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I

ESPAÑOLES EN ITALIA


       Sr. D. José M. de Pereda.
                                               

      

Roma, Iº de febrero de 1877.

MI carísimo amigo: Et in Arcadia ego . Séame lícito traer a mi cuento estas palabras que se escribieron con propósito muy distinto. También yo he venido a Italia, y lo que es más, a Roma. Y como todo el que hace este viaje parece obligado ipso facto a decir bien o mal algo de lo que ha sentido y visto, aun a riesgo de aumentar el lastimoso catálogo de los touristes impresionables, comienzo hoy esta serie de epístolas, en que hablaré de lo primero que me venga a las mientes, sin más pretensión ni otro intento que el de conversar con usted cual pudiera de palabra, y dar materiales para algunas páginas de nuestra TERTULIA.

No poco me ha costado hallar asunto para esta primera carta, porque la misma variedad y riqueza de la materia, y el encontrarla ya de tantos modos estudiada, quitan la pluma de la mano, [p. 312] y de la mente el deseo de escribir acerca de Italia. Mas al cabo tropecé con un argumento que, no a una epístola, sino a muchos y abultados libros pudiera servir de rótulo, a ser desarrollado cual de justicia se merece. Pensé, digo, en apuntar breves consideraciones acerca de los muchos e ilustres compatriotas nuestros que en diversas épocas y con opuestos fines han visitado el bel paese, trayendo o llevando elementos de saber y de cultura, o semillas de desolación y guerra.

Porque está de Dios que las dos penínsulas hespéricas , principal morada y asiento de la raza latina, han de comunicarse eternamente la vida y la muerte, las tinieblas y la luz, siendo ora influyentes, ora influídas, cual cumple a sus particulares destinos y al general de la humanidad que en Italia y en España ha visto cumplirse algunas de sus más prodigiosas evoluciones.

¡Cuántas huellas han quedado aquí del paso de nuestras gentes! Desde los albores de la historia patria parece que una oculta fuerza dirigía a nuestros mayores hacia la riente Ausonia. En las cátedras de latinidad hemos aprendido, traduciendo a Tito Livio, las portentosas hazañas de aquellos celtíberos que guiados por el cartaginés, rayo de la guerra, triunfaron en el Tesino, en Trebia, en Trasimeno y en Cannas, infundiendo no usado terror a la soberbia Roma. En pos de estos recuerdos de guerra y de exterminio, otros más apacibles, y clásicos también, asaltan el ánimo del español que por primera vez visita estos lugares. España, ya romanizada , pagó a su metrópoli copioso tributo de grandeza y de ingenio. Por los pórticos, foros y vías de la Roma antigua cruzaron adornados no pocas veces con el laurel y con la púrpura, aquellos inmortales cuya serie empieza en el cónsul gaditano Balbo y en el bibliotecario Julio Higinio. Basta recordar a Porcio Latro, el primer declamador de esclarecido renombre; a Séneca, el retórico, docto compilador y atinado juez en las Controversias y Suasorias ; a Séneca el filósofo, cortado en la frase, profundo en la sentencia, transformador del estoicismo, inconstante en la metafísica, grande en la moral e inferior a sí mismo y a su doctrina en casi todos los actos de su vida; a Lucano, cantor de los farsálicos horrores, poeta sin rival por el vigor y el nervio entre los latinos; a Marcial, fotógrafo implacable y sin conciencia de aquella sociedad perdida; a Quintiliano, último y fortísimo antemural contra la corrupción literaria, [p. 313] hermana siempre de la política; a Pomponio Mela, único y elegantísimo geógrafo en aquella literatura; a Silio Itálico, buen narrador aunque ingenio de corto vuelo; a Columela, purísimo y acrisolado artífice de la dicción en una materia árida; al brillante compendiador Floro, y a aquellos tres gloriosísimos emperadores


       Ante quien muda se postró la tierra...
                                               

      

Y si algún despertador necesitásemos para traer a la memoria estos nombres, aún está en pie la columna de Trajano, vencedor de los Dacios; aún se levanta la mole Adriana , trocada en castillo de Santángelo, y aún señala la tradición milanesa (si bien con poco fundamento) el sitio en que San Ambrosio rechazó a Teodosio después de la matanza de Tesalónica. Mas no en piedras ni en lugares, sino en los versos de Claudiano, vive la memoria de aquella infortunada Serena , noble y simpática figura entre las ruinas de un grande imperio. Y no en versos ajenos, sino en los suyos propios, brillantísimos de fe y de hermosura, vive el alma de Prudencio, el más grande de los líricos que florecieron desde Horacio hasta Dante .

Mas demos tregua a recuerdos latinos inagotables cuanto dulces al alma. No son menores los que ofrecen los siglos medios. No tanto por letras como por armas reanudóse desde el siglo XIII  la íntima comunicación entre ambas penínsulas. Relaciones comerciales, como entonces podían existir, teníanlas de tiempo atrás catalanes, genoveses y pisanos. Relaciones políticas puede decirse que las hubo desde que el último de los Berengueres pasó los Alpes para avistarse con Federico Barbarroja, y mucho más, después que Pedro II, el futuro defensor de los Albigenses, infeudó la corona de Aragón a la Santa Sede. Pero más tarde, peregrinos acaecimientos, convirtieron en gibelinos a los monarcas aragoneses, y sonó el tremendo toque de víspera en Palermo; y Pedro el Grande , recogiendo la herencia de Manfredo y de Conradino, humilló en Mesina a Carlos de Anjou; y Roger de Lauria infestó aquellos mares de tal suerte, que ni los peces se atrevieron a moverse sin llevar las barras de Aragón a la espalda . Sicilia, teatro de inauditas proezas, fué desde entonces joya del Casal d'Aragó , como lo fué Nápoles, rendida mucho tiempo después por el magnánimo Alfonso V, el rey guerrero y sabio, político y humanista.

En los siglos XIII, XIV y XV no sólo habia enviado Aragón sus [p. 314] guerreros a Italia. También había resonado allí la voz de sus sabios. Arnaldo de Vilanova, perseguido en su país como extravagantísimo y herético teólogo, peregrinó por Italia y Sicilia, haciendo portentosas curas, dando vida a la escuela salernitana, y adquiriendo al par que la fama de médico, la de alquimista y nigromante, tras la de hereje que ya de antiguo, y con justicia, traía. Señalábasele con terror como afiliado en una especie de secta pitagórica, y no faltaba quien le achacase la blasfemia de tribus impostoribus .

También el iluminado doctor Raimundo Lulio recorrió más de una vez la Italia en demanda de protección y apoyo para los dos grandes proyectos de su vida: la cruzada y la adopción del Ars Magna en las escuelas en vez de la enseñanza averroísta. Frustráronse los propósitos del gran pensador mallorquín, y fué a coronar su heroica vida con la palma del martirio sufrido en las inhospitalarias costas africanas.

Diónos Italia (en cambio de todo esto y del influjo ejercido en su renaciente poesía por la provenzal-catalana) el sistema teológico del grande Aquinate, la alegoría dantesca cuyo introductor en Castilla fué el genovés Micer Francisco Imperial, el derecho romano vivificado por doctos intérpretes y célebres escuelas, la poesía petrarquesca que se purificó y acrisoló en manos de Ausías March al pasar de la blanda lengua de Ausonia a la acerada y vibrante de los Almugávares; y finalmente el renacimiento clásico que, llegando a su apogeo en el siglo XV, fué acogido con sin igual amor en la corte napolitana de Alfonso V, al par que en Castilla le allanaban el camino Don Alfonso de Cartagena, primero, y después Alonso de Palencia, educado en Italia y discípulo del sabio griego Jorge de Trebisonda.

A fines de aquel siglo y principios del siguiente ¡cuántos y cuán poderosos lazos unían a entrambas penínsulas! De una parte, aquel reino de Nápoles convertido a la continua en campo de batalla y asegurado al fin por nuestras armas con los triunfos de Ceriñola y de Garellano. De otra parte, Roma que vió en el solio pontificio dos valencianos. Florencia donde concurrían mancebos portugueses a las aulas de Angelo Policiano; Bolonia y su colegio de San Clemente, fundación del esclarecido cardenal Gil de Albornoz, brazo de la Santa Sede y acérrimo propugnador de sus derechos en los turbulentos días del siglo XIV.

[p. 315] Todos estos motivos y otros más trajeron en el XVI a Italia cuanto en letras y en armas, en santidad y en virtudes, en política buena y mala produjo España durante aquella extraordinaria centuria, sin igual en los anales del mundo. Grandes caracteres y grandes hechos, la personalidad humana que se levantaba más grande y poderosa que nunca alentada por los grandes descubrimientos y por el despertar súbito de la antigüedad; la audacia teológico-filosófica lanzada a los torcidos caminos.de la Reforma , el humanismo en su mayor grado de exaltación y convertido a veces en paganismo puro; el desenfreno artístico en las costumbres públicas y privadas; la verdadera reforma brotando del seno de la Iglesia misma; la revolución política donde quiera, las monarquías absolutas y los ejércitos permanentes, el poder de las armas y el de la imprenta, todo batalló encarnizadamente en aquel siglo, verdadera clave de la historia, siglo de fisonomías acentuadas y vigorosas, cuando no de gigantes, en quienes aparecieron confundidas y mezcladas la edad antigua que resucitaba, la edad media que moría y la moderna cuyos elementos iban trabajosamente elaborándose. España participó en grado eminente de todas las grandezas y errores del gran siglo, e Italia fué el palenque en que dieron de sí más gallarda muestra sus hijos. En Italia aprendieron y enseñaron muchos de sus humanistas, superando no raras veces a sus maestros. Aquí tradujo Sepúlveda a Aristóteles y escribió su Antapollogía contra Erasmo. Aquí Antonio Agustín solazaba con las flores de la elocuencia y de la poesía la aridez de los estudios canónicos. Aquí acudieron Páez de Castro y Aquiles Stazo y Juan de Verzosa y Pedro Chacón, sedientos de admirar la antigüedad en sus ruinas y en sus códices, para hallar nuevas luces con qué ilustrarla. ¿Y qué decir de aquel nuestro incomparable embajador don Diego de Mendoza, que enriqueció la erudición helénica con un tesoro de códices hasta entonces punto menos que desconocidos?

El hecho capital de aquel siglo, la llamada Reforma de Lutero, continuador de las desdichadas tentativas de Wiclef, de Juan de Hus y de Pedro de Osma, vino a conmover y trastornar los ánimos así en España como en Italia. De la primera pasó a la segunda el discreto y profundo Juan de Valdés, prosista sin igual entre los del reinado de Carlos V. Tolerado en Nápoles por el virrey don Pedro de Toledo, esparció de buena fe y con hondo fervor, doctrinas tan [p. 316] peligrosas como seductoras por traer colorido místico y venir envueltas en dulces frases y arreadas con una elocuencia de oro. En aquellas secretas reuniones de Chiaja solía Valdés explicar las epístolas de San Pablo o dilatarse en consideraciones divinas ante un auditorio de teólogos y humanistas, de bizarras damas y atildados poetas. Carnesecchi, Ochino, Pedro Mártir, (Vermiglio), Victoria Colonna, Julia Gonzaga, oían con respeto y admiración la severa palabra del hijo de Cuenca, amenizada tal cual vez con las agudas facecias del diálogo de Mercurio y Caron o con los filológicos primores del diálogo de la lengua .

Mas no sólo en dulces coloquios y en atrevimientos dogmáticos o escépticos ocupaban las horas los hijos de aquel siglo. No pocas veces venía a turbarles el ruido de las armas y la noticia de combates estupendos. Con asombro supo Europa la prisión de Francisco I en Pavía, y con asombro y terror de unos, con indignación y escándalo de otros recibióse más tarde la noticia del espantable saqueo de Roma y de las profanaciones y atropellos inauditos cometidos en la santa ciudad por las huestes imperiales. De horror fué la impresión general y justísima, mas no faltaron hombres, o severos o sospechosos de adhesión al luteranismo, que viesen en aquel suceso un castigo providencial de anteriores extravíos. El secretario Alfonso de Valdés, hermano de Juan, escribió con tal espíritu su diálogo de Lactancio .

