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Obras completas de Menéndez... > ESTUDIOS SOBRE EL TEATRO DE... > II : COMEDIAS DE VIDAS DE... > IV. COMEDIAS DE VIDAS DE... > XXV.—LA BUENA GUARDA O LA ENCOMIENDA BIEN GUARDADA

Datos del fragmento

Texto

Con el segundo título está en el manuscrito autógrafo que posee el marqués de Pidal (fecha de 16 de abril de 1610). El primero es el que definitivamente adoptó Lope al publicar esta comedia en la parte décimaquinta de las suyas (Madrid, 1621). Hartzenbusch la imprimió, siguiendo la lección del manuscrito original, en el [p. 95] tomo III de las Comedias escogidas de Lope, que compiló para la Biblioteca de Rivadeneyra; pero sin notar las variantes que presenta, respecto del texto impreso. Aquí se ponen a la vista del lector ambos textos, pero por excepción va a la cabeza, y en sitio de preferencia, el manuscrito, porque cotejándole con la edición, resulta evidente que no nacieron de libre voluntad del poeta las muchas alteraciones que se advierten en la parte décimaquinta. Todas ellas tienen un solo objeto: evitar que la acción pase en un convento de monjas y en un pueblo determinado. Sin duda, exigencias de los censores después de la representación (y no antes, porque no se dice palabra de esto en las aprobaciones y licencias del drama) hicieron a Lope borrar el nombre de Ciudad Rodrigo, que al principio había puesto, y convertir el convento en un oratorio de doncellas, con lo cual evitó también que la heroína fuese monja profesa. Para todo esto tuvo que modificar muchos versos y estropear su obra bajo el aspecto dramático, apartándose de los datos fundamentales de la leyenda que seguía. Por fortuna, el manuscrito original nos ha conservado el texto íntegro de esta pieza, que es, sin duda, la joya del Teatro religioso de Lope y una de las obras más bellas de su repertorio.

No es propiamente comedia de santos, sino leyenda piadosa, de las más antiguas y vulgarizadas en todas las literaturas de Europa. Es la historia de la monja infiel a sus votos, que abandona el convento para seguir a su amante, pero que, en medio de todos los extravíos de su vida, conserva la devoción a Nuestra Señora y obtiene de ella el extraordinario favor de que, revistiéndose de su propia figura, ocupe su lugar en el monasterio durante su ausencia, hasta que vuelve arrepentida y penitente y se halla con esta maravillosa duplicación de su personalidad. Esta leyenda, que a unos parecerá cándida y a otros irreverente, y que tiene quizá, como todas las de su clase, el peligro de exagerar hasta un extremo temerario la confianza en la misericordia divina aun respecto de los más grandes criminales, es de todas suertes admirablemente poética y ha sido desenvuelta infinitas veces, con más o menos tacto y habilidad, por muchos autores, [p. 96] entre los cuales, a mi juicio, el gran poeta castellano merece la palma.

No es del caso amontonar fácil erudición sobre este punto. Quien esté versado en los libros de ejemplos y leyendas piadosas, y también en la moderna literatura romántica, encontrará en su memoria, sin gran esfuerzo, muchas variantes de este tema. Pero de algunas conviene hacer mérito, ya por muy primitivas, ya por españolas, ya, finalmente, por su celebridad y raro mérito. No se cita texto anterior al de Cesáreo de Heisterbach, monje cisterciense fallecido en 1245, [1] en la distinción VII, ejemplo 34 de sus Libri duodecim dialogorum de miraculis, visionibus et exemplis (Colonia, 1591). Hállase también, con el núm. 106, entre las Latín Stories, que compiló Tomás Wright (Londres, 1842), y en varios repertorios para uso de los predicadores, especialmente en el de Juan Herolt, autor del siglo XV, más generalmente conocido por el nombre de el Discípulo, que tituló su obra Promptuarium exemplorum per ordinem alpha beticum (Nuremberg, 1486). Es el milagro 25 de esta colección.

Pronto fué puesto en verso, y entró en las principales colecciones de milagros de la Virgen en lengua vulgar. Lleva el núm. 19 en la francesa de Gautier de Coincy (códice de Soissons), con esta rúbrica: De la nonnain que Nostre Dame delivra de grand blasme et de gran poine. [2]

[p. 97] No está en Berceo; pero sí en las Cantigas del Rey Sabio, con el núm. 93, y como esta es la más antigua versión conocida en nuestra Península, conviene ponerla a la letra:

« Esta é como Santa María servíu en logar de la monia que sse foi de moesterio.

