En la Biblioteca del Museo Británico de Londres existe un manuscrito, al parecer autógrafo, de esta pieza, del cual se infiere que fué terminada en 6 de abril de 1610, y representada aquel mismo año por «el famoso Sánchez con notable autoridad y acierto». Lope la incluyó en el tomo o Parte 15ª de sus Comedias (Madrid, 1621), dedicándola a Dª Andrea María de Castrillo, Señora de Benazuza, residente en Sevilla: dedicatoria no inútil para la biografía de su autor, como ya lo mostró Barrera.
Entre el texto del Museo Británico y el de la edición madrileña, hay algunas variantes de más o menos entidad: todas van notadas escrupulosamente al pie de las páginas, tomando por lección principal la del impreso, que es, en definitiva, la que debemos preferir, por ser la última que revisó Lope.
Titúlase esta obra tragicomedia, lo mismo que la Historia de Tobías, a la cual, se asemeja en todo. Pero Ester, por la condición del asunto, tiene más grandeza épica, y a la vez más concentración dramática, que Tobías, y merece, a mi juicio, la palma entre todas las comedias bíblicas de Lope. Su fuente única es el Libro de Esther, seguido con toda la fidelidad y respeto con que nuestro poeta trataba siempre las palabras de la Sagrada Escritura. Se ha notado por los exégetas que en la parte protocanónica del Libro de Esther, ni una sola vez aparece el nombre de Dios, quizá porque esta parte fué escrita en Susa y en medio de los paganos, pero que, en cambio, la acción del Dios innominado se ve presente dondequiera, puesto que su Providencia es la que saca triunfantes a los judíos del lazo que les habían tendido sus enemigos. Todo el drama de Lope está empapado en este superior sentido, y respira, además, un entusiasmo por la Ley Antigua, una [p. 191] penetración tan honda del tenacísimo y perseverante espíritu hebreo, de su constancia en la persecución y en el martirio, que verdaderamente maravilla en poeta de tan reconocido abolengo de cristianos viejos y de tan pura y ardiente fe cristiana como era la suya. Él no podía tratar los asuntos del Antiguo Testamento con el ardiente y velado fanatismo judaico con que lo hacían Enríquez Gómez, el Dr. Godinez y otros judaizantes y conversos; pero en su grande alma de poeta cristiano resonaba muy profunda y enérgica la voz de los profetas, que le hacía mirar la Ley Antigua como prefiguración y sombra de la Nueva, lo cual, en vez de amenguar, realzaba y fortificava su virtualidad poética. Pero este drama de Esther es, sin duda, de aquellos en que la poesía judaica y la glorificación y exaltación del pueblo elegido campean más libremente en las figuras de Ester y Mardoqueo.
No es natural que este asunto tuviese mucha cabida en el teatro religioso de la Edad Media. Figura como uno de los apéndices (el quinto) del gran Misterio francés del Viejo Testamento, donde ocupa nada menos que 3.900 versos. Hay en Italia una Rappresentazione della Regina Ester, impresa seguramente dentro del siglo XV. [1] Tenemos en España, ocupando los números 16 y 17 del tantas veces citado códice de la Biblioteca Nacional, un Auto del rey Asuero cuando descompuso a Vasti, y un Auto del rey Asuero cuando ahorcó a Amán, que, en realidad, pueden considerarse como primero y segundo acto de un mismo drama. Son figuras en el primero: el rey Asuero, tres pajes, un mayordomo, un repostero, un villano, cuatro reyes, un truhán, la reina Vasti y tres sabios. Del segundo: la Fortuna con cuatro compañeros, Amán, Ester, Atac, el rey Asuero, cuatro pajes, un verdugo y cuatro músicos.
Después de Lope trató el mismo asunto, no sin grandeza bíblica y con notable espíritu de raza, el judaizante sevillano Dr. Felipe Godínez, de quien malignamente dijo Quevedo en la Perinola que «había salido en algunos autos mucho, y que era [p. 192] más señalado por los autos que todos, y que había de citársele con la misma ponderación que al gran Filón judío o a León Hebreo». [1] La obra de Godínez, estimable como todas las suyas por la noble cultura del lenguaje y la gravedad de las sentencias, se imprimió por primera vez en la Quinta Parte de Comedias escogidas de los mejores Ingenios de España (Madrid, 1653), con el título de Amán y Mardoqueo, o la horca para su dueño. Con este título se ha impreso también la de Lope en una edición suelta del siglo pasado, equivocación que es fácil deshacer mediante el [p. 193] cotejo de ambas piezas, que nada tienen de común, fuera del argumento y de la general influencia que el estilo de Lope ejercía en todos sus contemporáneos.