No sólo humanistas y herejes y soldados españoles visitaron la Italia. Teólogos, canonistas y hasta fundadores de órdenes religiosas hacían esta peregrinación con tanta o más frecuencia. ¿Quién no recuerda a los prelados de Trento? ¿Quién no trae a las mientes el proceso del arzobispo Carranza que en Roma se terminó, no muchos días antes de la muerte del procesado? ¿Cómo no hacer memoria de su sabio y generoso defensor Martín de Azpilcueta? ¿Y quién no piensa en los primeros jesuitas, en San Ignacio, en Laínez y en Rivadeneyra, por lo menos?

Pero ¿a dónde voy a parar con todos estos recuerdos? Usted debe estar cansado, y los lectores también, y a mí me enfada no poco el estilo declamatorio que insensiblemente he ido tomando en los párrafos anteriores. Mas séame permitido repetir en llana y no oratoria prosa, lo que nadie ignora, después de todo, quiero decir, los nombres de algunos eximios poetas nuestros que en el [p. 317] siglo XVI viajaron o residieron en Italia. Sabido es que las comedias de Torres Naharro encantaban a la corte de León X, no poco fustigada por el satírico extremeño en aquellos célebres versos


       Virtud en el mundo no cabe ni mora.
                                               

      

Y en efecto, no debía ser grande la virtud en los tiempos en que corrían con aplauso los razonamientos de Pedro Aretino, y la Lozana Andaluza de nuestro clérigo Francisco Delicado que (entre paréntesis) la escribió en Roma y la imprimió en Venecia.

Volvamos al asunto. De Garci-Lasso ningún español debe ignorar que tuvo en Italia amores y aventuras caballerescas, y que celebró en sus versos a cierta sirena del mar napolitano , y que compuso la Flor de Gnido para cierto amador de Doña Violante Sanseverino. A orillas del Tesino, del Pó y del Sebeto, entonaron asimismo dulces cantares el bachiller Francisco de la Torre, su buen amigo Francisco de Figueroa, el sevillano Escobar (de quien, dicho sea de paso, he encontrado versos inéditos), Francisco de Medrano, imitador felicísimo de Horacio, Don Juan de Jáuregui, incomparable traductor del Aminta , Alonso de Acevedo, cantor maravilloso de la creación del mundo y otros que no tengo tiempo ni paciencia para enumerar. Sólo diré que Mateo Alemán debió pasar en Roma algunos años, cual se deduce de su Guzmán de Alfarache , y que Cervantes conocía admirablemente la península itálica, como puede ver el curioso en el Persiles . Sabemos además, por testimonio del manco sano en el Viaje del Parnaso , que pisó las ruas de Nápoles más de un año . Las imprentas italianas del siglo XVI, así en los estados españoles de Nápoles, Milán, etc., como en Venecia, en Roma y hasta en Génova y Turín, producían sin cesar libros españoles o traducciones de los escritos por nuestros ingenios. No hubo ninguno, aún de los medianos, que no se viera reimpreso o traducido en Italia.

¿Pues, qué diremos de los pintores, escultores y arquitectos que vinieron a Italia en demanda de ejemplos, de enseñanza o de inspiración artística? No ha de olvidarse que Pablo de Céspedes admiró en el etrusco Vaticano las obras de Miguel Angel, y tengo para mí que a vista de las ruinas de la Roma antigua escribió aquello de


       Viene espantosa con igual porfía
       A los hombres y mármoles la muerte.
                                               

[p. 318] En el siglo siguiente y al amparo del virrey de Nápoles, conde de Lemos, tuvimos en Nápoles una verdadera colonia poética presidida, digámoslo así, por los hermanos Argensolas. A Bartolomé, que estuvo más de una vez en Roma y alcanzó el fin un canonicato del Pilar, debieron disgustarle los enredos y amaños de los curiales y aun otras cosas más graves, y por eso dijo con sequedad aragonesa:


       Y Crisófilo cauto, con la treta
       Del volador Simón, la mitra agarra,
       Con que después la indocta frente aprieta.
                                               

      

Lo cual se dijo y estampó en España a vista y paciencia de la Inquisición, porque no era tan fiero el león como nos le pintan, y en tiempos del Santo Oficio se decían y escribían muy buenas cosas.

Otro virrey de Nápoles, aquel Osuna, de quien cantó Quevedo


       Tumba y cárcel le dieron las Españas
       De quien él hizo esclava la Fortuna,
                                               

      

formó (como es sabido) con otros generosos españoles el proyecto de destruir la república de Venecia, pero en guerra franca y leal, no por medio de aquella conspiración absurda que forjó, para conjurar la tormenta que amenazaba a la reina del Adriático, su consejero el servita Fra Paolo. Era el brazo derecho de Osuna en esta y otras arriesgadas empresas nuestro ilustre Quevedo, a quien Roma inspiró dos enérgicos cantos, el soneto:


       Busca en Roma a Roma, oh peregrino,
       Y en Roma misma a Roma no la hallas;
       Cadáver son las que ostentó murallas,
       Y tumba de sí propio el Aventino,
                                               

      

y la canción:


       Esta que miras grande Roma ahora...
                                               

      

rica de pensamientos y de frases felices, como solo sabía encontrarlas aquel portentoso y universal ingenio.

Pero noto que me voy distrayendo a prolijidades impertinentes, y así me decido a terminar esta carta; mas no sin recordar a [p. 319] otros españoles de quienes en Italia han quedado huellas o fama. Y dejando a los hombres de armas y de negocios, así como a los artistas, quiero terminar esta descosida letanía con la dulce memoria del cardenal Aguirre, de Nicolás Antonio y del deán Martí, brillantísima Triada española en Roma, a fines del siglo XVII, es decir, en los ominosos tiempos de Carlos II, el Hechizado. Entonces salieron de las prensas de la ciudad eterna la Collectio, maxima conciliorum Hispaniae , la Bibliotheca Vetus y la Nova , entonces escribió el Deán de Alicante aquellas epístolas, elegías, odas y epigramas, dignos de los áureos tiempos de la musa latina.

Aquí iba a cerrar la carta, pero ¿cómo hacerlo si se me queda en el tintero la brillante pléyade de jesuítas, a quienes la cesarística intolerancia del gobierno de Carlos III arrojó en masa a los Estados Pontificios, sin duda en obsequio a la civilización y a las luces , es decir, para que sacasen la ciencia de casa y la esparciesen entre los extraños? ¡Qué sabio y paternal gobierno el que desterró, por el solo crimen de vestir cierto hábito, más de cien escritores de nota (aparte de otros muchos santos y sabios varones que no escribieron) entre quienes los había de la talla de Hervás y Panduro, Andrés, Eximeno, Lampillas, Arteaga, Masdeu, Lasala, Colomés, Isla, Pou, Alegre, etc., etc.! Pero de estas cosas he hablado ya y sigo hablando en LA TERTULIA y no me gusta insistir en lo dicho ni repetirme.

Con otros dos nombres españoles, el de don José Nicolás de Azara, embajador que fué en Roma, literato notable y protector munífico de las artes y de las letras, y el del inmortal Moratín, pongo término a esta reseña. Inarco escribió su propio viaje que es dignísimo de leerse. En Italia compuso además, muchas de sus poesías líricas, señaladamente la epístola a Jove-Llanos , la oda a los colegiales de San Clemente de Bolonia y el himno a la Virgen de Lendinara .

Adiós, amigo mío. Celebraré que esta mal pergeñada epístola halle gracia a los ojos de usted, como recuerdo del amigo ausente, no por otro mérito ni circunstancia. Suyo devotísimo.

M. MENÉNDEZ Y PELAYO.

[p. 320] II

UNA VISITA A LAS BIBLIOTECAS


       Sr. D. José María de Pereda.
                                               

      

Roma, 21 de febrero de 1877 .

Mi carísimo amigo: Por segunda vez tropiezo con la dificultad de hallar asunto para una carta: yo que en no viendo asunto claro y decidido, no acierto a dar un paso. Y es la abundancia de la materia lo que me detiene, y el temor de incurrir en repeticiones y caer en entusiasmos vulgares y de ritual. Voy a escribir de Roma, mas ¿sobre qué? ¿Diré algo de su antigua y clásica historia, de sus despedazados monumentos y de las reliquias de su grandeza? ¿Pero cómo, si encuentro trabajado el terreno por generaciones eruditas, desde el Renacimiento acá? ¿Qué se puede decir de Roma pagana con novedad y certeza, si en lo que va de siglo ha renovado totalmente esa historia, volviendo lo blanco negro y lo negro blanco, la poderosa escuela crítica que empieza en Nieburh y concluye (por ahora) en Mommsen y en Friedlander. Deleite es y no fatiga buscar la historia romana en Roma , desde que Ampere allanó el camino con su preciosa obra, tan rica de erudición como de colorido; pero ¿resta algo que espigar en ese campo? Y en la parte de costumbres, usos, supersticiones, etc., ¿no están ahí los doctos trabajos del citado Friedlander, del laborioso Dezobry y de tantos más? Por lo que hace al culto y a las instituciones, cada día aparecen nuevos libros, y en breves páginas da completa y exacta idea Fustel de Coulanges en la cité antique . Pues ¿qué decir de los estudios arqueológicos que cada día dan nuevos y sabrosísimos frutos, así en Italia como en Francia y en Alemania?

Pero lo confieso, a veces me cansa el fárrago de lucubraciones romanísticas (si vale la frase) que sale de las universidades germánicas para difundirse rápidamente por Europa. Reconozco en [p. 321] sus autores erudición inmensa y envidiable sagacidad; pero ¡ese constante empeño de sustituir las propias adivinaciones y conjeturas al testimonio de los antiguos, muy respetable al cabo cuando hablaban de sus cosas! ¡Eso de ver en todo mitos y leyendas, y símbolos y alegorías! ¡Y la seguridad y el aplomo con que lo juzgan todo, contra el testimonio de los siglos y el testimonio más poderoso aún de la razón y del buen gusto! ¿Qué he de hacer sino sonreírme cuando veo a Mommsen llamar mediano escritor a Cicerón? ¿Y no se expone este sabio alemán, en lo demás tan flemático y sesudo, a que se le diga con igual frescura, que en materias de gusto no frisa muy alto y que quizá no comprende bien el ideal artístico de la antigüedad , como dicen los estéticos de ahora, aunque penetre soberanamente el ideal político?

Por eso al dejar la lectura de Niebuhr y de Mommsen y de otros escritores de ese temple, me gusta refugiarme en los clásicos y repasar la primera historia de Roma que aprendí, la que aprendían los humanistas del Renacimiento, la que no se olvida nunca, aun después de leídas las laboriosas reconstrucciones de la escuela alemana. Y ahora que estoy en Roma gusto de buscar sobre el terreno, no la historia si se quiere, sino la poesía y la literatura romana en Roma. Pero de esto trataremos en otra carta.

Vuelvo al asunto de ésta. El cual no es hablar de Roma pagana, ni de la antigua y veneranda Roma cristiana, ni de la brillante y artística Roma del Renacimiento, sino de una materia mucho más prosaica y enfadosa, de re bibliographica , como si dijéramos, de bibliotecas y de códices. Aquí al menos estoy en terreno conocido, y no muy expuesto a caídas. Harta indulgencia necesitarán de todas suertes estos borrones.

Sabido es que Roma ha sido en todas las edades la ciudad de los libros. No hablaré de aquellas famosas bibliotecas de los áureos tiempos, porque de ellas sólo ha quedado la memoria. Pero en épocas más cercanas, en los serenos días del Renacimiento, es imponderable el afán con que pontífices, cardenales, príncipes romanos y comunidades religiosas, atesoraron todo linaje de preciosos manuscritos. Más tarde el cetro bibliográfico ha pasado a otras ciudades y a otros países, pero siempre quedan riquezas incalculables en la metrópoli del orbe cristiano.

