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Obras completas de Menéndez... > ORÍGENES DE LA NOVELA > II : NOVELAS SENTIMENTAL,... > VII.—NOVELA HISTÓRICA. —«CRÓNICA DEL REY DON RODRIGO», DE PEDRO DEL CORRAL.—LIBROS DE CABALLERÍA CON FONDO HISTÓRICO.—NOVELA HISTÓRICO-POLÍTICA: EL «MARCO AURELIO», DE FR. ANTONIO DE GUEVARA.—NOVELA HISTÓRICA DE ASUNTO MORISCO: «EL ABENCERRAJE», DE ANTONI

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La primitiva novela histórica española es una rama desgajada de las crónicas nacionales, e injerta en el tronco de la literatura caballeresca. Quien escudriñe sus orígenes no los encontrará anteriores a las prosificaciones que la Crónica general nos ofrece de las leyendas de Bernardo, de Fernán González y sus sucesores los Condes de Castilla, de los Infantes de Lara y del Cid, sin contar con la de Mainete, que es de asunto forastero. Pero todas estas narraciones, que primitivamente fueron cantadas y que conservan todavía rastros de versificación, pertenecen a la poesía épica en cuanto a su fondo y son una mera versión de ella. Su estudio debe reservarse, pues, para el tratado de los cantares de gesta en que se apoyaron, y de los romances viejos que de la prosa histórica, más que de los cantares mismos, nacieron. Esta materia, que en otro libro procuramos ilustrar, sale de los límites del tratado de la novela, la cual sólo empieza cuando un elemento [p. 90] puramente fabuloso y de invención personal se incorpora en la antigua tradición épico-histórica.

Tal género de transformación de la poesía heroica en prosa novelesca sólo se verificó en uno de nuestros ciclos épicos, el que nuestros mayores llamaban de la pérdida de España. Por los años de 1403, [1] «un liviano y presuncioso hombre llamado Pedro del Corral hizo una que llamó Crónica Sarracena, que más propiamente se puede llamar trufa o mentira paladina. Son palabras de Fernán Pérez de Guzmán en el prólogo de sus Generaciones y Semblanzas, y es el único que nos revela el nombre del autor, no consignado en ninguno de los códices ni ediciones de su obra. [2] Es, en efecto, la llamada Crónica del Rey Don Rodrigo con la [p. 91] destruycion de España, no un libro de historia verídica, sino un libro de caballerías, de especie nueva, y no de los menos agradables e ingeniosos, a la vez que la más antigua novela histórica de argumento nacional que posee nuestra literatura. Pedro del Corral, siguiendo la costumbre de los autores de libros de este jaez, atribuyó su relato a los fabulosos historiadores Eleastras, Alanzuri y Carestes, a quienes hace intervenir en la acción; pero ocultó su verdadera fuente, que era un libro realmente histórico, si bien muy corrompido e interpolado. La existencia de este original, que sigue hasta con servilismo, determina ya una profunda y radical diferencia entre la Crónica de Don Rodrigo y todos los demás libros de caballerías, que son parto caprichoso de la fantasía de sus autores, sin ningún respeto a la geografía ni a la historia.

Sabido es que de los tres puntos capitales que abarca la leyenda de Don Rodrigo, uno sólo, el de su penitencia, es seguramente de origen cristiano. Los otros dos (casa o cueva encantada de Toledo, amores de la Cava) pasaron de las crónicas árabes a las nuestras; lo cual no quiere decir que careciesen de todo fundamento histórico, pues aquí se trata sólo de la forma escrita o literaria, ni nos autoriza para negar o afirmar que semejantes tradiciones u otras análogas fuesen conocidas en los reinos de Asturias y León, aunque a la verdad ninguno de los cronicones de la Reconquista antes del siglo XII da indicio de ello.

En cambio, todas las crónicas árabes que en número bastante considerable han sido traducidas o extractadas hasta ahora, ya sean de origen oriental, ya español, lo mismo las que se escribían [p. 92] en el Cairo, en Damasco y en Persia que las que se recopilaban en Córdoba o en África, consignan con pormenores más o menos verosímiles, más o menos novelescos, las tradiciones relativas a la conquista de España, que ya en el siglo IX, época en que las recogieron el cordobés Aben-Habib y el egipcio Aben Abdelháquem, estaban mezcladas con elementos fantásticos y maravillosos, los cuales varían según el grado de credulidad de los distintos narradores, pero incluyendo siempre los dos temas capitales ya indicados: casa prodigiosa de Toledo y violación de la hija de Julián. Hasta en el Ajbar Machmúa, compilación anónima del siglo XI, hecha con bastante crítica y muy limpia de circunstancias fabulosas, se admite la segunda de estas tradiciones, aunque no la primera.

No es el caso de analizar ni discutir estos textos, tarea que rápidamente intentamos en otra parte [1] y en que se han ocupado más de propósito y con más caudal de doctrina otros autores, desembrollando la oscura personalidad del llamado conde don Julián, y restituyéndole, al parecer, su verdadera patria y nombre. [2] Fábula o historia, la de la violencia hecha a su hija (o a su mujer, según otros textos) tiene en su apoyo la constante tradición de los árabes, y ninguna inverosimilitud encierra, aunque recuerde demasiado otros temas épicos y pueda estimarse como un lugar común del género. Pero si la historia se repite, no es maravilla que se repita la epopeya, que es su imagen idealizada.

Sólo muy tardíamente llegaron estas especies a noticia de los cronistas cristianos, y acaso por la tradición oral más que por los libros. El Albeldense y Alfonso III el Magno ni siquiera nombran a Julián, cuanto menos a su hija. El primero que los cita es el Monje de Silos, que escribía en tiempo de Alfonso VI y a quien [p. 93] siguió literalmente don Lucas de Tuy. Pero la primera narración formal es la del Arzobispo de Toledo don Rodrigo Ximénez de Rada, que tuvo directo acceso a las fuentes arábigas y las siguió con una puntualidad que hoy es fácil comprobar. Su relato de la pérdida de España (lib. III De Rebus Hispaniae, cap. XVIII y ss.), que conviene bastante con el del Ajbar Machmúa, es el mismo que traducido al castellano pasó a la Crónica General en todas sus varias redacciones.

Un resumen tan sobrio y sucinto como el que en esta parte ofrecen el Toledano y la General no podía engendrar, y no engendró en efecto, ningún género de poesía. Pero ¿no habría en los siglos XII y XIII otra manifestación de esta leyenda que los concisos y severos epítomes de los analistas eclesiásticos y oficiales? ¿Fué posible que de ellos se pasase sin transición alguna a la monstruosa eflorescencia poética que logran los lances de amor y fortuna de don Rodrigo en la Crónica de Pedro del Corral y en los romances derivados de ella? En otra parte he expuesto las razones que tengo para admitir como muy verosímil, ya que no como enteramente probada, la existencia, no sólo de uno, sino de varios cantares de gesta concernientes a don Rodrigo, cuya antigüedad y carácter puede rastrearse por varios indicios. Uno de ellos, aunque acaso no el principal, es la aparición en el siglo XIII de un poema francés titulado Anseis de Cartago, que en su primera parte no es más que una versión de la historia de don Rodrigo y la Cava, pero con variantes muy sustanciales que no se hallan en los libros de historia, ni parecen tampoco invención del juglar francés, que seguramente recogió la leyenda en España, no sabemos si de la tradición oral o de la escrita.

Pero tiene mucha más importancia la llamada Crónica del moro Razí, ya como fuente de nueva materia que utilizaron la poesía y la novela, ya por contener acaso interpolaciones de origen épico. El llamado vulgarmente moro Rasis no es otro que Ahmed Ar-Rasi, que, si no es, ni con mucho, el más antiguo de los historiadores árabes españoles, como a veces se ha afirmado por confundirle con otros miembros de su familia, oriunda de Persia, fué, por lo menos, el historiador más notable del siglo X, denominado [p. 94] por los suyos el Atariji, lo cual dicen que vale tanto como el cronista por excelencia. Del texto original de su obra sólo se hallan referencias en otros historiadores más modernos, y la traducción castellana del siglo XIV, fundada en otra portuguesa hecha por el maestro Mahomad y el clérigo Gil Pérez, cuya autenticidad en todo lo sustancial ha sido puesta fuera de litigio por Gayangos [1] y Saavedra, no sólo ha llegado a nosotros en códices estragadísimos, después de pasar por dos intérpretes diversos, sino que es sospechosa de adulteración o intercalación en algunas partes secundarias. Pero esto mismo acrecienta su interés. No hay texto de la historiagrafía arábiga que tanto importe como éste para el estudio de la leyenda de don Rodrigo, ni que se enlace de un modo tan inmediato con las versiones castellanas, sobre todo, con la Crónica de Pedro del Corral, que no es más que una amplificación monstruosa y dilatadísima del libro de Rasis, el cual tampoco pecaba de conciso en la narración de los casos de don Rodrigo. Tan fabuloso pareció este cuento a algunos copistas de la Crónica del moro Rasis, que por mal entendido escrúpulo de conciencia histórica dejaron de transcribirle, resultando en los códices más célebres, como el de Santa Catalina de Toledo y el que perteneció a Ambrosio de Morales, una considerable laguna, precisamente en el sitio que debía contener la aventura de la hija de don Julián. El descubrimiento de esta preciosa narración no es el menor de los servicios que deben las letras españolas al señor don Ramón Menéndez Pidal, que la halló intercalada en uno de los códices de la Segunda crónica general, es decir, de la de 1344. [2]

No es posible apuntar aquí todos los pormenores de tan prolijo e interesante relato, pero importa saber que contiene ya todo lo que puede estimarse como tradicional en la Crónica de Don Rodrigo, limitándose con esto mucho la parte de invención hasta [p. 95] ahora atribuída a Pedro del Corral, que en muchos trozos copia casi literalmente a su predecesor. No es, pues, Corral, sino Rasis, el primero que llamó Casa de Hércules a la de Toledo, y amplificó prolijamente el cuadro con una galana descripción del encantado palacio y de las maravillas que en él había puesto su fundador. [1] Rasis es también el primer cronista en quien se halla el nombre de la Cava, que probablemente no es más que la alteración de un nombre propio (Alatsaba) y no tiene el sentido de mala mujer o ramera que impropiamente se le ha dado por una supuesta etimología árabe. [2] Creemos que también Rasis o su traductor es [p. 96] el primero que llamó conde a don Julián, cuya fisonomía histórica altera bastante, inventando quizá el vínculo de clientela o vasallaje feudal que le enlazaba con don Rodrigo, aunque no fuese súbdito suyo. [1]

A Rasis pertenecen también, aunque nada más que en germen, las escenas de la seducción de la Cava, que luego desarrolló novelescamente Pedro del Corral; el nombre de la confidente Alquifa; el primitivo texto de la carta que la desflorada doncella escribió a su padre; [2] el viaje de éste a Toledo; los preparativos de su venganza y la intervención de su mujer en ella.

La parte historial de la conquista en Rasis era ya conocida desde antiguo aunque generalmente poco apreciada hasta que Saavedra mostró cuánto partido podía sacarse de ella para [p. 97] ilustrar las postrimerías del reino visigótico. En la descripción de la batalla presenta nuevos pormenores, que luego se incorporaron en la tradición poética: una descripción muy larga y pomposa del carro de don Rodrigo, [1] las lamentaciones del rey derrotado [2] y ciertas dudas acerca de su paradero después del vencimiento.

«Et nunca tanto pudieron catar que catasen parte del rey don Rodrigo... e diz que fue señor despues de villas y castillos, et otros dicen que moriera en la mar, et otros dixeron que moriera fuyendo a las montañas y que lo comieron bestias fieras, y más desto no sabemos, et despues a cabo de gran tiempo fallaron una sepultura en Viseo en que están escritas letras que decian ansi: «Aqui yace el rey D. Rodrigo rey de Godos, que se perdio en la batalla de Saguyue.»

Esta noticia del hallazgo del sepulcro consta desde el siglo IX en el Cronicón de Alfonso el Magno, y no es verosímil que de allí [p. 98] la tomase Rasis. Tal especie debe de ser añadida por los traductores cristianos, y sospecho que no fué esta la principal ni la más grave de sus intercalaciones. Me rindo ante la opinión de los arabistas, que en otras partes geográficas e históricas de este libro han visto una fiel traducción de las obras perdidas del historiador Ahmed Ar-Razí. El estilo mismo parece que lo comprueba. La narración de la conquista, la historia del palacio encantado de Toledo, tienen un sello oriental innegable, aun en la sintaxis. Además, los nombres propios latinos y visigodos están transcritos del modo que de un árabe pudiera esperarse: Wamba se convierte en Benete, Ervigio en Erant, Egica en Abarca, Witiza en Acosta. El autor, según costumbre de los historiadores de su raza, gusta de apoyarse en testimonios tradicionales. «E dixo Brafomen, el fijo de Mudir, que fue siempre en esta guerra»... y aun llega a invocar el dicho de un espía de don Julián: «E dixo Afia, el hijo de Josefee, que andaba en la compaña del rey Rodrigo en talle de cristiano»...

Pero hay una parte considerable del fragmento de Rasis en que no se encuentran tales referencias, en que los nombres están transcritos con entera fidelidad, y son de lo menos árabe que puede imaginarse: D. Ximon, Ricoldo o Ricardo, Enrique, y en que la sintaxis, a lo menos para nuestros oídos y corta pericia lingüística, nada tiene de semítico. Me refiero especialmente al consejo y deliberación que don Julián, después de su vuelta a África, celebra con sus parciales. Todo lo que el conde y su mujer y sus amigos dicen en este consejo tiene un sabor muy pronunciado de cantar de gesta, y aun me parece notar en algunos puntos rastros de versificación asonantada. Pero como tengo experiencia de cuán falibles son estas conjeturas, no doy a esta observación más valor del que pueda tener, fijándome sólo en la impresión general que deja este trozo. Compárese con todos los textos árabes que en tan gran numero conocemos relativos a la conquista, y creo que se palpará la diferencia. Téngase en cuenta, por otra parte, que este episodio falta en la mayor parte de los manuscritos de Rasis, y faltaba de seguro en el códice que tuvo Pedro del Corral, pues de otro modo le hubiera reproducido como reprodujo todo lo [p. 99] demás. Aumenta las sospechas de interpolación el ver de cuán rara manera viene a cortar e interrumpir este episodio el cuento ya comenzado de la casa de Toledo. Esta falta de orden y preparación no debió de ocultársele al mismo compaginador del Rasis, puesto que candorosamente exclama al reanudar el roto hilo de su exposición: «E quantos hy avia todos eran maravillados qué le podria acontecer al rrei don rrodrigo que ansi se le escaesció el fecho de la casa que le dixeron los de Toledo.»

Hubo otras consejas relativas al postrero de los reyes godos que no constan en la Crónica de Rasis. Así el biógrafo de don Pedro Niño (Gutierre Díaz de Gámez), apoyándose en un autor innominado, que pudo muy bien ser un texto poético, cuenta que don Rodrigo halló dentro del arca famosa, no las consabidas figuras de alárabes, sino tres redomas, y que en la una estaba una «cabeza de un moro, y en la otra una culebra, y en la otra una langosta». También parece anterior a Pedro del Corral la hermosa leyenda del incendio del encantado palacio, puesto que la refirió casi simultáneamente con él el arcipreste Alfonso Martínez en su Atalaya de Crónicas. [1]

Todo lo demás que contiene el enorme libro de la Crónica del rey don Rodrigo es parto de la fantasía del autor, o más bien de su rica memoria, puesto que compaginó su novela con todos los lugares comunes del género caballeresco, llenándola de torneos, justas, desafíos y combates singulares, jardines sontuosos, pompas [p. 100] y cabalgatas; convirtiendo a don Rodrigo en un paladín andante que ampara a la duquesa de Lorena (como en la crónica de Desclot lo hace el conde de Barcelona con la emperatriz de Alemania), celebra Cortes en Toledo, se casa con Eliaca, hija del rey de Africa, y ve concurrida su Corte por los más bizarros aventureros de Inglaterra, Francia y Polonia.

Abundan en la novela los nombres menos visigodos que pueden imaginarse: Sacarus, Acrasus, Arditus, Arcanus, Tibres, Lembrot, Agresses, Beliarte, Lucena, Medea, Tarsides, Polus, Abistalus, tomados algunos de ellos de la Crónica Troyana, que fué evidente prototipo de este libro español en la parte novelesca. Las fábulas ya conocidas logran exuberante desarrollo bajo la pluma de Pedro del Corral, pero en realidad inventa muy poco. Hasta en el nombre de la mujer de don Julián coincide con el canciller Ayala, [1] coincidencia que en autores de tan diversos estudios y carácter como el severo analista de don Pedro y el liviano fabulador de la Destruycion de España sólo puede explicarse por la presencia de un texto común que desconocemos.

