteca Nacional (M—48), que sirvió para esta linda y bien anotada edición, existe otro en la Biblioteca Casanatense de Roma (idéntico al de Madrid, por lo que recuerdo), y otro en la Marciana de Venecia, descrito ya por el profesor Mussafia en un trabajo suyo sobre bibliografía de los Cancioneros. [2] Esta colección fué formada probablemente en Nápoles, pero de seguro después de [p. 267] la muerte de Alfonso V, puesto que contiene unos versos a la divisa del Rey D. Ferrante, y otras alusiones posteriores. En Nápoles, contra lo que pudiera esperarse, no se conserva colección alguna de poesías que se remonte a esta fecha, pero son indudablemente de procedencia napolitana siete códices de poesías españolas que guarda la Biblioteca Nacional de París; y en Nápoles fueron compuestos asimismo muchos de los versos catalanes del Cancionero de la Universidad de Zaragoza. Otros Cancioneros deben agregarse para este estudio, siendo los más copiosos en versos de esta procedencia italo-hispana, el de Herberay des Essarts, y el de la Academia de la Historia (antes de Gallardo).

Aunque esta poesía no difiera substancialmente de la que floreció en la corte de D. Juan II, y por caso singular parezca menos influída que ella por el Renacimiento clásico, tiene ciertos caracteres secundarios que en algún modo la distinguen. Ya Wolf advirtió en sus Studien [1] que el Cancionero de Stúñiga tiene más carácter lírico que el de Baena, siendo en general mucho más breves las composiciones, y dándose entrada a ciertas formas populares, tales como los villancetes, los motes, las glosas, y sobre todo los romances. La circunstancia de contener dos, entrambos de un mismo poeta, el llamado Carvajal o Carvajales, no es una de las menores singularidades de este Cancionero, puesto que no hay ninguno anterior en que tan castiza forma aparezca. Claro está que estos romances no son populares ni narrativos, sino meramente líricos: amatorio el uno, «Terrible duelo facía», y de consolación el otro a la Reina Doña María de Aragón por la eterna ausencia y manifiesto desvío de su esposo; pero tales como son, no los hay más antiguos de trovador y fecha conocida (1442); y en ambos, especialmente en el de «Retraída staba la reyna», a vueltas de reminiscencias clásicas, como « templo de Diana» y lo de «seguir a Mars, dios de la Caballería», se advierte que el empleo del metro popular, comunicando al autor los hábitos propios del género, le ha prestado una sencillez de expresión y de sentimiento que contrasta con el énfasis retórico de la supuesta carta de la reina que precede al romance. No [p. 268] se trata de un canto popular refundido, pero es cierto que en los oídos del poeta culto zumbaban ecos de viejos romances de muy diverso asunto. Sin este fondo de poesía tradicional e inconsciente, no hubiera logrado versos como éstos:


       Vestida estaba de blanco,
       Un parche de oro cennía...
        Pater noster en sus manos,
       Corona de palmería...
       Maldigo la mi fortuna
       Que tanto me perseguía;
       Para ser tan mal fadada,
       Muriera cuando nacía...

El Cancionero de Stúñiga está lleno de recuerdos históricos, y siguiendo atentamente la cadena de estas composiciones, podría trazarse un cuadro de la vida guerrera y cortesana en tiempo del quinto Alfonso. Los trances principales de la conquista del reino, el desastre naval de Ponza, las prisiones de Génova y de Milán, la entrada y triunfo de Nápoles, pasan ante nuestros ojos en las poesías de Juan de Tapia y Pedro de Santafé. El primero, cautivo en aquella jornada, canta a la hija del Duque de Milán, Philipo Visconti, a quien, de encarnizado adversario, convirtió su prisionero, el político rey de Aragón en auxiliar y amigo. El mismo Tapia, y además Juan de Andújar, Fernando de la Torre, Suero de Ribera, cantan nominalmente a todas las damas de la corte, envolviendo sobre todo en nubes de incienso a la princesa de Rossano, Doña Leonor de Aragón, hija natural del rey, y a la famosa Lucrecia Alagnia o de Alanio, su querida predilecta, cuya honesta resistencia pondera Eneas Silvio, si bien, según otra versión menos optimista, hubo de triunfar el Rey «cogliendo dal giardino di quella il primo fruto d'amore». Sin tomar parte en esta disputa, no menos ardua e inextricable que la del amancebamiento de la reina Madásima con aquel bellacón del maestro Elisabad, no hay duda que Alfonso V debía de remunerar largamente los versos que se escribieron en loor de Lucrecia, a juzgar por la especie de certamen que entablan los poetas del Cancionero, aludiendo sin ambages a la pasión del rey. Así cantaba Juan de Tapia:

        [p. 269] Vos fuistes la combatida
       Que venció al vencedor;
       Vos fuistes quien por amor
       Jamás nunca fué vencida;
       Vos pasays tan adelante
       Et con tanta crueldat
       Faseys la guerra,
       A quien fa temblar la tierra
       Desde Poniente a Levante.

Pero el poeta áulico de Alfonso V, el más complaciente servidor literario de sus flaquezas, fué el ya citado Carvajal o Carvajales, si bien, con previsión laudable, no dejaba por eso de componer versos encomiásticos y consolatorios a la desdeñada y moralmente divorciada reina María.