Otro poeta de estirpe judaica, muy anterior a Godínez, había tratado, aunque no en forma dramática, el mismo argumento. Llamóse este excelente ingenio Joan Pinto Delgado, y es suyo un tomito digno de ser íntegramente reimpreso, que contiene una bella paráfrasis de las Lamentaciones de Jeremías, en quintillas; la Historia de Rut Moabita, en redondillas; tres canciones piadosas no indignas de la musa de Fr. Luis de León, y el Poema de la reina Ester en sexta rima; todo ello impreso en Ruan en 1627, bajo los auspicios del Cardenal de Richelieu, a quien el libro está dedicado. Aunque el numen melancólico de Pinto Delgado parecía nacido más para la elegía que para el canto épico, y sin duda por eso se sobrepujó a sí mismo en la paráfrasis de los Trenos, no desmintió tampoco en el Poema de Ester la cultura y armonía habituales de su versificación y el fructuoso estudio que había hecho de nuestra lengua poética, que en él, a pesar de lo avanzado del tiempo en que floreció, ofrece pocos vestigios de afectación ni de mal gusto. Véase un fragmento de la invocación:
Señor, que obraste en
milagroso espanto
Altos desigios de
tu santa idea,
A ti levanto, como
tuyo, el canto,
Porque a tu gloria
el instrumento sea,
Y aunque atrevida
en su labor presuma,
Será trompeta de tu
voz mi pluma.
El
alma mía en éxtasis resuelve
Que con tu fuente
refrigera el labio,
O con la brasa de
tu ardor, que vuelve
Justo el inmundo,
el ignorante sabio
...................................................................
Que
si tu llama en mi tibieza reina,
Si anima el corazón
tu voz sagrada,
Será mi canto la
piadosa Reina
Que a Jacob libertó
de fiera espada,
[p. 194] Cuando al volver de sus benignos ojos
Legó su sangre al
mundo por despojos.
[1]
La Hermosa Ester de Lope evoca, desde luego, el recuerdo de la Esther de Racine, representada en 1689 por las educandas de St. Cyr en presencia de Luis XIV, y de Mad. de Maintenon. No hay entre las tragedias de ambos insignes poetas más parentesco que el de su asunto y el del común origen bíblico; todo lo demás tenía que ser diverso, como distinto era el temple de alma de cada cual. Generalmente se considera la Esther, de Racine, como una de sus piezas más endebles bajo el aspecto dramático, y aun teniendo por dura esta sentencia, bien puede decirse que al primer drama judaico de Racine le perjudica la comparación con la maravilla de Atalía, que vino inmediatamente después, pieza llena del espíritu de Dios, y en esto, como en todo, muy superior al nivel ordinario de la tragedia francesa. Las alusiones cortesanas del momento, a madame de Montespan en la figura de Vasthi, la sultana caída; a Mad. de Maintenon, en la figura de Ester, la mística sultana triunfante; al caído ministro Louvois en Amán, al colegio mismo de St. Cyr, hubieron de contribuir mucho al éxito de la pieza; pero no hay duda que para nosotros están algo marchitas y quitan algo de su grandiosidad a la venganza de raza y de religión, que constituye el verdadero fondo trágico del asunto de Esther, en que no ha de verse una intriga de harem, sino un duelo a muerte entre el semita y el iranio, heredero del imperio asirio; la emancipación de una raza cautiva, que mediante la astucia y la perseverancia cautelosa, convierte a sus dominadores en inconsciente instrumento de los decretos providenciales. Lope, que tenía en alto grado el instinto de la poesía histórica, [p. 195] entendió, aunque de un modo rápido y confuso, todo esto, y por eso insistió más en el triunfo de la humildad de Mardoqueo sobre la soberbia de Amán, y en el feroz regocijo que debieron de sentir los judíos al ver a Amán llevando las riendas del caballo de Mardoqueo y suspendido luego de la horca, de cuarenta pies de altura, que había mandado levantar contra su enemigo, que en la piadosa intercesión y en las lágrimas de la hermosa Ester. Racine hizo lo que estaba más en armonía con su genio tierno y exquisito, hábil intérprete de todas las delicadezas afectivas: un idilio bíblico, encantador y melodioso, que Sainte-Beuve declara «la más cumplida obra maestra en el orden de las cosas tiernas, graciosas y puras, un prodigio de virginal modestia y decorosa sencillez». [1] La inspiración lírica de los coros es realmente hebrea, y baja en derechura de las cumbres de Sión, aunque no circundada de relámpagos y tempestades, como en la sublime Atalía; y fué grande atrevimiento, y aun casi preludio de romanticismo, el romper con ellos la monotonía del diálogo trágico; pero en la acción propiamente dicha el color local está atenuado, y suavizadas en gran manera las costumbres orientales, sin atentar a la integridad del texto, pero velando con mil púdicos cendales todo lo que podía parecer menos acomodado al selecto auditorio y a las nobles doncellas que habían de representar la pieza. [2] Sólo en la expresión de los afectos religiosos se desata sin trabas el raudal de la elocuencia poética de Racine, llegando a su punto culminante de majestad y de grandeza en los razonamientos de Ester (acto primero, escena IV; acto tercero, escena IV):
...