Lo que hizo Corral, que era hombre de ingenio y de cierta amenidad de estilo, fué aderezar el cuento de los amores de la Cava con todo género de atavíos novelescos: coloquios, razonamientos, mensajes, cartas y papeles, que fueron después brava mina para los autores de romances y aun para los historiadores graves. No es posible extractar tan larga narración, pero no queremos omitir la primera escena del enamoramiento:

«E un dia el rey se fue a los palacios del mirador que avia fecho, e anduvo por la sala solo sobre las puertas e no a la Cava, fija del conde don Julian, que estava en las puertas bailando con algunas doncellas; y ellas no sabian parte del rey ca bien se cuidavan que dormia, e como la Cava era la más fermosa doncella, de su casa, e la más amorosa de todos sus fechos, y el rey le avia [p. 101] buena voluntad, ansi como la vió echó los ojos en ella, e como otras doncellas jugaban, alzo las faldas, pensando que no la veya ninguno... E como la puerta era muy guardosa e cerrada de grandes tapias, e alli do ellas andaban no las podian ver sino de la camara del rey, no se guardaban, mas facian lo que en placer les venia como si fuesen en sus camaras. E crecio porfia entrellas desque una vez gran pieza ovieron jugado, de quien tenia más gentil cuerpo, e dieronse a desnudar e quedar en pellotes apretados que tenian de fina escarlata, e paresciansele los pechos y lo más de las tetillas, e como el rey la mirava, cada vegada le parescia mejor e decia que no habia en todo el mundo doncella ninguna ni dueña que ygualar se pudiese a la su fermosura ni su gracia; el enemigo no esperaba otra cosa sino esto, e vio que el rey era encendido en su amor; andábale todavia al oreja que una vegada cumpliese su voluntad con ella.» [1]

Viene a continuación una escena de galantería harto extraña, que pasó íntegra a los romances: «E así como ovieron comido, el rey se levantó y assentose a una ventana. Y antes que se levantase de taula, comenzó a meter a la reyna e a las doncellas en juego. Y como las vio que jugaban, llamo a la Cava, e dixole que sacase aradores de las sus manos. E la Cava fue luego a la ventana do el rey estaba e hincó las rodillas en el suelo, y catavale las manos; y él como estaba ya enamorado y en ardor, como le fallaba las manos blandas y blancas, y tales que él nunca viera a mujer, encendiese cada hora más en su amor.» [2]

[p. 102] La Cava no opone gran resistencia al rey; pero después de violada y escarnecida, se aflige y avergüenza mucho, y comienza a perder su hermosura, con gran pasmo de todos, especialmente de su doncella Alquifa, a quien finalmente confía su secreto y por consejo de la cual escribe a su padre. El conde jura vengarse y urde su traición de concierto con el obispo don Opas, hermano de su mujer doña Francina y señor de Consuegra. La parte que pudiéramos llamar histórica de la conquista prosigue bastante ceñida al moro Rasis, si bien con grandes amplificaciones. Lo más original que la Crónica de don Rodrigo contiene es todo lo que se refiere a la muerte del rey después de la batalla, de la cual sale «bien tinto de sangre y las armas todas abolladas de los grandes golpes que habia recebido»; sus lamentaciones confusas y pedantescas, que no tienen la vivacidad que luego cobraron en el romance; [1] su romántico encuentro con un ermitaño y la áspera penitencia que hizo de sus pecados, conforme a la regla que aquel santo varon le dejó escrita al morir tres días despues de recibirle en su ermita, y como resistió a las repetidas tentaciones del diablo, que en varias figuras se le aparecía, tomando en una de estas apariciones el semblante de la Cava y en otra el del conde don Julián [2] [p. 103] rodeado de gran companía de muertos en batalla (¿la hueste de las supersticiones asturianas?), y cómo finalmente rescata todas sus culpas con el horrible martirio de ser enterrado vivo en un lucillo o sepultura en compañía de una culebra de dos cabezas, que le va comiendo por el corazón e por la natura. Cuando al tercer día sucumbe, las campanas del lugar inmediato suenan por sí mismas anunciando la salvación de su alma.

[p. 104] Divídese la llamada Crónica de D. Rodrigo en dos partes: la primera consta de doscientos sesenta y dos capítulos; la segunda, de doscientos sesenta y seis; interminable difusión que es el mayor pecado del libro. En rigor, sólo la primera parte y los últimos capítulos de la segunda tienen relación con aquel monarca. El protagonista de la segunda es el infante don Pelayo. En esta Crónica es donde se encuentra por primera vez, y muy prolijamente narrada, la fabulosa historia de su infancia, los amores de su padre, el duque Favila, con la princesa doña Luz; el secreto nacimiento del futuro restaurador de España, expuesto a la corriente del Tajo, como nuevo Moisés, nuevo Rómulo o nuevo Amadís; el juicio de Dios, en que el encubierto esposo de doña Luz defiende su inocencia, y todo lo demás de esta sabrosa, aunque nada popular y nada original leyenda, a la cual dió nuevo realce en las postrimerías del siglo XVII la pintoresca pluma del Dr. Lozano, en su libro vulgarísimo de los Reyes Nuevos de Toledo, del cual tomaron este argumento, Zorrilla para la leyenda de La Princesa doña Luz, que es de las mejores suyas, y Hartzenbusch para aquella transformación castellana del asunto trágico de Mérope, que llamó La Madre de Pelayo, drama menos conocido y celebrado de lo que merece.

Tiene el libro de Pedro del Corral larga e ilustre descendecia en la historia literaria; pero no es menor la que obtuvo, sin merecerla, un retoño suyo, harto degenerado. De la primitiva Crónica proceden todos los romances calificados de viejos entre los de don Rodrigo; vejez muy relativa, puesto que ninguno de ellos parece anterior al siglo XVI. No puede llamarse vulgar el libro que inspiró algunos de estos bellos fragmentos. Todavía hoy el tema épico de la penitencia de don Rodrigo continúa vivo en la tradición popular, como lo prueban los romances que se han recogido en Asturias. Aquella trufa o mentira paladina, no sólo penetró en la imaginación del vulgo, sino que arrastró a egregios historiadores, en quienes pudo más el amor a lo maravilloso que la severidad crítica. El P. Mariana, que escribía la historia como artista y cuidaba más del gran estilo que de la puntualidad histórica, manifestó ciertas dudas sobre el palacio encantado de Toledo («algunos tienen todo [p. 105] esto por fábula, por invención, y patraña; nos ni la aprobamos por verdadera ni la desechamos como falsa»); pero no tuvo reparo en valerse, para su elegantísima narración de los amores de la Cava, del libro apócrifo de Pedro del Corral, dándonos, como él, aunque en locución muy diversa, el texto de la carta en que la triste heroína notició a su padre la deshonra. [1]

Pero antes de expirar la misma centuria décimasexta, la Crónica de don Rodrigo, que comenzaba a parecer arcaica en el lenguaje y participaba tanto del género ya desprestigiado de los libros de caballerías, fué indignamente suplantada por un inepto falsificador que trató de sustituir aquella leyenda con otra de más pretensiones históricas y más acomodada al gusto de la época. Esta nueva ficción tuvo un carácter de mala fe y de impudencia que no había tenido la primera. Un morisco de Granada, llamado Miguel de Luna, intérprete oficial de lengua arábiga (lo cual agrava su culpa, a la vez que da indicio de la postración en que habían caído los estudios orientales en España), hombre avezado a este género de fraudes, y de quien se sospecha por vehementes indicios que tuvo parte en la invención de los libros plúmbeos del Sacro Monte, [2] fingió haber descubierto en la biblioteca del [p. 106] Escorial una que llamó Historia verdadera del rey D. Rodrigo y de la pérdida de España... «compuesta por el sabio alcayde Abulcacim Tarif Abentarique, natural de la ciudad de Almedina en la Arabia Petrea», [1] y publicó esta supuesta traducción, haciendo alarde de sacar al margen algunos vocablos arábigos para mayor testimonio de su fidelidad. Este libro, disparatado e insulso, que como novela está a cien leguas de la Crónica Sarracina, cuanto más de las deliciosas Guerras de Granada, que quizá el autor se propuso remedar, logró, sin embargo, una celebridad escandalosa, teniéndole muchos por verdadera historia y utilizándole otros como fuente poética. De Luna procede el nombre de Florinda, no oído hasta entonces en España, y nada gótico ni musulmán tampoco, sino aprendido en algún poema italiano. De Luna, la carta alegórica y poco limpia en que Florinda da a entender a su padre la desgracia que la había acontecido con el Rey; carta que versificó Lope de Vega en su comedia El Ultimo Godo, basada enteramente en este libro apócrifo. Luna estropea todas las invenciones de Pedro del Corral: convierte, por ejemplo, al ermitaño en un simple pastor o villano, cuyo encuentro con don Rodrigo conduce sólo a un cambio de trajes. En lo único que lleva ventaja poética a su modelo es en el género de muerte que da a la Cava: Pedro del Corral la hacía morir prosaicamente de la gangrena producida por una espina de pescado que se la clavó en la mano derecha, estando en Ceuta. Miguel de Luna, aprovechando cierta tradición malagueña, indicada ya por Ambrosio de Morales, hace que Florinda ponga fin a sus días arrojándose de una torre de aquella ciudad.

Ambas novelas, la de Corral y la de Luna, han servido de guía a insignes autores modernos. Walter Scott, para su poemita The Vision of Don Roderik (1811), consultó al supuesto Abentarique. [p. 107] A éste también, y a Pedro del Corral, a quien equivocadamente llama Rasis, sigue Wáshington Irving en sus Legends of the conquest of Spain (1826); pero a todos superó Roberto Southey, autor de Roderick, the last of the Goths, poema en verso suelto y en veinticinco cantos, publicado en 1815 . Era Southey persona doctísima en nuestra literatura e historia, como lo acreditan varias obras suyas, entre ellas sus Cartas sobre España (1797), sus refundiciones del Amadís de Gaula y del Palmerín de Inglaterra, su Crónica del Cid (1808) y su Historia de la guerra de la Península (1823). Se preparó, pues, concienzudamente para su tarea del modo que lo indican las notas de su poema, donde están apuntadas casi todas las fuentes, aun las menos vulgares, así históricas como fabulosas. Poseedor de una colección de libros españoles que debía de ser muy rica, a juzgar por las muestras, procuró aprovecharlos para dar color a su obra y llenarla de mil curiosidades históricas y geográficas. Pero el principal fundamento de su poema fué, sin duda, la Crónica del Rey D. Rodrigo, que mejoró y embelleció en gran manera con invenciones poéticas dignas de la mayor alabanza. En vez de la desatinada y grosera penitencia que Pedro del Corral y los romances atribuyen a don Rodrigo, el héroe de Southey, después de cerrar los ojos al monje Romano que le había acogido, en su ermita, y vivir en soledad un año entero, macerando su cuerpo y purificando su espíritu, toma sobre sí la grande y desinteresada empresa de contribuir a la restauración de la monarquía visigótica en provecho ajeno; busca y encuentra en Pelayo al héroe providencial que había de dar cima a la empresa, hace a su lado prodigios de valor en la batalla de Covadonga y desaparece después del triunfo, reconociéndole tardíamente los cristianos por sus armas y caballo. En esta obra de cristiana y generosa poesía, la regeneración moral no alcanza solamente a don Rodrigo, sino al mismo conde don Julián y a su hija, que mueren en [p. 108] una iglesia de Cangas, perdonando a don Rodrigo y recibiendo su perdón. [1] El poema de Southey es seguramente el mejor de los que se han dedicado a este argumento de nuestra historia. [2]

El camino abierto de tan notable manera a los ingenios españoles por Pedro del Corral no tuvo por de pronto quien le siguiese. La Crónica de D. Rodrigo es la única novela histórica de la Península en el siglo XV. Hubo, no obstante, algunos libros de caballerías, traducidos del francés, donde predomina en gran manera el elemento histórico sobre el novelesco. [3] Tal sucede con la Hystoria de la doncella de Francia y de sus grandes hechos: sacados de la chronica Real por un cavallero discreto embiado por embaxador de Castilla en Francia por los reyes Fernando e Isabel a quien la presente se dirige, [4] que es una crónica anovelada de Juana de Arco; y tal con la Cronica llamada el triunpho de los nueve preciados de la fama, en la qual se contienen las vidas de cada uno, y los excelentes hechos en armas y proezas que cada uno hizo en su vida grandes, con la vida del muy famoso cavallero Beltran de Guesclin, condestable que fue de Francia y duque de Molina; [p. 109] nuevamente trasladada de lenguaje frances en nuestro vulgar castellano, por el honorable varon Antonio Rodríguez Portugal, principal rey de armas del rey nuestro señor. El traductor, que era portugués, publicó su obra en Lisboa, 1530, siendo retocado el estilo en posteriores ediciones por el humanista maestro de Cervantes Juan López de Hoyos «ajustanda, los vocablos de ella al uso presente y policia cortesana», porque tenía «la lengua barbárica y sin stylo y en algunas impropiedades muy licenciosa». Los nueve de la Fama son Josué, David, Judas Macabeo, Alejandro, Héctor, Julio César, el rey Artús, Carlo Magno y Godofredo de Bullón, a cuyas biografías se añade la de Duguesclin por complemento; extraño consorcio de historia sagrada y profana, mitologia y caballería andantesca. Es traducción de una obra francesa anónima dedicada al rey Carlos VIII e impresa en 1487. [1]

Pocas, pero muy notables, manifestaciones tiene la novela histórica en el gran cuadro literario del siglo XVI. Apenas me atrevo a contar entre ellas el Marco Aurelio, de Fr. Antonio de Guevara, porque aun siendo fabulosa la mayor parte de su contenido, carece de verdadera acción novelesca. Predomina en este famoso libro la intención didáctica, y la forma no es narrativa, sino completamente oratoria, tanto en los razonamientos como en las cartas. En ser un doctrinal de príncipes con estilo retórico y ameno se parece a la Cyropedia de Xenofonte, que seguramente había leído Guevara en la traducción latina de Francisco Philelpho, impresa ya en 1474. [2]

[p. 110] Aunque la singular fisonomía de Xenofonte, a un tiempo filósofo socrático y jefe de bandas mercenarias, no se haya reproducida totalmente en ningún escritor de los que han florecido fuera de las extrañas condiciones históricas en que tal tipo fué posible, todavía es de los autores clásicos que parcialmente han influído más en la cultura de los pueblos modernos. A ello han contribuido la forma popular y accesible de sus obras, lo interesante, simpático y a veces familiar de sus asuntos, la candorosa nobleza de su estilo, aquella templada y suave armonía de cualidades que hacen de él uno de los dechados más perfectos de la urbanidad ática en su mejor tiempo, por lo mismo que en ciertas condiciones superiores, todavía más humanas que griegas, cede a Platón y a tantos otros. La mediana elevación de su pensamiento, el buen sentido constante, la honradez benévola pero no exenta de cálculo, unidas a cierto grado de elevación moral y de sinceridad religiosa, hacen sobremanera deleitables sus enseñanzas, vertidas en una forma que es un prodigio de naturalidad elegante y graciosa.

No tiene la Cyropedia la deliciosa sencillez de la Anabasis (dechado de narraciones militares), cuyo estilo fluye con la limpieza de un arroyo transparente. Es obra mucho más retórica, y pertenece a un género híbrido de historia y de novela. Los antiguos la consideraron siempre como historia ficticia, [1] y sólo en tiempos sin crítica se la pudo estimar como documento fehaciente. Entre las novelas, es la más antigua de las pedagógico-políticas, y aunque escrita por un ciudadano ateniense, rebosa de espíritu monárquico. Enfrente del ideal de perfecta república comunista soñado por Platón y de sus poéticos ensueños sobre las tierras atlánticas, el espíritu aristocrático de Xenofonte se complace en trazar el ideal del príncipe perfecto, mezclando reminiscencias de Persia y de Lacedemonia. Algunos admirables trozos, como la [p. 111] dulcísima historia de Abradato y Panthea, o el testamento de Cyro, apenas bastan para compensar la fatiga con que se leen los innumerables razonamientos e instrucciones políticas y morales que llenan lo restante del libro. Tal como es, en él comienza un género muy cultivado en las literaturas modernas, y cuyo más antiguo ejemplar pertenece a la nuestra del Renacimiento.

El Libro llamado Relox de Príncipes, más generalmente conocido por Libro Aureo del emperador Marco Aurelio, aunque no fué impreso con anuencia de su autor hasta 1529, [1] era muy conocido antes en copias manuscritas, y había tenido varias ediciones fraudulentas, siendo además usurpados por impudentes plagiarios algunos de sus mejores fragmentos, de todo lo cúal se [p. 112] queja amargamente en su prólogo el ingeniosísimo cronista y predicador de Carlos V, que era entonces obispo electo de Guadix y luego lo fué de Mondoñedo. [1] La aparición de este su primer libro fué uno de los grandes acontecimientos literarios de aquella corte y de aquel siglo, tanto en España como en toda Europa. Fué tan [p. 113] leído como el Amadís de Gaula y la Celestina, y es cuanto puede encarecerse. Se multiplicaron sus ediciones en latín, en italiano, en francés, en inglés, en alemán, en holandés, en danés, en húngaro, en casi todas las lenguas vulgares de Europa, y todavía en el siglo XVIII hubo quien le tradujese al armenio. Tuvo panegiristas excelsos y encarnizados detractores. Fué la biblia y el oráculo de los cortesanos, y el escándalo de los eruditos. Hoy yace en el olvido más profundo. En realidad, ni una cosa ni otra merecía. El Marco Aurelio no es la mejor obra de Guevara: vale mucho menos que sus epístolas tan graciosas y tan embusteras, según frase del Padre Isla; vale menos que sus tratados cortos de moral mundana, como el Menosprecio de la corte y el Aviso de privados. Pero Guevara es un escritor de primer orden, uno de los grandes prosistas anteriores a Cervantes, y no hay rasgo de su pluma que no merezca atención, cuanto más este libro que era el predilecto suyo, el que trabajó con más esmero y el que más ruido hizo entre sus contemporáneos.

¿Influyó algo en esto el que se le tuviese por historia verdadera del emperador Marco Aurelio y par epístolas auténticas de aquel emperador las que contiene? Creemos que no. La ficción era demasiado transparente para que nadie de mediano juicio cayese en engaño. Ya antes de imprimirse el Relox de príncipes, negaban muchos la autenticidad de tales cartas; y la parte del prefacio en que Guevara les contesta, alegando el testimonio del códice que le habían traído de Florencia, está escrita en tono de burlas, y sirve para confirmar lo mismo que niega: «Muchos se espantan en oir dotrina de Marco Aurelio, diziendo que cómo ha estado oculta hasta este tiempo, y que yo de mi cabeza la he inventado... Los que dizen que yo solo compuse esta dotrina, por cierto yo les agradezco lo que dizen, aunque no la intención con que lo dizen, porque a ser verdad que tantas y tan graves sentencia haya yo puesto de mi cabeza, una famosa estatua me pusieran los antiguos en Roma. Vemos en nuestros tiempos lo que nunca vimos, oimos lo que nunca oimos, experimentamos un nuevo mundo, y por otra parte maravillámonos que de nuevo se halle ahora un libro.» Y como si no bastase el hallazgo del códice [p. 114] Florentino, nos anuncia a continuación otro no menos prodigioso que le habían enviado de Colonia: el de los diez libros de Bello Cantábrico, escritos nada menos que por el emperador Augusto; y añade con sorna: «Si por caso tomasse trabajo de traducir aquel libro, como son pocos los que le han visto, tambien dirían dél lo que dizen de Marco Aurelio.»

Todos los libros profanos de Fr. Antonio de Guevara, sin excepción alguna, están llenos de citas falsas, de autores imaginarios, de personajes fabulosos, de leyes apócrifas, de anécdotas de pura invención, y de embrollos cronológicos y geográficos que pasman y confunden. Aun la poca verdad que contienen, está entretejida de tal modo con la mentira, que cuesta trabajo discernirla. Tenía, sin duda, el ingeniosísimo fraile una vasta y confusa lectura de todos los autores latinos y de los griegos que hasta entonces se habían traducido, y todo ello lo baraja con las invenciones de su propia fantasía, que era tan viva, ardiente y amena. Lo que no sabe, lo inventa; lo que encuentra incompleto, lo suple, y es capaz de relatarnos las conversaciones de las tres famosas cortesanas griegas Lamia, Laida y Flora, como si las hubiese conocido.