           E guarda-nos de falir,
       Et ar quer-nos encobrir
       Quando en erro caemos;
       Des'í faz-nos repentir
       Et a emenda viír
       Dos pecados que fazemos.
       D'este un miragre mostrar
       En un abadía,
       Quis a Reynna sen par
       Santa que nos guía.
            De vergonna nos guardar...
       Hva dona ouv' alí
       Que, per quant' eu aprendi,
       Era menynna fremosa;
       Demáis sabía assí
       Teer sa orden, que ni
       Hua atan aguçosa
       Era d' aproveytar
       Quanto mais podía;
       Et porén lle foran dar
       A tesourería...
            De vergonna nos guardar...
       Mail-o demo, que prazer
       Non ouv' én, fez-lle querer
       Tal ben a un cavaleiro,
       Que lle non dava lezer,
       Tra en que a foi fazer
       Que sayú do moesteiro;
       Mais ánt'ela foi leixar
       Chaves que tragía
       Na cinta, ant' o altar
       Da en que criya.
        [p. 98] De vergonna nos guardar...
         ¡Ay, Madre de Deus (enton
       Dise ela en ssa razon)
       Léixo-vos ést' en comenda,
       Et a vós de coraçon
       M'acomend'—E foi-ss' e non
       Por ben fazer sa fazenda,
       Con aquel que muit' amar
       Mais ca si' sabía,
       Et foi gran tempo durar
       Con él en folía.
            De vergonna nos guardar...
       E o cavaleyro fez,
       Poil' a levou d' essa vez,
       En ela filhos et filhas;
       Mais la Virgen de bon prez
       Que nunca amou sandez,
       Emostrou y maravillas;
       Que a vida estrannar
       Lle fez que fazía,
       Por en sa claustra tornar
       U ante vivía.
            De vergonna nos guardar...
       Mais en quant' ela andou
       Con mal sen, quanto leixou
       A a Virgen comendado
       Ela mui ben o guardou;
       Ca en seu logar entrou
       Et deu a todo recado
       De quant' ouv' a recader,
       Que ren non falía,
       Segundo no semellar
       De quen a viía...
            De vergonna nos guardar...
        Mais pois que ss' arrepentiú
       A monia et se partiú
       Do cavaleiro mui cedo,
       Nunca comeu nen dormiú
       Tro o moesteyro viú.
       Et entrou en él a medo,
        [p. 99] Et fillou' ss' a preguntar
       Os que conocía
       Do estado do logar
       Que saber quería.
            De vergonna nos guardar...
       Disséron—ll' enton senál:
       —Abadess' avemos tal
       Et priol' e tesoureira;
       Cada huã d' elas val
       Muito, et de ben sen mal
       Nos fazen de gran maneira.
       Quand' est' oyú, a sinar
       Lógo se prendía
       Porque ss' assi nomear
       Con elas oía.
            De vergonna nos guardar...
       E ela con gran pavor
       Tremendo et sen coor,
       Foi-sse pera a eigreia;
       Mais la Madre do sennor
       Lle mostrou tan grand' amor
       (Et porén beeita seia)
       Que as chaves foi achar
       U postas avía,
       Et seus panos foi fillar
       Que ante vestía.
            De vergonna nos guardar...
        E tan toste, sen desden
       Et sen vergonna de ren
       Aver, iuntou o convento,
       Et contou-lles o gran ben
       Que lle fezo a que ten
       O mund' en seu mandamento;
       Et por lles todo provar
       Quanto lles dizía
       Fez seu amigo chamar
       Que ll' o contar-ía.
            De vergonna nos guardar...
       O convento por mui gran
       Maravilla teu' a pran,
        [p. 100] Pois que a cousa provada
       Viron, diziendo que tan
       Fremosa, par San Johan,
       Nunca lles fora contada
       Et fillaron-ss' a cantar
       Con grand' alegría:
       «Sálve-te, strela do amor,
       »Deus, lume do día.»
        De vergonna nos guardar... » [1]
       
                                       

      

Con esta Cantiga tienen analogía otras varias; pero ninguna tan directamente como la 55, cuya acción está localizada en España y puede considerarse como una mera variante. La monja se fuga del convento con un abad, vive con él mucho tiempo en Lisboa, hasta que, viéndose en cinta, la abandona el impúdico sacerdote. Vuelve al monasterio muy arrepentida, y queda maravillada de ver que nadie había notado su ausencia. La Virgen había ocupado su lugar, y la candorosa irreverencia del narrador llega a añadir que un ángel asistió a la monja en el parto y se encargó de la crianza del niño.