Este Carvajal es no sólo el ingenio más fecundo de los del Cancionero de Stúñiga, en el cual tiene hasta cuarenta y cinco composiciones, sino el más notable y afortunado de todos ellos, casi el único que acierta alguna vez con rasgos de poesía agradable y ligera, con cierto dejo candoroso y popular, que es muy raro en los trovadores de esta escuela. A veces glosa letras conocidamente populares, como la de «la ninna lozana»:


       Lavando a la fontana,
       Las manos sobre la trenza...

En el género de las serranillas especialmente, tiene mucha facilidad y mucha gracia, y se le debe contar entre los mejores discípulos del marqués de Santillana. A veces, sin embargo, propende a la parodia realista, como el Arcipreste de Hita:


       Andando perdido, de noche ya era,
       Por una montanna desierta, fragosa,
       Fallé una villana foroce, espantosa,
       Armada su mano con lanza porquera....

Muchas de estas serranillas disfrazan aventuras amorosas y encuentros de gentiles damas tenidos por el poeta en varias partes de Italia, en la vía de Siena a Florencia, en la campiña de Roma, en el camino de Aversa, y la heroína suele decir algunas palabras en italiano:

        [p. 270] ¿Dónde soys, gentil galana?
       Respondió mansa et sin pressa:
       —Mia matre è d' Aversa,
       Yo, Micer, napolitana.
       ..............................
       Entre Sessa et Cintura
       Cazando por la traviessa,
       Topé dama que deesa
       Parescía en fermosura...
       ¿Soys humana criatura?
       Dixe, et dixo non con priessa:
       —Sí, señor, et principessa
       De Rossano por ventura.
       ...............................
       Passando por la Toscana,
       Et entre Sena et Florencia,
       Vi dama gentil galana,
       Digna de grand reverencia.
       Tenía cara de romana,
       Tocadura portuguesa,
       El ayre de castellana,
       Vestida como senesa...
       ..............................
       Viniendo de la Campanna,
       que ya el sol se retraía,
       Vi pastora muy lozana
       Que el ganado recogía.
       Cabellos rubios pintados,
       Los bezos gordos, bermeios,
       Ojos verdes et rasgados,
       Dientes blancos et pareios.

Fué además Carvajal el primer poeta bilingüe italo-hispano, como lo prueban las dos canciones que empiezan:


       Tempo sarebbe ora mai...
       Non credo che piu grand doglia...

Aunque cultivase principalmente el arte de los versos frívolos y cortesanos, no le faltaron más robustos acentos para celebrar notables hechos de armas, como la muerte del capitán de ballesteros Jaumot Torres sobre el cubo de Ceriñola, en aquella especie de marcha fúnebre y solemne que principia:


       Las trompas sonaban a punto del día..

[p. 271] Pero muy rara vez suenan acentos bélicos en el Cancionero de Stúñiga, obra de vencedores firmemente asentados en su conquista, descansando de las fatigas de la guerra en el regazo enervador de la sirena del golfo partenopeo. Las diversiones y fiestas de aquella corte, remedaban en gran manera las de España. Una canción napolitana de entonces habla con admiración de


       Li balli maravigliosi
       Tratti da Catalani;

de sus mumi o momos (representaciones pantomímicas) que declara tan gentili et soprani, añadiendo que se aventajaban en gran manera a las de Italia; de las danzas moriscas, y de otras muchas galas e invenciones llevadas por los nuestros, muy dados en aquella alegre edad a la pompa y riqueza en armas y trajes. Cuando en 1455 Alfonso V dió a su sobrino la investidura del principado de Capua, hubo un baile de personatges. Una cédula de 1473, descubierta por el Sr. Croce, manda pagar a Juan Martí «lo preu de CLXX sonalles desparvers et de falcons et per altres VIII sonalles fines e grosses per «fer los momos» devant la Ilustrísima Dona Elionor d'Aragó, filla del senyor rey fentse la festa sua. Dato no indiferente a la verdad para la historia de los orígenes dramáticos, como tampoco la noticia de haber mandado hacer Alfonso representaciones de Jueves y Viernes Santo, trayendo para ellas artistas florentinos.

Quien lee las descripciones de los festejos celebrados en las cortes españolas del siglo XV, y pasa luego a estudiar la vida de la corte aragonesa de Nápoles, no cree haber salido de su tierra. En el Cancionero de Stúñiga abundan los juegos y pasatiempos de sociedad: «A Lope de Stúñiga demandaron estrenas seis damas, e él fiso traher seys adormideras, e físolas tennir, la una blanca, la otra azul, la otra prieta, la otra colorada, la otra verde, la otra amarilla. E puso en cada una de ellas una copla, e metiólas en la manga, e que sacasse aquella con que topase, et que cada uno lo rescibiese en sennal de su ventura.» De Fernando de la Torre, natural de Burgos, hay un juego de naypes, dirigido a la Condesa de Castañeda: «El envoltorio de los naypes ha de ser desta manera: una piel de pergamino del grandor de un pliego de papel, en el cual vaya escripto lo siguiente, e las espaldas del [p. 272] dicho envoltorio de la color de las espaldas de los dichos naipes... Han de ser cuatro juegos apropiados a cuatro estados de amores: juego de espadas apropiado a los amores de religiosas, todo de letras coloradas; juego de bastones, apropiado al amor de las viudas, todo de letras negras; juego de copas, apropiado a los amores de las casadas, todo de letras azules; juego de oros, apropiado a los amores de doncellas, todo de letras verdes».