Todo esto en un historiador formal sería intolerable, pero ¿por ventura lo era Fray Antonio de Guevara? No creemos que nadie le tuviese por tal, a pesar de su título de cronista del César. Él no se recataba de profesar el más absoluto pirronismo histórico, y cuando uno de los mejores humanistas de su tiempo, el Bachiller Pedro de Rhua, profesor de letras humanas en la ciudad de Soria, emprendió, quizá con más gravedad y magisterio de lo que el caso requería, pero con selecta erudición, con crítica acendrada y a veces con fina y penetrante ironía, poner de manifiesto algunos de los infinitos yerros y falsedades históricas que las obras de Guevara contienen, el buen Obispo le contestó con el mayor desenfado que no hacía hincapié en historias gentiles y profanas, salvo para tomar en ellas un rato de pasatiempo, y que fuera de las divinas letras no afirmaba ni negaba cosa alguna. La réplica del Bachiller Rhua es una elocuente y admirable lección de crítica histórica, pero Guevara no estaba en disposición de recibirla. Le faltaba el respeto a la santa verdad de las cosas pasadas y a los [p. 115] oráculos de la venerable antigüedad. Pero tampoco era un falsario de profesión como los Higueras y Lupianes del siglo XVII, sino un moralista agridulce que buscaba en la historia real o inventada adorno o pretexto para sus disertaciones, donde lo de menos era la erudición y lo principal la experiencia del mundo: un satírico, entre mordaz y benévolo, de las flaquezas cortesanas; y sobre todo un original artífice de estilo, creador de una forma brillante y lozana, culta y espléndida, cuyo agrado no podemos menos de sentir aun teniendo que declararla muchas veces viciosa y amanerada.

Claro es que la profesión religiosa y la dignidad episcopal del agudo autor montañés [1] no se compadecían muy bien con tan [p. 116] envuelta y extravagante manera de atropellar la certidumbre histórica, y sin duda por eso le censuraron con tanta acrimonia varones doctísimos como Antonio Agustín y Melchor Cano. Pedro Bayle, que en su famoso Diccionario histórico le dedica dos páginas llenas de vituperios, se arrebata hasta llamarle «envenenador público, y seductor que en el tribunal de la república de las letras merecería el castigo de los profanos y de los sacrílegos»; pero se me antoja que el maligno y eruditísimo crítico de Amsterdam no llegó a comprender, a pesar de toda su perspicacia, el verdadero carácter e intención de los escritos de Guevara, cuya seudohistoria es una broma literaria.

Del verdadero Marco Aurelio, del admirable filósofo estoico, cuyo examen de conciencia, el más sublime que pudo hacer un gentil, leemos con pasmo y reverencia en los Soliloquios, apenas hay rastro alguno en el libro de Guevara, en lo cual no se le puede culpar mucho, puesto que los doce libros ε&λσαθυο;σ &2;αυτον no fueron impresos hasta 1559 ni en griego ni en latín, siendo su primer intérprete Gúillermo Xylandro. [1] Tenía Guevara una muy vaga idea de que existían escritos de Marco Aurelio, y de aquí tomó pie para su invención: «Todo lo más que él escribió fue en Griego, y tambien algunas cosas en Latin; saqué, pues, del Griego con favor de mis amigos, de Latin en romance con mis sudores propios». Para la vida del Emperador se valió de Herodiano y de los escritores de la Historia Augusta, Lampridio y Julio Copitolino, a los cuales añadió muchas circunstancias de propia minerva, invocando para ella el testimonio de tres biógrafos imaginarios, Junio Rústico, Cina Catulo y Sexto Cheronense, de quienes dice: «Estos tres fueron los que principalmente como testigos de vista escrivieron todo lo más de su vida y doctrina».

[p. 117] En realidad, el Marco Aurelio y el Relox de Príncipes son dos libros distintos y que pudieron correr independientes. El primero está incorporado en el segundo, según frase de su mismo autor, pero se infiere de sus declaraciones que fué compuesto antes. El Marco Aurelio, único que se da como traducción, es libro de falsa historia; el Relox de Príncipes es obra didáctica y de plan mucho más vasto. «No fue mi principal intento de traduzir a Marco Aurelio, sino hacer un Relox de Principes, por el qual se guiasse todo el pueblo Christiano. Como la dotrina avia de ser para muchos, quiseme aprovechar de lo que escrivieron y dixeron muchos sabios, y desta manera procede la obra en que pongo uno o dos capitulos mios, y luego pongo alguna epistola de Marco Aurelio, o otra dotrina de algun antiguo... Este Relox de Principes se divide en tres libros. En el primero se trata que el Principe sea buen Christiano. En el segundo, cómo el Principe se ha de aver con su mujer y hijos. En el tercero cómo ha de gobernar su persona y republica.»

Expuesto ya, por boca del autor, el plan del libro, en cuya doctrina moral y política no nos detendremos, por ser materia ajena de este lugar, sólo nos cumple advertir que las supuestas cartas de Marco Aurelio son más bien largos discursos en forma epistolar, donde se desarrollan, con elocuencia a veces, otras con verbosidad empalagosa, todos los lugares comunes que vienen atestando desde tiempo inmemorial los libros destinados para la educación de los príncipes, sin que los príncipes aprendan gran cosa en ellos. Es el defecto del género, y no se libraron de él ni Xenofonte en su tiempo ni el autor del Telémaco en el suyo. Hay en Guevara elegantes amplificaciones sobre la paz y la guerra, sobre la fortuna y la gloria, sobre la ambición y la justicia; invectivas muy valientes contra la tiranía y todo género de iniquidades; sanos consejos pedagógicos; advertencias, máximas y documentos de buen gobierno, que no por ser vulgares, dejan de ser eternamente verdaderos, y que cobran nuevo realce por la alusión no muy velada a las cosas del momento. Hay trozos escritos con gran propiedad, nervio y eficacia, muestras de la más culta y más limada prosa del tiempo de Carlos V; por ejemplo, la [p. 118] invectiva contra la corrupción romana, que se lee en la carta de Marco Aurelio a su amigo Cornelio sobre los trabajos de la guerra y la vanidad del triunfo. Aunque el estilo de Fr. Antonio de Guevara sea por lo común más deleitoso que enérgico, y abuse en extremo de todos los artificios retóricos, que le enervan, recargan y debilitan, alguna vez se levanta con ímpetu desusado y descubre una genialidad oratoria poderosa, pero intemperante. Puede decirse que ninguna condición de buen escritor le faltó, salvo la moderación, el tino para saber escoger, el buen gusto para saber borrar. Es un autor terriblemente tautológico, y Cicerón mismo puede pasar por un portento de sobriedad a su lado. Anega las ideas en un mar de palabras, y siempre hay algo que se desearía cercenar, aun en sus mejores páginas. Pero ¡qué variedad de tonos y recursos de estilo, desde las cartas graves y doctrinales de los primeros libros, hasta aquel singular epistolario galante que puso por apéndice, en que nos da las cartas de Marco Aurelio a sus amigas y enamoradas de Roma! ¡Qué correspondencia para atribuída al cándido y ejemplar marido de Faustina! [1]

[p. 119] Incansable cultivador de la literatura apócrifa, va entretejiendo Guevara en los interminables capítulos del Relox de Principes otra porción de piezas tan legítimas como las de Marco Aurelio: un razonamiento que el filósofo Bruxilo (?) hizo sobre la idolatría, al tiempo de morir (tomado, nos dice con mucha seriedad, de «Pharamasco, lib. XX De libertate Deorum », autor nunca visto por nadie); sentenciosas cartas de Cornelia, la madre de los Gracos; supuestas leyes de los Perinenses, de los Rodios, de los Garamantas, y lo que es más grave, un concilio apócrifo de Hipona; cuanto la fantasía más novelera y desenfrenada puede zurcir y barajar. Pero si se examina despacio cada capítulo, se ve que no todo está inventado ni con mucho. La trágica historia de Camma y Sinoris, por ejemplo, está tomada de Plutarco (de mulierum virtutibus), cuyos apotegmas y tratados morales parecen haber sido la principal fuente de la doctrina de Guevara. Para las anécdotas de los filósofos se valió de Diógenes Laercio, y quizá todavía más de la vieja compilación de Gualtero Burley, De vita et moribus philosophorum, traducida antiguamente al castellano con el título de Crónica de las fazañas de los filósofos. Conocía también las cartas apócrifas de Pitágoras, de Anacarsis, del tirano Falaris y otras tales, que pasaron por auténticas hasta los días de Ricardo Bentley, y realmente el libro de Guevara recuerda algo las biografías fabulosas que componían los sofistas griegos de la decadencia, por ejemplo, la que Filostrato hizo de Apolonio de Tiana.

El parentesco del Marco Aurelio con la Cyropedia está en la concepcion general más que en los pormenores. No se percibe imitación directa fuera de los capítulos L a LVII del libro III, [p. 120] donde se contienen las pláticas que Marco Aurelio poco antes de morir hizo a su secretario Panucio y a su hijo Commodo, y los consejos que dió a este último para la gobernación de su reino. La obra de Guevara, como la de Xenofonte, vale principalmente por los episodios: allí el de Pantea y Abradato; aquí el famoso de El villano del Danubio (cap. III, IV y X del libro III), que dió asunto a una comedia de nuestro antiguo teatro [1] y a una de las más bellas fábulas de Lafontaine. No hay razón alguna para negar a nuestro Fr. Antonio la total invención de este episodio, que Carlos Nodier, con alguna hipérbole, declara «perfectamente antiguo y del estilo más admirable.» [2] El estilo es el del obispo de Mondoñedo, con sus buenas cualidades y sus defectos, tan pomposo y exuberante como siempre, pero con mucho calor y valentía en algunos trozos, con cierta especie de elocuencia tribunicia, revolucionaria y tempestuosa. El discurso que se supone pronunciado por el rústico de Germania ante el Senado romano es una ardiente declamación contra la esclavitud y una reivindicación enérgica de los derechos naturales de la humanidad hollados por el despotismo de la conquista. El sentido político y social de este trozo prueba la franca libertad con que se escribía en tiempos de Carlos V. La indignación del autor contra la tiranía y los malos jueces parece sincera, a pesar del énfasis retórico y nada rústico con que el villano expresa sus audaces pensamientos.

Tiene el obispo Guevara dos estilos, ambos muy distantes de la elegancia ática y de la perfecta transparencia del estilo de Xenofonte. Uno, el que podemos llamar triunfal y de aparato, y es el que suele reservar para los discursos. Otro, es la prosa de las cartas (sin excluir algunas de las que atribuyó a Marco Aurelio) aguda y sabrosísima, pero cargada de picantes especias, de [p. 121] antítesis, paranomasias, retruécanos y palabras rimadas, que indican un gusto poco seguro y algo pueril, un clasicismo a medias. [1] Con todo eso, hay mucho que aprender en sus obras, si se leen con cautela y discernimiento, y el mismo Cervantes, que parece barlarse de él en el prólogo del Quijote, las tenía muy estudiadas, y no se desdeñaba de imitarlas en sus digresiones morales, como lo indica, entre otros ejemplos, el razonamiento sobre la Edad de Oro, que está enteramente en la manera retórica de fray Antonio, y recuerda otro análogo del libro I, capítulo XXXI, del Marco Aurelio. Curioso motivo de comparación con el Emilio de Rousseau ofrecen también los capítulos XVIII y XIX del libro II, «que las princesas y grandes señoras, pues Dios les dio hijos, no deben desdeñarse criarlos a sus pechos». El mismo Rousseau, declamando sobre las excelencias de la vida salvaje y contra la desigualdad de las condiciones humanas, era una especie de villano del Danubio redivivo y acomodado al gusto del siglo XVIII.

Según el hijo de Casaubon afirmaba, ningún libro fuera de la Biblia tuvo en su tiempo tanta difusión como el Marco Aurelio. [2] El marqués de Pescara galardonó al autor con una pluma [p. 122] de oro. Ya sabemos que fué hurtado de la misma cámara del Emperador y comó de mano en mano, con universal admiración, mucho antes de imprimirse. «En lo que decis de Marco Aurelio (escribía el chistoso fraile al condestable don Iñigo de Velasco), lo que pasa es que yo le traduje y le di al César, aun no acabado, y al emperador le hurtó Laxao, y a Laxao la reina, y a la reina Tumbas, y a Tumbas doña Aldonza, y a doña Aldonza vuestra señoría, por manera que mis sudores pararon en vuestros hurtos» (Ep. 38). Las mismas burlas del truhán don Francesillo [p. 123] de Zúñiga, que llama a fray Antonio «predicador parlerista» y «gran decidor de todo lo que le parecía», «llamado por otro nombre Marco Aurelio», y le hace preguntar con sorna «si han de creer todo lo que yo digo», prueban lo asentado de su crédito entre los cortesanos, a la vez que el poco caso que se hacía de su veracidad histórica.

En Francia, donde el Marco Aurelio de la primitiva forma fué reimpreso el mismo año en que apareció en Valladolid el Relox de Príncipes, [1] no fué menos estrepitoso el éxito de Guevara, que tuvo, entre otros traductores, uno muy hábil en Herberay des Essarts, el mismo que trasladó al francés el Amadís de Gaula y otros libros de caballerías. Montaigne, que admiraba poco las Epístolas doradas, dice que el Marco Aurelio español era una de las lecturas favoritas de su padre (Essais, lib. II, cap. II). Brantôme, en las Damas galantes, repite los cuentos de Lamia y Flora, con gran indignación de Bayle, que escribe largas notas para refutar a Guevara y sus copistas, o más bien para despacharse a su gusto en materia tan de su agrado. En las Historias prodigiosas de Bouistan, Tesserant y Belleforest (1560), ocupa muchas páginas la historia del villano del Danubio, que antes de ser inmortalizada por Lafontaine ejercitó el ingenio de cuatro poetas distintos. [2] Todavía las cartas y los tratados del primer Balzac, que pasa por reformador de la prosa francesa en los primeros años del siglo XVII y por el primero que puso número en ella, me parecen [p. 124] un producto de la escuela retórica de Guevara, salvo el mejor parecer de los críticos franceses.

Pero todavía fué más honda y persistente la influencia de nuestro autor en la literatura inglesa del tiempo de la reina Isabel, como recientes investigaciones han venido a demostrar. La imitación de las obras de Guevara, traducidas por cinco o seis intérpretes diferentes, fué uno de los principales factores que determinaron la aparición del nuevo estilo llamado euphuismo. El doctor Landmann sostuvo en un excelente trabajo sobre Shakespeare y el euphuismo, publicado por la Sociedad Shakesperiana en 1884, que todos los elementos del estilo de Lily (uso inmonerado y monstruoso de la antítesis, paralelismo entre los miembros de la frase, balanceo rítmico del período y de la cláusula), proceden de Guevara, aunque algunos están modificados conforme al genio de las lenguas del Norte; Guevara, por ejemplo, abusa de las palabras consonantes al fin de los períodos, y sus imitadores ingleses emplean con el mismo fin la aliteración. Añade Landmann que muchas de las ideas y aun largos pasajes de la célebre novela Euphues, the anatomy of wit, que dió nombre al género, están tomados de las obras del obispo de Mondoñedo, a quien también sigue Lily en el empleo de una historia antigua imaginaria. [1] «El Marco Aurelio sobre todo (dice J. Jusserand), traducido por Lord Berners en 1532 y por Sir Thomas North en 1537, gozó de extrema popularidad. Las disertaciones morales de que el libro estaba lleno encantaron a los espíritus serios; el lenguaje insólito del autor español encantó a los espíritus frívolos. Antes de Lily, ya varios autores ingleses habian imitado a Guevara; cuando Lily apareció, embelleciendo todavía más aquel estilo, el entusiasmo fué tan grande, que se olvidó el modelo extranjero, y aquel estilo exótico fué rebautizado en signo de adopción y de naturalización inglesa.» [2] Gran parte de las dos novelas [p. 125] de Lily están compuestas de epístolas morales imitadas de las de Guevara.

A algunos críticos ha parecido demasiado radical la tesis del doctor Landmann. El joven erudito norteamericano Garrett Underhill, a quien debemos un libro muy interesante sobre la influencia española en la literatura inglesa del siglo XVI, se inclina a no admitir conexión directa entre Lily y Guevara, si bien reconoce semejanzas ocasionales entre el Euphues y el Libro Aureo, además de las que son debidas a la imitación que Lily hizo del estilo de Pettie, que era un guevarista. Los hubo muy anteriores a él, como Sir Thomas Elyot, embajador en la corte de Carlos V, autor de una Image of gouernance compiled of the acts and sentences of the most noble emperour Alexander Seuerus (año 1540), que es una imitación manifiesta del Libro Aureo y se finge como él traducida del griego. El crítico a quien nos referimos dedica un capítulo entero a lo que llama el grupo de Guevara en la corte de Enrique VIII. [1] Con este grupo comenzó el estudio de la literatura española en Inglaterra. Las obras del obispo de Mondoñedo fueron las primeras que se tradujeron e imitaron, sin que haya antes otra cosa que una adaptación de los cuatro primeros actos de la Celestina, atribuida a John Rastell. Al frente de los admiradores cortesanos de Guevara figuran el segundo Lord Berners (John Bourchier), a quien llaman algunos «padre putativo del eufuismo», que fué el primer traductor del Marco Aurelio, y su sobrino Sir Francis Bryan, que trasladó al inglés el Menosprecio de la corte y alabanza de la aldea. Uno y otro se valieron de las traducciones francesas, aunque Berners había estado de embajador en España. Las de Sir Thomas North (Relox de Príncipes, Aviso de Privados), que pertenecen al tiempo de la reina María, y las de Eduardo Hellowes, que son del reinado de Isabel, están sacadas del original, a lo menos en parte. Es muy interesante saber que la influencia de Guevara empezó a declinar en las últimos años del siglo XVI, sucediendo a sus obras en la [p. 126] estimación del público inglés las de Fr. Luis de Granada, que fué más leído y traducido que ningún otra autor español, salvo el nuestro. El triunfo de la espontánea y arrebatadora grandilocuencia del venerable dominico sobre el artificio del predicador cortesano, fué completo después de 1582, en que apareció la primera traducción de las Meditaciones. Pero Guevara se sobrevivió en sus imitadores, no sólo en Lily y en su precursor Pettie, sino en Jerónimo Painter, que insertó en su colección novelística, Palace of pleasure, cinco de las supuestas cartas de Plutarco y Trajano inventadas por nuestro obispo, y en los dos principales eufuistas Tomás Lodge y Roberto Greene. La sugestión ejercida por las obras y por el inmenso prestigio de Guevara, a quien Thomas North ponía por encima de todos los escritores modernos, opinión que fué la dominante en Inglaterra durante poco menos de una centuria, no debe tenerse por causa única de la aparición de esta escuela, pero se combinó con ciertas tendencias extravagantes del humanismo inglés, para favorecer el desarrollo del nuevo estilo, cuya analogía de procedimientos con el del obispo de Mondoñedo es obvia.

