EPÍSTOLA A HORACIO
Yo
guardo con amor un libro viejo,
De mal papel y
tipos revesados,
Vestido de rugoso
pergamino:
En sus hojas
doquier, por vario modo,
De diez
generaciones escolares,
A la censoria
férula sujetas,
Vese la dura huella
señalada,
Cual signos
cabalísticos retozan
Cifras allí de
incógnitos lectores,
En mal latín
sentencias manuscritas,
Lecciones varias,
apotegmas, glosas,
Escolios y
apostillas de pedantes,
Innumerables versos
subrayados,
Y
addenda y expurganda y
corrigenda ,
Todo pintado con
figuras toscas
De torpe mano, de
inventiva ruda,
Que algún ocioso en
solitarios días
Trazó con tinta por
la margen ancha
Del tantas veces
profanado libro.
Y ese libro es el tuyo, ¡oh gran maestro!
Mas no en tersa
edición rica y suntuosa,
No salió de las
prensas de Plantino,
Ni Aldo Manucio le
engendró en Venecia,
Ni Estéfanos,
Bodonis o Elzevirios
Le dieron sus
hermosos caracteres.
Nació en pobres
pañales: allá en Huesca
Famélico impresor
meció su cuna:
[p. 32]
Ad usum scholarum destinóle
El rector de la
estúpida oficina,
Y corrió por los
bancos de la escuela,
Ajado y roto,
polvoroso y sucio,
El tesoro de
gracias y donaires
Por quien al Lacio
el ateniense envidia.
¡Cuántos se amamantaron en sus hojas,
A cuántos quitó el
sueño ese volumen,
Lidiando siempre
por alzar el velo
Que tus conceptos
al profano oculta!
¡Cuánto diste
suavísimo deleite
A quien perseveró
en la ruda empresa,
Y
cuánto de sudor y de fatiga
A ignorantes y
estólidos alumnos!
Hiciste germinar a
tu contacto
Miles de ideas en
algún cerebro,
Llenástele de luz y
de armonía,
Y al influjo
potente de tu ritmo,
El ritmo universal
le revelaste.
Por tí la
antigüedad se alzó a sus ojos;
Por ti Venus
Urania, de los cielos
Bajó a las mentes
de adorarla dignas
Y allí habitando
cual perfecta idea
Dió vida a su
pensar, norma a su canto,
¡Cuánta imagen
fugaz y halagadora,
Al armónico son de
tus canciones
Brotando de la
tierra y del Olimpo,
Del escolar en
torno revolaban
Que ante la dura
faz de su maestro,
De largas
vestimentas adornado,
Absorto contemplaba
sucederse
Del mundo antiguo
los prestigios todos:
Clámides ricas y
patricias togas,
Quirites y
plebeyos, senadores,
Filósofos, augures,
cortesanas,
Matronas de severo
continente,
Esclavas griegas de
ligera estola,
Sagaces y
bellísimas libertas,
Aroma y flor en
lechos y triclinios,
Múrrinos vasos,
ánforas etruscas:
en Olimpia, cien
carros voladores,
En las ondas del
Adria, la tormenta,
En el cielo, de
Júpiter la mano,
La Náyade en las
ondas de la fuente,
Y allá en el valle
tiburtino oculta
La dulce granja del
cantor de Ofanto,
[p. 33] Por quien los áureos, venusinos metros
En copioso raudal
se precipitan
Al ancho mar de
Píndaro y de Safo.
Yo
también a ese libro peregrino,
Arca santa del
gusto y la belleza,
Con respeto llegué,
sublime Horacio:
Yo también en sus
páginas bebía
El vino añejo que
remoza el alma:
Todo en tí lo
encontré, rey de los himnos:
Mente pelasga,
corazón romano,
El vuelo audaz, la
sentenciosa flecha,
La ática sal, las
mieles del Himeto.
El ditirambo que a
los cielos toca,
El canto de Eros
que inspiró Afrodita,
El
Otium Divos que la mente aquieta,
Y el júbilo feroz
con que en las cumbres
Del Citerón, en la
ruidosa noche,
Su leve tirso la
Bacante agita.
La
belleza eres tú: tú la encarnaste
Como nadie en el
mundo la ha encarnado.
A tu triunfal
corona las preseas
Grecia engarzó de
su mejor tesoro:
Rindióte Jonia las
melosas voces
Con que Anacreón
arrulló a Batilo,
Tebas el ritmo en
que de Dirce el genio
Loara al púgil en
la lid triunfante
Y al vencedor en la
cuadriga rauda:
Del enemigo de
Licambo hubiste
El crudo hierro
convertido en yambo,
La alada estrofa en
que de Cleis la madre
Supo inflamar con
férvidos amores
A bien trenzadas
vírgenes Lesbianas,
Y el son de Alceo
entre borrascas hórridas
Al opresor de
Mitilene infausto.
Todo, rey de la
lira, lo abarcaste,
Pusiste en todo la
medida tuya,
El
ne quid nimis ¡sobriedad eterna!
La concisión,
secreto de tu numen.
En torrentes de
números sonoros
Despéñase tu
ardiente fantasía,
Mas nunca pasa el
término prescrito
Por la armónica ley
que a los helenos
Las hijas de
Mnemósine enseñaron.
¡Tiempo feliz de
griegos y latinos!
Calma y serenidad,
dulce concierto
De cuantas fuerzas
en el hombre moran,
[p. 34] Eterna juventud, vigor eterno,
Culto sublime de la
forma pura,
Perenne evocación
de la armonía!