En un libro de devoción, que no parece fácil determinar cuál fuese, siendo tantos los que contienen la historia de la monja tesorera, hubo de leerla una señora destos reinos, la cual quiso que Lope escribiese una comedia sobre este asunto, dilatándole con lo verosímil a tres actos. El gran ingenio aceptó el encargo, y de él resultó esta obra deliciosa, llena de interés y poesía, y en la cual están salvados con gran destreza todos los escollos del argumento. El seductor es el mayordomo del convento, lo cual hace más verosímiles sus entradas y salidas en aquella santa casa y el desarrollo de tan extraña pasión en su pecho. Las escenas de amor están tratadas con suma delicadeza, y la resistencia de la monja (que aquí no es tesorera, sino abadesa) se prolonga lo bastante para hacer simpática su figura, en vez de la brutal franqueza con que en otras versiones se entrega sin lucha interior de ningún género. Hay mucha fuerza cómica en el tipo del hipócrita demandadero [p. 101] Carrizo, personaje digno de Molière. Pero las mayores bellezas están en los actos segundo y tercero. Lope, con su admirable talento dramático, comprendió que era peligrosa e inconveniente la presentación de la Virgen en escena. Sólo se oye su voz, que manda al ángel de la Guarda de la descarriada monja revestirse de su rostro y de sus hábitos y sustituirla en el coro. Lo que no parece bien es que la transformación alcance al mayordomo, ni menos al bellaco del demandadero. Las escenas entre el falso Sosia y el verdadero hacen reír en el Anfitrión, de Plauto, de donde Lope manifiestamente las ha imitado; pero el Carrizo fingido desentona en La buena guarda, como si fuese una parodia del caso milagroso que el poeta quiere enaltecer. Pero este lunar, que lo es y no leve, por lo que daña a la pureza y simplicidad del efecto estético, no basta para oscurecer los rasgos de sublime poesía de que está cuajada la parte seria de esta pieza: el suavísimo idilio del prado en que sestean los fugitivos amantes, las dos apariciones del pastorcillo que busca la oveja perdida.

Ya D. Juan Eugenio Hartzenbusch indicó, aunque de pasada, la extraña y casi literal analogía que presentan estas dos bellísimas escenas de alegoría mística con otras dos que en situación parecida y con el mismo fin de preparar la conversión del pecador, hallamos en El Condenado por desconfiado, admirable pieza que generalmente pasa por obra del maestro Tirso de Molina. Insistiendo en esta coincidencia, y esforzándola con su habitual ingenio y agudeza, el malogrado crítico D. Manuel de la Revilla [1] llegó a negar a Tirso la paternidad de El Condenado y adjudicársela a Lope. No he de repetir aquí las razones que recientemente he expuesto contra esta atribución, y que me mueven a mantener a Tirso en quieta y pacífica posesión de esta obra maestra del drama religioso español. [2] Nuestros dramáticos del siglo XVII se imitaban, copiaban y refundían unos a otros sin escrúpulo. Sabemos la fecha en que fue compuesta La Buena [p. 102] Guarda (1610). Ignoramos la de El Condenado, pero el hecho de no haber sido impreso hasta 1635, es ya indicio de ser muy posterior. Todas las probabilidades de la invención original están a favor de Lope, poeta de más edad que Tirso, y que era ya maestro universal de la escena española cuando éste comenzó a escribir. Pero tampoco Lope, según indica su contemporáneo Ricardo de Turia, y puede comprobarse en varios casos, se desdeñaba de aplicar a sus propias invenciones aquellos lances y pasos que más le agradaban, o que mejor habían parecido en las ajenas. [1] De todos modos la imitación (que en nuestros tiempos pasaría por plagio) es aquí accidental, y no recae sobre el fondo del argumento, que es enteramente diverso en La Buena Guarda y en El Condenado, aunque ambos dramas se encaminen, si bien por distinto sendero y con muy desigual fuerza teológica, a inculcar la confianza en la misericordia divina. La Buena Guarda es una encantadora leyenda dramática, pero El Condenado por desconfiado es quizá el más vigoroso y triunfante esfuerzo del ingenio humano para dar viva y eficaz representación a los conceptos más radicales de la Ética cristiana; y Lope no era bastante teólogo para escribir este drama. ¿Y a quién de nuestros grandes dramaturgos podemos atubuir tal preparación escolástica, sino al que fué toda su vida Lector y Maestro de Teología, y dejó esculpidas sus glorias en el teatro o paraninfo de la Universidad de Alcalá, según el dicho de Cervantes? Sólo de la rara conjunción de un gran teólogo y de un gran poeta en la misma persona, pudo nacer este drama [p. 103] único, en que ni la libertad poética empece a la severa precisión dogmática, ni el rigor de la doctrina produce aridez, y corta las alas a la inspiración, sino que el concepto dramático y el concepto trascendental parece que se funden en uno solo; de tal modo, que ni queda nada en la doctrina que no se transforme en poesía, ni queda nada en la poesía que no esté orgánicamente informado por la doctrina.