Abundan en la literatura alemana las traducciones de Guevara por Egidio Albertino y otros intérpretes, siendo memorable también la espléndida edición latina del Relox de Príncipes, acrecentada con innumerables aforismos y notas que mandó hacer en 1611 el duque de Sajonia Federico Guillermo. Pero no sabemos que lograse allí tan notables imitadores, como los tuvieron Quevedo y Gracián en Moscherosch y otros satíricos y moralistas del siglo XVII. Durante aquella centuria fué declinando en toda Europa el astro de Marco Aurelio, hasta quedar definitivamente eclipsada cuando apareció otra invención pedagógico-política, en que las reminiscencias de la Cyropedia se combinaban con las de la Odisea. El filósofo emperador sucumbió a manos del joven Telémaco, pero después de haber tenido una dominación de las más dilatadas que recuerda la historia literaria, y que seguramente estaban lejos de adivinar el bachiller Rhua cuando descargaba sobre el obispo de Mondoñedo la formidable maza de su crítica y don Diego de Mendoza cuando escribía la chistosa carta de [p. 127] Marco Aurelio a Feliciano de Silva, burlándose del estilo de uno y otro y confundiéndolos con notoria injusticia. [1] Con lo cual se comprueba una vez más que nadie es profeta en su patria.

A muy diverso campo que el de la historia seudoclásica nos trasladan las preciosas narraciones de asunto granadino que en el siglo XVI nacieron al calor de los romances fronterizos, última y espléndida corona de nuestra musa popular, que en ellos se mostró a un tiempo espontánea y artística, enriquecida con los progresos de la poesía culta y libre de sus amaneramientos, clásica, en fin, si se la compara con la de los rudos e inexpertos cantores de otros tiempos. En estas bellas rapsodias épicas están inspiradas las dos casi únicas, [2] pero muy notables tentativas de novela morisca que debemos a nuestros ingenios del siglo XVI: la Historia de Abindarráez y Jarifa y las Guerras civiles de Granada, cuyos autores hicieron con la poesía narrativa más próxima a su tiempo una transformación análoga a la que había intentado Pedro del Corral respecto de la epopeya más antigua.

La anécdota del Abencerraje pasa generalmente por auténtica, y nada tiene de inverosímil ni de extraordinaria en sí misma, aunque el primer historiador propiamente tal que la menciona es Gonzalo Argote de Molina, [3] a quien su romántica fantasía hacía demasiado crédulo para todo género de leyendas caballerescas. De todos modos, el principal personaje, Rodrigo de Narváez, es enteramente histórico, y Hernando del Pulgar le dedica honrosa conmemoración en el título XVII de sus Claros varones de Castilla: «¿Quién fue visto ser más industrioso ni más acepto en los actos de la guerra que Rodrigo de Narváez, caballero fijodalgo, a quien por notables hazañas que contra los moros hizo le fue cometida la cibdad de Antequera, en la guarda de la qual, y en los vencimientos que hizo a los Moros, ganó tanta fama [p. 128] y estimación de buen caballero, que ninguno en sus tiempos la ovo mayor en aquellas fronteras?» Pero ni el cronista de la Reina Católica ni Ferrant Mexía, el autor del Nobiliario Vero (1492), que se gloriaba de contar entre sus parientes a Narváez, a quien llama «caballero de los bienaventurados que ovo en nuestros tiempos, desde el Cid acá, batalloso e victorioso» (lib. II, cap. XV), se dan por enterados de su célebre acto de cortesía con el prisionero abencerraje. Es cierto que al fin de la Historia de los Arabes de don José Antonio Conde se estampa, con el título de Anécdota curiosa, [1] este mismo cuento, y aun se añade que «la generosidad del alcaide Narváez fue muy celebrada de los buenos caballeros de Granada y cantada en los versos de los ingenios de entonces ». Pero semejante noticia tiene trazas de ser una de las muchas invenciones y fábulas de que está plagado el libro de Conde, y por otra parte, basta leer su breve relato de la aventura para comprender que no está traducido de ningún texto arábigo, sino extractado de cualquiera de las novelas castellanas que voy a citar inmediatamente. Arrastrado quizá por la autoridad que en su tiempo se concedía a la obra de Conde, y más aún por el justo crédito del genealogista Argote, todavía don Miguel Lafuente Alcántara, en su elegante Historia de Granada, [2] dió cabida a la anécdota del moro. Y, sin embargo, bien puede sospecharse que Argote no conocía la historia de los amores de Abindarráez más que por el Inventario de Villegas, a quien cita, ni Conde más que por este mismo libro, o más probablemente por la Diana, de Montemayor.

Pasando, pues, del dominio de la historia al de la amena literatura, nos encontramos con dos narraciones novelescas, casi idénticas en lo sustancial, y que a primera vista pueden parecer copia la una de la otra. La más breve, la más sencilla, la que con toda justicia puede considerarse como un dechado de afectuosa [p. 129] naturalidad, de delicadeza, de buen gusto, de nobles y tiernos afectos, en tal grado que apenas hay en nuestra lengua escritura corta de su género que la supere, es la que fué impresa por dos veces en la miscelánea de verso y prosa que, con el título de Inventario, publicó un tal Antonio de Villegas en Medina del Campo. La primera edición de este raro libro es de 1565, la segunda de 1577; pero consta en ambas que la licencia estaba concedida desde 1551, circunstancia muy digna de tenerse en cuenta por lo que diremos después. [1]

Algo amplificada esta historia, escrita con más retórica y afeada con unas sextinas de pésimo gusto, se encuentra inoportunamente intercalada en el libro IV de la Diana de Jorge de Montemayor; pero entiéndase bien: no en las primeras ediciones, sino en las posteriores al mes de febrero de 1561, en que Montemayor fué muerto violentamente en el Piamonte. El plagio o superchería se cometió poco después de su muerte por impresores codiciosos de engrosar el volumen del libro con éstas y otras impertinentes ediciones, que ya figuran en una edición de [p. 130] Valladolid, comenzada en el misma año de 1561 y terminada en 7 de enero de 1562. De allí pasaron a todas las posteriores, que son innumerables. [1]

Basta comparar el texto malamente atribuído a Jorge de Montemayor con el de Villegas para ver que el primero está calcado de una manera servil sobre el segundo. Poco importa saber quién hizo tal operación, ni es grave dificultad que la Diana de Valladolid estuviese ya impresa en 1561 y el Inventario no lo fuese hasta 1565, pues sabemos que estaba aprobado desde 1551. El autor, por motivos que se ignoran, dejó pasar quince años sin hacer uso de la cédula regia, con lo cual vino a caducar ésta y tuvo que solicitar otra. Pudo llegar el manuscrito a manos de muchos, y pudo el impresor Francisco Fernández de Córdoba, o cualquier otro, copiar de él la historia del Abencerraje para embutirla en la Diana; pero si tal cosa sucedió, ¿no parece extraño que Antonio de Villegas, vecino de Medina del Campo, y que debía de estar muy enterado de lo que pasaba en la vecina Valladolid, no hubiese reivindicado de algún modo la paternidad de obra tan linda? El silencio que guarda es muy sospechoso, y unido a otros indicios que casi constituyen prueba plena, me obligan a afirmar que tampoco él es autor original del Abencerraje.

Ante todo, le creo incapaz de escribirle. Hay en el Inventario algunos versos cortos agradables, en la antigua manera de coplas castellanas; pero la prosa de una novelita pastoril que allí mismo se lee, con el título de Ausencia y soledad de amor, forma perfecto contraste, por lo alambicada, conceptuosa y declamatoria, con el terso y llano decir, con la sencillez casi sublime de la historia de los amores de Jarifa. Es humanamente imposible que el que escribió la primera pueda ser autor de la segunda. Villegas es tan plagiario como el refundidor de la versión impresa con la Diana.

Existe, en efecto, un rarísimo opúsculo gótico sin año ni lugar (probablemente Zaragoza), cuyo título dice así: Parte de la Cronica del inclito infante D. Fernando que ganó a Antequera: en la [p. 131] qual trata cómo se casaron a hurto el Aberdarraxe (sic) Abindarraez con la linda Xarifa, hija del Alcayde de Coin, y de la gentileza y liberalidad que con ellos usó el noble Caballero Rodrigo de Narbaez, Alcaide de Antequera y Alora, y ellos con él. Es anónimo este librillo, y va encabezado con la siguiente dedicatoria:

Al muy noble y muy magnifico señor el Sr. Hieronymo Ximenez Dembun, señor de Bárboles y Huytea, mi señor.

Como yo sea tan aficionado servidor de vuestra merced, muy noble y muy magnifico señor, como de quien tantas mercedes tengo recebidas, y a quien tanto debo; deseando que se ofresciese alguna cosa en que me pudiese emplear para demostrar y dar señal desta mi aficion, habiendo estos dias pasados llegado a mis manos esta obra o parte de cronica que andaba oculta y estaba inculta, por falta de escriptores, procuré, con fin de dirigirla a vuestra merced, lo menos mal que pude sacarla a luz, enmendando algunos defectos della. Porque en partes estaba confusa y no se podia leer, y en otras estaba defectiva, y las oraciones cortadas, y sin dar conclusion a lo que trataba, de tal manera que aunque el suceso era apacible y gracioso, por algunas impertinencias que tenia, la hacian aspera y desabrida. Y hecha mi diligencia, como supe, comuniquéla a algunos mis amigos, y pareciome que les agradaba: y asi me aconsejaron y animaron a que la hiziese imprimir, mayormente por ser obra acaescida en nuestra España...»

Esta crónica, aunque ha llegado a nosotros incompleta en el único ejemplar que de ella existe, o existía en tiempos de Gallardo, concuerda, según declaración del mismo erudito, con el texto de Antonio de Villegas, que no hizo más que retocar y modernizar algo el lenguaje. Y realmente, en las primeras líneas, que Gallardo transcribe como muestra, no se advierte ningún variante de importancia. [1]

Consta, por tanto, que antes de 1551, en que Villegas tenía dispuesto para salir de molde su Inventario, corría por España [p. 132] una novela del moro Abindarráez igual a la que él dió por suya, y que tampoco aquélla era original, sino refundición de un pedazo de Crónica que andaba oculta, inculta y defectiva, y que muy bién podía remontarse al siglo XV, aunque no la creemos anterior al tiempo de los Reyes Católicos, por el anacronismo de suponer a Rodrigo de Narváez alcaide de Álora, que no fué conquistada hasta la última guerra contra los moros granadinos.

Muy natural parece que la hazaña de Rodrigo de Narváez, antes de ser contada en prosa, diera tema a algunos romances fronterizos, y quizás pueda tenerse por rastro de ellos el cantarcillo no asonantado que Villegas pone en boca del moro antes de su encuentro con Narváez:

 
Nascido en Granada,
Criado en Cartama,
Enamorado en Coín,
Frontero de Alora.

 

Pero las romances que hoy tenemos sobre este argumento, todos, sin excepción, son artísticos, y han salido del Inventario o de la Diana, principalmente de esta última. Abre la marcha el librero valenciano Juan de Timoneda con el interminable y prosaico Romance de la hermosa Jarifa, inserto en su Rosa de amores (1573); siguióle, aunque con menos pedestre numen, el escnptor o escribiente de la Universidad de Alcalá de Henares Lucas Rodríguez, que en su Romancero Historiado (1579) tiene dos composiciones sobre el asunto: le trató luego con gran prolijidad Pedro de Padilla, versificando en cinco romances el texto atribuído a Montemayor, trabajo tan excusado como balad í (año 1583); Jerónimo de Covarrubias Herrera, vecino de Rioseco, se limitó a un solo romance de Rodrigo de Narváez, que insertó en su novela pastoril La Enamorada Elisea (1594). Todo esto apenas [p. 133] pertenece a la poesía; pero no sucede lo mismo con un romance anónimo, de poeta culto, que comienza así:

 
       Ya llegaba Abindarráez—a vista de la muralla...
        

y con otro que puso Lope de Vega en la Dorotea:

 
       Cautivo el Abindarráez—del alcaide de Antequera... [1]
        

Todas estas variaciones sobre un mismo tema poético prueban su inmensa papularidad, a la cual puso el sello Cervantes, haciendo recordar a D. Quijote, entre los desvaríos de su imaginación, después de la aventura de los mercaderes toledanos (Parte primera, cap. V), «las mismas palabras y razones que el cautivo Abencerraje respondía a Rodrigo de Narváez, del mismo modo que él habia leído la historia en la Diana de Jorge de Montemayor, donde se escribe.» Después de tan alta cita, huelga cualquiera otra; pero no quiero omitir la indicación de un poema en octavas reales y en diez cantos, tan tosco e infeliz como raro, que compuso en nuestra lengua un soldado italiano, Francisco Balbi de Correggio (1593), con el título de Historia de los amores del valeroso moro Abinde-Arraez y de la hermosa Xarifa. [2]

Ninguna de estas versificaciones, ni siquiera la linda comedia de Lope de Vega, El remedio en la desdicha, [3] que por el mérito constante de su estilo, por la nobleza de los caracteres, por la [p. 134] suavidad y gentileza en la expresión de afectos, por el interés de la fábula, y aun por cierta regularidad y buen gusto, tiene entre las comedias de moros y cristianos de muestro antiguo repertorio indisputable primacía, puede disputar la palma a la afectuosa y sencilla narración del autor primitivo. El verdadero lenguaje del amor que, con tan inútil empeño las más de las veces, buscaron los autores de novelas sentimentales y pastoriles, extraviados por la retórica de Boccaccio y de Sannazaro, suena como deliciosa música en los coloquios de Jarifa y Abindarráez. ¡Y qué bizarro alarde y competencia de hidalguía y generosidad entre el moro y el cristiano! La historia de Abindarráez fué el tipo más puro, así como fué el primero, de la novela granadina, cuya descendencia llega hasta el Ultimo Abencerraje, de Chateaubriand. Con candoroso, pero no irracional entusiasmo, pudo escribir don Bartolomé Gallardo en su ejemplar del Inventario, al fin de las páginas que contienen el cuento de Jarifa: «Esto parece que está escrito con pluma del ala de algun angel.»

Lo que había hecho en lindísima miniatura el autor, quien quiera que fuese, del Abencerraje, lo ejecutó en un cuadro mucho más vasto el murciano Ginés Pérez de Hita en su célebre libro de las Guerras civiles de Granada, cuya primera parte, que es la que aquí mayormente nos interesa, fué impresa en Zaragoza, en 1595, con el título de Historia de los bandos de los Zegríes y Abencerrajes... agora nuevamente sacada de un libro arabigo, Cuyo autor de vista fue un moro llamado Aben Mamin, natural de Granada. La segunda parte, concerniente a la rebelión de los moriscos en tiempo de Felipe II, es historia anovelada, y en parte, memorias de las campañas de su autor; obra verídica en el fondo, como se reconoce por la comparación con las legítimas fuentes históricas, con Mármol y Mendoza. Pero la primera parte, única que hizo fortuna en el mundo (aunque la segunda, por méritos distintos, también lo mereciese), es obra de otro carácter: es una novela histórica, y seguramente la primera de su género que fué leída y admirada en toda Europa, abriendo a la imaginación un nuevo mundo de ficciones.

Nadie puede tomar por lo serio el cuento del original arábigo [p. 135] de su obra, que Ginés Pérez de Hita inventó [1] a estilo de lo que practicaban los autores de libros de caballerías; su misma novela indica que no estaba muy versado en la lengua ni en las costumbres de los mahometanos, puesto que acepta etimologías ridículas, comete estupendos anacronismos y llega a atribuir a sus héroes el culto de los ídolos («un Mahoma de oro») y a poner en su boca reminiscencias de la mitología clásica. Pero sería temerario dar todo el libro por una pura ficción. Otras muchas novelas se han engalanado con el calificativo de históricas sin merecerlo tanto como ésta. Histórico es el hecho de las discordias civiles que enflaquecieron el reino de Granada y allanaron el camino a la conquista cristiana. Histórica la existencia de la tribu de los Abencerrajes y el carácter privilegiado de esta milicia. Histórico, aunque no con las circunstancias que se supone, ni por orden del monarca a quien Hita le atribuye, el degüello de sus principales jefes. Aun el peligro en que se ve la Sultana parece nacido de alguna vaga reminiscencia de las rivalidades de harem entre las dos mujeres de Abul-Hassán (el Muley Hazén de nuestros cronistas): Zoraya (doña Isabel de Solís) y Aixa, la madre de Boabdil. La acusación de adulterio, la defensa de la Reina por cuatro caballeros cristianos, es claro que pertenece al fondo común de la poesía [p. 136] caballeresca, y sin salir de nuestra casa, le encontramos en la defensa de la Emperatriz de Alemania por el conde de Barcelona Ramón Berenguer (véase la crónica de Desclot), en la de la Reina de Navarra por su entenado don Ramiro (véase la crónica general), en la de la duquesa de Lorena por el rey Don Rodrigo, según se relata en la Crónica de Pedro del Corral. Pero aun siendo falso el hecho, y contradictorio con las costumbres musulmanas, todavía la circunstancia de intervenir don Alonso de Aguilar es como un rayo de luz que nos hace entrever la vaga memoria que a fines del siglo XVI se conservaba del reto que a aquel magnate cordobés, de triste y heroica memoria, dirigió su primo el Conde de Cabra, dándoles campo franco el rey de Granada Muley Hazén, según consta en documentos que son hoy del dominio de los eruditos. [1] Aun por lo que toca a los juegos de toros, cañas y sortijas, al empleo de blasones, divisas y motes, y al ambiente de galantería que en todo el libro se respira, y que parece extraño a las ideas y hábitos de los sarracenos, ha de tenerse en cuenta que el reino granadino, en sus postrimerías y aun mucho antes, estaba penetrado por la cultura castellana, puesto que ya en el siglo XIV podía decir Aben-Jaldún que «los moros andaluces se asemejaban a los gallegos (es decir, a los cristianos del Norte) en trajes y atavíos, usos y costumbres, llegando al extremo de poner imágenes y simulacros en el exterior de los muros, dentro de los edificios y en los aposentos más retirados». [2]

La elaboración de la Historia de los Bandos fácilmente se explica sin salir del libro mismo, ni conceder crédito alguno a la invención del original arábigo de Aben-Hamin, no menos fantástico que el de Cide Hamete Benengeli. [3] A cada momento cita e [p. 137] intercala Ginés Pérez, en apoyo de su relación, romances fronterizos del siglo XV, históricos a veces y coetáneos de los mismos hechos que narran. Y con frecuencia también resume o amplifica en prosa el contenido de otros romances mucho más modernos y de diverso carácter: los llamados moriscos, que a fines del siglo XVI se componían en gran número; género convencional y artificioso, cuanto animado y brillante, que Pérez de Hita no inventó, pero a cuya popularidad contribuyó más que nadie con su libro. Con este material poético mezcló algo de lo que cuentan los historiadores castellanos, Pulgar y Garibay especialmente, que son casi los únicos a quienes menciona. Y sin duda se aprovecharía también del conocimiento geográfico que adquirió del país cuando anduvo por él como soldado contra los moriscos, [1] y quizá de [p. 138] tradiciones orales, y por tanto algo confusas, que corrían en boca del vulgo, en los reinos de Granada y Murcia. A esta especie de tradición familiar puede reducirse el personaje de aquella Esperanza de Hita, que había sido esclava en Granada y cuya testimonio invoca a veces nuestro apócrifo e ingenioso cronista, a menos que no sea pura invención suya para enaltecer su apellido. [1]

Compuesta de tan varios y aun heterogéneos elementos, la novela de Ginés Pérez no podía tener gran unidad de plan, y realmente hay en ella bastantes capítulos episódicos y desligados, que se refieren por lo común a lances, bizarrías y combates singulares de moros y cristianos en la vega de Granada. Son los principales héroes de estas aventuras el valiente Muza, el Maestre de Calatrava don Rodrigo Téllez Girón, Malique Alabéz, don Manuel [p. 139] Ponce de León y el áspero y recio Albayaldos. El estrépito de los combates se interrumpe a cada momento con el de las fiestas. Pero la acción principal es, sin duda, la catástrofe de los abencerrajes, leyenda famosa, cuyos datos conviene aquilatar.