La biblioteca vaticana es la más célebre de la tierra, y no ciertamente [p. 322] por el número de sus volúmenes. El de impresos es relativamente corto: no pasa de 50.000, si bien figuran entre ellos no pocas preciosidades, y rica colección de libros del primer siglo de la imprenta, llamados técnicamente incunables . Pero no debe a esto su celebridad la biblioteca, sino a sus portentosas colecciones de manuscritos. El catálogo de los códices orientales fué publicado a fines del último siglo por Assemani, y completado en el presente por el cardenal Angelo Mai con un quinto volumen. Pero nunca se ha dado a la estampa el índice de los códices griegos y latinos, que fuera aún más importante. De aquí han nacido las quejas bastante infundadas de muchos eruditos. El Abate Andrés se lamentaba en el siglo pasado de que la Vaticana era un bibliotaphio y no una biblioteca, aludiendo a las dificultades que él encontró para conocer y disfrutar, según deseaba, aquellos tesoros. Y sin embargo, de ese bibliotaphio habían salido muchas de las ediciones príncipes de clásicos, y todavía, casi en nuestros tiempos, cuando parecían agotadas todas las fuentes, descubrió el sabio cardenal Mai aquella mina de los palimpsestos , que diligentemente explotada por él, restituyó a la república de las letras el perdido tratado de república , de Cicerón, y muchos fragmentos del mismo, y obras ignoradas de Fronton y de Simmaco, y cien cosas más: de todo lo cual y de otros manuscritos importantes desdeñados por el gusto exclusivo y nimio de otras edades, formó el infatigable bibliotecario las tres admirables colecciones de Clásicos, Santos Padres y Spicilegium Romanum , que juntas y aumentadas con los suplementos del Padre Cozza pasan de treinta volúmenes en folio, todos de obras por primera vez entregadas a la especulación erudita. Esto se ha impreso en la Roma papal de Gregorio XVI y de Pío IX, a vista de los que insisten en tachar de oscurantista y enemigo de las luces al gobierno pontificio que tales empresas y otras semejantes protegía y costeaba.

Pero aparte de esto, es indudable que el acceso a la biblioteca vaticana ofrece ciertas dificultades secundarias que no debieran entorpecer a los estudiosos. Contra lo usado en toda biblioteca pública, requiéranse permisos especiales para utilizar sus manuscritos. Pero una vez logrados, son fáciles allí las investigaciones. No hay más inconveniente que el corto número de horas de servicio y la variedad y no mucha exactitud de los índices. Antiguos [p. 323] éstos en su mayor parte, corresponden a los diferentes fondos que han ido agregándose al primitivo de la Vaticana. Hay catálogo de la Palatina, de la Ottoboniana, de la Urbinate, etc., todos los cuales es preciso recorrer a veces para topar con lo que se busca. Por lo que a mí toca, puedo decir que he debido especiales favores a los doctos y benévolos directores de ese establecimiento. Y en verdad que el resultado ha correspondido, y bien, a mis esperanzas. Sabe usted que mi principal, por no decir único, objeto, son los manuscritos españoles. En el Vaticano no abundan éstos tanto como pudiera creerse, pero los que existen son de grandísima importancia. Aquí he logrado leer en un hermoso códice del siglo XIV los tratados heréticos del insigne médico y alquimista catalán, Arnaldo de Vilanova ( De adventu Antichristi , De misterio cymbaloron , etc.), que son en número de 18 ó 20, no incluídos en ninguna edición de sus obras, y de tal rareza, que nuestros bibliófilos los daban por perdidos. Aquí he examinado los documentos relativos a su proceso y aventuras, que arrojan inesperada luz sobre su biografía, echando por tierra cuanto acerca de sus opiniones teológicas se había dicho, aún incluyendo las incompletas y poco exactas noticias de Eymerich en el Directorium Inquisitorum , que era hasta hoy la principal y casi única autoridad en el asunto. Los documentos aquí existentes prueban que hasta los contemporáneos pueden engañarse en asuntos de no poca entidad. Aquí he encontrado y transcrito en gran parte el libro inédito de Fernando de Córdoba, filósofo español del siglo XV, de artificio... omnis scibilis , libro por él dedicado al cardenal Bessarion, a cuyas tentativas de conciliación platónica-aristotélica se asoció noblemente nuestro Córdoba, digno predecesor de Fox Morcillo. Aquí he examinado asimismo la Dialéctica de Arnaldo de Vilanova, y otros tratados importantes, cuya enumeración fuera de sobra prolija y ajena a las condiciones de esta carta.

Entre las demás bibliotecas de Roma debo mencionar ante todo la de la Minerva (convento de Dominicos) generalmente llamada Casanatense , del nombre de su gran bienhechor el cardenal Casanata, aunque debió su fundación dos siglos antes a nuestro egregio cardenal Turrecremata, o Torquemada, famoso adversario del Tostado. Esta biblioteca es riquísima en libros impresos. De teólogos y filósofos españoles posee gran copia. En [p. 324] ella y en una o dos más de las que mencionaré luego, he hallado todas las obras de nuestro Foxo Morcillo, que con dificultad se ven completas en ninguna de las bibliotecas españolas. Atesora buen número de manuscritos la Casanatense. De ellos citaré, fuera de muchas relaciones de sucesos particulares, diferentes obras teológicas inéditas e importantes, sobre todo la del P. T. González relativas al probabilismo , un códice del Cancionero de Stúñiga , idéntico casi al que tenemos en la Biblioteca Nacional, un poema desconocido del siglo XVI en loor de Alejandro Farnesio, obra de poco valer poético pero de alguna importancia histórica, y varias noticias y extractos relativos al quietismo y a Miguel de Molinos. Pero respecto a éste, hállase en la biblioteca de que voy hablando un monumento mucho más curioso y digno del estudio que no he dejado de dedicarle para los fines que usted sabe. Refiérome a los documentos originales de su proceso y condenación y de las de muchos discípulos suyos. Con ellos se rectifican y aclaran muchos puntos oscuros de aquel ruidoso negocio, y queda puesta en luz la historia del origen, fin y tendencias de la susodicha herejía.

Riquísima en libros impresos de autores españoles, en especial teólogos, filósofos y humanistas, es la Biblioteca Angélica , o del convento de San Agustín. Posee las obras más raras de algunos heterodoxos nuestros, siendo dignos de particular memoria los dos tratados de Miguel Servet acerca de la Trinidad, la Historia (latina) de la muerte de Juan Díaz , y algunos opúsculos del casi ignorado Miguel de Monserrate. Por lo que hace a libros de filosofía, abundan en ella, además de los de Foxo, los de Núñez, Monllor, Gómez Pereira, Fonseca y otros, algunos de los cuales son rarae aves entre nosotros. Los manuscritos españoles son pocos, y sólo cuatro o cinco pueden calificarse de importantes.

Dos bibliotecas particulares, pero notables ambas por el número de sus volúmenes y abiertas constantemente al público, ofrecen nuevos alicientes a la curiosidad del bibliófilo. La Barberina tiene entre sus 7.000 manuscritos, muchos españoles. Uno de ellos, la traducción gallega del cronicón Friense, importante bajo el aspecto lingüístico, verá muy pronto la luz pública con doctas ilustraciones de mi amigo el celebrado filólogo Monaci, a quien debe el mundo literario la excelente edición del Cancionero portugués del Vaticano, estampada en Alemania no ha muchos meses. [p. 325] Entre los códices que yo más particularmente he examinado, citaré dos de adivinaciones y sortilegios, antiguo y en catalán el primero, que tal vez sea el que Eymerich dice haber quemado en Barcelona, y moderno (pues es del siglo XVII) y en castellano el segundo. Supéralos en interés la relación del Concilio de Trento por el obispo de Salamanca, que en ella intercaló sus pareceres textualmente: manuscrito no inútil para la historia de aquella gloriosa asamblea, en que tan señalada parte tuvieron los prelados y teólogos ibéricos. En otro género es digna de memoria la colección manuscrita de obras dramáticas españolas del siglo XVII, una o dos de las cuales han de ser inéditas a lo que entiendo.

La biblioteca de casa Corsini supera a la anterior en libros impresos, pero la cede en manuscritos. Tiénelos, sin embargo, muy curiosos, entre ellos dos códices de poesías españolas del siglo XVI, uno de los cuales contiene producciones inéditas de Pedro Liñán, Baltasar de Escobar y algún otro. He reconocido además una copia del diálogo de Alonso de Valdés sobre el saco de Roma con variantes notables, una traducción de Ovidio (de que he visto fragmentos en otros códices) hecha por un benedictino, y alguna casilla de menos monta. Conserva, como joya preciosa, esta librería en la sección de impresos, un ejemplar de los libros antitrinitarios de Servet, que también están en la Angélica, como dije pocas líneas más arriba, aunque debí añadir que también existe en ella la rarísima edición de la Biblia de Santes Pagnini, corregida por el heresiarca aragonés. Y también he olvidado decirle que en la Vaticana se conserva manuscrito un comentario de Melchor Cano a gran parte de la Summa de Santo Tomás.

Pero no es cosa de decirlo todo en un día, ni conviene tampoco empalagar a nuestros lectores con noticias bibliológicas. Fáltame hablar de otras dos colecciones públicas, la de la Universidad y la llamada de Víctor Manuel , en que se han reunido la del Colegio Romano y las de muchas comunidades religiosas. Todavía no he tenido ocasión de recorrerlas despacio, y quedarase, por ende, para lugar más oportuno el dar alguna noticia de ellas y de lo que encierren relativo a nuestras cosas. Superfluo me parece añadir que todas estas bibliotecas abundan en copias manuscritas de obras españolas impresas o de que también nosotros poseemos códices. En el Vaticano, por ejemplo, los hay numerosísimos de obras de San [p. 326] Isidoro, Raimundo Lulio, Arnaldo de Vilanova, etc. Pero ya Hervás y Panduro formó un catálogo de todos ellos, razón para que yo no insista en tal materia.

De las bibliotecas pertenecientes a comunidades religiosas (empezando por la Casanatense) se ha incautado en estos últimos años el Gobierno italiano. Y no digo más, ni es necesario, porque hay cosas que a sí mismas se alaban , y no es menester alaballas .

Suyo siempre apasionado.

M. MENÉNDEZ Y PELAYO.

III

EPÍSTOLA PARTENOPEA


       Sr. D. José María de Pereda.
                                               

      

Nápoles, marzo de 1877.

Carísimo amigo: Hay en el Mediodía de Italia una ciudad que con muy pocas comparte el privilegio de excitar poderosamente la fantasía antes de verla, y de no borrarse jamás de la memoria una vez vista, porque a toda imaginación excede la realidad de sus encantos. Hasta sus dos nombres son dulces y halagüeños, como todo nombre griego. Llamáronla los helenos Parthenope (ciudad de la doncella) y Neapolis (ciudad nueva): complacióse la antigüedad en adornarla con inmarcesible corona de recuerdos, y puso cerca de ella el antro de la Sibila, las ondas Avernas, el golfo de las Sirenas... lo más hermoso y lo más terrible, como si hubiera querido ofrecer en poco espacio una imagen de la universal armonía y del ritmo omnipotente, haciendo desaparecer bajo este cielo y ante este mar toda imperfección y discordia. Yo pienso que la inmutable serenidad y la perfecta belleza del arte antiguo solo deben mostrarse sin velo allá en la Acrópolis de Atenas, pero es indudable que a la vista del golfo de Nápoles se comprende algo de esa pureza inefable. Porque esta tierra es griega, como ya lo advirtió Tácito: no hay rastros aquí de la majestuosa, pero dura [p. 327] grandeza romana. Esta es la otiosa Neapolis de que habla Horacio, la dulcis Parthenope cantada por Virgilio, ciudad de recreación y de ocio para los señores del mundo. ¡Y qué situación mas admirable para ello! A un lado la falda del Pausílipo que desciende suavemente hacia el mar, mirando de una parte al golfo de Puzol y a Bayas inmortalizada por Horacio, Tibulo y Propercio, solitaria hoy y abandonada; mientras de la parte opuesta se extiende la playa de Mergellina donde habitó Sanázaro y compuso sus églogas piscatorias, y más allá la ribera de Chiaja, lugar predilecto de nuestro Juan de Valdés, que celebraba aquí sus conciliábulos teológicos y que pone no lejos de este sitio la acción de su Diálogo de la lengua . En frente del Pausílipo, al contrapuesto lado del golfo, levanta el Vesubio su bifronte cima, amagando sin cesar aquellas llanuras de Campania donde aún viven los restos de dos exhumadas ciudades víctimas expiatorias de las abominaciones del mundo antiguo. Cual perenne testimonio de ellas ofrécese a la vista, y no lejos de allí, aquel escollo de Capri, la antigua Caprea, teatro de las monstruosas liviandades y de los supersticiosos terrores de Tiberio. Y ni aún este recuerdo basta para destruir la soberbia armonía del conjunto, porque aquí todo es ritmo, todo es concordancia, todo luz, vida y colores.

