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Obras completas de Menéndez... > BIBLIOGRAFÍA HISPANO-LATINA... > IV - VI : HORACIO > VI : HORACIO III > INTRODUCCIÓN : EPÍSTOLA A HORACIO

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Texto

            EPÍSTOLA A HORACIO

           Yo guardo con amor un libro viejo,
       De mal papel y tipos revesados,
       Vestido de rugoso pergamino:
       En sus hojas doquier, por vario modo,
       De diez generaciones escolares,
       A la censoria férula sujetas,
       Vese la dura huella señalada,
       Cual signos cabalísticos retozan
       Cifras allí de incógnitos lectores,
       En mal latín sentencias manuscritas,
       Lecciones varias, apotegmas, glosas,
       Escolios y apostillas de pedantes,
       Innumerables versos subrayados,
       Y addenda y expurganda y corrigenda ,
       Todo pintado con figuras toscas
       De torpe mano, de inventiva ruda,
       Que algún ocioso en solitarios días
       Trazó con tinta por la margen ancha
       Del tantas veces profanado libro.
            Y ese libro es el tuyo, ¡oh gran maestro!
       Mas no en tersa edición rica y suntuosa,
       No salió de las prensas de Plantino,
       Ni Aldo Manucio le engendró en Venecia,
       Ni Estéfanos, Bodonis o Elzevirios
       Le dieron sus hermosos caracteres.
       Nació en pobres pañales: allá en Huesca
       Famélico impresor meció su cuna:
        [p. 32] Ad usum scholarum destinóle
       El rector de la estúpida oficina,
       Y corrió por los bancos de la escuela,
       Ajado y roto, polvoroso y sucio,
       El tesoro de gracias y donaires
       Por quien al Lacio el ateniense envidia.
            ¡Cuántos se amamantaron en sus hojas,
        A cuántos quitó el sueño ese volumen,
       Lidiando siempre por alzar el velo
       Que tus conceptos al profano oculta!
       ¡Cuánto diste suavísimo deleite
       A quien perseveró en la ruda empresa,
       Y cuánto de sudor y de fatiga
       A ignorantes y estólidos alumnos!
       Hiciste germinar a tu contacto
       Miles de ideas en algún cerebro,
       Llenástele de luz y de armonía,
       Y al influjo potente de tu ritmo,
       El ritmo universal le revelaste.
       Por tí la antigüedad se alzó a sus ojos;
       Por ti Venus Urania, de los cielos
       Bajó a las mentes de adorarla dignas
       Y allí habitando cual perfecta idea
       Dió vida a su pensar, norma a su canto,
       ¡Cuánta imagen fugaz y halagadora,
       Al armónico son de tus canciones
       Brotando de la tierra y del Olimpo,
       Del escolar en torno revolaban
       Que ante la dura faz de su maestro,
       De largas vestimentas adornado,
       Absorto contemplaba sucederse
       Del mundo antiguo los prestigios todos:
       Clámides ricas y patricias togas,
       Quirites y plebeyos, senadores,
       Filósofos, augures, cortesanas,
       Matronas de severo continente,
       Esclavas griegas de ligera estola,
       Sagaces y bellísimas libertas,
       Aroma y flor en lechos y triclinios,
       Múrrinos vasos, ánforas etruscas:
       en Olimpia, cien carros voladores,
       En las ondas del Adria, la tormenta,
        En el cielo, de Júpiter la mano,
       La Náyade en las ondas de la fuente,
       Y allá en el valle tiburtino oculta
       La dulce granja del cantor de Ofanto,
        [p. 33] Por quien los áureos, venusinos metros
       En copioso raudal se precipitan
       Al ancho mar de Píndaro y de Safo.
           Yo también a ese libro peregrino,
       Arca santa del gusto y la belleza,
       Con respeto llegué, sublime Horacio:
       Yo también en sus páginas bebía
       El vino añejo que remoza el alma:
       Todo en tí lo encontré, rey de los himnos:
       Mente pelasga, corazón romano,
       El vuelo audaz, la sentenciosa flecha,
       La ática sal, las mieles del Himeto.
       El ditirambo que a los cielos toca,
       El canto de Eros que inspiró Afrodita,
       El Otium Divos que la mente aquieta,
       Y el júbilo feroz con que en las cumbres
       Del Citerón, en la ruidosa noche,
       Su leve tirso la Bacante agita.
           La belleza eres tú: tú la encarnaste
       Como nadie en el mundo la ha encarnado.
       A tu triunfal corona las preseas
       Grecia engarzó de su mejor tesoro:
       Rindióte Jonia las melosas voces
       Con que Anacreón arrulló a Batilo,
       Tebas el ritmo en que de Dirce el genio
       Loara al púgil en la lid triunfante
       Y al vencedor en la cuadriga rauda:
       Del enemigo de Licambo hubiste
       El crudo hierro convertido en yambo,
       La alada estrofa en que de Cleis la madre
       Supo inflamar con férvidos amores
        A bien trenzadas vírgenes Lesbianas,
       Y el son de Alceo entre borrascas hórridas
       Al opresor de Mitilene infausto.
       Todo, rey de la lira, lo abarcaste,
       Pusiste en todo la medida tuya,
       El ne quid nimis ¡sobriedad eterna!
       La concisión, secreto de tu numen.
       En torrentes de números sonoros
       Despéñase tu ardiente fantasía,
       Mas nunca pasa el término prescrito
       Por la armónica ley que a los helenos
       Las hijas de Mnemósine enseñaron.
       ¡Tiempo feliz de griegos y latinos!
       Calma y serenidad, dulce concierto