La voz Abencerraje es de indudable origen arábigo: Aben-as- Serrach, el hijo del Sillero. [1] Esta poderosa milicia, de procedencia africana, interviene a cada momento en la historia granadina del siglo XV, ya imponiéndose a los emires de Granada como una especie de guardia pretoriana, ya sosteniendo a diversos usurpadores y pretendientes del solio. Los reyes, a su vez, se vengaban y deshacían de ellos cuendo podían. Los historiadores más próximos a la conquista y mejor enterados de lo que en Granada pasaba, atribuyen a Abul-Hasán, no una, sino varios degüellos de abencerrajes y de otros caballeros principales, hasta un número muy superior al de treinta y seis que da Pérez de Hita, quien, por lo demás, yerra únicamente en atribuir la matanza a Boabdil y no a su padre. Hernando de Baeza, intérprete que fué del Rey Chico, narra el caso en estos términos:

«Estando, pues, este rrey (Abul-Hasán) metido en sus vicios, visto el desconcierto de su persona, levantaronse ciertos caballeros en el rreyno... y alzaron la obediencia del rrey, y hicieronle cruda guerra: entre los cuales fueron ciertos que decian Abencerrajes, que quiere decir los hijos del Sillero, los quales eran naturales de allende, y habian pasado en esta tierra con deseo de morir peleando con los christianos. Y en verdad ellos eran los mejores caballeros de la gineta y de lanza que se cree que ovo jamas en el rreyno de Granada: y aunque fueron casi los mayores del Reyno, no por eso mudaron el apellido de sus padres, que eran Silleros: porque entre los moros no suelen despreciarse los buenos y nobles por venir de padres officiales. El rey, pues, siguio la guerra contra ellos, y prendio y degollo muchos de los caballeros entre los quales degollo siete de los abencerrajes; y degollados, los mando poner en el suelo, uno junto con otro, y mandó dar [p. 140] lugar a que todos los que quisiesen los entrasen a ver. Con esto puso tanto espanto en la tierra, que los que quedaban de los Abencerrajes, muchos de ellos se pasaron en Castilla, y unos fueron a la casa del duque de Medina Sidonia, y otros a la casa de Aguilar, y ahi estuvieron haciendoles mucha honrra a ellos y a los suyos, hasta que el rrey chiquito, en cuyo tiempo se ganó Granada, rreynó en ella, que se volvieron a sus casas y haciendas: los otros que quedaron en el Reyno, poco a poco los prendió el rrey, y dizen que de solo los abencerrajes degollo catorze, y de otros caballeros y hombres esforzados y nombrados por sus personas fueron, segun dizen, ciento veinte y ocho, entre los quales mató uno del Albaicin, hombre muy esforzado...» [1]

Pero no eran estas inauditas crueldades las primeras del emir Abul-Hasán. Otras había perpetrado antes, conforme refiere Hernando de Baeza; y por ellas se explica una creencia tradicional todavía en la Alhambra, y enlazada en la fantasía del pueblo con la matanza de los abencerrajes. Siendo todavía príncipe, prendió al rey Muley Zad, competidor de su padre, «y lo truxo al Alhambra, y el padre le mandó degollar, y ahogar con una tovaja a dos hijos suyos de harto pequeña edad; y porque al tiempo que lo degollaron, que fue en una sala que está a la mano derecha del quarto de los Leones, cayó un poco de sangre en una pila de piedra blanca, y estuvo alli mucho tiempo la señal de la sangre, hasta hoy los moros y los cristianos le dizen a aquella pila la pila en que degollaban a los reyes ». [2]

Ginés Pérez de Hita, aunque no habla de la mancha de sangre, dice que los treinta y seis abencerrajes fueron degollados en la cuadra de los Leones, en una taza de alabastro muy grande (Capítulo XIII). En esto pudo engañarle su fantasía, porque es difícil admitir que los abencerrajes penetrasen hasta el cuarto de los Leones, que pertenece a la parte más reservada del palacio árabe, es decir, al harem. [3]

[p. 141] En la novelita de Abindarraez y Jarifa, muy anterior a las Guerras civiles de Granada (pues aun la refundición de Antonio de Villegas estaba hecha en 1551), se cuenta la matanza de los abencerrajes de un modo bastante próximo a la historia, sin hacer intervenir al rey Boabdil ni mentar para nada los amores de la Sultana ni el patio de los Leones. Verdad es que, en cambio, se hace remontar el suceso a la época de Don Fernando el de Antequera. Pero ya en este relato se ve a los Abencerrajes presentados con la misma idealización caballeresca que en las novelas y en los romances posteriores. [1]

Falta averiguar cómo pudo mezclarse el nombre de una reina de Granada en tal asunto, ajeno al parecer a toda influencia femenina. Pero creo que todo se aclara con este pasaje del juicioso [p. 142] y fidedigno historiador granadino Luis del Mármol Carvajal, [1] que, aunque escribía a fines del siglo XVI, trabajaba con excelentes materiales: «Era Abil Hascén hombre viejo y enfermo, y tan sujeto a los amores de una renegada que tenia por mujer, llamada la Zoraya (no porque fuese este su nombre propio, sino por ser muy hermosa, [2] la comparaban a la estrella del alba, que llamaron Zoraya), que por amor della habia repudiado a la Ayxa, su mujer principal, que era su prima hermana, y con grandisima cueldad hecho degollar algunos de sus hijos sobre una pila de alabastro que se ve hoy dia en los alcazares de la Alhambra en una sala del cuarto de los Leones, y esto a fin de que quedase el reino a los hijos de Zoraya. Mas la Ayxa, temiendo que no le matase el hijo mayor, llamado Abi Abdilehi o Abi Abdalá (que todo es uno) se lo habia quitado de delante, descolgándole secretamente de parte de noche por una ventana de la torre de Comares con una soga hecha de los almaizares y tocas de sus mujeres; y unos caballeros llamados los Abencerrajes habían llevadole a la ciudad de Guadix, queriendo favorecerle, porque estaban mal con el Rey a causa de haberles muerto ciertos hermanos y parientes, so color de que uno dellos habia habido una hermana suya doncella dentro de su palacio; mas lo cierto era que los queria mal porque eran de parte de la Ayxa, y por esto se temía dellos. Estas cosas fueron causa de que toda la gente principal del reino aborreciesen a Abil Hacén y contra su voluntad trajeron a Guadix a Abi Abdilehi su hijo, y estando un dia en los Alixares le metieron en la Alhambra y le saludaron por rey; y cuando el viejo vino del campo no le quisieron acoger dentro, llamandole cruel, que habia muerto a sus hijos y la nobleza de los caballeros de Granada.»

[p. 143] El testimonio de Mármol, que siempre merece consideración aun tratándose de cosas algo lejanas de su tiempo, aparece confirmado en lo sustancial por el del famoso compilador árabe Almacari [1] y por el de Hernando de Baeza, que habla largamente de la rivalidad entre las dos reinas, y como cliente que era de Boabdil, trata muy mal a la Romía (Zoraya), a la cual, por el contrario, tanto quiso idealizar Martínez de la Rosa en la erudita y soporífera novela que compuso con el título de Doña Isabel de Solís (1837-1846).

Lo que sólo aparece en Mármol, y casi seguramente procede de una tradición oral, verdadera o fabulosa, es la intervención de los abencerrajes en favor de la sultana Aixa, y el pretexto que se dió para su matanza, es decir, los amores de uno de ellos con una hermana del Rey. De aquí al cuento de Pérez de Hita no hay más que un paso; dos actos feroces de Abul-Hasán, confundidos en uno solo y transportados al reinado de su hijo: los abencerrajes, partidarios de una sultana perseguida; una aventura amorosa atribuida primero a la hermana de Abul-Hasán, después a su mujer y por último a su nuera. Ginés Pérez no pudo aprovechar el libro de Mármol, que no se imprimió hasta el año 1600, pero pudo oír contar cosas parecidas a algún morisco viejo, y sobre ellas levantó la máquina caballeresca de la acusación y del desafío, que pudo tomar de cualquiera parte, pero a la cual logró dar cierta apariencia histórica, mezclando nombres de los más famosos en Murcia y Andalucía, y especialmente los del mariscal don Diego de Córdoba y don Alonso de Aguilar, de quienes vagamente se recordaba que el Rey de Granada les había otorgado campo para algún desafío.

De este modo se explican para mí lisa y llanamente los orígenes de esta famosa narración. Otras muchas cosas de las Guerras civiles de Granada proceden de fuentes poéticas; ésta no. Entre los romances fronterizos, uno solo hay, el de «¡Ay de mi Alhama!» (de origen árabe, si hubiéramos de dar crédito a la declaración de [p. 144] Pérez de Hita), que alude rápidamente a la muerte de los abencerrajes, sin especificar la causa:

 
Mataste los Bencerrajes—que eran la flor de Granada.

 

Otros dos romances que trae el mismo Hita

 
En las torres del Alhambra—sonaba gran vocerío...
Caballeros granadinos,—aunque moros hijosdalgo...

 

son composiciones modernas, y probablemente suyas, hechas para dar autoridad a su prosa. [1]

La mayor originalidad del libro de Pérez de Hita, consiste en ser una crónica novelesca de la conquista de Granada, tomándola, no desde el real de los cristianos, sino desde el campo musulmán y la ciudad cercada. La discordia interior está pintada con energía, y en el color local hay de todo: verdadero y falso. Los moros de Ginés Pérez de Hita, galantes, románticos y caballerescos, alanceadores de toros, jugadores de sortija, «blasonados de divisas como un libro de Saavedra», [2] según la chistosa expresión del Conde de Circourt, son convencionales en gran parte y no dejan de prestarse a la parodia y a la caricatura con sus zambras y saraos, sus marlotas y alquiceles, que allá se van con los cándidos pellicos y zampoñas de los pastores de las églogas. Pero en la novedad de su primera aparición resultaban muy bizarros y galanes; respondían a una generosa idealización que el pueblo vencedor hacía de sus antiguos dominadores, precisamente cuando iban a desaparecer del suelo español las últimas reliquias de aquella raza. Moros más próximos a la verdad hubieran agradado menos, y el éxito coronó de tal modo el tipo creado por Ginés Pérez de Hita y por los autores de romances moriscos, que se impuso a la fantasía universal, y hoy mismo, a pesar de todos [p. 145] los trabajos de los arabistas, es todavía el único que conocen y aceptan las gentes de mundo y de cultura media en España y en Europa. Esos moros son los del Romancero General, los de las comedias de Lope de Vega y sus discípulos, los de la fiesta de toros de Moratín el padre, [1] los de las novelas sentimentales de Mademoiselle de Scudéry (Amahide) y de Madame de Lafayette (Zaïde, [2] los del caballero Florián en su empalagoso y ridículo Gonzalo de Córdoba, los de Chateaubriand en el Ultimo Abencerraje, [3] los de Washington Irving en su crónica anovelada de la conquista de Granada, [4] los de Martínez de la Rosa en Doña Isabel de Solís y en Moraima; [5] son los moros de toda la literatura granadina anterior al poema de Zorrilla, donde la fantasía oriental toma otro rumbo, poco seguido después. Una obra como la de Hita, que con tal fuerza ha hablado a la imaginación de los [p. 146] hombres por más de tres centurias y ha trazado tal surco en la literatura universal, por fuerza ha de tener condiciones de primer orden. La vitalidad épica, que en muchas partes conserva; la hábil e ingeniosa mezcla de la poesía y de la prosa, que en otras novelas es tan violenta y aquí parece naturalísima; el prestigio de los nombres y de los recuerdos tradicionales, vivos aún en el corazón de nuestro pueblo; la creación de caracteres, si no muy variados, interesantes siempre y simpáticos; la animación, viveza y gracia de las descripciones, aunque no libres de cierta monotonía, así en lo bélico como en lo galante; la hidalguía y nobleza de los afectos; el espíritu de tolerancia y humanidad con los enemigos; la discreta cortesía de los razonamientos; lo abundante y pintoresco del estilo, hacen de las Guerras civiles de Granada una de las lecturas más sabrosas que en nuestra literatura novelesca pueden encontrarse.

Pero sobre las excelencias de su dicción, más expresiva que correcta y limada (porque al fin Ginés Pérez no era un retórico, sino un pobre soldado de mucha fantasía y mucho sentido poético), conviene rectificar una creencia admitida muy de ligero y fundada en un error o más bien en una honesta superchería: «Una de las singularidades que más admiramos en Ginés Pérez de Hita (dice Aribau y han repetido otros) es que si se toma cualquier pasaje de su obra, nos parecerá escrito modernamente por una diestra pluma, después que el lenguaje ha participado del progreso de los conocimientos en materias ideológicas. Parece que adivinó el modo con que habían de hablar los españoles más de dos siglos después que él: rara palabra de las que usa se ha anticuado.»

[p. 147] Hay una equivocación profunda en estas palabras del distinguido colector de los novelistas anteriores a Cervantes. Sin duda, por no haber manejado ninguna edición antigua de las Guerras Civiles, cayó Aribau cándidamente en el lazo tendido por la experta mano del que cuidó de la reimpresión hecha por Amarita en 1833, y fué según mis noticias don Serafín Estébanez Calderón. Es un texto el suyo completamente refundido y modernizado, sobre todo en la segunda parte, como ha advertido recientemente don Rufino J. Cuervo. [1] A esta versión así retocada, que es también la de la Biblioteca de Autores Españoles, le cuadran las palabras de Aribau; a la primitiva y auténtica no, porque Ginés Pérez peca muchas veces de desaliñado, y su estilo no es ni más ni menos moderno que el de cualquier contemporáneo suyo. Escribe en la excelente lengua de su tiempo, sin género de adivinación alguna.

La segunda parte carece del interés novelesco de la primera, y sin duda por eso fué reimpresa muy pocas veces y llegó a ser libro rarísimo. [2] Las poéticas tradiciones de los últimos tiempos del reino de Granada tenían que interesar más que las atrocidades de una rebelión de salteadores, en que las represalias de los cristianos estuvieron a la altura de la ferocidad de los moriscos. Con ser tan grandes las cualidades de narrador en Ginés Pérez de Hita, tenía que perjudicarle la inferioridad de la materia. Además, los romances que esta segunda parte contiene, escritos casi todos por él mismo, son meras gacetas rimadas, que repiten sin ventaja alguna lo que está dicho mucho mejor en la prosa. [3] [p. 148] Aun en ésta abusa demasiado de las arengas militares, y no faltan imitaciones, traídas con poco tino, de los poemas épicos de Vírgilio y Ercilla (el combate de Dares y Entelo, la prueba del [p. 149] tronco); pero hay trozos bellísimos, como la patética historia del Tuzani de la Alpujarra, donde encontró Calderón el argumento de su drama Amar después de la muerte. Por lo ameno y florido, el primer libro de las Guerras Civiles se llevará siempre la palma, pero nada hay en él que iguale a la arrogante semblanza del hercúleo marqués de los Vélez, don Luis Fajardo, que se lee en el capítulo IV de la segunda parte. Bastaría esta página estupenda, que oscurece a las mejores de Guzmán y Pulgar, para poner a Ginés Pérez de Hita en primera línea entre los escritores españoles que han poseído en más alto grado el don de pintar con palabras a de dar vida perenne a las criaturas humanas cuyos hechos escriben. [1]

[p. 150] Una idealización algo semejante a la que Ginés Pérez de Hita hizo de la historia granadina, imponiéndosela al mundo entero, tenemos respecto de la primitiva historia del Perú en los [p. 151] Comentarios Reales del Inca Garcilaso de la Vega, [1] obra que participa tanto del carácter de la novela como del de la historia, y que no sólo por lo pintoresco y raro de su contenido, sino por las similares circunstancias de la persona de su autor, excitó en alto grado la curiosidad de sus contemporáneos y ha seguido embelesando a la posteridad. Garcilaso era el primer escritor americano de raza indígena que hacía su aparición en la literatura española. Nacido en el Cuzco en 1540, no era criollo, sino mestizo, hijo de un conquistador y de una india principal descendiente de Huayna Capac, y no estaba menos ufano de su ascendencia materna que de la paterna, gustando de anteponer el regio título de Inca a su muy castizo apellido. [2] Su educación había sido enteramente española y muy esmerada: desde los veinte años residió en la Península, pasando en Córdoba la mayor parte de su vida; pero por la ingenuidad del sentimiento y la [p. 152] extraordinaria credulidad, conservaba mucho de indio. Algo tardíamente se manifestó su vocación literaria, acaso porque en su juventud gustaba más, como él dice, «de arcabuces y de criar y hacer caballos que de escribir libros»; pero sus dotes de excelente prosista campean ya en la valiente versión que en 1590 publicó de los célebres Diálogos de Amor, de León Hebreo, mejorando en gran manera la forma desaliñada del texto italiano, que es traducción, al parecer, de un original español perdido. Pero la celebridad de Garcilaso, como uno de los más amenos y floridos narradores que en nuestra lengua pueden encontrarse, se funda en sus obras historiales, que mejor calificadas estarían (sobre todo la segunda) de historias anoveladas, por la gran mezcla de ficción que contienen: « La Florida del Inca o Historia del Adelantado Hernando de Soto » ; los « Comentarios Reales que tratan del origen de los Incas, reyes que fueron del Perú; de su idolatría, leyes y gobierno en paz y en guerra, de sus vidas y conquistas y de todo lo que fue aquel Imperio y su República antes que los españoles pasaran a él » ; la « Historia general del Perú, que trata el descubrimiento de él y cómo lo ganaron los españoles; las guerras civiles que hubo entre Pizarros y Almagros sobre la partija de la tierra; castigo y levantamiento de los tyranos, y otros sucesos particulares » .