Pero noto que me voy escapando por los cerros de Úbeda, y que este es para mí un tono insólito y en que corro peligro de desafinar, dado mi prosaísmo bibliográfico. Basta, pues, de impresiones de cierto género, dejemos el golfo napolitano, entremos por la ciudad, no nos detengamos ante el suntuoso palacio que levantó el virrey conde de Lemos, subamos por la interminable calle de Toledo, decorada con el nombre de otro esclarecido virrey nuestro (¡felices tiempos que no llevan trazas de volver!) y no paremos hasta el museo, edificio que otro de nuestros gobernantes fabricó para caballerizas, y que el conde de Lemos destinó con mejor acuerdo para universidad, tras de lo cual pasó aquella casa por muchas vicisitudes que no es de este logar exponer. Ya habrá notado usted que aquí el origen de todo se debe a virreyes españoles, y lo que no al buen rey Carlos III en los años que rigió el cetro de esta comarca.

Aquí esperarán de seguro los lectores de nuestros papel volante (como diría Gallardo) una descripción minuciosa y punto por [p. 328] punto de los tesoros encerrados en aquel museo famoso entre los famosos de Italia. Pero con el deseo habrán de quedarse, puesto que no siendo yo artista ni arqueólogo de profesión, sino investigador de rarezas bibliográficas y no de otro género, mal podría decir nada que valiese la pena de ser leído y andar en letras de molde, sobre las cosas que allí largamente se contienen. A bien que libros hay en el mundo e itinerarios de touristes en que fácilmente podrán satisfacer su lícita y honesta curiosidad. Dejo aparte, pues, los bronces y los mármoles, las pinturas pompeyanas y los mil objetos exhumados de aquellas ruinas, manifestación de la vida clásica en todos sus aspectos; deléitome en recorrer cuanto va indicado, pero con aquel deleite que si es dulce de sentir no es fácil de comunicarse, y paso inmediatamente a la biblioteca que está contigua, aunque con entrada diversa.

Pero se me olvidaba hacer mérito de una pequeña e interesantísima sección bibliográfica incluída en el museo. Hablo del gabinete de los papiros herculanenses y de las tablas enceradas. Sabido es que entre las ruinas de la llamada villa de Arístides , en Herculano, aparecieron a fines del siglo pasado unos cuantos cartones , muchos de los cuales fueron destruídos por ignorancia antes que pudiera sospecharse su naturaleza y contenido. Paróse, al cabo, mientes en ellos, tratóse de desarrollar y leer aquellas masas cilíndricas y negruzcas, y un P. Antonio Biagi, escolapio, inventó el método sencillísimo que hoy, con ligeras variantes (debidas en parte al ilustre químico Daby) se sigue en estos trabajos. Las hojas de los volúmenes hasta hoy desdoblados y leídos, están expuestas en una sala del museo, juntamente con las tablillas enceradas que después se encontraron en Pompeya. Desdichadamente el fruto no ha correspondido del todo a los esfuerzos. Los manuscritos hallados por caso prodigioso ni son muchos, ni están íntegros, ni encierran obras de grande importancia, exceptuando una sola. Me refiero al tratado de Epicuro acerca de la naturaleza , libro que en medio de todo no acrecienta mucho lo que de su doctrina sabíamos por Lucrecio, Diógenes Laercio y otros antiguos. El dueño de la villa herculanense de que estos manuscritos fueron desenterrados, debía ser secuaz de Epicuro, pues casi todas las obras que poseía pertenecen a esta escuela. Cuéntanse entre ellos los tratados de Filodemo, de la Retórica, de la Música, de los vicios y virtudes, etc. [p. 329] Todos ellos están mutilados y han sido recogidos en una colección cuyos volúmenes van apareciendo con harta lentitud. En un principio se imprimía el texto griego con traducción latina y anotaciones; hoy por la escasez de recursos y por la menor importancia y extensión de los fragmentos que quedan, se estampa sólo el texto griego. En los papiros no se empleaba más letra que la mayúscula, sin que por esto debamos afirmar que los griegos nunca usaron la minúscula, pues hay indicios fuertes de lo contrario.

La biblioteca nacional de Nápoles (y perdone usted lo brusco de la transición) no puede gloriarse de tan antiguo y noble origen como sus hermanas de Roma, Milán, Venecia, Florencia, etc., pero puede sin desventaja figurar al lado suyo, en más de un concepto, por la positiva riqueza que atesora. Formóse en los ultimos años del siglo pasado, y abrióse al público en los comienzos de éste, siendo su primer prefecto , director o jefe, nuestro sabio jesuíta Padre Juan Andrés, de cuya vida literaria creo haber dado a los lectores de LA TERTULIA alguna noticia. Constituyeron el primer fondo o caudal de esta librería, los volúmenes procedentes de la biblioteca Farnesiana, que Carlos III había trasladado a Nápoles y puesto en su palacio de Capodimonte. Uniéronse los de varias comunidades religiosas, especialmente los del convento de San Juan de Carbonara, rico en códices griegos y latinos aun después del espolio, que hicieron los austríacos, llevándose lo mejor a Viena. En lo que va de siglo ha corrido la biblioteca muy varia fortuna, cuándo acrecentándose sin medida, cuándo permaneciendo en el mismo ser y estado. Los catálogos que en distintas épocas ha publicado no muestran sino una parte mínima de su riqueza. El Abate Andrés pensó hacer una edición de los códices inéditos, así griegos como latinos, que ofrecieran particular interés, pero no llegó a publicar más que un extenso prólogo, especie de reseña histórica de la biblioteca, seguido de algunas composiciones de poetas latino-itálicos del Renacimiento. Otro bibliotecario, Cataldo Yannelli, dió a luz treinta fábulas inéditas de Fedro y otras treinta de Aviano. El mismo Yannelli formó un catálogo de los manuscritos latinos, y Salvador Cirillo otro de los griegos. Finalmente estampóse un índice de los incunables en cuatro volúmenes folio, al cual debe agregarse un suplemento todavía inédito. El [p. 330] actual prefecto, rni sabio amigo Vito Fornari, ha escrito una preciosa Noticia de la biblioteca confiada a su custodia, enriqueciéndola con apuntes y descripciones bibliográficas de las principales curiosidades y rarezas.

La sección de manuscritos es realmente notable. Distínguese entre los códices latinos el famoso Plinio procedente del monasterio de San Juan de Carbonara. Guárdase con particular veneración el autógrafo de los comentarios de Santo Tomás a los libros místicos ( De divinis nominibus , etc.), malamente atribuidos al Areopagita. Algunos de estos comentarios andan por error entre las obras de Alberto el Magno, y todos presentan notables variantes si los cotejamos con el texto impreso, como recientemente lo ha hecho el Abate Uccelli. Yo había visto otro códice autógrafo de Santo Tomás, el de la Summa contra gentiles , ha poco adquirido por la biblioteca Vaticana. La escritura del santo doctor es en ambos casi taquigráfica, y es indudable que su pluma seguía con rapidez inusitada los vueltos de su alto pensamiento.

Aparte de este autógrafo, que es a la vez una reliquia, háylos aquí muy notables de insignes escritores italianos. Entre ellos está el de tres diálogos y varias cartas del Tasso. Yo sólo había visto de su mano algunas notas al margen de un ejemplar de San Agustín, que posee una de las bibliotecas de Roma. Los tres diálogos autógrafos en Nápoles son el Minturno, el Catoneo y el Ficino , todos de materia estética.

Cuatro han sido los filósofos napolitanos de mayor mérito e influencia, Telesio, Campanella, Giordano Bruno y Vico. Del tercero no posee autógrafos esta biblioteca. Pero conserva los originales de ocho tratados de Telesio, de varias obras de Carmpanella, y de la Scienza Nuova de Vito, además del libro de fisonomía, de Juan Bautista Porta, y de otros muy curiosos.

Pero no nos entretengamos en cosas extrañas, y vengamos a las que nos interesan más de cerca. Empezaré por citar la Biblia llamada Alfonsina por haber pertenecido al docto rey de Aragón Alfonso V, que la donó, según dicen, al monasterio de Monteoliveto, de donde pasó con otros preciosos códices a esta biblioteca. Más por el nombre, que quizá impropiamente lleva, que por pertenecer en algun concepto a España, mencionaré asimismo el Misal del Cardenal de Toledo , hermosísimo códice, que, así en la [p. 331] ornamentación como en la parte caligráfica, parece pertenecer a escuela distinta de la española.

No me detendré en un precioso mapa catalán de principios del siglo XV, tenido por una de las más envidiables joyas de la biblioteca, porque dejo a cargo de los geógrafos el ilustrarle. Mas si haré especial y señaladísima mención de una carta autógrafa de Garci-Lasso dirigida al cardenal Seripando desde Provenza, no mucho antes de la muerte del egregio poeta que la firma. Esta carta, de la cual no sé que hayan tenido conocimiento nuestros bibliófilos, no es muy interesante por el contenido; pero sobre estar admirablemente escrita, manifiesta bien el decaimiento de ánimo que en los dos últimos años de su vida aquejaba al dulcísimo vate, cual si presintiera su cercano fin tan glorioso como lamentable. En ilustración a unos versos de Luis Tansillo, que se refieren precisamente a esto, dió la primera noticia de semejante carta mi docto amigo Escipión Volpicella, primer bibliotecario de la napolitana. Yo he copiado íntegra la epístola, y cuidaré de publicarla en tiempo oportuno.

He examinado uno a uno los manuscritos castellanos, catalanes y portugueses que se conservan en este depósito. Su número no es grande, pero algunos son de no escasa monta. Enumerarlos todos o trasladar el catálogo que de ellos he formado, sería sobre prolijo e impertinente, pedantesco y ajeno a la índole de esta familiar epístola. Sólo diré que he encontrado una traducción inédita y desconocida de los cuatro primeros libros de la Eneida , hecha hacia mediados del siglo XVI por un tal Aunes de Lerma, nombre del todo peregrino en la historia de nuestras letras. Su traducción, que está en versos sueltos, no es mala, aunque adolece de sobradas negligencias y desigualdades. Al fin, es un traductor más, y no despreciable, para mi catálogo. No faltan colecciones manuscritas de poesías de los siglos XVI y XVII, entre ellas una, transcrita con inusitado esmero para uso de algún virrey de Nápoles y formada especialmente de composiciones de poetas valencianos del buen tiempo, inéditas (a lo que entiendo) mucha parte de ellas, aunque otras las estampó Salvá en el Cancionero de la Academia de los Nocturnos , y después en el Catálogo de su biblioteca.

A los manuscritos citados siguen en curiosidad el de la Africana , poema del portugués Miguel Sánchez de Lima, soldado del rey [p. 332] Don Sebastián en la jornada de Alcázarquivir, una traducción anónima de los Salmos Penitenciales , varias comedias asimismo anónimas, muchas relaciones manuscritas de sucesos de Italia y de España, una versión portuguesa de la Geometría de Euclides, hecha a principios del siglo XVI por el licenciado Domingo Pérez, un códice catalán del siglo V, que encierra traducido el libro de vitiis et virtutibus (del cual he examinado otra copia en la Vaticana) y dos autobiografías, una de don Alonso Enríquez de Guzmán, acompañada de su Epistolario no menos rico en datos que la relación misma, y otra (harto ridícula) de un Fr. Gerónimo de Pasamonte que anduvo cautivo en Berbería.

La colección de libros españoles impresos es considerable en esta biblioteca. No faltan algunos pliegos sueltos, hay razonable número de libros de caballerías, y aun algunas obras de heterodoxos, entre otras la primera edición de las Consideraciones divinas de Juan de Valdés.

Por lo que toca a libros no españoles, raros o preciosos, haré mérito de la hermosa serie de incunables napolitanos, del incomparable ejemplar del Homero de Florencia, de la colección de impresiones aldinas casi completa, de la bodoniana que lo es de todo punto, y de otras que sin serlo tanto (la elzeviriana , por ejemplo) encierran los ejemplares más preciosos y apetecidos de cada serie.