La enumeración individual de los poetas importa poco, porque casi todos se parecen, con uniformidad lamentable. El más inspirado y personal (después de Carvajales) es Lope de Stúñiga, que da nombre al Cancionero no por otra razón que por aparecer el libro encabezado con una poesía suya. Pero ni fué el colector probablemente, ni tiene en el códice más que nueve composiciones, faltando algunas de las mejores suyas, especialmente de las políticas, que han de buscarse en otros cancioneros manuscritos. Sus aventuras, y la importancia de su persona, exigen también que se le separe de la turba anónima. Lope de Stúñiga, Comendador de Guadalcanal, hijo del Mariscal Íñigo Ortiz y biznieto de Carlos el Temerario, Rey de Navarra, fué uno de los más ardidos lidiadores de su tiempo en Castilla, y apadrinó a su primo Suero de Quiñones en el Paso honroso, cabiéndole la suerte de las primeras justas: «E por eso le ofreció Suero un muy buen caballo e una cadena que valía trescientas doblas, al cual dijo Stúñiga que nin por una buena villa daría su vez a otro.» Allí rompió lanzas con Juan de Fablas, Juan de Villalobos, Alonso Deza, Pedro de Torrecilla, D. Juan de Portugal y muchos otros, llegando a despojarse de las mejores piezas de su armadura para mayor alarde de su valor. Por premio de tales hazañas obtuvo, lo mismo que Suero de Quiñones, un testimonio de escribano que le declaraba rescatado de su esclavitud amorosa. En otras lides más de veras se probó después, como acérrimo enemigo del Condestable D. Álvaro de Luna, a quien persiguió, no menos que con el hierro de la lanza, con el de los versos, como lo prueba el vigoroso Decir sobre la cerca de Atienza, compuesto en 1446. Un año antes había compuesto, en la prisión donde yacía de resultas de estas discordias, un grave y filosófico monólogo, en que se leen estos versos, dignos de Gómez Manrique o de su egregio sobrino:

        [p. 273] Que los muy grandes señores
       Que son en rica morada,
       Son así como las flores,
       Que sus mayores favores
       Son quemados de la helada..

Fué uno de los versificadores más atildados de su tiempo, y la linda canción Gentil dama esquiva, se pegó de tal modo al oído de las gentes, que fué varias veces glosada y contrahecha a diversos asuntos, v. gr., en la que empieza Alta mar esquiva.

Basta citar al vuelo los nombres de Gonzalo de Cuadros, el que hirió en la frente a D. Álvaro de Luna en el torneo de Madrid de 1419; del Conde de Castro, por quien dijo el Marqués de Santillana, al describir la lid de Ponza: «Allí se nombraban los de Sandoval»; de los próceres aragoneses Mosén Juan de Moncayo, Mosén Hugo de Urríes (el traductor de Valerio Máximo), D. Juan de Sessé, y de otros muchos trovadores más dignos de recordación por lo ilustre de su cuna o por la fama de sus proezas que por la excelencia de sus versos, que son por lo general coplas amatorias de insípida llaneza. Del pequeño grupo aragonés, [1] no muy fecundo a la verdad, y que sólo en tiempo del Rey Católico logró producir un verdadero poeta en la persona de D. Pedro Manuel de Urrea, el que merece mayor renombre es Pedro de Santafé, que interrumpiendo la monotonía de los cantares eróticos, a la que llama maymía (esto es, mi amada), trató con mucha frecuencia asuntos de historia contemporánea que vienen a formar una especie de diario poético de la expedición de Alfonso V a Italia, comenzando por el diálogo de comiat o despedida entre el Rey y la Reina, del cual puede juzgarse por estos fragmentos:


       REINA
       Mi senyor,
       Mi rey, mi salud et vida,
       Pienso en la vuestra partida
       Con pavor.
       REY
       De mucha tribulación,
       Reyna, sé que soys triste;
        [p. 274] Mas que parta et que conquiste
       Mándanme sesso et razón;
           Ca en mesón,
       En ciudat, nin en lugar,
       Fama no puede sonar
           Nin honor.
       ............................

                REY

           Reyna, bien desplazer
       Avrédes et grant tristura;
       Mas pensar es grant locura
       Dexar honta por plazer.
           Quand vener
       Me veades victorioso,
       Será en mayor reposo
           La tristor.
       ............................

                REINA

           ¿Qué faré
       Donde consolación sienta?...
       Gran deseio m' atormenta,
            ¡Qu' es amor!
       
                    REY

           A Dios: ¡que palabra forte,
       Reyna, tristemente suena!
       Mas por cobrar fama buena
       Menosprecia hombre morte.
           Conorte
       Tenet et firme speranza
       Que tornará sin dubdanza
           Vencedor.

                REINA

           Fuertemente me paresce
       En decirvos: Dios vos guíe,
       Mas non cumple que porfíe
       Nin al caso petenesce.
           Enderece
       Dios, et vos faga segundo
       Alexandre en todo el mundo
           En valor.

[p. 275] A este diálogo, ciertamente fácil y movido, siguen el Lohor del rey Alfonso en el viaje de Nápoles, el Lohor en la recepción de Nápoles, el Lohor en la recepción fecta por la reina napolitana, el Remedio a la reina de Aragón por la absencia del rey, el Lohor al rey en la delivración de su hermano el infante D. Anrich, el Lohor en la destrucción de la ciudad de Nápoles, y alguna otra que con las anteriores se conserva en uno de los cancioneros de la Biblioteca de Palacio (el VII-A-3). Si poéticamente no valen mucho, son al fin ecos de la victoria, y se recomiendan además al estudio por varias locuciones dialectales, y por cierta candorosa rudeza de soldado que llega hasta dar a la Reina el siguiente consejo, para cuando del rey haya gana, durante su ausencia:


       Quando muy blanda cometa
       La sutil concupiscencia,
       Sea freno continencia
       Por muy segura dieta.