La autoridad histórica del Inca Garcilaso ha decaído mucho entre los críticos modernos, y son muy pocos los americanistas que se atreven a hacer caudal de ella. Aun en las cosas de la conquista y de las guerras civiles es cronista poco abonado, porque salió muy joven de su tierra, y escribió, no a raíz de los sucesos, sino entrado ya el siglo XVII, dejándose guiar de vagos recuerdos, de relaciones interesadas, de anécdotas soldadescas y de un desenfrenado amor a todo lo extraordinario y maravilloso. Pero donde suelta las riendas a su exuberante fantasía es en los Comentarios Reales, libro el más genuinamente americano que en tiempo alguno se ha escrito, y quizá el único en que verdaderamente ha quedado un reflejo del alma de las razas vencidas. Prescott ha dicho con razón que los escritos de Garcilaso son una emanación del espíritu indio: an emanation from the indian mind. Pero esto ha de entenderse con su cuenta y razón, o más bien ha de [p. 153] completarse advirtiendo que aunque la sangre de su madre, que era prima de Atahualpa, hirviese tan alborotadamente en sus venas, él al fin no era indio de raza pura, y era además neófito cristiano y hombre de cultura clásica, por lo cual las tradiciones indígenas y los cuentos de su madre tenían que experimentar una rara transformación al pasar por su mente semibárbara, semieducada. Así se formó en el espíritu de Garcilaso lo que pudiéramos llamar la novela peruana o la leyenda incásica, que ciertamente otros habían comenzado a inventar, pero que sólo de sus manos recibió forma definitiva, logrando engañar a la posteridad, por lo mismo que había empezado engañándose a sí mismo, poniendo en el libro toda su alma crédula y supersticiosa. Los Comentarios Reales no son texto histórico: son una novela tan utópica como la de Tomás Moro, como la Ciudad del Sol de Campanella, como la Océana de Harrington; pero no nacida de una abstracción filosófica, sino de tradiciones oscuras que indeleblemente se grabaron en una imaginación rica, pero siempre infantil. Allí germinó el sueño de un imperio patriarcal y regido con riendas de seda, de un siglo de oro gobernado por una especie de teocracia filosófica. Garcilaso hizo aceptar estos sueños por el mismo tono de candor con que los narraba, y la sinceridad, a lo menos relativa, con que los creía, y a él somos deudores de aquella ilusión filantrópica que en el siglo XVIII dictaba a Voltaire su Alzira y a Marmontel su fastidiosísima novela de Los Incas, y que en el canto triunfal de Olmedo en honra de Bolívar evocaba tan inoportunamente, en medio del campo de Junín, la sombra de Huayna Capac, para felicitar a los descendientes de los que ahorcaron a Atahualpa. Para lograr tan persistente efecto se necesita una fuerza de imaginación muy superior a la vulgar, y es cierto que el Inca Garcilaso la tenía tan poderosa cuanto deficiente era su sentido crítico. Como prosista es el mayor nombre de la literatura americana colonial; él y Alarcón, los dos verdaderos clásicos nuestros nacidos en América.

Trabajo cuesta descender de la apacible lección de tales maestros de nuestra prosa narrativa como fueron Ginés Pérez de Hita y el Inca Garcilaso al torpe y grosero matorral de fábulas con que [p. 154] escritores sin ciencia ni conciencia, sin arte ni estilo, de los cuales ya hemos visto un specimen en Miguel de Luna, afearon los anales eclesiásticos y civiles de España abriendo tristísimo paréntesis entre la era clásica de los Zuritas y Morales y la era crítica de los Mondéjares y Antonios, que tantos monstruos tuvieron que exterminar en el campo de nuestra historia, dejando aun así reservado para el P. Flórez el lauro mayor y lo más arduo y peligroso de la empresa. La literatura seudohistórica del siglo XVII, que por otra parte ha tenido ya magistral y ameno cronista, [1] no nos incumbe en su mayor parte, tanto porque traspasa el límite cronológico que en este trabajo nos hemos impuesto, cuanto por la falta de imaginación y de sentido literario que sus autores mostraron, y aun por la lengua en que comúnmente escribían. Ni los plomos granadinos, ni los falsos cronicones de Dextro, Marco Máximo, Luitprando y Julián Pérez, abortos del cerebro delirante del P. Román de la Higuera; ni los de Hauberto Hispalense y Walabonso Merio, compilaciones todavía más degeneradas de Lupián Zapata; ni el cronicón gallego de don Servando, supuesto confesor de los reyes Don Rodrigo y Don Pelayo; ni otros escritos apócrifos menos divulgados, tienen nada que ver con la historia de la novela, aunque sea ficción casi todo lo que en ellos se contiene. Pero son ficciones descaradas e impudentes, nacidas al calor de un falso celo religioso, de un extraviado sentimiento de patriotismo local, de una estúpida vanidad genealógica o de torpes móviles de lucro y codicia, no de un propósito de amenidad y recreación sin pecado, como el que había dado vida a las lozanísimas páginas del moro Aben Hamin, historiador no menos fidedigno que el propio Cide Hamete Benengeli. Estos inocentes juegos de la fantasía poética son cosa bien diversa de aquella aberración mental y moral que llenó de santos falsos o trasladados caprichosamente de Grecia y Asia los fastos de nuestras iglesias, corrompió nuestros episcopologios, profanó con insulsas fábulas [p. 155] los libros de rezo y llevó su audacia hasta adulterar feamente antiguos códices e inscripciones venerables.

Pero existen otras ficciones, un poco más antiguas, en que es menor la dosis de malicia y mucho mayor la intervención del elemento novelesco. Dos obras hay, por lo menos, anteriores a la publicación de la primera parte del Quijote, que es imposible omitir en una historia de la novela, a pesar de las pretensiones históricas que afectan. Una de ellas es la Centuria o Historia de los famosos hechos del Gran Conde de Barcelona Don Bernardo Barcino, y de Don Zinofre su hijo y otros caballeros de la Provincia de Cataluña (Barcelona, 1600); obra disparatadísima del franciscano Fr. Esteban Barellas, el cual tuvo la avilantez de dedicarla como verdadera historia nada menos que a la Diputación General del Principado. En el prólogo invoca, según costumbre de todos los falsarios, el testimonio de un autor inédito, que aquí por caso singular es un judío: «Vino a mis manos, Illustrissimos señores, el año de mil y quinientos setenta y seys, harto estragado y rompido, lo que trabajó el Rabino Capdevila, hijo de padres nativos christianos naturales del lugar Duas ayguas, morador en la villa de Momblanc. Prohijó al dicho Capdevila el Rabino Ruben Hiscar, christiano falto de padres, y por la comun calamidad mora, le llevó consigo en la retirada a los montes, como los demas christianos, donde fue enseñado por el Hiscar en las letras divinas y humanas. Assistió el Capdevila, a lo que se vee, en las mayores jornadas, sin las que le vinieron a noticia, escriviendo en varias letras y lenguas.» Refiere luego que en la Academia Complutense, o sea en la Universidad de Alcalá, donde acabó sus estudios, le había servido de intérprete para el Capdevila el Dr. Hernando Díaz, Catedrático de Lengua Hebrea y Profesor de Medicina. Preceden al libro unas tablas cronológicas en toda forma y varios apuntamientos de simulada erudición geográfica e histórica para deslumbrar a los incautos. [1]

[p. 156] El libro es tal que quizá no se encuentre otro más absurdo en toda la dilatada serie de los libros de caballerías, a cuyo género pertenece indisputablemente. No sin razón le comparó el Marqués de Mondéjar con El Caballero del Febo o con las obras de Feliciano de Silva. Si se exceptúan los nombres topográficos y los apellidos, derramados como a granel, todo es pura patraña en la Centuria de Barellas, comenzando por los dos imaginarios héroes don Barcino y don Zinofre. Ni siquiera acertó el mísero autor a incorporar en su obra los episodios y rasgos poéticos y tradicionales con que le brindaban las antiguas crónicas catalanas, y que aun no teniendo certidumbre histórica habían podido arraigar ya en la mente popular. Pero algo aprovechó de ellas, aunque con torpeza. En las Historias y Conquistas de Mosén Pere Tomich, crédulo compilador del siglo XV, encontró el germen de la fábula heroica de Otger Cathalon y los nueve Barones de la fama, supuestos héroes de la restauración pirenaica, y la historia no menos apócrifa del monasterio de Grassa, atribuida a Filomena, secretario de Carlomagno. Las juveniles aventuras de Vifredo el Velloso (a quien Barellas da el extravagante dictado de D. Zinofre 2.° Peloso o Astrodoro), su estancia en la corte del Conde de Flandes y la venganza que tomó del usurpador Salomón, eran invenciones añejas, que ya en el siglo XIII fueron escritas en el Gesta Comitum, y a las cuales el Dr. Pujades había dado en su Cronicón de Cataluña más amplio desarrollo. Finalmente, la historia del dragón vencido por don Zinofre Barcino, que tanta parte ocupa en la Centuria, además de ser un lugar común del género caballeresco (la sierpe de Baldovín en la Gran Conquista de Ultramar, el [p. 157] endriago de Amadís), es tradición antiquísima localizada en varios puntos del Principado Catalán, y que ha dejado rastros en representaciones artísticas, en fiestas populares y en la leyenda muy interesante de la espada de Vilardell. [1]

Por desgracia es muy poco lo que hay de tradicional en el libro del P. Barellas, y aun esto se halla torpemente desfigurado y revuelto con mil invenciones ineptas; la reina Delphina y sus amazonas, la fuente del Salvaje, la pesadísima descripción del templo de Venus y de las artes mágicas que en él se practicaban; todo ello en un castellano poco menos que bárbaro, y con tal carencia de sentido poético e histórico, que apenas se hallará libro más fastidioso ni peor escrito en toda la enorme biblioteca caballeresca.

Así como los Condes soberanos de Barcelona tuvieron en Barellas indigno y fabuloso cronista, así le tuvo la antigua y nobilísima ciudad de Ávila en el P. Luis Ariz, de la Orden de San Benito, que en 1607 imprimió la que llamaba Historia de sus Grandezas, [2] [p. 158] obra monstruosa, que en sus dos primeras partes puede competir con el más estupendo de los libros de caballerías. Desde la portada ofrece poner en claro «qual de los quarenta y tres Hercules fue el Mayor, y como siendo Rey de España tuvo amores con una Africana, en quien tuvo un hijo que fundó a Avila». No hay que decir que sale triunfante de su empeño, pero no por el trillado campo del Beroso y Anio Viterbiense, que siguen otros historiadores de pueblos, sino exhibiendo entera y verdadera una crónica novelesca de Ávila que alcanza desde los tiempos de Hércules hasta los del Emperador Alfonso VII, escrita en una fabla que quiere ser antigua. Este raro documento, que contiene pormenores interesantes y tradiciones que alguna vez parecen de origen épico, lleva por título Leyenda de la muy noble, leal e antigua Ciudad de Avila, pendolada por Hernan de Illanes, fijo de Millan de Illanes, uno de los primeros pobladores de Avila, en la ultima recuperacion por el señor Rey don Alfonso sexto, año 1073. La qual se sacó del original por mandado del Alcalde Fernan Blazquez, año 1315. Pero como sin duda Hernán de Illanes pareció personaje demasiado oscuro para autorizar tal leyenda, dióse por primer autor de [p. 159] ella al obispo de Oviedo don Pelayo, a quien su bien ganada fama de escritor fabuloso e interpolador de antiguos cronicones hacía digno patrono de tal engendro, donde se contienen, por cierto, cosas muy posteriores al año 1153, en que aquel prelado pasó de esta vida. En su boca se pone la narración como dirigida en Arévalo a los primeros pobladores de Ávila el año 1087. No falta, por supuesto, la cita de un fantástico historiador griego en apoyo de los delirios sobre Hércules y la africana, y su hijo el barragán Alcideo, que mamantó siete años, y a quien se atribuye la fundación de las murallas de Ávila: «Todo lo que vos he fablado, mis buenos amigos e parientes, del noble Hercules, pendola Nestorino Griego en su leyenda.» Este ridículo verbo pendolar, juntamente con el de otear, torcido de su verdadera significación, reaparece fastidiosamente en cada párrafo de esta rapsodia, probando los menguados recursos de su inventor y lo poco que se le alcanzaba de lenguaje antiguo. «Dice más el obispo de Oviedo, que estando ellos en Arevalo con los pobladores que venian a Avila a su segunda población, e aviendo oteado bien esta leyenda de Nestorino que la pendola, e es bien antigua, me dio codicia (aquí no se sabe si habla el obispo o Hernán de Illanes) de otear si otro pendolador oviese que lo tal pendolase, e fallé en la leyenda que pendoló Guido Turonense de Urbibus, ca este pendoló bien cien años antes que yo Pelayo obispo de Oviedo naciese, e así pendoló..

Esto baste en cuanto al estilo de la leyenda atribuida a don Pelayo, que no puede ser más anacrónico y ridículo. Pero el contenido no es tan necio como el estilo ni con mucho. Un buen ingenio podría sacar partido de los informes materiales que esta ruda patraña ofrece, y que acaso tienen origen más noble y antiguo de lo que suponemos. Todo lo que se refiere a las hazañas de Ximén Blázquez, Sancho Zurraquines y demás pobladores de Ávila; el fabuloso cerco puesto a la ciudad por don Alfonso el Batallador y el hecho bárbaro que se le atribuye de haber mandado freír en calderas a los avileses que tenía en rehenes; el reto de Blasco Ximeno al rey de Aragón, que recuerda el de don Diego Ordóñez a los zamoranos; la muerte alevosa dada al campeón del concejo; el arbitraje de Burdeos, que pone fin a la discordia [p. 160] entre castellanos y aragoneses; la defensa de Toledo por los adalides de Ávila contra el rey moro Jazimin; los amores de la infanta Aja Galiana con el gobernador de Avila Nalvillos Blázquez; la animada descripción de los desposorios de Sancho de Estrada y Urraca Flores, conservan bastante carácter de poesía heroico popular, y algunos de ellos parecen superiores a lo que podía dar de sí el pobre y malaventurado falsificador que redactó esta escritura en la forma en que hoy la leemos. Lo que parece increíble es que un libro semejante haya podido extraviar el juicio de historiadores serios, aunque algo crédulos, como Sandoval y Colmenares, repitiéndose hasta nuestros días el absurdo y calumnioso cuento de las fervencias, que todavía tuvo que impugnar en una larga memoria don Vicente de la Fuente. Y todavía causa mayor sorpresa que el erudito y severo autor de las memorias de los arquitectos españoles, don Eugenio Llaguno, diese entrada en el catálogo de nuestros primitivos artífices (si bien con algún recelo) a los fabulosos maestros Casandro Romano y Florín de Pituenga, cuya existencia no tiene más apoyo que el dicho de esta falsa crónica abulense. ¡Tal es la virtud prolífica y funesta que tienen el error y la mentira; por donde incurren en no leve responsabilidad los que a sabiendas, y aunque sólo fuere por alarde de ingenio, siembran tan pestífera cizaña en el campo de la historia,. [1]

La de Ávila venía falsificándose desde muy antiguo. El P. Ariz no fué autor, sino editor, y a veces interpolador de la extraña y curiosa novela, escudada con el nombre del obispo don Pelayo. En sendos manuscritos de la Biblioteca Nacional y de la Academia de la Historia, que pertenecieron a cierto regidor de Ávila llamado don Luis Pacheco, se halla un texto de esta leyenda, más completo que el publicado por Ariz. Su encabezamiento es como sigue: «Aqui se face rrevelacion de la primera fundación de la ciudad de Avila e de los nobles varones que la vinieron a poblar, e cómo vino a ella el santo ome Segundo.»

[p. 161] No es posible todavía designar el autor material de esta falsa crónica (acaso el mismo regidor Pacheco, que vivía a mediados del siglo XVI), pero es cierto que está ligada con un grupo entero de invenciones abulenses, las cuales se remontan por lo menos al año 1517, en que «siendo Corregidor el noble caballero Bernal de Mata, entre otras cosas buenas de hedifficios e noblecimiento de dicha ciudad, assi en reparo de muros e puertas de ella como en hacer plantar pinares e saucedas por las riberas de Adaja e Grajal, e en otros hedifficios de puentes e passos, tuvo especial cuidado de inquirir e buscar el fundamento de la dicha ciudad de dónde avia avido origen e cómo se habian ganado las armas reales que tienen, e sus privilegios, sobre lo cual halló en un libro antiguo que tenia Nuño Gonzalez del Aguila un cuaderno de escriptvras » . Este cuaderno, cuya narración alcanza hasta los tiempos del Alfonso el Sabio, se conserva también en las dos bibliotecas citadas, y por su estilo poca antigüedad revela, a pesar del afectado uso de ciertas palabras arcaicas. Puede ser contemporáneo del mismo corregidor Bernal de la Mata, que le hizo trasladar en pergamino y poner en el arca del Concejo. Pero no hay duda que su autor, quien quiera que fuese, tenía noticia de nuestros antiguos cantares de gesta, y no sería temeraria la sospecha de que pudo basar su ficción en alguno que se ha perdido. Un autor original del siglo XVI no se hubiera mostrado tan profundamente imbuído en la superstición de los agüeros, como lo muestra esta primera cláusula de la leyenda, que nos recuerda análogos pasajes del Poema del Cid y de la feroz historia de los Infantes de Lara «Quando el conde don Remond, por mandado del Rey don Alonso, que ganó a Toledo, que era su suegro, ovo de poblar a Avila, en la primera puebla vinieron gran compaña de buenos omes de cinco villas e de Lara, e algunos de Coualeda e de Lara venien delante e ovieron sus aves a eutrante de la villa, e aquellos que solian catar de agueros entendieron que eran buenos para poblar alli e fueron poblar en la villa lo más cerca del agua, e los de cinco villas en pos dellos ovieron esas aves mesmas, e Muño Enavemudo que venia con ellos era más agorador e dixo por los que primero llegaron que ouvieron [p. 162] buenas aves, mas que erraron en possar en lo baxo cabe el agua.»