En los bibliotecarios he encontrado la mayor afabilidad y cortesía, al par que todo género de facilidades para las investigaciones. Es actualmente prefecto o director de la biblioteca, el Abate Vito Fornari, uno de los pensadores más claros y agudos, y de los escritores más atildados y correctos de que al presente se envanece Italia. Su estilo es de una tersura y una limpieza clásicas. Hay algo de platónico en sus bellos diálogos sobre la armonía universal . Pocos tratados de teoría literaria igualan al suyo intitulado Arte del dire . Sus trabajos estéticos dánle la palma entre los discípulos y sucesores de Gioberti. Ahora ha comenzado a publicar una Vida de Cristo , en la cual ha invertido con santo fervor más de veinte años de la suya. Será obra (a juzgar por la parte impresa) tan señalada por la alteza del pensamiento como por la maravillosa perfección del estilo, digno de los áureos tiempos del habla italiana.

Así a él como al señor Volpicella, jefe de la sección de manuscritos y al joven y estudiosísimo paleógrafo señor Miola, empleado [p. 333] en la misma sección, soy deudor de todo género de atenciones. Débolas no menores al bibliotecario encargado de la sección de libros raros y preciosos, cuyo nombre siento no recordar ahora.

En esta biblioteca he tenido el gusto de conocer al sabio filólogo doctor Bohemer, catedrático de lenguas romances, en la Universidad de Strasburgo, y autor de una excelente bibliografía de protestantes españoles del siglo XVI. Ahora viaja por diversas ciudades de Italia, haciendo estudios sobre códices neo-latinos.

Aquí pongo término a esta carta, porque no quiero cansar a usted ni a los lectores en demasía. Mas sí le diré que he visitado el sepulcro de Virgilio, tenido comúnmente, y pienso que con razón, por apócrifo, aunque parezca indudable que aquel soberano poeta mandó enterrarse en las faldas del Pausílipo, donde había soñado y meditado tanto.

Ayer estuve en Pompeya. Pero de esto vale más callar que decir poco, como de Cartago dice Salustio. Callemos, pues, y admiremos, porque los restos de la antigüedad, y aun de la antigüedad decadente, y aun considerados en una ciudad del todo subalterna, tienen por sí una tan honda y conmovedora elocuencia, que nunca o rara vez puede igualarla, ni aun acercarse a ella, la palabra humana, y más cuando es tan débil y flaca como la mía. Queda con el deseo de servir a usted y se despide hasta la primera, su admirador y devoto amigo,

M. MENÉNDEZ Y PELAYO.

IV

¡RERUM OPIBUSQUE POTENS, FLORENTIA MATER!


       Sr. D. José María de Pereda.
                                               

      

Florencia, 13 de abril de 1877 .

Mi carísimo amigo: Aquel buen romano, Aldo Manucio, honra y prez del arte tipográfico, dedicando una de sus más preciadas ediciones de clásicos a la ciudad de Florencia, dábala el nombre de moderna Atenas: denominación justificada como pocas en el [p. 334] mundo, y confirmada entonces por el consentimiento universal. Y ciertamente que si algún paralelo digno pudiera hallarse para la ciudad de Minerva, no sería otro que de la reina de Etruria, salvas siempre las distancias. Entrambas fueron de reducido territorio y escasos recursos: gobierno popular rigió a entrambas en sus más gloriosos tiempos: en las dos fué avasallador y único el culto estético: engendraron una y otra soberbios demagogos, ricos de pasión y elocuencia, hábiles políticos, sagaces y majestuosos historiadores, valentísimos poetas, artistas incomparables. Las tiranías (hablando al modo griego) que alguna vez pesaron sobre estas dos ciudades, tuvieron muchos puntos de semejanza. Fundáronse no en timbres de nobleza ni en valor heredado, sino en el triple prestigio de la riqueza, del talento político y del arte . ¿Quien no ve la semejanza entre los Médicis y los Pisistrátidas? Y por último, pareciéronse Atenas y Florencia hasta en la manera de perder su hegemonía y su libertad, y en la mala traza y maña que se dieron para conservarla, y en la injusticia e ingratitud con sus mejores hijos, y en la versatilidad e inconstancia de sus pareceres y propósitos.

Sabe usted que Florencia, merced a su situación topográfica y particulares condiciones, mantúvose harto alejada del general movimiento de la Edad Media, y fué labrando oscuramente su futura grandeza, merced al comercio, único recurso que le dejaba la no grande fertilidad de su suelo. Por eso puede decirse que hasta bien entrado el siglo XII, carece de historia, es decir, de historia influyente . Pero vino el siglo XIII, uno de los tres grandes siglos de la historia, y el sol del arte calentó de tal suerte las cabezas en aquella república de mercaderes, que para encontrar un período de tal y tan prodigiosa eflorescencia, hay que retroceder a Grecia, o venir hasta el Renacimiento. Prescindo absolutamente de las artes plásticas con todos sus adherentes, porque temo poner el pie en terreno para mí poco conocido, y por ende resbaladizo. Pero he de decir algo de aquellos maravillosos ingenios que en cierto modo crearon la poesía moderna, y en un sentido más general y absoluto crearon y fijaron la lengua y la poesía italianas.

Venga el primero Dante Alighieri, el teólogo Dante , conocedor de toda ciencia ,


       Theologus Dante nullius scientiae expers,
       
                                       

[p. 335] como de él se escribió y se dijo. Ese nombre de teólogo que le dieron los contemporáneos, nos indica ya uno de los elementos, quizá el más poderoso de su genio. Dante es, en verdad, no sólo el poeta cristiano, sino por excelencia el poeta escolástico y teólogo , la personificación artística de la ciencia de la Edad Media. Considerándole bajo tal aspecto (y así le ha considerado la crítica moderna) desaparecen y se borran todos los defectos más o menos reales de su poema, las frialdades, languideces y sutilezas en que cae a las veces. Ha de considerarse su gran trilogia como científico al par que literario monumento, y estudiarse no sólo en detalles y primores de ejecución que contrastan a cada paso con formas rudas y por desbastar, sino en la imponente grandeza del conjunto. Pero Dante no era mero teólogo, sino gibelino desterrado , que dice Fóscolo. Y aquí tenemos el segundo ingrediente de su obra: la pasión política, que él, como poeta del todo subjetivo, no se toma el cuidado de disimular, antes la desata en rencorosas invectivas, cuando no tiende a darle forma dogmática, como hizo en alguno de sus tratados menores. Dante era además erudito al uso de su tiempo, aprovechó algo de la antigüedad, y con alto sentido (como ahora dicen) tomó por primer guía en su maravilloso viaje a aquel Virgilio, que por ser en idea y en sentimiento el más moderno de los poetas antiguos fué el que más tiempo y más poderosamente vivió, aunque extrañamente alterado, en la fantasía de la Edad Media. Como amador de Beatriz (figura, en parte, real, en parte simbólica), Dante abre la serie de los platónicos eróticos del Renacimiento, con la diferencia (bastante para separar dos épocas) de que estos últimos jamás pensaron en convertir a sus damas en emblemas de la ciencia teológica, sino en reflejos de la belleza absoluta, cuyo concepto habían aprendido en los libros de León Hebreo, de Bembo y de Castiglione.

En los procedimientos artísticos mostró Dante gran variedad, a vueltas de suma sencillez. De la literatura latino-eclesiástica había pasado a las vulgares la forma alegórica forma generalmente fría y muerta. Él la dió color y vida. Agonizaba el lirismo provenzal, cuando el italiano recogió la herencia, levantándose a regiones no exploradas desde que callaron los antiguos. Era forma predilecta de la época la narrativa, y Dante la dió, aunque en segundo lugar, considerable desarrollo en su poema, creando las [p. 336] maravillas de Francesca de Rímini, y del conde Ugolino. A todo esto añadió la sátira , acerba y aun injusta a veces, pero alta siempre y generosa, no mezquina corma la de los fabliaux de la Francia del Norte, ni envenenada como la de los últimos trovadores provenzales.

De todos estos materiales fundidos por uno de los ingenios de más hondo sentir, de más claro pensar, de expresión más vibrante y enérgica que ha visto el mundo, nació, no un poema épico , nombre impropio que le ha dado a posteriori la pedantería de críticos y preceptistas empeñados en poner nombres a todo, sino una obra titánica, no reducible a ninguno de los géneros conocidos, obra a la vez de carácter íntimo y de carácter universal; obra en que pusieron mano cielo y tierra , para decirlo de una vez.

La personalidad de Dante oscurece cuanto le rodea, y pocos, fuera de los eruditos italianos, se acuerdan de Cino de Pistoya y de otros líricos de aquella fecha. Sólo han sobrevivido de este naufragio (y por la mayor parte son anteriores a Dante) algunos poetas franciscanos, cuyo altísimo valor sólo ha sido puesto en luz en nuestros días. No pequeños fueron los servicios del Alighieri respecto a la lengua, no obstante la manzana de la discordia que con el tratado de vulgari eloquio , dejó a los hablistas posteriores.

Pero para encontrar una personalidad artística que en algún modo no quede deslucida al lado de la suya, hemos de saltar al Petrarca. No fué florentino de nacimiento; pero Florencia le dió los padres y el idioma, y por toscano se tuvo él siempre. En Petrarca, antes de nuestros días, apenas se había visto otra cosa que un poeta erótico, el amador de Laura. Así vivía para nosotros en aquellos hermosos versos de Herrera.


       Tal a su bella Laura el gran toscano
       Cantó con dulce y apacible lira,
       Guiando el niño rey su diestra mano.
                                               

      

Pero el Petrarcafué más que esto . Como poeta italiano y patriótico (¡lástima que esté tan echada a perder la palabreja!) nadie le igualó en tres de sus canciones, sin que a esto obste el haber aplaudido y fomentado las locuras arqueológicas de aquel maniático de Nicolás Rienzi. Aún tiene otra gloria más alta Petrarca: fué el primer hombre del Renacimiento, en toda la extensión del  vocablo. Éralo en sus gustosy en sus odios: aborrecía de muerte el [p. 337] averroísmo y la escolástica; imitaba en lo que podía a los clásicos, esperando mayor fama de sus obras latinas que de las italianas; buscaba con inaudita diligencia códices antiguos, y transcribía de propia mano los más interesantes. Aún se conservan entre los manuscritos de la Laurenciana algunas (y muy esmeradas) copias debidas a su aplicación infatigable.

Inseparable de la figura de Petrarca es la de Boccaccio, discípulo, amigo e imitador suyo en casi todo. Como él, reproducía y renovaba las reliquias de la antigüedad: como él, se empeñaba en imitaciones directas e infructuosas, y también, a semejanza suya, alcanzó universal fama, no por sus acicaladas producciones latinas, sino por aquellos devaneos en lengua vulgar que él juzgaba indignos de su nombre. Nada diré de la Fiammeta , libro, en su género, maravilloso; pero ¿cómo olvidar el Decamerone ? Prescindamos de lo poco edificante de casi todas sus historias, menos escandalosas,  sin embargo, y contadas con menos malicia que en las imitaciones de Lafontaine y otros. Dejemos a parte la falta de originalidad del mayor número de esos cuentos, tomados unos de libros clásicos, y los más de fabliaux franceses. Paremos mientes tan solo en los encantos de la narración y del estilo, de aquel estilo que ha necesitado todo un Cervantes para oscurecerle y borrarle de la memoria de los hombres. Si el Quijote no se hubiera escrito, aún hoy serían las historias del Decamerone el modelo más acabado de prosa narrativa.

Saltemos medio siglo... más de medio... cerca de uno; pasemos, como por ascuas, por aquella época tormentosa en que pareció que la luz del Renacimiento se ahogaba, y caía sobre el Occidente, con nuevo furor, la barbarie, y vengamos a los serenos días en que, imperando los primeros Médicis, el sol de la antigüedad extendió sus rayos desde Florencia a las más apartadas regiones y oscuros confines de Europa. No nos paremos en Filelfo ni en Poggio, pedantes insufribles uno y otro a pesar de los buenos servicios, que, sobre todo al segundo, debieron las letras clásicas. De concentrar la admiración en un punto, concentrémosla en Lorenzo el Magnífico, el príncipe más simpático de cuantos han regido estados en el mundo. Porque él (a la manera de Pericles) afectó no dominar, y dominó de hecho en una república libre: atrajóse las voluntades, no con el temor, sino con el amor: supo hacer respetable [p. 338] aquel exiguo estado, y dióle inmarcesible esplendor con las letras y con las artes. Poeta él mismo, y elegantísimo poeta, docto en humanidades y en clásica erudición, no peregrinó en filosóficas especulaciones, y dotado de exquisito gusto en todo, reunió en torno suyo aquella gloriosa falange , de la cual sólo he de citar dos nombres, Marsilio Ficino y Angelo Poliziano. Marsilio Ficino, traductor de Platón, intérprete de Plotino, uno de los hombres más grandes del Renacimiento, si no le hubieran deslumbrado un poco los sueños teosóficos de la escuela alejandrina. Y ¿qué he de decir del Poliziano? ¿Quién ha puesto más vida y animación que él en una lengua muerta? ¿Cómo es posible olvidar, una vez leídos, los inmortales versos de su Ambra , de su Rusticus , de su Nutricia , de algunas de sus odas y epigramas? ¿Y hay quien ose llamar pedantes sin alma a aquellos sabios del Renacimiento que con tal frescura y espontaneidad derramaban su alma toda en torrentes de inspiración y de armonía? ¿Qué importa que estuviese muerta la lengua de que usaban, si su pensamiento era juvenil y vivo, y si sabían fundirle admirablemente en aquella forma pagana, por tantos siglos olvidada?