Tienen también carácter de actualidad histórica muchos versos de Juan de Andújar, autor de un poemita en versos de arte mayor: Loores al rey D. Alfonso, [1] y gran panegirista de la condesa de Adorno, mujer de Guillén Ramón de Moncada, de la cual dice, entre otros encarecimientos:


       Non Penelope nin Isiphle menos,
       Non la prudente castíssima Argía
       Tovieron guardados con tanta porfía
       Sus inmaculados limpísimos senos.

Fué Andújar poeta alegórico y dantesco: cosa no tan frecuente en este grupo italo-hispano como pudiera creerse. Su Visión de Amor (muy semejante al Infierno de los Enamorados) es imitación directa de los cantos IV y V del Infierno, de Dante. Así esto como el uso frecuente del metro de arte mayor y el fatigoso alarde de nombres clásicos, le asimila a los trovadores de la corte de D. Juan II, a la cual seguramente había pertenecido antes de pasar a Italia.

Ya queda hecha memoria de Juan de Tapia, que es, después de Carvajal, el versificador que en el Cancionero de Stúñiga tiene [p. 276] mayor número de composiciones (hasta diez y ocho). Fué también de los pocos que permanecieron en Italia aun después de la muerte del Conquistador, y tomaron parte en la guerra del rey Ferrante contra los barones de la parte angevina, como lo muestran los versos que compuso a la divisa del mismo rey:


       Montanna de diamantes,
       Que por vos defendida,
           Amadores,
       Reyes, príncipes, infantes,
       Por ti perderán la vida
           Con dolores.
       Fija de las invenciones
       Secretas et peligrosas
           Trabajadas,
       Tenías con tus pendones
       Las provincias generosas
           Sojuzgadas.
       Devisa que los metales
       Pasa la tu fortalesa
           E grand valía,
       Pocos te fueron leales,
       Mostrando la su vilesa
           E tiranía...

Al mismo tiempo pertenecen, como ha probado Croce, los versos de galante reprensión que el mismo Tapia envió con nombre de alvará o albalá a María Caracciolo, una de las damas infieles al partido de la casa de Aragón:


           ¡Oh doncella italiana
       Que ya fuiste aragonesa!
       Eres tornada francesa,
       No quieres ser catalana.
       ..........................
           Si la rueda de fortuna
       Nos torna en prosperidat,
       Venceremos tu beldat
       Y la tu grand fermosura.
           Faser te han seciliana,
       Aunque eres calabresa:
       Dexarás de ser francesa,
       E tornarás catalana.
       ..........................
        [p. 277] Escríbeme cómo estás,
       Cómo pasas de tu vida,
       Si eres arrepentida:
       De todo me avisarás.
           Aunque seas más galana,
       De muchos serás represa,
       Que eres tornada francesa,
       Non quieres ser catalana.
       .........................
           A ti madama María,
       Carachula el sobrenombre,
       Iohanes de Tapia es el hombre
       que aqueste alvalá te envía.

De Mosén Juan de Villalpando, caballero aragonés, debe hacerse alguna memoria, no por otra circunstancia que por haber sido el único poeta del siglo XV que hizo sonetos después del marqués de Santillana; pero no en versos endecasílabos como éste, sino en metro de arte mayor, conservando por lo demás la primitiva forma del soneto italiano de rimas cruzadas, de este modo:


           Si en las diversas passiones que siento,
       Ya que tal caso las trae consigo,
       Pudiesse por nombre decir el tormento
       Segunt cada qual me trata enemigo,
           De todas passadas sería contento
       por sola valía daquella que digo;
       Que dezir las penas en mi pensamiento,
       Es fazer menos el daño que sigo... [1]

Larga y azarosa vida tuvo el castellano Juan de Dueñas, principalmente conocido por la fantasía alegórica de la Nao de Amor, que compuso en Nápoles, estando preso en la Torre de San Vicente, según en uno de los Cancioneros de París se declara. Son curiosos los versos políticos que dirigió al rey D. Juan II quejándose de la mengua de la justicia, la cual sólo lograba quien tenía bien poblado su bolsón, y de la tiranía con que esquilmaban al mísero pueblo los neófitos del judaísmo:

        [p. 278] Quanto más a los conversos,
       De los buenos más adversos
       Que la vida de la muerte...
       Que ya tal es la costumbre
       De tu reino, señor rey,
       Pues que peresce la ley
       E fas eclipsi la lumbre,
       Que los valles que solía,
       Si más cresce ésta porfía,
       Llegar querrán a la cumbre.
       ............................
           Cuando los tales prosperan,
       Los buenos se desesperan,
       E aun a Dios paresce feo.
       ............................
           Pues al buen entendedor
       Asaz cumplen las palabras,
       Cuando balaren las cabras,
       Non se demore el pastor.
           Si non, mucho me recelo,
       Segund los lobos de agora,
       Que todos en una hora
       Non dexen huesso ni pelo...

Y arrostrando las resultas de sus valientes avisos, añadía con entereza:


           Et yo propio natural,
       Magüer pobre, tu vasallo,
       Por razón derecha fallo
       Que te fuera desleal,
       Sy por tu miedo cessara
       De decir algunas cosas
       Que te fueran provechosas,
       Si tu merced las pensara.
           Mas pues fice mi deber
       Sin temer cosa ninguna,
       Ora venga la fortuna
       De nuevo, qualque quisier;
       Ca aunque sufra fadas malas,
       
Con virtud mucho m'alegro
       Que non puede ya más negro
       ser el cuervo que las alas.