No sabemos si valiéndose del manuscrito de Bernal de la Mata, pero coincidiendo en gran parte con sus noticias, escribió el famoso comunero Gonzalo de Ayora su Epílogo de algunas cosas dignas de memoria pertenecientes a la illustre e muy magnifica e muy leal ciudad de Avila, obrilla casi inasequible en su primitiva edición de 1519. [1] Toda la historia fabulosa de Ávila estaba, por consiguiente, inventada y aun en parte divulgada antes del P. Ariz; pero él fué quien la dió los últimos toques, y la presentó con más aparato de erudición, confusa y amañada. [2]

Otras historias de reinos y ciudades pudiéramos citar en que entra por mucho el elemento novelesco, pero bastan los dos casos típicos de Barellas y Ariz para dar idea de esta derivación tardía de los libros caballerescos; de este género híbrido y contrahecho, que todavía a fines del siglo XVII cultivaba con ciertas dotes de imaginación y estilo el popularísimo Dr. Lozano en sus Reyes Nuevos de Toledo y otros libros análogos, tan menospreciados por los doctos como amados por el vulgo, y que tantos argumentos sumunistraron a Zorrilla y otros poetas románticos para sus mejores leyendas.

Verdaderas leyendas o novelas en verso se componían ya en el siglo XVI sobre episodios históricos nacionales, ora de tradición piadosa, como El Monserrate del capitán Virués, ora de [p. 163] antigüedades romanas, como El León de España de Pedro de la Vecilla Castellanos. Pero la forma y entonación de estos poemas, escritos al modo clásico e italiano, nos retraen ahora de su estudio, que más bien pertenece al tratado de la poesía épica. Sólo una excepción hemos de hacer en favor de Las Havidas del poeta tudelano Jerónimo de Arbolanche o Arbolanches, [1] porque lo raro de su asunto, lo libre y holgado de su ejecución, la variedad de metros en que está escrito, la mezcla de elementos caballerescos y pastoriles que en él caprichosamente se combinan, han hecho que la mayor parte de los eruditos le clasifiquen entre las novelas más bien que entre los poemas con pretensión de heroicos. Es ciertamente un parto de la fantasía novelesca, a la vez que uno de los más curiosos ensayos que se han hecho para poetizar las oscuras tradiciones de la España prehistórica. El asunto está perfectamente elegido, porque es el único mito turdetano que se conserva íntegro en sus rasgos esenciales a través de la narración de Trogo Pompeyo abreviada por Justino (lib. XLIV, cap. IV) y nada impide suponer que pueda ser un vestigio de aquellas antiquísimas epopeyas de que nos habla Strabón. Es fábula muy conocida, porque la mayor parte de nuestros historiadores la reproducen; para traerla a la memoria basta copiar el argumento del libro de Arbolanches: «Gargoris, a quien por fallar el uso de las abejas llamaron Melicola, tuvo un hijo llamada Abido, y hubolo, segun algunos cuenta, en su misma hija, por lo cual el padre, deseoso de que no se sintiese su pecado, echó el niño a las fieras para que se lo comiesen. Como aquéllas no le hiciesen daño señalóle en el brazo y echóle en la mar, imaginando que con el fin del niño no quedaria memoria de su culpa; pero por permisión divina, [p. 164] segun Justino cuenta, le echaron las ondas vivo a las riberas. Finalmente, dando en manos de un pastor, fue tanta su prudencia, que, fuera de las ficciones que lleva la poesía, saliendo de pastor tuvo oficio en la casa real de su padre, donde por las señales del brazo fue de su madre conocido, y reinó despues de muerto su padre, siendo el postrero rey antes de la venida de diversas naciones en España, y antes de la seca que cuentan los cronistas.»

De este Abidis, pues, rey del Saltus Tartessiorum y uno de los civilizadores de la Bética (puesto que, según Justino, dió leyes a su pueblo y enseñó a uncir los bueyes al arado y a lanzar al surco la semilla de trigo, con lo cual el pueblo de los Cynetas abandonó el agreste alimento que hasta entonces le había nutrido), emprendió Arbolanches contar las aventuras en un poema que dividió en nueve libros. Para dar a su narración cierto color de antigüedad majestuosa y venerable, tuvo el buen instinto de tomar por principal modelo la Odisea, que es sin duda el poema que mejor nos transporta a la vida familiar de las primeras edades humanas. Por desgracia no la leía en su original, sino en la versión del secretario Gonzalo Pérez, estimable para su tiempo por la fidelidad, pero muy tosca y desaliñada en la versificación, si bien su mismo desaliño tiene algunos dejos de rusticidad patriarcal que no desdicen del argumento del poema. Los versos sueltos en que Arbolanches compuso gran parte del suyo no valen mas que los de Gonzalo Pérez; pero los versos cortos, que abundan mucho, especialmente en el episodio pastoril de los amores de Abidis (o Abido) con una zagala, son fáciles, melodiosos y de apacible sencillez, como puede juzgarse por esta canción:

Cantaban las aves
Con el buen pastor
Herido de amor.

Si en la primavera
Canta el ruiseñor,
También el pastor
Que está en la ribera,
Con herida fiera,
Con grande dolor,
Herido de amor.

Los peces gemidos
Dan allá en la hondura,
El viento murmura
En robres crecidos,
[p. 165] Los cuales movidos
Siguen al pastor
Herido de amor.

Las claras corrientes,
Montes y collados,
Praderas y prados,
Cristalinas fuentes,
Estaban pendientes
Oyendo al pastor
Herido de amor.

El tono satírico y desenfadado con que Jerónimo de Arbolanches pasa revista a la literatura de su tiempo y aun más antigua, en una epístola que dirige a don Melchor Enrico, su maestro en artes (compuesta, por cierto, en pésimas octavas reales), no debió de ganarle muchas simpatías entre la grey literaria; pero como en dicha epístola no está ni podía estar incluído Cervantes (las Habidas son de 1566 y la Galatea de 1585), no me explico la desusada indignación con que aquel grande ingenio, que tanto solía pecar por exceso de benevolencia en su crítica, habló del poeta navarro en su Viaje del Parnaso (cap. VII), en que son tan pocos los ingenios nominalmente reprobados:

   En esto, del tamaño de un breviario
Volando un libro por el aire vino,
De prosa y verso que arrojó el contrario;
   De verso y prosa el puro desatino.
Nos dió a entender que de Arbolanches eran
Las Abidas pesadas de contino.

Ni Las Avidas tienen el tamaño de un breviario, pues son un librito en octavo de poco más de veinte pliegos, ni están escritos en verso y prosa, a no ser que Cervantes entendiera por prosa los versos sueltos de Arbolanches, que, en efecto, suelen confundirse con ella.

No sería difícil extender a Portugal esta ligera indagación sobre la novela histórica, pues aunque ninguna propiamente tal se escribiese allí durante el siglo XVI, la historia de aquel reino sufrió la misma transformación novelesca que la de los demas de la Península, bajo la pluma ya de interesados falsarios, ya de cándidos compiladores, cuyas invenciones van acumulándose desde el gran fabulador Fr. Bernardo de Brito hasta el enfático y pomposo Manuel de Faria y Sousa. De una sola de estas leyendas queremos hacernos cargo aquí, porque está fundada nada menos [p. 166] que en un antiguo cantar de gesta, del cual conocemos todavía una redacción prosaica.

De origen castellano parece, a pesar de los nombres geográficos de Aljubarrota y Alcobaza con que fué exornada, la gesta del abad Juan de Montemayor, que ya se cantaba antes de mediar el siglo XIV, segun testimonio de Alfonso

.. Giraldes en un fragmento de su poema sobre la batalla del Salado:

       Outros talan da gran rason
       De Bistoris gram sabedor,
       E do Abbade Don Joon
       Que venceo Rei Almançor... [1]

Ignoramos quién fuese el gran sabidor Bistoris, pero el cantar del abad Juan ha llegado a nosotros en dos distintas redacciones prosaicas, ambas de fines del siglo XV, independientes entre sí, aunque derivadas de un mismo texto poético, a través quizá de otra prosificación perdida. Una de estas refundiciones está en el Compendio Historial de Diego Rodríguez de Almela, inédito todavía, que su autor presentó a los Reyes Católicos en 1491. [2] La otra es un libro de cordel, que corría de molde desde 1506, que fué reimpreso en Valladolid en 1562 y que todavía se estampó en Córdoba en 1693. [3] Ambas versiones acaban de ser publicadas con [p. 167] todo rigor crítico por don Ramón Menéndez Pidal, e ilustradas con el admirable caudal de doctrina que él posee en estas materias. [1] A su libro nos remitimos para todo, limitándonos a dar breve idea de la leyenda y del enlace que con alguna otra tiene.

El abad Juan de Montemayor, gran hidalgo, señor de todos los abades que había en Portugal, recogió una noche de Navidad, a la puerta de la iglesia, a un niño expósito, nacido del incesto de dos hermanos. Le bautizó, llamándole D. García; le crió con mucho amor, y cuando llegó a edad adulta, le hizo armar caballero por el rey Don Ramiro de León, sobrino del abad, y le nombró capitán de toda su hueste. Pero como «toda criatura revierte a su natura», el D. García salió malo, ingrato y traidor, y concertó pasarse a los moros y venderse a su rey Almanzor. Así lo ejecutó en Córdoba, renegando públicamente de la fe cristiana, prometiendo hacer todo daño a los cristianos, y sometiéndose, además de la circuncisión, al extraño rito de beber de su propia sangre. Almanzor y el renegado, que tomó el nombre de D. Zulema, entraron con formidable ejército por tierras de cristianos, [p. 168] llegando hasta Santiago de Galicia, cuya iglesia profanó D. Zulema, quemando las reliquias. A la vuelta destruyeron a Coimbra y pusieron apretado cerco a Montemayor, que el abad defendió valerosamente por espacio de dos años y siete meses, rechazando con indignación las proposiciones de su criado, que le ofrecía, de parte de Almanzor, hacerle pontifice de todos los almuédanos y alfaquíes de su ley si consentía en renegar. En una de las salidas que hizo el valeroso abad llegó a arrojar su lanza dentro de la tienda del rey y a hincarla en el tablero de ajedrez sobre el cual jugaban Almanzor y D. Zulema. Crecían las angustias del sitio al acercarse la festividad del Bautista, y entonces el abad tomó una resolución bárbaramente heroica y desesperada. Reunió en la iglesia a todos los defensores del castillo, les cantó misa, les predicó fervorosamente, y terminó su plática con este fuerte consejo:

«Amigos, bien veis la lazeria y el mal y la cuita en que estamos... Por ende os digo que yo he pensado una cosa; como quier que será peligrosa de los cuerpos, será muy gran salvacion de las animas, y será muy gran servicio de Dios nuestro señor, y acrecentamiento de nuestras honras. La qual es que matemos los hombres viejos y las mujeres y los niños, y todos aquellos que no fueren para pelear ni para hecho de armas, y después quememos todas las cosas del castillo y todo el oro y la plata y las alhajas que en él son, y despues que esto hubieremos hecho, todos salgamos a los moros nuestros enemigos, y matemonos con ellos. Y nuestro señor Dios avrá merced de nos; y estos nuestros parientes que ahora mataremos iran a tomar posada para sí y para nos al sancta paraíso; y assi no avremos cuita de lo que aqui quedare. Y esto es lo que yo pienso que será mejor que no que los moros lleven vuestras mugeres y vuestros hijos y vuestros parientes, para que les hagan tantas deshonrras y tantos males, quales nunca fueron hechos a hombres en este mundo que fuessen nascidos.» Y entonces todos ellos dixeron llorando de los ojos: «Señor abbad don Juan, pues vos sois placentero y quereis que assi sea, placenos de coraçon, y no saldremos de vuestro mandado.»

Y aquí el libro de cordel, cuyo relato es mucho más extenso [p. 169] que el de Almela y parece seguir con más fidelidad la tradición poética, coloca una escena asombrosa que el cronista suprime, y que sólo cede en afectuosa ternura al hermosísimo romance del Conde Alarcos.

«Entonces el abbad don Juan mandó que, despues de missa dicha, que todos fuessen ayuntados en el corral grande, que era un lugar donde se ayuntaban a hazer su consejo... Y quando el abbad don Juan huvo dicho la missa, fuese para doña Urraca su hermana; y doña Urraca quando lo vio, levantose en pie, a él, y dixole: «Hermano y señor, bien seais venido y en buen dia vos vengais... que otro bien en el mundo no tengo sino a vos.» Y el abbad don Juan le dixo: «Señora hermana doña Urraca, plázeme de todo esto que me dezis; mas esto durará poco.» Y doña Urraca le dixo: «Señor hermano, ¿por qué?» Y el abbad don Juan le dixo: «Porque sabed que aveis de morir.» Y ella le dixo: «¿Por qué es, mi buen señor?» Y el abbad don Juan le dixo: «Porque todos havemos concertado oy en este dia que matemos los hombres viejos y las mugeres y los niños y todos los que no fueren para tomar armas.» Y ella dixo: «Señor hermano, ¿mis hijos moriran?» Y él dixo que sí, y mandóle que tomasse sus hijos y que se fuesse para el corral grande. Y entonces apartase el abbad don Juan de su hermana doña Urraca, mucho llorando de los sus ojos; mas sabed que no podia al hazer. Y doña Urraca sentose, dando tan grandes gritos y tan grandes voces que semejava que el cielo quería horadar; y hazia un duelo tan grande que era maravilla, ca no havia muger en todo el mundo que la oyesse que no la quebrasse el coraçon y no llorasse y tomasse gran cuita y gran pesar. Y entonces doña Urraca tomó cinco hijos que tenia, y pusolos en el corral, uno cerca de otro, y miravalos cómo eran niños y pequeños y hermosos y apuestos y sin entendimiento, y dezia que esperança tenia en Dios y en ellos que serian buenos cavalleros, porque eran hijos de un escudero muy honrado y de muy buena sangre, y de una muy noble dueña; y que esperava en Dios y en su hermano que tuviera mucha honra por ellos. Y abraçavalos mucho a menudo y miravalos y besavalos con gran pesar y amargura que tenia, y caiase en tierra amortecida; y quando [p. 170] acordava, dava tan grandes gritos que era muy grande maravilla, con el duelo que ella hazía. Y dixo: «Ahora vos haced de mí y dellos lo que quisieredes y tuvieredes por bien.» E quando esto oyó el abbad don Juan, hicharonsele los ojos de agua; y sabed que estuvo una gran pieza llorando de los sus ojos, hasta que a malavés la pudo hablar, diziendo; «Hermana señora doña Urraca, venid vos y vuestros hijos, y tomad la muerte por aquel que la tomó por los peccadores salvar.» E todos los hombres y mugeres que ai estaban, llorando de los sus ojos, havian muy gran duelo de doña Urraca y de sus hijos. Y entonces el abbad don Juan tomó la espada en la mano y fuesse para la hermana y para sus sobrinos; y dixo doña Urraca: ¡Ay señor hermano! Por Dios vos ruego que mateis a mí primero que no a mis hijos, porque yo no vea tan grande manzilla ni tan gran pesar, ni vea la muerte de mis hijos.» Y en esto tomó doña Urraca un velo y posóle ante los ojos, y hincó los inojos ante el abbad don Juan su hermano; y alçó el abbad don Juan la espada y cortóle la cabeça a doña Urraca su hermana; y tomó a sus sobrinos cinco y degollólos y echólos sobre la madre encima de los pechos. Y todos los hombres, cuando vieron que el abbad don Juan esto hazía a doña Urraca su hermana y a sus sobrinos, hizieron ellos todos assi a cada uno de sus parientes...

Y despues que la mortandad fue hecha, como oydo aveis, el abbad don Juan y todos los otros hombres que fueron vivos dieron tan grandes gritos contra Dios y tan grandes voces llorando de los sus ojos y haciendo tan gran duelo en tal manera que no havia hombre en el mundo que lo viesse que no se le quebrantasse el coraçon de pesar... Y esto assi hecho, allegaron quanto aver fallaron en el castillo, assi de oro como de plata y dineros y ropas y alhajas, y pusieronlo todo en un lugar, y quemaronlo todo, que no quedó nada; y alli vierades arder tan buena ropa de seda y de otras muchas cosas, que no avia hombre en el mundo que no tomasse en ello pesar y muy gran dolor. Y luego el abbad don Juan fue al castillo, por ver si hallaria aí algunas cosas que quemassen, y no halló nada; y tornóse luego para el corral y dixoles: «Amigos, pues que aqui en el castillo no hay alguno de que [p. 171] nos dolamos; que las parientes que habiamos todos son muertos y son idos a la gloria del paraiso a tomar posadas para ellos y para nosotros y son martires en el cielo, ningun pensar tengamos assi mesmo del aver del castillo, porque cuando aquellos traidores acá entraren, no hallarán qué tomar ni llevar»... Y entonces dieronse paz los unos a los otros, y comulgaron y perdonaronse los unos a los otros, porque Dios perdonasse a ellos, y fueronse a armar los cavalleros muy bien; y cavalgaron todos en sus cavallos, y los otros armaronse lo mejor que pudieron y salieron todos a una puerta que dezian Puerta del Sol, y fueron a herir en los moros muy reciamente... Y alli vierades cómo herian muy de rezio y sin ninguna piedad, con golpes de espadas y a muy grandes lançadas y grandes porradas, y tan grande era la pelea y tan fuerte que no podia en el mundo mayor ser... Y el abbad don Juan era muy cavallero en armas y muy ardid y muy rezio en su coraçon que no parescia cuando entrava entre los moros sino como el lobo quando degüella las ovejas; y él y su gente hicieron tamaña mortandad en los moros, que no havia por do andar.»