Mas he aquí que contra estos renacientes y contra sus primores y delicadezas, resuena desde el púlpito de San Marcos la tronante voz del dominico Fray Jerónimo Savonarola, el cual, sin embargo, (¡poder invisible de la historia!) es en muchas cosas un hombre del Renacimiento, y ofrece  más de un rasgo de semejanza con los demagogos, del Agora de Atenas. Savonarola, a pesar de su talento e influencia política, sostenida por una revolución, no logra de tener la corriente, antes es arrollado por ella, y perece en cruento suplicio, condenándole los unos por hereje, venerándole los otros como santo, cuando ni lo uno ni lo otro merecía aquel hombre de imaginación exaltada, de buenos propósitos, de fervorosa elocuencia y de frenético entusiasmo.

Y el Renacimiento continúa su camino, cayendo alguna vez en errores y extravíos, pero haciéndoselos perdonar a fuerza de maravillas. Estamos en pleno siglo XVI, en la época de León X, y de sus dos inmediatos sucesores. Toscanos fueron casi todos los artistas que entonces acudieron a Roma. Sólo nombraré uno. Miguel Ángel, y esto para advertir que hizo admirables sonetos , oscurecidos tan sólo por sus mármoles, por sus tablas y por sus lienzos.

[p. 339] ¿Quién no ha leído la autobiografía de Benvenuto Cellini, uno de los libros más originales y divertidos que se han escrito en el mundo? Entre las raras figuras de aquel siglo pocas hubo de tanta extrañeza como la de aquel escultor y orífice, tipo del artista aventurero y desmandado.

Pero ahora caigo en que me he olvidado nada menos que de Maquiavelo, y usted y los lectores me han de dispensar la omisión. Como político y como hombre me es del todo antipático, pero le admiro y venero como escritor. Nadie, escribiendo historia (fuera de algún español) se acercó tanto como él a los antiguos. Y por lo que hace a la parte puramente literaria, la Mandrágola , con ser desvergonzadísima, deja muy atrás en condiciones dramáticas a todas las comedias del Renacimiento. ¡Pluguiera a Dios que se encontrase siempre en el teatro italiano aquella fuerza de acción y de caracteres!

De propósito no he querido enumerar antes y al lado de Maquiavelo otros historiadores florentinos, no porque queden deslucidos en cotejo con aquel gigante, sino porque la simple enumeración de sus nombres con algún juicio de sus cualidades distintivas, traspasaría en mucho los límites de esta carta. Me contentaré con citar al Guicciardino, para fijarme en uno de esos nombres que llegan harto más allá de los aledaños itálicos.

Estos historiadores, los primeros que la moderna Europa pudo oponer a la antigüedad, nacieron y se educaron, no en las aulas de los retóricos, sino en medio del tráfago de los públicos negocios. Fueron casi todos hombres de acción, de guerra o de consejo, a las veces de entrambas cosas; y esto les libró, aunque no siempre, de los lugares comunes y de la monotonía en las narraciones, defectos inseparables de la historia construída por literatos de profesión desde su gabinete. Pero en cambio hizo a casi todos, y especialmente a Maquiavelo y a Guicciardino, adoradores ciegos del éxito, políticos sin corazón y sin entrañas, lo cual les aleja, a no poder más, de aquellos grandes narradores clásicos, en quienes lo alto y generoso del pensamiento se refleja siempre en la majestuosa serenidad de la dicción. Hay en los historiadores italianos algo de pequeño y de mezquino, efecto de los desdichados tiempos en que vivieron y de cuya política corrupción participaron: efecto de la pequeñez y debilidad mismas de los estados que para sostenerse [p. 340] acudían con frecuencia a la perfidia. Sólo alguna vez se vislumbra en los políticos de esta edad una idea italiana confusa y mal definida, que tal vez fuera error tomar por idea nacional. Ella salva o disculpa hasta cierto punto las abominaciones de Maquiavelo, que al cabo cerró su libro de El Príncipe comentando el grito de guerra de Julio II contra los bárbaros . Pero ¡qué idea se había formado Maquiavelo de la independencia de su patria, cuando consideraba como una calamidad para tal causa la muerte de César Borja! ¿Y qué independencia sería esa traída con perjurios y amasada con traiciones? Por desdicha las lecciones del secretario de Florencia, a la corta o a la larga, surtieron efecto decisivo. Hoy se comprende a maravilla la apoteosis política de Maquiavelo.

No hablaré de los últimos y desdichados tiempos de la libertad florentina, en que aquellos ciudadanos ni acertaron a perder la libertad, ni a conservarla. El asedio de Florencia con sus inmediatos resultados, cerro definitivamente aquel período. Inútil fué (¡ojalá lo fueran siempre los crímenes!) el asesinato del duque Alejandro por Lorenzino de Médicis, cuyo nombre he de recordar aquí tan sólo por la brillante Apología que con tal motivo escribió y que es, en concepto de Leopardi, la única obra , de veras, elocuente que posee la lengua italiana . Inútiles resultaron asimismo los esfuerzos de los desterrados Strozzis. La hora de las grandezas toscanas había pasado quizá para siempre. Con el gobierno fastuoso y brillante de Cosme se abre una época nueva en que decayeron sensiblemente las artes y las letras. Pero todavía a fines del siglo XVI, encontramos un gran nombre que pertenece a la historia literaria lo mismo que a la científica, porque él mostró en inimitables ejemplos de prosa didáctica y polémica la eterna e indestructible unión, y el parentesco íntimo de la verdad y la belleza. No es menester decir que aludo a Galileo, cuyos méritos, como físico, no es de mi incumbencia aquilatar; pero sí decir de pasada que el cantor del Saggiatore y de los Diálogos sobre los sistemas de Tolomeo y Copernicano , apenas tiene rival entre los prosistas de Italia.

Todos estos recuerdos y muchos más asaltan de tropel el ánimo del curioso en Florencia, y ni dejan ocasión ni vagar para ocuparse mucho en otras cosas. Ellos han venido, no sé cómo, sin trabazón ni orden a llenar esta carta, que empecé con propósito muy [p. 341] distinto. Pensaba hablar de la bellísima biblioteca Laurenciana, que es en lo rico y selecto de sus manuscritos quizá la primera del mundo, aunque entre en cuenta la misma Vaticana. Pero es tanto lo que de aquella biblioteca y de otras de Florencia, en que he pasado deliciosísimos ratos, podría decir, que prefiero poner punto aquí, por recelo de decir poco. Quédese para nuestras particulares conversaciones.

Suyo admirador y amigo,

M. MENÉNDEZ Y PELAYO.

V

LETRAS Y LITERATOS ITALIANOS


       Sr. D. José María de Pereda.
                                               

      

Venecia-Milán, 13 de mayo de 1877 .

Mi carísimo amigo: Tomo la pluma, aunque tarde, para continuar la serie de mis epístolas. De la tardanza no ha sido mía toda la culpa, sino de ciertos embrollos semi-filosóficos que me han distraído días pasados. Hablemos un poco de bella literatura para purificar la atmósfera.

A alguno ha de extrañarle que esta carta engendrada en Venecia, pero cuyo parto terminará en Milán, no hable ni de Milán ni de Venecia, ni de todas las cosas que son de ene y de rigor en tales casos. Pero como yo no busco los asuntos, ni creo que en este género de escritos debe buscárselos, sino tomar los que buenamente vienen, he de discurrir hoy, siquiera con brevedad, del estado de las letras italianas en lo que va de siglo. Serán consideraciones ligeras y a vuela pluma, porque no consienten otra cosa el carácter ni los límites de esta familiar epístola.

Busquemos ante todo un punto de donde fácilmente descienda el hilo del pensamiento. Sería absurdo comenzar la historia literaria [p. 342] de este siglo cuando el siglo cronológicamente empieza. Fijémonos, pues, en los últimos años del pasado.

Sin ser lamentable ni mucho menos, no era del todo gloriosa la situación de las letras itálicas en aquella fecha. Asemejábase no poco a la de España por los mismos días. Aquí como allí el influjo francés, contrariado siempre por las tradiciones nacionales, pero favorecido de sobra por el espíritu de la época, había alterado más o menos radicalmente la lengua y en partes la literatura. Las consecuencias fueron diferentes, sin embargo. Italia había carecido siempre de verdadero teatro , es decir, de teatro nacional, pues significan harto poco bajo tal aspecto las comedias clásicas del siglo XVI, aunque entren en cuenta la Mandrágola de Maquiavelo, la Calandria del cardenal Bibiena, la Cortesana del Aretino, la Cassaria , el Nigromante y la Lena del Ariosto, y el Candelero de Giordarno Bruno.

Ni era italiano el espíritu de tales obras, ni eran ellas tan poderosas y de tanto precio que bastasen a dar vida, color e individualidad a ningún teatro. Mucho menos valen y menor influjo tuvieron las tragedias clásicas acompasadas y frigidísimas, cuyo primer modelo fué la Sofonisba del Trissino. Aún estos pobres gérmenes dramáticos no fructificaron en el siglo XVII, y por tanto Italia tenía muy poco que perder con la introducción del gusto francés en el XVIII. Al contrario, puede afirmarse que ganó, y que de entonces datan sus glorias dramatúrgicas. Apostolo Zeno, y sobre todo Metastasio, lograron en el género falso e híbrido de la ópera , si no el lauro de eximios poetas trágicos o cómicos, a lo menos el de elegantes líricos, y alguna vez el de intérpretes fieles de pasiones no muy hondas ni muy vivas. Aquellas arias metastasianas, que sonaban como gorjeo de pájaros, sedujeron y encantaron a nuestros abuelos, y no hubo rincón de Europa donde no fuesen repetidas con universal aplauso. Al lado de aquel arte muelle y enervador, propio de la centuria XVIII.ª, surgió valiente la tragedia clásica de alto coturno inaugurada con la Mérope del Maffei, que Voltaire plagió a mansalva, reservándose luego el derecho de hacerla trizas en una censura, cuya injusticia demostró ampliamente Lessing en el mejor capítulo de la Dramaturgia . A la Mérope siguió una nube de tragedias de escuela, que la posteridad ha olvidado con sobra de justicia. Al cabo apareció Alfieri con el decidido intento [p. 343] de renovar la escena italiana y dar a su patria un verdadero teatro trágico. Alfieri era ingenio soberano y de recio temple, y si no logró del todo lo que se proponía, culpa fué de los malos tiempos, de la falta de tradiciones dramáticas en Italia, y, en parte, de las condiciones de su talento, poco flexible, agreste y bravío. El juzgarle no es de este lugar ni puede hacerse en pocas líneas. Baste decir que a pesar de los defectos de sequedad, aspereza y monotonía harto sensibles, ha dejado modelos admirables y superiores, en mi entender, a los de la tragedia francesa.

En la comedia no presenta Italia nombre más ilustre que el de Goldoni, en quien la fuerza de observación y el tacto escénico abundaron, aunque pecase de descolorido y monótono en caracteres y situaciones.

Venecia, que parece tener vinculado el genio cómico escaso en otras ciudades de Italia, produjo, casi al mismo tiempo que el anterior, un ingenio cariginal y oprichoso, que cultivó, no sin éxito, cierto género fantástico algo semejante a la farsa aristofanesca, aunque carezca por completo de su intención, profundidad, alcance y exquisita pureza de formas. Me refiero a Carlos Gozzi, autor poco estimado por los suyos, pero a quien han puesto en las nubes algunos críticos alemanes. Dejó, lo mismo que Goldoni, agradables Memorias de su vida, muy útiles para conocer el estado de la sociedad veneciana en los últimos tiempos de la famosa república.