O mon souverain roi...
o Dieu, confonds
l'audace et l'imposture...
Los jansenistas, con quienes ya se había reconciliado Racine
antes del tiempo de la representación de
Esther, gustaban mucho
[p. 196] de esta tragedia, a pesar de su aversión
al teatro, y no sólo la encontraban muy edificante y piadosa, como
realmente lo es, sino que buscaban en ella alusiones y consuelos
para su propia situación de desterrados y oprimidos. Por muy
natural contraste, un jesuíta español de los deportados a Italia en
tiempos de Carlos III, encontró en el mismo libro sagrado lecciones
de esperanza y de fortaleza con que alentar su propio ánimo y el de
sus compañeros de proscripción. Compuso, pues, D. Juan Clímaco
Salazar (que tal era su nombre),
[1] un nuevo poema dramático, con el
título de
Mardoqueo (Madrid, 1791), no representado en público teatro,
que yo sepa, pero muy digno de ser separado y distinguido
honoríficamente del fárrago de tragedias clásicas del siglo pasado,
porque pocas hay tan bien escritas y en que la elocución poética
sea tan noble y robusta. ¡Lástima que el oído del autor, educado en
la cadencia de los versos sueltos italianos por larguísima estancia
en aquel país, no le hiciera reparar en los importunos asonantes
que tanto perjudican a la limpieza de los suyos, por lo demás tan
nutridos y jugosos! No es difícil descubrir en esta tragedia, como
en la de Racine, alusiones
[p. 197] comtemporáneas. Amán no es sólo el
favorito engreído y altanero, de los sagrados libros, sino un
ministro librepensador que habla de las cadenas de la superstición
y del vano fantasma de la idea de Dios; una especie de
personificación de los gobernantes filósofos del siglo pasado; un
Pombal o un Conde de Aranda. ¿Y quién sabe si en el pensamiento del
poeta, que escribía en los primeros años del reinado de Carlos IV,
y cuando parecían mitigarse los rigores con los emigrados jesuítas
(que son los hebreos de la tragedia), iba a ser María Luisa la
nueva
Ester, que les abriese las puertas de la patria; que a
mayores espejismos que éste induce la distancia y el perpetuo
anhelo del desterrado? Algo de esto ha de haber en el fondo, porque
la tragedia no es fría ni de escuela, como han solido serlo otras,
latinas y vulgares, de humanistas de la Compañía, sino que palpita
en ella una vida poética intensa y apasionada. Ni es tampoco una
ceñida imitación de la
Ester, de Racine, como por el título pudiera imaginarse y yo
mismo sospeché en otro tiempo; porque ni tiene coros, ni el interés
está concentrado en la persona de Ester, sino en el carácter
admirablemente trazado de Mardoqueo; ni la disposición de las
escenas es la misma, estando, a mi juicio, combinadas más
teatralmente en el P. Salazar que en Racine, merced a una creación
no poco feliz, que pertenece enteramente a nuestro poeta: la de un
judío violento, fanático e iluminado, llamado Abiud, que desconfía
de Ester y aun de Mardoqueo mismo, y que personifica admirablemente
el espíritu de feroz y desesperada intransigencia que tan
fácilmente se desarrolla en las agrupaciones vencidas, y lleva al
error a los caracteres más rectos. No es mi intención parangonar el
valiente ensayo del modesto y olvidado P. Salazar, con la obra del
más perfecto de los poetas franceses; pero quien no
conozca el
Mardoqeo no perderá el tiempo que gaste en leerlo, porque no
son frecuentes tales hallazgos en la pobre literatura dramática de
nuestro siglo XVIII. La narración del sueño de Mardoqueo; las
lamentaciones de Asuero, hastiado de la púrpura y del cetro como
Sardanápalo y Baltasar; los furores proféticos de Abiud, son trozas
notabilísimos que bastan para demostrar las
[p. 198] fuerzas poéticas del autor. Nada hay en
el
Mardoqueo que pueda compararse con las grandes bellezas de
Esther, pero mucho de lo bueno que hay en Racine procede de
la Escritura, al paso que Salazar, que hizo estudio de no
encontrarse con él para no quedar deslucido en la competencia,
tiene algo propio suyo y no vulgar, especialmente el estudio de los
dos contrapuestos caracteres de Abiud y Mardoqueo.