¡Bárbaros hijos de
la edad presente!
Horacio, ¿lo
creerás?, graves doctores
Afirman que los
hórridos cantares
Que alegran al
Sicambro y al Scita
O al Germano tenaz
y nebuloso,
Oscurecen tus obras
inmortales
Labradas por las
manos de las Gracias,
Cual por diestro
cincel mármol de Paros.
¡Lejos
de mí las nieblas hiperbóreas!
¿Quién te dijera
que en la edad futura
De Tudescos y
Slavos el imperio
En la ley, en el
arte y en la ciencia
Nuestra raza latina
sentiría,
Y por nombres por
ti no pronunciables,
Porque en tu
hermosa lengua mal sonaran,
El habla de los
dioses enturbiando,
Tu nombre
borrarían?
Orgullosos
Allá arrastren sus
ondas imperiales
El Danubio y el
Rhin antes vencidos.
Yo prefiero las
plácidas corrientes
Del Tíber, del
Cefiso, del Eurotas,
Del Ebro patrio o
del ecuóreo Betis:
¡Ven, libro viejo;
ven, alma de Horacio!
Yo soy latino y
adorarte quiero.
Anímense tus hojas
inmortales.
Que Régulo otra vez
alce la frente,
Y el beso esquive
de la casta esposa,
Y el pueblo aparte
que su paso impide,
Y a los tormentos
inmutable torne:
Que entre las
ruinas del vencido mundo
Caiga el atroz
Catón nunca domado:
Que Druso a los
Vindélicos aterre,
Como el ave de Jove
fulminante
Desciende sobre
tímida bandada:
Que las torres de
Ilión maldiga Juno,
Dos veces
humilladas en el polvo,
De Laomedon por la
perfidia insana,
Por el inicuo juez
y la extranjera:
Que de Palas la
égida sonante
A los Titanes otra
vez resista:
Que las Danaides el
acero empuñen
Y en sangre tiñan
los nupciales lechos:
[p. 35] Que el níveo toro a la de cien ciudades
Creta, conduzca la
robada ninfa:
Que los corceles
del rugiente trueno
Lance el Saturnio
por el aire vago,
Y se estremezca
desquiciado el orbe,
Mas nunca el pecho
del varón constante.
¡Ven,
libro viejo; ven, roto y ajado!
Quiero embriagarme
de tu añejo vino;
A Baco ver entre
escarpados montes,
A Fauno amante de
ligeras ninfas,
A Hermes facundo y
al intonso Cintio!
Quiero vagar por
los amenos bosques
Donde la abeja
susurró de Tíbur,
Y en los brazos de
Lidias y Gliceras
Posar la frente, al
reclinar la tarde,
Orillas de la
fuente de Blandusia;
O ante la puerta de
la dura Lyce
Que el Aquilón con
ímpetu sacude,
Amansar su rigor
con mis querellas,
O volar con nave de
Virgilio
Que hacia las
playas áticas camina
Y guarda la mitad
del alma tuya.
¡Suenen de nuevo,
Horacio, tus lecciones!
Canta la paz, la
dulce medianía,
El
Eheu fugaces que cual sueño vuela,
El
Carpe diem que al placer anima,
El
Rectius vives que enaltece el alma.
Canta de amor, de
vinos y de juegos,
Canta de gloria, de
virtudes canta.
¡Siempre
admirable! Recorrer contigo
Quiero las calles
de la antigua Roma,
Con Damasipo
conversar y Davo,
Reírme de epicúreos
y de estoicos,
Viajar a Brindis,
escuchar a Ofelo,
Sentarme en el
triclinio de Mecenas,
Y aprender los
preceptos soberanos
Que dictaste
festivo a los Pisones.
Vengan
dáctilos, yambos y pirriquios
Caldeados en tu
fragua creadora.
Que se entrelacen
en vistoso juego,
Y dancen cual las
ninfas desceñidas
Que con rítmico pie
baten la tierra.
La antigüedad con
poderoso aliento
Reanime los
espíritus cansados;
Y este hervir
incesante de la idea,
Esta vaga, mortal
melancolía
[p. 36] Que al mundo enfermo y decadente oprime,
Sus fuerzas
agotando en el vacío,
Por influjo de
nieblas maldecidas
Que abortó el
Septentrión, ante su lumbre
Disípense otra vez.
Torne el radiante
Sol del
Renacimiento a iluminarnos,
Cual vencedor de
bárbaras tinieblas
Otro siglo lució
sobre Occidente,
Los pueblos
despertando a nueva vida,
Vida de luz, de
amor y de esperanza.
Helenos y latinos
agrupados
Una sola familia,
un pueblo solo,
Por los lazos del
arte y de la lengua
Unidos, formarán.
Pero otra lumbre
Antes encienda el
ánima del vate;
Él vierta añejo
vino en odres nuevos,
Y esa forma
purísima pagana
Labre con mano y
corazón cristianos.
¡Esa
la ley será de la armonía!
Así León sus rasgos
peregrinos
En el molde
encerraba de Venusa;
Así despojos de
profanas gentes
Adornaron tal vez
nuestros altares,
Y de Cristo en
Basílica trocóse
Más de un templo
gentil purificado.
¡Adiós,
adiós, liberto venusino!
En vano el
Septentrión hordas salvajes
De nuevo lanzará:
sobre el estrago
Triunfante se ha de
alzar el libro viejo,
De mal papel e
innúmeras erratas,
Que con amor en mis
estantes guardo.