[p. 279] Con efecto, sus consejos fueron recibidos de mal talante, y el despecho le lanzó al campo de los infantes de Aragón, a quienes siguió en próspera y adversa fortuna; ya tensionando en la frontera de Agreda con el marqués de Santillana en belicosos serventesios análogos a los de los provenzales; ya militando al lado de Alfonso V en Ponza y en Nápoles; ya sirviendo en Navarra al rey D. Juan II y a sus infortunados hijos D. Carlos y Doña Blanca. Sus poesías, que abundan bastante en los Cancioneros manuscritos, especialmente en el de Gallardo, nos dan razón de sus viajes, andanzas y amoríos, que le pusieron, como a Villasandino y a Jerena, a pique de perder su ánima y renegar de la fe por una fermosa gentil judía. Pero lo más notable que de él nos queda, es un diálogo con bastantes trazas de dramático, compuesto en 1438, según de su mismo contexto se infiere, y que quizás obtuvo algún género de representación en un sarao palaciego. Se titula El pleyto que ovo Juan de Dueñas con su amiga, y son interlocutores de él una Dama, un Portero, un Relator, un Alcalde, y el propio Juan de Dueñas, que hace papel de acusado, resultando de todo un pequeño paso o entremés, en que por lo menos se descubre un germen de acción desarrollada con bastante gracia.

Como trovador de ínfima laya, participaba de los favores de Alfonso V, representando en su corte el mismo vilipendiado papel de truhán poético que el Ropero en Castilla, el famoso Juan de Valladolid (por antonomasia Juan Poeta), cuyos versos no están en el Cancionero de Stúñiga, pero ocupan digno lugar en el de burlas. [1] Este coplero, de quien su compadre Montoro dice horrores, suponiéndole hijo de un verdugo o pregonero y de una criada de mesón, era un judío converso de Valladolid, que se ganaba la vida recitando sus versos y los ajenos (sermonario de obras ajenas le llama el Ropero) y que debía de conservar ciertos hábitos de rapsoda o juglar épico, puesto que su encarnizado enemigo añade que su arte era:

        [p. 280] ... de ciego juglar
       
Que canta viejas fazañas,
       
Que con un solo cantar
       Cala todas las Espannas...

Pero la profesión primitivamente tan honrada de cantar viejas fazañas, había venido muy a menos en consideración y en premio; y Juan Poeta, que vagaba por Castilla, Aragón y Andalucía pidiendo dineros a todo el mundo, vió el cielo abierto cuando le llegaron las nuevas de la conquista de Nápoles; y fué a arrastrar por Italia su musa perdularia y mendicante. Allí le pasaron extrañas aventuras, no sólo en la corte de Nápoles, sino en las de Mantua y Milán, donde anduvo de 1458 a 1473, dándose a conocer, no sólo como bufón e improvisador, sino con la nueva gracia de astrólogo. [1] La fortuna, que no se cansaba de perseguirle, le hizo caer, a su vuelta a España, en poder de unos corsarios africanos que le vendieron en Fez, donde permaneció cautivo algún tiempo. Rescatado y vuelto a Castilla, su desgracia fué mina inagotable de chistes para los poetas de la corte, acaudillados nada menos que por el Conde de Paredes, padre de Jorge Manrique. Como el Juan Poeta era sospechoso en la fe a título de neófito judaico, y hombre de pícara y estrafalaria vida, inventaron en burlas el cuento de que se había hecho [p. 281] mahometano, y se complacieron en describir con gran lujo de pormenores cuán de buen grado se había sometido a la circuncisión (que no había sido menester hacerle) y a las ceremonias y abluciones mahométicas. Poco es lo que honestamente puede citarse de estas sátiras, pero en su género brutal tienen chiste las coplas del Conde de Paredes, que en el Cancionero de burlas (pág. 73) pueden leerse, y comienzan:


       Si no lo quereys negar,
       Como negáis el salterio,
       Publicar quiero el mysterio,
       Juan, de vuestro cativerio,
       Juan, de vuestro navegar...

No hay género de insolencia que los poetas de su tiempo no dijeran a este albardán o ganapán de versos. Un jugador le acusa de haberle dado una dobla quebrada. Antón de Montoro avisa a la Reina Católica que esconda su baxilla donde no la tope Juan de Valladolid. Pero la principal acusación es siempre la de judío y retajado:


       Sobre vos debatirán
       Y a la fin sobre vuestra alma
       Cruz y Tora y Alcorán.

Claro es que no han de tomarse al pie de la letra estas cultas y cortesanas bromas, propias del tiempo; aunque todo ello prueba el envilecimiento moral del sujeto que podía servir de ocasión para tales donaires.