Fué muy cultivada y con diversas direcciones, la poesía lírica en la Italia del siglo XVIII. Abundaron, es verdad, los insípidos y retumbantes versificadores semejantes al abate Frugoni que llegó a formar escuela, de su nombre, llamada frugoniana : obtuvieron grande aplauso los eróticos semejantes a Metastasio y a Paulo Rolli en quienes apenas es de elogiar otra cosa que la azucarada melodía, de la dicción: y llegaron a desusada fama ciertos horacianos de escuela, sin vigor ni originalidad propia, cuyo tipo fué Fantoni. Pero entonces, como siempre, dió Italia verdaderos y eximios poetas. Uno de los mejores, y de los menos conocidos fuera de Italia, fué el boloñés Savioli, cantor enteramente clásico de amores sobrado paganos. Composiciones tiene que ni Ovidio ni Propercio hubieran desdeñado por suyas

Alfieri dejó algunos sonetos de gran precio; pero el resto de sus líricas no está a la misma altura.

[p. 344] En la epopeya burlesca (única que consentía el prosaísmo de la época) y en los géneros afines mostró verdadera gracia, manchada con frecuentes y escandalosas impurezas de estilo y de lengua, y con otras harto más graves, el famoso Castí, cuyo poema de Gli Animali Parlanti (no quiero hablar de otras obras suyas) ha dado la vuelta a Europa, aunque los italianos jamás le han admitido en el canon de sus obras clásicas. Es, para broma, demasiado largo, y no conserva en todas partes la sal ni el nervio de algunos trozos, justamente tenidas por modelos de sátira política.

Irreverencia parece casi, colocar a seguida del nombre de este ingenio incorrecto, desigual y licencioso, el gran nombre de Parini, poeta milanés que fué clásico de veras y autor de una prodigiosa y fecunda revolución en las letras de su patria. Dejó Parini algunas odas de maravillosa perfección artística, pero su campo de gloria fué la alta sátira , la que en ciertas épocas aparece para realizar un fin moral y civilizador, la que por entonces cultivaba Jove-Llanos en España. Atacó Parini en su poema El Día , (dividido en cuatro partes, mañana , mediodía , etc., que forman cada una un canto) la vanidad, ignorancia y ligeras costumbres de la buena sociedad milanesa de aquellos tiempos, ataque sostenido por una constante y poderosa ironía, y desarrollado en una áurea cadena de versos sueltos, los más hermosos que hasta entonces habían sonado en oídos neo-latinos. Parini no era muy espontáneo: cada verso suyo muestra haber sido limado y caldeado cien veces; pero tal es precisamente la condición esencial del instrumento rítmico que él empleaba. Profesó el poeta lombardo de quien escribo, verdadero culto al arte, y así por esto como por no haberle manchado jamás con los vicios morales y literarios comunes en su siglo, vino a ser como el patriarca y corifeo de una nueva y generosa escuela que se continúa en casi todo el siglo presente, y que (¡cosa rara!) inaugurándose con un poeta clásico y semi-latino, acaba por abrirse a la invasión romántica más que ninguna otra escuela italiana.

La prosa didáctica floreció bastante en la última centuria, pero fué una prosa de carácter francés, limpia, brillante y precisa, no majestuosa, ni grandilocuente, ni rica como la del siglo XVI. Distinguiéronse como escritores de derecho penal y economía política, más por las doctrinas que por la exposición afeada (sobre todo en [p. 345] el último) con graves defectos, Beccaria, Pedro Verri y Filangieri. El historiador que hizo más ruido fué Giannone, por las persecuciones que le atrajeron sus continuas invectivas al Papado y aun a la Iglesia católica; pero aunque tenía condiciones no vulgares así narrativas como críticas, ha ido perdiendo en estimación, y hoy su Historia civil del reino de Nápoles , es poco leída. Las verdaderas glorias históricas de Italia en ese siglo, pero en su primera mitad, fueron los dos grandes investigadores Maffei y Muratori. Concienzuda es también la Historia literaria que más tarde escribió Tiraboschi, erudito juicioso y metódico, pero de crítica pobre y en algunos puntos equivocada.

La filosofía italiana que pareció llegar a su apogeo en las obras de Vico, había ido descendiendo lastimosamente hasta el sensualismo condillaquista , entre cuyos expositores se distinguió Genovesi. Quedaban todavía algunos cartesianos y uno muy notable, el cardenal Gerdil, lidió bizarramente contra el enciclopedismo que infestaba a Europa en aquellas calendas.

Del desarrollo de las ciencias exactas y naturales no he de tratar aquí. De otros géneros puramente literarios como la novela, etc., no hubo entonces cultivadores que merezcan particular encomio. La literaruta periodística fué dignamente representada por Gozzi (Gaspar) en el Observador , cuyos artículos morales y de costumbres superan a los de Addisson en el famoso Spectator inglés.

Tal era, plus minusve y a grandes rasgos, el cuadro de la cultura italiana, cuando al expirar el siglo XVIII y comenzar el presente, surgieron, en pos de Alfieri y de Parini, dos ingenios de tal temple que ellos solos bastarían para honrar una nación y una literatura. Fueron éstos (amigos al principio y después rivales) Vicente Monti y Hugo Fóscolo. Era Monti clásico al modo latino y no al griego, es decir, con un clasicismo imperfecto y de segunda mano; poseía una admirable facultad de asimilación concedida sólo a ilustres poetas, y por tal concepto supo trasladar a sus cantos las grandezas ajenas sin que pareciesen extrañas y pegadizas, y era ante todo y sobre todo, un versificador admirable, cualidad no tan general ni de tan poca estima como algunos piensan. De la idea se cuidaba poco; tomábala donde le venía al paso, sin cuidarse de que fuera propia o del vecino; es más, sin hacer cuenta de lo que había escrito antes. Por eso execró primero la revolución [p. 346] francesa y la divinizó luego, y más tarde ensalzó a Napoleón en muy buenos versos, pero de la manera más empalagosa que puede imaginarse. Por eso se llamó primero el abate Monti , y luego el ciudadano Monti, y a la postre el caballero Monti . Pero de todos estos personajes se ha olvidado la posteridad, y sólo conoce al ilustre poeta Monti , al de la Belleza del Universo , al de la oda al globo aerostático , al traductor de Homero, al trágico del Aristodemo y del Cayo Graco , al imitador de Dante en los tercetos nunca igualados de la Basvilianna y de la Mascheroniana , al autor del Prometeo , de la Feroniada , de la Musogonia , de la epístola sobre la Mitología , y de tantas otras cosas buenas y bellas. Entre todas descuella la versión de la Ilíada, hecha (¡imposible parece!) por un hombre que sabía poquísimo griego y que trabajaba sobre una interpretación literal latina. Sin embargo, no desfigura el texto y pocas veces yerra, porque lo que no sabía lo adivinaba. Por algo llamó la antigüedad vates a sus poetas.

¿Y qué diré de Hugo Fóscolo, ingenio griego , que no la época ateniense pero sí la alejandrina, hubiera reclamado por suyo? ¿Quién no sabe de memoria su Canto de los sepulcros , una de las cuatro o cinco joyas de la poesía moderna? En ese canto, pagano de pura ley en la ejecución como en las ideas, corre no sé qué viento de inspiración nueva que le ha hecho aceptar aun de los menos adictos a la teoría literaria que le dictara. Porque allí hay manjar para todos, recuerdos de Troya y recuerdos de Florencia, artísticamente agrupados para producir el mayor efecto, apuntados a veces en una sola frase, en un solo verso; pero de esos que nacen armados de la cabeza del poeta, como Palas de la de Júpiter. Y la personalidad del poeta no se borra ni se anula entre tan altos recuerdos, sino que respira y palpita en cada parte del canto, que tiene por eso un carácter del todo subjetivo, a despecho de la copiosa erudición y de las imitaciones frecuentes que se amoldan como por encanto, al tono general de la obra.

Iguales o mayores méritos quizá, pero no condensados en tan poco espacio, reúne el otro poema de Fóscolo las Gracias , a pesar de sus dimensiones excesivas y de lo confuso y embrollado de ciertos pasajes, defecto tolerable en una obra póstuma. De sus poesías sueltas y de sus traducciones del griego, sólo diré que es de lamentar sean tan pocas. La versión de los primeros cantos de la Ilíada [p. 347] supera en fidelidad, aunque cede en elegancia, a la de Monti. Fóscolo, nacido de madre griega en la isla de Zante, fué por estudio eminente helenista, y bien lo mostró en la Historia del digamma eólico y en el comentario a la Trenza de Berenice , de Calímaco.

Compuso además Fóscolo varias tragedias al modo de Alfieri, el Tiestes , el Ayax , la Ricorda , obras todas, no de gran valor dramático, pero elocuentes y animadas. Tradujo con suma pureza y gracia el Viaje sentimental de Sterne, hizo en el Jacopo Ortis una imitación notable del Werter (por lo demás pésimo modelo de un género sentimental execrable) y escribió numerosos y muy estimados ensayos sobre Dante, Petrarca, Boccaccio y otros clásicos italianos. Su crítica es siempre alta, como de hombre que entiende y sabe producir la belleza.

En uno de sus últimos estudios calificó Fóscolo, con desusado rigor, a la nueva escuela literaria representada especialmente por Manzoni. Comenzó este grande y simpático escritor su carrera con dos poemitas en verso suelto, y al modo clásico, de los cuales se arrepintió luego, y en verdad que no tuvo razón para ello, a lo menos en lo que hace a la Urania , composición digna de Monti. Pero no le llamaba Dios por ese camino, en el cual sólo hubiera sido el segundo, cuando estaba destinado a abrir nueva senda y llevar el arte por nuevas derrotas. Y de hecho con los Himnos sacros se puso a la cabeza de los líricos cristianos de nuestro siglo, mostrando en insuperables ejemplares, donde la sobriedad compite con la unción piadosa y con la grandeza, de qué suerte pueden tratarse sin vanos adornos ni falsas retóricas, en pleno siglo de incredulidad, los altos misterios de nuestra religión santísima. El himno de Pentecostés y el de la Pasión superan en mucho a las dos composiciones de asunto no sagrado que en la colección manzoniana encontramos. Sé que no es esta la opinión común, pero la opinión común me parece poco fundada. En el famoso Cinco de Mayo (por otros títulos admirable) vése patente la afectación y el estudio, no hay aquella generosa onda de afectos y de poesía que se desborda en los himnos sacros . ¿Ni cómo había de ser natural en la pluma cristiana de Manzoni el elogio de Napoleón, es decir, la apoteosis del derecho de la fuerza? Digamos que al gran poeta lombardo le deslumbró la grandeza del coloso caído, y no neguemos que en esta oda quedó inferior a sí mismo. Superiores [p. 348] son al Cinco de Mayo los coros de Carmagnola y de Adelchi , superior el hermoso canto a la revolución milanesa de 1821.

Manzoni no tenía gran vocación para el teatro. Hizo dos tragedias o dramas históricos muy bien escritos, como todo lo que salía de sus manos, pero hechos a compás, aunque con pretensiones innovadoras. Toda la innovación se reducía a haber arrinconado las unidades de lugar y tiempo , y a haber seguido el orden de los acaecimientos tal como los presenta la historia, en vez de saltar in medias res . Y tales andaban los tiempos, que el autor mismo parece como arrepentido y pesaroso de tanta audacia, y pide mil perdones en el prólogo. De hecho un pobre académico francés hubo de escandalizarse, y Manzoni escribió una carta admirable para defenderse, carta en que compite la delicadeza del análisis con la timidez de las conclusiones. Baste decir que ni aun se atreve a aceptar la mezcla de lo trágico y de lo cómico, a pesar de los grandes efectos que de ella habían sacado Shakespeare y nuestros españoles. De las tragedias no diré más sino que vivirán eternamente, no por lo que en sí son, sino por los tres coros que encierran.