       De cuantas fuerzas en el hombre moran,
        [p. 34] Eterna juventud, vigor eterno,
       Culto sublime de la forma pura,
       Perenne evocación de la armonía!
       ¡Bárbaros hijos de la edad presente!
       Horacio, ¿lo creerás?, graves doctores
       Afirman que los hórridos cantares
       Que alegran al Sicambro y al Scita
       O al Germano tenaz y nebuloso,
       Oscurecen tus obras inmortales
       Labradas por las manos de las Gracias,
       Cual por diestro cincel mármol de Paros.
           ¡Lejos de mí las nieblas hiperbóreas!
       ¿Quién te dijera que en la edad futura
       De Tudescos y Slavos el imperio
       En la ley, en el arte y en la ciencia
       Nuestra raza latina sentiría,
       Y por nombres por ti no pronunciables,
       Porque en tu hermosa lengua mal sonaran,
       El habla de los dioses enturbiando,
       Tu nombre borrarían?
                                       Orgullosos
       Allá arrastren sus ondas imperiales
       El Danubio y el Rhin antes vencidos.
       Yo prefiero las plácidas corrientes
       Del Tíber, del Cefiso, del Eurotas,
       Del Ebro patrio o del ecuóreo Betis:
       ¡Ven, libro viejo; ven, alma de Horacio!
       Yo soy latino y adorarte quiero.
       Anímense tus hojas inmortales.
       Que Régulo otra vez alce la frente,
       Y el beso esquive de la casta esposa,
       Y el pueblo aparte que su paso impide,
       Y a los tormentos inmutable torne:
       Que entre las ruinas del vencido mundo
       Caiga el atroz Catón nunca domado:
       Que Druso a los Vindélicos aterre,
       Como el ave de Jove fulminante
       Desciende sobre tímida bandada:
       Que las torres de Ilión maldiga Juno,
       Dos veces humilladas en el polvo,
       De Laomedon por la perfidia insana,
       Por el inicuo juez y la extranjera:
       Que de Palas la égida sonante
       A los Titanes otra vez resista:
       Que las Danaides el acero empuñen
       Y en sangre tiñan los nupciales lechos:
        [p. 35] Que el níveo toro a la de cien ciudades
       Creta, conduzca la robada ninfa:
       Que los corceles del rugiente trueno
       Lance el Saturnio por el aire vago,
       Y se estremezca desquiciado el orbe,
        Mas nunca el pecho del varón constante.
           ¡Ven, libro viejo; ven, roto y ajado!
       Quiero embriagarme de tu añejo vino;
       A Baco ver entre escarpados montes,
       A Fauno amante de ligeras ninfas,
       A Hermes facundo y al intonso Cintio!
       Quiero vagar por los amenos bosques
       Donde la abeja susurró de Tíbur,
       Y en los brazos de Lidias y Gliceras
       Posar la frente, al reclinar la tarde,
       Orillas de la fuente de Blandusia;
       O ante la puerta de la dura Lyce
       Que el Aquilón con ímpetu sacude,
       Amansar su rigor con mis querellas,
       O volar con nave de Virgilio
       Que hacia las playas áticas camina
       Y guarda la mitad del alma tuya.
       ¡Suenen de nuevo, Horacio, tus lecciones!
       Canta la paz, la dulce medianía,
       El Eheu fugaces que cual sueño vuela,
       El Carpe diem que al placer anima,
       El Rectius vives que enaltece el alma.
       Canta de amor, de vinos y de juegos,
       Canta de gloria, de virtudes canta.
           ¡Siempre admirable! Recorrer contigo
       Quiero las calles de la antigua Roma,
       Con Damasipo conversar y Davo,
       Reírme de epicúreos y de estoicos,
       Viajar a Brindis, escuchar a Ofelo,
       Sentarme en el triclinio de Mecenas,
       Y aprender los preceptos soberanos
       Que dictaste festivo a los Pisones.
           Vengan dáctilos, yambos y pirriquios
        Caldeados en tu fragua creadora.
       Que se entrelacen en vistoso juego,
       Y dancen cual las ninfas desceñidas
       Que con rítmico pie baten la tierra.
       La antigüedad con poderoso aliento
       Reanime los espíritus cansados;
       Y este hervir incesante de la idea,
       Esta vaga, mortal melancolía
        [p. 36] Que al mundo enfermo y decadente oprime,
       Sus fuerzas agotando en el vacío,
       Por influjo de nieblas maldecidas
       Que abortó el Septentrión, ante su lumbre
       Disípense otra vez. Torne el radiante
       Sol del Renacimiento a iluminarnos,
       Cual vencedor de bárbaras tinieblas
       Otro siglo lució sobre Occidente,
       Los pueblos despertando a nueva vida,
       Vida de luz, de amor y de esperanza.
       Helenos y latinos agrupados
       Una sola familia, un pueblo solo,
       Por los lazos del arte y de la lengua
       Unidos, formarán. Pero otra lumbre
       Antes encienda el ánima del vate;
       Él vierta añejo vino en odres nuevos,
       Y esa forma purísima pagana
       Labre con mano y corazón cristianos.
           ¡Esa la ley será de la armonía!
       Así León sus rasgos peregrinos
       En el molde encerraba de Venusa;
       Así despojos de profanas gentes
       Adornaron tal vez nuestros altares,
       Y de Cristo en Basílica trocóse
       Más de un templo gentil purificado.
           ¡Adiós, adiós, liberto venusino!
        En vano el Septentrión hordas salvajes
       De nuevo lanzará: sobre el estrago
       Triunfante se ha de alzar el libro viejo,
       De mal papel e innúmeras erratas,
       Que con amor en mis estantes guardo.

Notas