No llega a tales alturas La Buena Guarda, pero entre las innumerables obras de su género que posee nuestro antiguo Teatro, hay pocas tan simpáticas y agradables como esta, tan bien escritas y versificadas. Tiene defectos, sin duda, y ya se han indicado algunos, a los cuales puede añadirse el de una intriga de amor subalterna y nada interesante; pero en lo que toca al hábil y decoroso empleo de lo sobrenatural (salvo la malhadada duplicación de Carrizo) y al desarrollo poético de la leyenda, creemos que Lope ha vencido a todos los que antes o después de él trataron este mismo argumento.

En 1614, tres años después de la composición de La Buena Guarda, pero al parecer sin tener noticia de ella (a pesar de la amistad que se le supone con Lope), el fingido autor del Quijote de Avellaneda, que yo (por indicios que expondré en otra parte) me inclino a creer que se llamaba Alfonso Lamberto, intercaló en cuatro capítulos (desde el XVII al XX inclusive), una que llama novela de Los Felices Amantes , y es esta misma historia, bastante bien contada, con el talento y amenidad nada vulgares de que dió hartas pruebas en su libro, pero también con aquella falta de delicadeza moral, y aquel gusto soez y estragado que empañan sus mejores páginas. Tomó la leyenda del libro de ejemplos de Herolt, según él mismo dice, «en el milagro veinticinco de los noventa y nueve que de la Virgen Sacratísima recogió en su tomo de sermones el grave autor y maestro que por humildad quiso llamarse el discípulo; libro bien conocido y aprobado, por cuyo testimonio a nadie parecerá apócrifo el referido milagro». Pero le amplificó a su modo, le españolizó enteramente en las costumbres y le exornó con muchos detalles de la vida claustral, [p. 104] tan nimios y bien observados, que han inducido a algunos a suponer que el encubierto rival de Cervantes era fraile y quizá confesor de monjas, así como la particular devoción que manifiesta al Santo Rosario ha movido a otros a tenerle por dominico. El cuento de Avellaneda divierte e interesa, pero le estropean algunos detalles groseros y de todo punto inútiles. Ya algún bárbaro narrador de la Edad Media se había complacido en hacer parir a la monja. Avellaneda tuvo otra ocurrencia todavía más bestial: cuando los dos felices amantes se encuentran en Badajoz apurados de recursos, la monja abre tienda de prostitución, y el caballero se convierte en rufián y cobra el barato. Lesage, al traducir libremente al francés el Quijote de Avellaneda, templó algo la crudeza de este pasaje, como de otros muchos.

No podemos determinar en qué libro encontró Zorrilla el asunto de Margarita la Tornera , si es que le aprendió de los libros y no de la tradición oral, transmitida en algún sermón o plática que hubiese oído en su niñez. Él mismo no lo recordaba a punto fijo. Cuando se le preguntaba sobre los orígenes de sus leyendas, solía dar indicaciones vagas y aun positivamente equivocadas. No era su fuerte la erudición, ni aun aplicada a sus obras propias, que, además, afectaba mirar con cierto desdén y enfado. De todos modos, esta narración poética, que es de las más célebres, aunque para mi gusto no de las mejores, de su autor, recuerda la versión del Quijote de Avellaneda, más bien que ninguna otra de las que conocemos. No es, por consiguiente, la más mística e ideal, y aunque Zorrilla la haya expurgado de todo pormenor poco limpio, el cuento resulta mucho más profano que en la comedia de Lope y que en la suave y exquisita Légende de Soeur Béatrix, que en 1837 publicó el delicioso cuentista Carlos Nodier, tomando el asunto, según dice, del dominico polaco Bzovio, continuador de Baronio.