[1]
[p. 191]. [1] . Ancona, Sacre Rappresentazioni, tomo I, págs. 129-166.
[p. 192]. [1] . Ni estas malignidades, sin embargo, ni la noticia muy cierta de haber sido penitenciado el Dr. Godínez en un acto de fe por causa probablemente leve, empecen a los buenos y piadosos ejemplos que dió en los últimos años de su vida, y al crédito de gran predicador que obtuvo, como lo testifica, en una de sus mejores epístolas (anterior a 1650), el acendrado y sesudo poeta moral D. Luis de Ulloa Pereyra:
Que
vuestro corazón sabio y sincero,
Ni a veniales
defectos se permite,
De angélicas
doctrinas heredero.
Por
más que vuestro aplauso solicite
La general memoria
que os aclama,
Con ingeniosos
versos que repite;
Con
desprecio y olvido desta fama,
Lo superior de
vuestra suficiencia
A empleos más
católicos os llama.
De
cristiano orador a la eminencia
Llegastes, y
prudentes atenciones
Encarecen el fruto
y la elocuencia.
Con
que habéis mejorado corazones,
Admirando en las
célebres ciudades,
Enseñando en las
rústicas misiones.
La
venda a mis antiguas ceguedades
Quitó vuestra
doctrina, que ha podido
Introducir la luz
de las verdades,
Que
me tienen el ánimo rendido;
De vuestros
documentos enseñado
Y de vuestros
ejemplos persuadido
A mudar el camino y
el estado.
[p. 194]. [1] . Poema de la reina Ester, Lamentaciones del profeta Jeremías, Historia de Rut, y varias poesías, por Joan Pinto Delgado... A Rouen, chez David du Petit Val..., 1627, 8º.
Trata de este libro D. José Amador de los Ríos en sus Estudios históricos, políticos y literarios, sobre los judíos de España (Madrid, 1848), páginas 500-510.
[p. 195]. [1] . Port-Royal, tomo VI, pág. 141.
[p. 195]. [2] . Antes de Racine habían tratado el asunto de Ester, en pésimas y olvidadas tragedias, el cronista Pedro Mathieu (1578) y Montchrestien (1602). La del primero se titula Esther, la del segundo, Amán.
[p. 196]. [1] . Nació en Caravaca el 30 de marzo de 1744, y fué de los pocos a quienes alcanzó la vida para volver a España, después del restablecimiento de la Compañía, falleciendo en Hellín en 1815. No hemos visto más obra suya que el Mardoqueo, pero según las noticias consignadas en sus respectivas bibliografías jesuíticas por Diosdado Caballero y los PP. Backer, tradujo además en verso suelto, la Poética de Horacio, ordenando los versos según el nuevo método o desbarajuste del abogado Petrini; compuso en octavas un poema de las Naves de Cortés, probablemente para presentarle al certamen de la Academia Española, y, finalmente, dejó críticas agudas y sutilísimas sobre las tragedias de Racine («Judicia tulit acerrima et subtilissima de Racini Tragædiis.») Sus poesías sueltas fueron también muy celebradas por el donaire y elegancia. («Plurima etiam pöematia condidit salibus et elegantia referta.») No se le ha de confundir con el P. Melquiades Salazar, jesuíta de la provincia toledana, que también escribió versos en lengua vulgar y en latín, pero que es más conocido por haber colaborado en los trabajos del P. Hervás, y por un libro de filosofía que publicó con el título de La Ragione. (Cesena, {1789-92, tres volúmenes).
[p. 198]. [1] . Distraído con estas comparaciones, he olvidado notar en La Hermosa Ester, de Lope, el gracioso episodio pastoril del villano Selvagio y de la labradora Sirena, que con ingenua coquetería quiere concurrir al certamen de bellezas abierto por el rey Asuero. Son primorosas y superiores a todo encarecimiento las décimas del diálogo que comienza:
Si me tuvieras amor...