Universal aplauso ha valido a Manzoni su novela I Promessi Sposi , uno de los dos libros italianos más leídos en este siglo. A decir verdad, Manzoni, que era ante todo un lírico, no parecía nacido para el género de Walter Scott. La acción de I Promessi Sposi es un poco lánguida, y los personajes principales no interesan grandemente; pero si la obra no es un dechado de novela, como algunos (con error, a mi juicio) pretenden, es a lo menos un libro elocuente y conmovedor, de los que hablan al corazón y al entendimiento. Notaré, sobre todo, cuatro episodios, el de la monja de Monza, modelo de análisis psicológico, el de la conversión del Innominado , el del tumulto de Milán y el de la peste. En muy pocos libros de esta centuria pueden encontrarse páginas que se acerquen a las citadas.

Dejó Manzoni otra joya literaria, la defensa de la Moral católica contra Sismondi: libro de oro que yo desearía ver en las manos de todo creyente.

En torno de Manzoni se agrupa la escuela milanesa, que con más o menos felicidad ha cultivado todos los géneros que tocó el maestro. En la novela histórica siguieron sus huellas Tomás Grossi, autor del Marcos Visconti , donde lo mejor, en concepto de muchos, [p. 349] es la linda y popularísima canción de la golondrina ; Máximo de Azeglio, muy celebrado por su Ector Fieramosca y su Asedio de Florencia , obras de colorido brillante, en que predominan los combates y las escenas caballerescas; finalmente, Carcano, César Cantú y algún otro. En la poesía narrativa y en la lírica han descollado, siempre con tendencias manzonianas , Grossi, autor de las novelas en verso Ildegonda , La Fugitiva , etc. Sestini, que le imitó, acaso con ventaja, en la Pia de Tolomei , Cantú, que compuso estimables himnos sacros , y otros ingenios milanesas que ahora no recuerdo.

La historia debe mucho a esta escuela lombarda, llamada también neo-güelfa . El más fecundo y conocido de sus cultivadores es César Cantú; pero aún han descollado más en puntos particulares el benedictino Tosti, autor de excelentes historias de la Condesa Matilde , y del Papa Bonifacio VIII .

La escuela milanesa se ha distinguido siempre por su acendrado catolicismo. No acontece otro tanto con los escritores del centro de Italia.

Nombraré ante todo a Leopardi, llamado por algunos el lírico de la desesperación y de la muerte , pero a quien yo llamo con igual razón el lírico de la forma pura y de la armonía clásica, el que más se ha acercado a los antiguos en estas condiciones. Si Fóscolo era un griego de Alejandría, Leopardi es un griego de Atenas y de la era de Pericles. Lo único que tiene de moderno es lo malo, la filosofía lúgubre y desesperada, que en él debe considerarse como una verdadera enfermedad, producto de excepcionales condiciones de carácter y de entendimiento. Pero Leopardi adoraba en la belleza, y este culto le salva de todos los escollos que para el arte ofrecen las tristes ideas que en él se proponía encarnar. Y de la misma suerte que Lucrecio, predicando una filosofía materialista, excedió a veces a todos los poetas de la tierra, en fuerza solo de su entusiasmo por la naturaleza , única divinidad que le restaba, así Leopardi, adorador ferviente de la Venus Urania o celestial, que Platón contrapuso a la terrestre, llega a hacer tolerable y hasta poéticamente hermoso aquel vacío de su alma, huérfana de esperanzas y de consuelos. Además de sus admirables cantos dejó aquel portentoso ingenio gran número de traducciones y comentarios de poetas y prosistas griegos, un curioso Ensayo sobre los errores populares [p. 350] de los antiguos , y un poema burlesco intitulado Paralipómenos de la Batracomiomaquia . Pero su obra maestra, después de las poesías líricas, son los Diálogos en prosa, que unas veces recuerdan los de Luciano, excediéndolos en amarga y profunda ironía, y otras, como sucede en el De la gloria , se aproximan mucho a la nunca igualada perfección platónica.

La Toscana ha dado en este siglo dos eminentes poetas. Es el primero Giusti, apellidado el Beranger de Italia , aunque supera bastante el chansonier francés con quien le comparan. El género predilecto de Giusti fué la sátira política enderezada contra los antiguos gobiernos de la península itálica y movida siempre por el pensamiento de unidad . Ningún poeta italiano ha excedido en popularidad a Giusti, porque su lenguaje, con ser purísimo, no es el de las academias ni el de los libros, sino el del pueblo toscano, vivo y palpitante. Esto mismo hace que sea poco conocido del lado allá de los Alpes, y aumenta la dificultad de traducir sus versos.

Florencia se enorgullece con el recuerdo de Niccolini, trágico superior al mismo Alfieri. Rebosan en sus dramas ( Juan de Prócida, Antonio Foscarini, Arnaldo de Brescia, Filipo Strozzi, etc.), la virilidad y la energía; abundan el color local y la fuerza característica, pero Niccolini incurrió en el  yerro de poner siempre el arte al servicio de una idea política, ya fuese generosa como el odio a toda dominación extranjera, ya injusta como la aversión al Papado que es precisamente lo más grande y lo más italiano que posee Italia. A parte sus producciones originales, dejo Niccolini buenas traducciones y estudios sobre el teatro griego.

Entre los historiadores toscanos mencionaré especialmente a Atto Vannucci, autor de una muy apreciable Historia de la Italia antigua , y al marqués Gino Capponi, universalmente conocido por la suya, tan elegante como juiciosa, de la República de Florencia .

Llegamos, por decirlo así, a estos últimos años en que extinguidos casi todos los luminares de las letras italianas y los escritores de segundo orden hasta aquí mencionados, han aparecido nuevos astros con el acostumbrado cortejo de satélites. Haré breve recuento de unos y otros.

La poesía lírica se sostiene bien, aunque no posee ya Fóscolos, [p. 351] Manzonis ni Leopardis. De sus actuales cultivadores debo citar a Prati, gran versificador, en quien es de lamentar que no acompañe la novedad del pensamiento a la tersura de la frase. Con él comparten el aplauso público Aleardo Aleardi, dotado de un enérgico sentimiento de la naturaleza; Giacomo Zanella, erudito veneciano, algo prosaico a veces, y Giosué Carducci, ingenio de gran valía si no pagase culto a ciertas ideas ni incurriese en extravagancias como las del himno a Satanás y otras composiciones por el estilo.

Para el teatro no escribe ningún ingenio de primer orden. Niccolini apenas ha tenido sucesores. Cultivan con éxito la comedia Ferrari, y Gherardi del Testa.

La novela agoniza, sobre todo después que murió el revolucionario Guerrazzi, talento poderoso, aunque desigual y muy poco simpático.

El movimiento histórico es prodigioso. Por todas partes se registran archivos y bibliotecas, y se publican memorias antiguas y colecciones de documentos. La historia de la península subalpina se va rehaciendo casi por entero. Pero como ahora es tiempo de recoger materiales y no de levantar edificios, no aparecen con tanta frecuencia como en la primera mitad del siglo, trabajos de conjunto como los de Botta, César Balbo, Carlos Troya, Cantú, Vannucci y Gino Capponi. Abundan más las monografías y los estudios bibliográficos, algunos de ellos notabilísimos y casi todos concienzudos.

La erudición invade todos los campos. En el de la filología y de las letras humanas brilla el profesor Domingo Comparetti, cuyo libro Virgilio en la Edad Media , es un dechado de monografía, harto superior a muchos pretenciosos trabajos alemanes, en que a la confusión y al fárrago se los llama rigor de método . Cultivan con amor y entusiasmo los estudios de lenguas y literaturas romanas Monaci y otros jóvenes ya conocidos por disertaciones y trabajos de valía. Rajna, profesor de Milán, ha publicado recientemente un erudito libro sobre las Fuentes del Orlando Furioso . Los estudios críticos de Carducci, especialmente el que versa sobre Angelo Policiano merecen asimismo grandes encomios.

De intento he reservado para término de esta carta la filosofía . Ella sola daría materia para un largo artículo. Aquí me limitaré [p. 352] a brevísimos renglones. Ya he hecho mérito del estado de decadencia en que se hallaba al comenzar este siglo. El primero de los que trabajaron en su renacimiento fué el napolitano Gallupi, que sustituyó el sensualismo de Condillac con un sensismo mitigado a la manera de Laromiguiére. Pero a esto añadió mucho de las observaciones psicológicas de la escuela escocesa, aparte las que le sugirió su propio ingenio. Algo tomó también del kantismo que llegó a él de segunda mano.

Mucho más pesa en la balanza filosófica Antonio Rosmini, que fué el pensador de la escuela lombarda. Rosmini era gran psicólogo, pero la base de su doctrina es ontológica y aun puede decirse que platónica. ¡Lástima que esté expuesta en libros áridos y difusos, sin hilación ni método! Manzoni la dió gran boga, adoptándola y defendiéndola en su áureo Diálogo de la invención .

Disgregación de la escuela rosminiana fué la de Gioberti, ontólogo también, puesto que pone por base de su sistema el célebre principio « el Ente crea lo existente ». Combatió con acritud y en general sin motivo plausible, a los discípulos de Rosmini. Por lo demás, Gioberti, ingenio agudo y paradójico, abusó en modo lamentable de sus condiciones de polemista cayendo en un sin número de inconsecuencias y contradicciones, así como en graves errores que provocaron los anatemas de la Iglesia. De sus obras políticas que tanto ruido hicieron, no me toca hablar en este sitio.

Por distinto sendero que Rosmini y Gioberti procede Terencio Mamiani, escritor elegante y muy erudito. Clamó por la renovación de la antigua filosofía italiana , y en lo demás recomendó el procedimiento psicológico de los escoceses, y los principios del común sentido . Después ha pasado por muchas vicisitudes y transformaciones. Hoy explica filosofía de la historia en la Universidad romana, y parece haberse refugiado en un espiritualismo vago y elástico, semejante al de los franceses.

La filosofía escolástica renació con gloria aunque guiada por un exclusivismo no del todo aceptable, en las producciones del napolitano Sanseverino, y en las de los PP. Taparelli, Liberatore, Tongiorgi y otros jesuítas. Sus libros son bastante conocidos y justamente apreciados en España.

Bien necesarios son todos los esfuerzos de la filosofía cristiana, de cualquier color y matiz, para resistir a ese torrente de malas enseñanzas [p. 353] y de libros impíos que en los últimos veinte años se ha desbordado por Italia. En algún tiempo dominaron los hegelianos; ahora están reducidos a la Universidad de Nápoles. Sus caudillos son Vera, Spaventa y Fiorentino. En los demás centros de enseñanza domina el más crudo positivismo . No quiero citar autores ni libros.

Contra estas torcidas corrientes luchan de una parte los neoescolásticos , de otra algún ontologista , como el ilustre Fornari, algún espiritualista ecléctico , como Mamiani. ¡Que Dios favorezca las empresas de todos contra el común y más terrible enemigo!

En una sola cosa merecen aplauso sin tasa tirios y troyanos. A ningún italiano, de ninguna secta ni condición, se le ha ocurrido negar la antigua ciencia de su patria. Todos están conformes en ensalzarla y ponerla junto a las nubes. El hegeliano Spaventa ha publicado un estudio sobre Campanella, el hegeliano Fiorentino otros dos acerca de Pomponazzi y de Telesio, el espiritualista Ferri una Historia de la filosofía en Italia . Para nadie es asunto de discusión ni de duda el mérito científico de Italia en todas épocas. ¡Sólo hay un pueblo en Europa donde sea de buen tono filosófico maldecir (sin conocerlo) de cuanto dijeron y pensaron nuestros mayores.

Hora es ya de acabar esta carta. Usted estará cansado y yo también. No quiero releerla, porque de fijo encontraría omisiones graves, como ya, sin volver atrás, las encuentro. Entre los escritores de las tres primeras décadas omití al fanoso y demasiado retórico hablista Pedro Giordani, y lo que siento más, a aquel Silvio Pellico, no grande ingenio, pero sí grande alma, que hizo el libro indestructible de Mis Prisiones . Pero basta ya de adiciones, y de carta.

Sabe usted que es suyo apasionado amigo,

M. MENÉNDEZ Y PELAYO.

Notas

[p. 311]. [1] . Nota del Colector .—Se publicaron estas cartas en La Tertulia , Revista de Ciencias, Literatura y Artes (hoy rarísima), editada en Santander por el año 1876-1877.

Se colecciona por primera vez en Estudios de Crítica Literaria.