No intento contradecir la opinión general, que pone a Margarita la Tornera entre lo más selecto de las obras de Zorrilla, ni quiero que se dude de mi admiración por este último cantor de [p. 105] nuestras tradiciones; pero sí he de decir lo que siento, esta leyenda me parece inferior a su fama e inferior a otras muchas de las que aquel gran poeta nos ha dejado. La ejecución es desigual, y a ratos muy prosaica y desaliñada; el cuento se dilata con impertinentes adiciones, que le quitan unidad y sentido; el tipo del galán pendenciero, jugador y escalador de conventos está mejor presentado en otras innumerables producciones del mismo Zorrilla, y el D. Juan de Alarcón, vecino de Palencia, resulta un don Juan Tenorio muy en pequeño. Sus más enormes calaveradas parecen pueriles por el modo de contarlas. Peor es la degeneración que se observa en el carácter de la monja. La doña Clara vehemente, sincera y apasionada de Lope; la sor Beatriz, místico lirio tronchado, en la leyenda de Carlos Nodier, son mujeres de verdad; no así Margarita la Tornera, mema de nacimiento a pesar de su poético nombre. Zorrilla se evita el trabajo de preparar su caída con el cómodo artificio de hacerla tonta. Lo que salva la leyenda en algunas de sus partes, es la maravillosa espontaneidad de la dicción poética, la opulenta y generosa vena de su autor, unida a los prestigios propios del argumento, que contado de cualquier modo, siempre deleita.

Apenas puede citarse más que como curiosidad literaria la leyenda de Arolas, Beatriz la portera , [1] compuesta toda ella en décimas. Declara al comenzar que la tomó de Cesáreo de Heisterbach:

           Cesáreo nos da una historia
       Con vislumbres de misterio,
       Que en un santo monasterio
       Dejó célebre memoria;
       Por su autoridad notoria
       Referirla es conveniente,
       Para que el lector aumente
       Su devoción a María,
       Iris de amor, luz y guía
       Del corazón penitente.
                                               

       [p. 106] A pesar de tal anuncio, y a pesar del gran talento poético de su autor, la leyenda está tratada del modo más vulgar e indecoroso, y con cierto género de humorismo de baja ley, que repugnaría en un escritor profano, cuanto más en un religioso como el P. Arolas.

Notas

[p. 96]. [1] . «Este fué monje de Císter, del monasterio del valle de San Pedro o Heisterbace, y muy docto para en aquellos tiempos. Floreció en los años de mil y doscientos y veinticinco, siendo Sumo Pontífice Honorio III y Emperador Federico II. Escribió unos diálogos de mucha erudición y la Vida de San Engelberto, arzobispo de Colonia, y la dirigió a Henrico, su sucesor en el Arzobispado, y un libro de exemplos. Todo lo que escribe es dulce y propio para convertir a Dios a cualquier pecador, y hazer al perfecto más perfecto; y por esto entre los de su religión ha sido y es en mucho tenido y alabado.»

Así el doctor Juan Basilio Santoro, en el proemio de la segunda parte de su Prado espiritual (Lérida, 1619), que es una de las colecciones de ejemplos más copiosas que tenemos. Entre los que traduce del abad Cesáreo, con el título de Flores, no está el de la monja.

[p. 96]. [2] . Edición del abate Poquet, 1857. Este y otros milagros de Gautier de Coincy habían sido publicados ya en las colecciones de Fabliaux, de Barbazan y Méon.

[p. 100]. [1] . Tomo I, pág. 146 de la edición académica de las Cantigas.

 

[p. 101]. [1] . Vid. Obras de D. Manuel de la Revilla (Madrid, 1883), páginas 349 a 354.

[p. 101]. [2] . Vid. mis Estudios de Crítica Literaria (segunda serie), pág. 179.

[p. 102]. [1] . En su Apologético de las comedias españolas que precede al Norte de la poesía española (1616), dice el fingido Ricardo de Turia: «Pues es infalible que la naturaleza española pide en las comedias lo que en los trajes, que son nuevos usos cada día; tanto, que el príncipe de los poetas cómicos de nuestros tiempos, y aun de los pasados, el famoso y nunca bien celebrado Lope de Vega, suele, oyendo así comedias suyas como ajenas, advertir los pasos que hacen maravilla, y granjean aplauso, y aquellos, aunque sea impropios, imita en todo, buscando ocasiones en nuevas comedias, que, como de fuente perenne, nacen incesablemente de su fertilísimo ingenio.»

[p. 105]. [1] . Poesías religiosas, caballerescas, amatorias y orientales de D. Juan Arolas, tomo II, pág. 244 (Valencia, 1860).