Pero basta de revolver versos sin poesía. El verdadero amante de ella poco tiene que espigar en el Cancionero de Stúñiga y en otros análogos. Pero quien los considera bajo su aspecto histórico, y ve por primera vez reunidos bajo el cetro de Alfonso V ingenios de todas las regiones de la Península, no puede menos comprender la profunda verdad de aquella sentencia de Teóphilo Braga: «los Cancioneros realizaron la primera unidad de España y contribuyeron a la alianza moral de todos sus pueblos». [1] Y si por una parte asombra que toda aquella prodigiosa [p. 282] fermentación de ideas que en la corte de Alfonso reinaba, aquel despertar del mundo clásico, aquella mezcla de los refugiados de Bizancio con los humanistas de Milán, de Roma y de Florencia, aquellos conatos de rebeldía intelectual con que Valla, al declamar contra la falsa donación de Constantino, procuraba de paso socavar los cimientos de la potestad eclesiástica, y el mismo Valla y el Panormita intentaban la rehabilitación del naturalismo epicúreo, no bastasen a alimentar otra poesía que ésta tan sosa y trivial; téngase en cuenta que lo mismo aconteció en la literatura italiana, donde la poesía vulgar permaneció muda casi toda una centuria, como si todas las fuerzas intelectuales estuviesen concentradas en la oscura elaboración de un mundo nuevo. El eco de esta edad no hay que buscarle sino por excepción en la poesía, que apenas tuvo conciencia de la grandeza de aquel momento, ni acertó a reproducir más que el lado superficial y exterior de la vida. Fué uno de tantos festejos y oropeles que concurrieron al triunfo de nuestro gran príncipe del Renacimiento, y nada más.

Con un pie en Nápoles y otro en Roma, Alfonso V llegó a sentir la ambición de reunir la Italia bajo su cetro, o a lo menos bajo su hegemonía. El Papa Calixto, español como él, parece que le convidaba indirectamente a ello, exhortándole a convertirse en jefe de una cruzada contra los turcos, que salvase a la cristiandad del enemigo que constantemente la amagaba después de la toma de Constantinopla. Los potentados de Italia no eran tales que pudiesen contrabalancear su influjo. El Duque de Milán se inclinaba a él por temor y odio a los franceses. Génova no parecía enemigo bastante fuerte. La mayor oposición con que tropezó, fué la de Cosme de Médicis y los florentinos.

Pero la muerte de Alfonso V en 1458, y pocos meses después la del Papa Calixto, no sólo disiparon tales proyectos de dominación, sino que dispersaron por de pronto las dos colonias de españoles que en Nápoles y en Roma se habían venido formando. Obispos, caballeros, poetas, humanistas, fueron regresando a España. La poesía castellana, que tantas coronas había tejido en honra del héroe aragonés, exhaló sus últimos acentos, y los más vigorosos por cierto, en la bella Visión alegórica de Diego del Castillo, que es, sin disputa, la poesía más inspirada de este [p. 283] grupo o escuela, y compite a veces con la misma Comedieta de Ponza. A su voz acompañaron la de Fernando Felipe de Escobar, en una epístola elegíaca dirigida a Enrique IV, y alguna otra que resonó menos; pero Castillo venció a todos por el nervio de la sentencia y la plenitud del estilo, y sólo él fué digno intérprete de un duelo tan grande.

La dinastía de Nápoles continuaba siendo aragonesa; pero ya las dos coronas no estaban unidas en la misma cabeza, ni volvieron a estarlo hasta los días del Rey Católico, que por astucia y por armas tuvo que reducir nuevamente aquel reino, desposeyendo de él a sus parientes, incapaces de resistir el empuje de los franceses en Italia, ni de salvar la política española en las grandes crisis del Renacimiento. Pero aun en el breve período de menos de medio siglo en que permaneció independiente la dinastía aragonesa de Nápoles, quedaron allí muchas familias españolas, muchas costumbres españolas, y las relaciones fueron tan estrechas y frecuentes, como íntimo era el parentesco que ligaba a las dos casas reinantes.

Notas

[p. 246]. [1] . B. Croce, La Corte Spagnuola di Alfonso d' Aragona a Napoli, 1894, (volumen XXIV de los Atti della Academia Pontaniana di Napoli).

 

[p. 249]. [1] . La Cultura Italiana en tiempo del Renacimiento.

 

[p. 251]. [1] . «Vite di uomini illustri del secolo XV», rivedute sui manoscritti da Ludovico Frati (Bolonia, 1893, en la Collezione di opere inedite o rarec).

 

[p. 255]. [1] . Laurentii Vallensis, De rebus gestis a Ferdinando Aragonum rege, libri III. Valla había andado en servicio de Alfonso desde 1435 a 1443, y se jactaba de haber tomado parte en todas sus campañas terrestres y navales. Perseguido luego en Roma por su famosa disertación contra las falsas donaciones de Constantino (Declamatio de falso credita et ementita Constantini donatione), volvió a refugiarse bajo el amparo del rey de Aragón, primero en Barcelona y luego en Nápoles, donde abrió una cátedra de elocuencia griega y latina. Alfonso no sólo le honró con un diploma muy honorífico, sino que le sacó triunfante de sus innumerables querellas con los teólogos, a quienes provocaba de continuo. Su Historia de Fernando, que no es más que una composición retórica, le valió una polémica brutal con el genovés Bartolomé Fazzio, que, con ayuda del Panormita, había sustraído de la cámara del rey el manuscrito de Valla, y pretendía haber encontrado en él más de quinientos solecismos. Esta ridícula cuestión se litigó delante del mismo Alfonso, que tenía el mal gusto de enzarzar a sus eruditos, divirtiéndose mucho con su grosería e intemperancia. Nada menos que cuatro invectivas (el título indica ya lo que pueden ser, pero no da idea de todo lo que son) se cruzaron de una parte y otra, hasta que el Rey intervino para separar a los gladiadores, Valla consiguió volver a Roma en el pontificado de Nicolás V, y prosiguió infamándose en atroces polémicas con Poggio Bracciolini, ayudándole en una de ellas un joven catalán discípulo suyo y de Gaspar de Verona, que estaba muy resentido con Poggio por haber dicho éste que «los catalanes no son ávidos de mármoles esculpidos, sino de oro y esclavos para el armamento de sus galeras». Quién fuera este catalán, autor de unas notas críticas a las Epístolas de Poggio, no he podido averiguarlo.

En sus últimos años Valla hizo varios viajes a Nápoles, y emprendió, a instancias de Alfonso, la traducción de Herodoto, de la cual llegó a leerle varios trozos. Murió en 1457, poco antes que su Mecenas. Su Historia de Fernando I puede consultarse en el tomo I de la Hispania Illustrata de Andrés Scotto. Véase la biografía de Valla en Nisard, Les Gladiateurs de la République des Lettres, tomo I, páginas 195 a 304.

Antonnii Panhormitae, De dictis et factis Alphonsi, Regis Aragonum et Neapolis, libri quatuor. (Abundan las ediciones de este curioso libro: la elzeviriana de 1646 lleva el título de Speculum boni Principis.) Fué traducido repetidas veces al catalán y al castellano, una de ellas por el jurisconsulto Fortun García de Ercilla, padre del poeta de La Araucana: pero la versión más generalmente conocida es la del bachiller Juan de Molina (Libro de los dichos y hechos del Rey D. Alonso... Valencia, 1527; Burgos, 1530; Zaragoza, 1552). No es propiamente una historia de Alfonso V, sino una colección de anécdotas que pintan muy al vivo su carácter y su corte. Sobre el Panormita (célebre con infame celebridad por su Hermaphroditus), véase especialmente Ramorino, Contributi alla storia biografica e critica di A. Beccadelli (Palermo, 1883).

Los cinco libros de sus Epístolas y Oraciones (Venecia, 1553) nos le muestran Embajador de Alfonso a los genoveses, a los venecianos, al Emperador Federico III y a otros príncipes. La misma protección obtuvo del Rey de Nápoles D. Fernando hasta su muerte, acaecida en 1471. Mejor fama que sus versos escandalosos le han dado la Academia que fundó en Nápoles y la solicitud que mostró en recoger libros antiguos, llegando a vender la única heredad que poseía para comprar un códice de Tito Livio. Pontano consagró a su memoria el diálogo titulado Antonius, y a él debió su mayor celebridad dicha Academia, llamada en honra suya Pontaniana. El Panormita es interlocutor también, defendiendo la causa del epicureísmo, en el célebre diálogo de Lorenzo Valla: De voluptate ac vero bono libri III, que es una reivindicación brutal de los derechos de la carne.

Unido al De dictis factisque del Panormita, va casi siempre el Commentarius de Eneas Silvio, Obispo de Siena cuando le escribió, y luego Papa con el nombre de Pío II. Puede verse también en la Colección general de sus obras (Basilea, 1571), en que hay muchas que el historiador de Alfonso V debe tener presentes: la dedicatoria que hizo a este monarca de su Historia Bohemica; la Historia rerum ubique gestarum (en la parte de Europa, capítulos XLIX y LXV), y también sus Oraciones y su correspondencia. Pero se echan de menos en ella, y conviene consultar sobre todo los Commentarii rerum memorabilium quae temporibus suis contigerunt (Roma, 1584), especie de memorias suyas que abarcan desde 1405 a 1463. En cuanto a las Orationes, la mejor colección es la de Mansi (Luca, 1755 a 1759, en tres volúmenes). La obra monumental de Voigt (Enea Silvio de' Piccolomini als Pape Pius der Zweite uns sein Zeitalter, Berlín, 1856-1858), da cuantas noticias pueden desearse acerca de este Papa, una de las más dulces y simpáticas figuras del Renacimiento.

Bartholomei Facii, De rebus gestis ab Alphonso primo, Neapolitanorum rege, commentariorum libri decem (Lyon, 1560). Una traducción castellana inédita del siglo XVI se guarda en la Academia de la Historia. Bartalomé Fazzio era genovés, pero pasó la mayor parte de su vida en la corte de Alfonso. Su diálogo De humanae vitae felicitate, dedicado a nuestro Rey, fué libremente traducido al castellano por Juan de Lucena (familiar de Eneas Silvio) en su Vita Beata, como ha probado recientemente el Sr. Paz y Melia. Es curioso también para el estudio de la corte literaria de Alfonso V el de viris illustribus de Fazzio.

Entre los principales humanistas favorecidos por Alfonso V, debe contarse al griego Jorge Trapezuncio (Jorge de Trebisonda), célebre por su controversia con el cardenal Bessarion sobre la filosofía de Platón y Aristóteles. Dedicó ad divum Alphonsum Regem, una de sus invectivas contra Teodoro de Gaza, in perversionem problematum Aristotelis a quodam Theodoro Gazae edita. Pero honra mucho más a él y a su Mecenas el haber ordenado el uno y llevado a término el otro una nueva versión latina de los libros de Historia Natural de Aristóteles, por no agradar al Rey (según escribe el Panormita la aspereza y barbarie de la versión antigua, propter asperitatem barbariemque orationis haud satis probabantur.

Francisco Filelfo dedicó a Alfonso en 1451 la espantosa colección de sus cien sátiras contra Cosme de Médicis, Niccolo Niccoli, Poggio, o más bien contra todo el género humano, en más de diez mil versos. La calidad de tal obra no fué obstáculo para que el Rey aceptase la dedicatoria y llamase a su corte a Filelfo, a quien armó Caballero e hizo coronar con el laurel del Petrarca, en presencia de su corte y de su ejercito. Poggio, su triunfante émulo en desvergüenzas, no parece haber sido tan favorecido, pero consta por testimonio del Panormita y por el de los códices mismos, que su traducción de la Cyropedia fué hecha para el Rey de Aragón, y no para el Papa Nicolás V, como muchos han supuesto.

Leonardo Aretino, detenido en Toscana por su edad y por sus dolencias no visitó la corte de Alfonso; pero tuvo correspondencia frecuente con él. De los restantes humanistas, apenas hay ninguno que dejase de pasar por ella o recibir alguna muestra de su protección: Teodoro Gaza, Bessarión, Pedro Cándido Decembrio, Giannozzo Manetti, Nicolás Sagundino (que era de la isla de Negroponto, y no de Murviedro, como quiso hacerle el abate Lampillas), Nicolás de Sulmona, Juan Aurispa, Jacopo Carlo, a quien mandó hacer un vocabulario para las comedias de Terencio, etc., etc.

Para la recta apreciación de todo este movimiento de cultura, en que la acción protectora de Alfonso V llega a competir con la de Cosme de Médicis y con la del Papa Nicolás V, es obra capital la de Voigt, Die Wiederbelebung des classischen Alterthums oder das erste Jahrhundert des Humanismus (tercera edición adicionada por Marx Lehnerdt, 1893).

[p. 258]. [1] . No obstante, si hemos de dar crédito al testimonio del colector del Cancionero que fué de Herberay des Essarts, habrá que contar a Alfonso V entre los poetas castellanos, puesto que trae una canción del Rey de Aragón a Lucrecia Alania, que comienza

 


       Si dezis que vos ofende
       Lo quo más mi sesso piensa...

[p. 260]. [1] . En el Museo Balear de Palma de Mallorca (segunda época, núm. 2) hay una noticia de Ferrando Valentí, escrita por don Gabriel Llabrés.

[p. 261]. [1] . Colección de documentos inéditos del Archivo General de la Corona de Aragón. Tomo XXVIII (segundo de los Opúsculos de Carbonell, publicados por don Manuel Bofarull. Barcelona, 1865, páginas 237-248).

[p. 262]. [1] . Gran parte de las poesías latinas de Jerónimo Pau se han conservado en un códice misceláneo recopilado por Carbonell, que está en el Archivo de la Catedral de Gerona, donde le vió el Padre Villanueva (Viaje Literario, tomo XII, págs. 111-115). Las composiciones copiadas por Villanueva, se conservan en el tomo III de su Colección manuscrita en la Academia de la Historia. La más extensa es un poema que el autor llama himno de San Agustín, en mas de trescientos exámetros; hay también bastantes odas y epigramas, elegías, apólogos y epístolas, todo ello digno de publicarse, por que quizá ningún otro español anterior a la era de Nebrija anduvo tan feliz en la versificación latina, salvo Juan Pardo, el amigo de Pontano.

[p. 263]. [1] . Sobre los orígenes de El Renacimiento clásico en la literatura catalana, es trabajo de sólida erudición y doctas consideraciones el de mi querido amigo y compañero don Antonio Rubió y Lluch (Barcelona, 1889).

[p. 264]. [1] . Sevilla, Cromberger, 1529. (Reproducido foto-litográficamente por don José Sancho Rayón.)

[p. 266]. [1] . Además de sus famosas coplas, llamadas por el Cancionero General «de maldezir de mujeres», hay en el mismo Cancionero otras tres composiciones de Torrelas (números 173, 175 y 856 de la edición de los Bibliófilos Españoles.)

[p. 266]. [2] . Ein Beitrag zur Bibliographie der «Cancioneros» aus der Marcusbibliothek in Venedig (Sitzb. d. phil. hist. Cl. LIV Bd. I Hft.).

[p. 267]. [1] . Página 212.

[p. 273]. [1] . Véase el discreto discurso de don José Jordán de Urríes y Azara, Los poetas aragoneses en tiempo de Alfonso V (Zaragoza, 1890).

[p. 275]. [1] . Publicado por Ochoa, Rimas Inéditas del siglo XV , págs. 381-386

[p. 277]. [1] . Los cuatro sonetos que se conocen de Villalpando, están en el Cancionero de Herberay, y pueden leerse en el Ensayo de Gallardo (tomo I, página 555).

[p. 279]. [1] . Lo de pregonero se repite también en las Coplas de Juan Ribera (¿Suero?) a Juan Poeta estando los dos en Nápoles (Cancionero de burlas, página 100):


       ¡Oh, que nuevas de Castilla
       Os traygo, Juan caminando!
       Qu'en Valladolid la villa
       Yo hallé en la Costanilla
       Vuestro padre pregonando.
           Y dezía en sus pregones,
       Si no me miente el sentido,
       Muy cargado de jubones,
       Calzas viejas y calzones:
       «¿Quién halló un asno perdido?»
           Toquéle luego la mano,
       Díjele de vos grand bien,
       Él me dijo «Dezí, hermano,
       ¿Es mi hijo allá cristiano,
       O de la ley de Moisén?»
       ..............................

[p. 280]. [1] . Sé que en el Archivio Storico Lombardo (1890) se publicó un artículo de Motta: Giovanni di Valladolid alle corti di Mantova e Milano, pero no he llegado a verle.

[p. 281]. [1] . Bibliographia crítica de Historia e Litteratura de A. Coelho. (Porto 1875, página 324.)