Los infieles son completamente desbaratados; el abad don Juan corta la cabeza al traidor D. Zulema, y al volver al castillo encuentra resucitados a todos los muertos de la noche anterior.

¿Cómo llegó a localizarse en Portugal esta leyenda, diciendo ya Almela con evidente anacronismo, que el abad don Juan con el quinto del botín edificó la iglesia y monasterio de Alcobaza, donde acabó santamente sus días? Cualquiera persona versada en las tradiciones castellanas habrá reconocido desde luego la patente analogía entre la feroz hazaña que se atribuye al abad Juan y la del alcaide de Madrid Gracián Ramírez degollando a sus hijas, que fueron resucitadas por Nuestra Señora de Atocha. Otros paradigmas pueden buscarse más lejanos o menos completos pero éste conviene en todas las esenciales circunstancias. Otro caso de niños resucitados se encuentra en el antiguo poema francés de Amico y Amelio, de donde pasó al libro de caballerías de Oliveros de Castilla y Artús de Algarve. Hay además en la leyenda del abad Juan reminiscencias de algunos pasos de nuestros cantares de gesta (Mudarra y Zulema, encuentro del Cid con el rey [p. 172] Búcar, remedado en el del abad Juan con el rey Almanzor, etc.); imitaciones de las fórmulas y frases hechas de la poesía épica y aun del mester de clerecía de Fernán González, y finalmente, muchos rastros de asonantes y aun algún verso entero de diez y seis sílabas. De todo esto infiere con recta crítica el señor Menéndez Pidal que el primitivo poema del abad Juan era un cantar de gesta, compuesto en el metro propio de la épica castellana, y que no hay motivo para suponerle de origen portugués, puesto que la acción se coloca en tiempo del rey Ramiro de León, mucho antes de la formación del Condado. La mención de Alcobaza, lejos de ser prueba de tal origen, es indicio de lo contrario, pues ningún portugués podía ignorar que Alfonso Henríquez, su primer rey, era el verdadero fundador de aquel famosísimo monasterio. Otros indicios que aquí sería prolijo exponer conducen al señor Menéndez Pidal a sospechar que el juglar que compuso la gesta era leonés, y probablemente del Vierzo, y tenía muy superficial conocimiento de Portugal, aunque localizase allí su historia por mero capricho poético, por deseo de novedad o por cualquier otro motivo imposible de averiguar ahora.

Pero si no nació en Portugal esta leyenda, fué pronto aclimatada por vía erudita y localizada en el pueblo de Montemayor (Monte môr o velho). Su ilustre hijo, el autor de la primera Diana, recordaba a mediados del siglo XVI aquella tradición en términos que convienen con los del cuaderno impreso, salvo en haber añadido el nombre del rey Marsilio:

      Miraba a aquella cerca antigua y alta
Que por tropheo quedó de las hazañas
Del sancto abad don Juan, en quien se esmalta
La honra, el lustre y prez de las Españas;
Alli la fuerza de Hector no hizo falta,
Pues destruyó su brazo las compañas
Del sarracino Rey que le seguía,
Y a su traidor sobrino don García.
   Miraba aquel castillo inexpugnable,
Por tantas partes siempre combatido,
De aquel falso Marsilio y detestable
Y del traidor Zulema en él nascido..,
                           (Historia de Alcida y Silvano.)
[p. 173] A principios del siglo XVII el crédulo analista cisterciense Fr. Bernardo de Brito, primero en la Crónica de su Orden (parte 1.ª, 1602) y luego en la Monarchia Lusitana (1609), no sólo incorporó esta leyenda como historia verdadera, sino que la exornó con nuevos y descabellados pormenores, que parecen tomados de una redacción distinta del libro de cordel, y con dos escrituras apócrifas, forjadas probablemente en el monasterio de Lorván. En una de ellas, el rey Ramiro I hace donación de la villa de Montemayor a Juan, supuesto abad de dicho monasterio, en 848. La otra es una carta del abad Juan, dando cuenta de su maravillosa victoria y del milagro que la siguió, y haciendo renuncia de la abadía en favor de Teodomiro, prior de Lorván. No faltaron en la familia benedictina otros historiadores que de buena fe copiasen estas patrañas, sin que se salven de tal nota el diligentísimo Fr. Prudencio de Sandoval ni el elegante Fr. Ángel Manrique. Y a la verdad que no tenían disculpa, pues apenas había comenzado Brito a divulgar estas fábulas, le había atajado los pasos muy discreta pero muy enérgicamente el grave y sesudo analista de la Orden de San Benito Fr. Antonio de Yepes (tomo I, 1609, fol. 99). «Acá en Castilla (dice Yepes) la historia del abad D. Juan está tan mal recebida, que se tiene por más fabulosa que la del conde Roldan y Paladines y por tan verdadera como la que escribio el arzobispo Turpin; pero tambien entiendo que, como de Roldan y de Bernardo del Carpio, cuyas hazañas fueron grandes, por haberlas querido engrandecer y dilatar, se han mezclado muchas burlas entre pocas verdades y han ahogado la historia de aquellos caballeros, de manera que ya se tiene por fabulosa; asi tengo por cierto que hubo un abad de Lorvan muy valeroso y que sería santo, y algunas veces haria oficio de gran capitan contra los moros; pero están tan perdidas y estragadas estas verdades con patrañas e imaginaciones y sueños, que tengo por muy dificultosa esta empresa.»

Pero ni siquiera su ciega credulidad en los apócrifos de Lorván disculpa a Brito, que inventó por su parte la genealogía del abad Juan, haciéndole medio hermano del rey Bermudo el Diácono, e hijo bastardo de Don Fruela, hermano de Alfonso el Católico.

[p. 174] Siguiendo en todo las pisadas de Brito repitieron el famoso cuento otros historiadores portugueses, aun de los más estimados, como Fr. Antonio Brandam; y por supuesto, el infatigable Manuel de Faria y Sousa no dejó de celebrar en su crespa y enmarañada prosa «aquella resolución dignamente portuguesa, en mitad del peligro de reputarse por bruta».

Triunfante de este modo la leyenda en la historiografía erudita, adquirió una especie de segunda vida en la popular. El libro castellano de cordel fué traducido y aderezado con retazos históricos de Brito por el capitán Antonio Correa de Fonseca y Andrada, que por los años de 1713 a 1715 compaginó una llamada Historia Malianense (de Manliana, supuesto nombre antiguo de Montemayor, que dicen reedificada por el procónsul Manlio). Y no quedó la tradición en los libros, puesto que pasó al teatro popular, y todavía se celebra, o se celebraba hace pocos años, en Montemayor el 10 de agosto una fiesta o representación, hoy ya enteramente pantomímica, en que un ejército de moros embiste el castillo defendido por el abad Juan y sus compañeros. [1]

Antes de abandonar el campo de la novela histórica debemos hacer alguna mención de los libros de geografía fabulosa y viajes imaginarios, que en tantas formas conoció la antigüedad griega, y de los cuales es la Historia Verdadera de Luciano chistosa parodia. Este género renació en los dos últimos siglos de la Edad Media, no por imitación ni remedo de los Iámbulos y Antonios Diógenes, que yacían en el más completo olvido, sino por un movimiento de curiosidad científica mezclada de profunda credulidad, enteramente análogo al que había engendrado estas ficciones entre los antiguos. A medida que se ensanchaba el conocimiento del [p. 175] mundo, la imaginación, siempre insaciable en pueblos jóvenes y ávidos de lo maravilloso, completaba y refundía a su modo las nociones geográficas vagamente aprendidas, y poblaba de vestiglos y de monstruos las regiones nuevamente descubiertas. Las Cruzadas primero, y después los viajes de misioneros y mercaderes al centro del Asia, habían producido en la fantasía europea una fermentación grande y tumultuosa, que era como el preludio de la era de los descubrimientos. Los pueblos de nuestra Península, destinados por decreto providencial a encarnar en sí la mayor gloria de aquel momento sin par en la evolución histórica, no fueron los primeros en sentir la pasión de los viajes; y era natural que así sucediese, dada su posición en el extremo de Europa más remoto del continente asiático, y su doméstica y peculiar historia, que hasta cierto punto los aislaba de los intereses generales del Occidente cristiano; pero desde el siglo XIV, en que fué más íntimo su trato con Francia, Inglaterra e Italia, empezaron a prestar atento oído a las maravillosas relaciones de los reinos de Tartaria, del Cathay y de la corte del Preste Juan. Ya en el Caballero Cifar, que es novela de las más antiguas, se concede buen espacio a la cosmografía, y al siglo XIV pertenece también el notable manual que lleva por título Libro del conocimiento de todos los reinos, tierras y señoríos que son por el mundo, obra anónima de un franciscano español, interesante sobremanera en la parte africana. [1] A fines del mismo siglo, el Maestre de San Juan, Fernández de Heredia, incluía en una de sus grandes compilaciones históricas, redactadas en dialecto aragonés (Flor de las historias de Oriente), el Libro de Marco Polo, ciudadano de Venecia, [2] que en tiempo de los Reyes Católicos lograba nuevo intérprete en el arcediano Rodrigo Fernández de Santaella, principal [p. 176] fundador del estudio universitario de Sevilla. [1] Inútil es encarecer la importancia de tal texto y la acción eficaz que su lectura ejerció en la mente de los grandes descubridores y navegantes de aquella edad heroica.

Con los viajes traducidos o compilados de fuente extranjera alternaban ya relaciones originales de no poco precio. España, que en el siglo XII había tenido un viajero de primer orden en la persona de Benjamín de Tudela, enriquecía su literatura del siglo XV con dos itinerarios admirables: la embajada de Ruy González de Clavijo en demanda del Gran Tamorlán, y las Andanzas y viajes del caballero andaluz Pero Tafur, brillante y pintoresco narrador de sus correrías por gran parte de Europa, Egipto y Siria.

A la sombra de los viajes verdaderos comenzaban a pulular los fabulosos, sin que el vulgo hiciera gran distinción entre unos y otros. Ninguno igualó en popularidad al del inglés Sir John de Maundeville, obra de fines del siglo XIV, de la cual se conocen tres textos, al parecer originales: uno en la propia lengua del autor, otro en francés y otro en latín, encaminados sin duda a diversas clases de lectores. La traducción castellana es algo tardía, pero en breve tiempo tuvo tres ediciones góticas, [2] exornadas con [p. 177] muchos y estupendos grabados en madera, que reproducen al vivo las principales monstruosidades y patrañas del texto: unicornios y centauros, cinocéfalos, hombres con los dos sexos, otros con los ojos y la boca en el pecho o como dos astas en la cabeza, etc. En la portada campea en rojas letras el nombre de Juan de Mandavila, el cual dice de sí propio al fin de la obra: «Has de saber que yo Johan de Mandevilla, caballero susodicho me parti de mi tierra e passé la mar en el Año de la gracia y salud de la natura humana de Mill y ccc y xxii Años, y despues acá he andado muchos pasos e tierras y he estado en compañias buenas y en muchos y diversos fechos bellos y en grandes empresas: agora soy venido a reposar en edad de viejo antiguo, y acordandome de las cosas passadas he escripto como mejor pude aquellas cosas que vi y oi por las tierras donde anduve: tornado a mi tierra en el Año del nascimiento de Mill y CCC y LVI y quando yo parti de mi tierra avia xxiiii.»

No es del caso, ni para ello tengo competencia, determinar lo que puede haber de fidedigno en los recuerdos de viajes que consignó Juan de Mandeville siendo viejo antiguo. Su descripción de Tierra Santa es detallada y merece crédito. Parece confirmado que estuvo algunos años al servicio del Soldán de Egipto, y que conocía bien la Siria y la Palestina. Pero de la autenticidad de sus peregrinaciones por la Armenia, el Turquestán, la Mongolia y la China septentrional puede dudarse sin grave cargo de conciencia, no solo por las increibles fábulas que refiere (puesto que no las hay menores en los viajeros de la Edad Media tenidos por más verídicos), sino por lo confuso del itinerario, por la escasez de circunstancias personales en la narración, por el calco evidente de otros viajes anteriores, especialmente del de Marco Polo, y por el aspecto de compilación que toda la obra tiene. En ella entran todas las fábulas transmitidas por los naturalistas de la antigüedad a los de la Edad Media, y entraron también cuentos orientales muy parecidos a los de Las mil y una noches. Parece haber conocido los Viajes de Simbad el marino, puesto que en uno y otro se hallan el pájaro Rock (que en Mandeville es un grifo), las montañas de piedra imán que atraen los navíos, los negros [p. 178] pigmeos, los gigantes antropófagos y la isla en que se enterraba a los maridos vivos con sus mujeres muertas. Y así como del rey de Ceylán cuenta Simbad que llevaba delante dos heraldos, uno que ensalzaba en altas voces su poderío y otro que le recordaba la inevitable necesidad de la muerte, así del Preste Juan refiere Mandeville que sus servidores conducían delante de él un vaso de plata lleno de piedras preciosas, como símbolo de su poder y de su riqueza, y un vaso de oro lleno de tierra, para recordarle que toda había de convertirse en polvo. [1] Es la misma alegoría, aunque expresada con figuras distintas.

Hay en Mandeville bellísimas historias, como la del castillo del Halcón, guardado por una dama en las montañas de Armenia, o la de la hija de Hipócrates, convertida en dragón en la isla de Cos; leyenda que pasó, como sabemos, a nuestro Tirante el Blanco. La isla encantada de La Tempestad de Shakespeare, poblada de espíritus aéreos, henchida unas veces de mágica armonía y otras de espantables ruidos, se parece mucho a cierto valle descrito por Mandeville. Y sin paradoja ha podido sostenerse que todavía el autor de los Viajes de Gulliver y el de Robinson Crusöe son tributarios de este libro de viajes fantásticos, el más antiguo acaso de toda la literatura europea.

En España suscitó una imitación, que hasta nuestros días continúa siendo popular, y que se enlazó con el nombre de un personaje histórico del siglo XV, célebre por su noble vida y trágica muerte, el infante Don Pedro de Portugal, duque de Coimbra, regente del reino durante la menor edad de Alfonso V y víctima de los consejeros de su pupilo en la celada de Alfarrobeira. Don Pedro, digno hermano de Don Enrique el navegante, del tan preclaro moralista como desventurado monarca Don Duarte, de Don Fernando, el príncipe constante mártir en Tánger, dejó entre sus contemporáneos reputación de gran viajero, aunque sus viajes no fuesen, ni con mucho, los que la leyenda supone. [p. 179]

        [p. 179] Nunca fue, despues ni antes,
       Quien viese los atavios
       E secretos de Levante,
       Sus montes, islas e rios,
       Sus calores e sus frios
       Como vos, señor Infante,

le decía Juan de Mena en unos versos a él dedicados. [1] Es cosa de todo punto averiguada que desde 1425 a 1428 visitó casi todas las cortes de Europa, pudiendo seguirse con documentos fehacientes sus pasos en Inglaterra, Francia, Flandes, Alemania, Hungría, Venecia, Roma, Aragón y Castilla, por donde hizo el viaje de vuelta; siendo en todas partes agasajado por príncipes y soberanos, asistiendo a torneos y paseos de armas, tomando parte en la guerra que el Emperador Segismundo hacía a los turcos y recibiendo valiosos presentes, entre los cuales no debió de ser el menos estimado por él, dadas sus aficiones geográficas, un ejemplar de Marco Polo y una colección de cartas geográficas con que le obsequió el Dux de Venecia. Este y no otro fué el curso de sus peregrinacianes, y no habla de otras quien debía de conocerlas mejor que nadie: su hijo el Condestable Don Pedro, tan semejante a él en desdichas y en méritos. Dice así en su Tragedia de la Reina Doña Isabel, al conmemorar los méritos del padre de ambos: «Aquel que pasando la grande Bretaña y las gálicas y germánicas regiones a las de Ungria e de Boemia e de Rosia pervino, guerreando contra los exerçitos del grand Turco por tiempos estovo; e retornando por la maravillosa çibdad de Veneçia, venido a las ytalicas o esperias provincias escodriñó e vido las insignes e magnificas cosas, e llegando a la cibdad de Querino tanyó las sacras [p. 180] reliquias, reportando honor e grandissima gloria de todos los principes e reynos que vido. »

Pero tales andanzas, aunque para el siglo XV fuesen notables no podían satisfacer en el XVI a los que estaban familiarizados con las navegaciones y descubrimientos más portentosos. Así es que la tradición de los viajes del Infante fué ampliándose desmesuradamente, y no sólo se dijo de él que había visitado la Casa Santa de Jerusalén, lo cual acaso tuvo propósito de hacer, pero seguramente no hizo, sino que había estado en la corte del Gran Turco y del Soldán de Babilonia; especies que patrocinó, como patrocinaba todo género de patrañas, el docto y estrafalario Manuel de Faria y Sousa en su Europa Portuguesa: « Corrió todas las provincias del mundo que entonces eran descubiertas, no tratando con Circes, Polifemos y monstruos de bien soñadas fábulas, mas con príncipes y Cortes y gentes de varias policias». [1]

La desaforada hipérbole de Faria y Sousa no era más que un eco de cierta ficción popular debida a un autor castellano seguramente anterior a la mitad del siglo XVI, que lleva por título Libro del infante don Pedro de Portugal, el qual anduvo las cuatro partidas del mundo, y se dice compuesto por «Gomes de Sant Esteban, uno de los doze que anduvieron con el dicho infante a la vez», sin duda en remembranza de los doce apóstoles. Este tratadillo, cuya primera edición conocida es de Salamanca, 1547, fué reimpreso muchas veces, ya en tipo gótico, ya en letra redonda, y hoy mismo se reimprime y se vende por las esquinas, muy adulterado y modernizado en el estilo, como todos los libros de la llamada gráficamente literatura de cordel. En Portugal existe en la misma forma, pero es traducido del castellano, y no se cita edición anterior a 1644. [2]

El gran artista histórico que la península produjo en el [p. 181] siglo XIX, mi inolvidable amiga Oliveira Martins, en aquel libro, el más excelente de los suyos, que tituló Os filhos de D. Joao I, [1] quiso dar cierto valor documental a esta relación de viajes, rechazando la parte, evidentemente fabulosa, que se refiere al Preste Juan, pero admitiendo la peregrinación a Tierra Santa y las jornadas del príncipe por Turquía, Egipto y Arabia. Mediante hábiles correcciones y supresiones, que dejan el texto como nuevo, y suponiendo interpolado todo lo que estorba, llegó a reconstruir un itinerario que fascina y deslumbra por la hábil agrupación de los datos y la brillantez de las descripciones. Pero toda esta fábrica, por primorosa que sea bajo el aspecto estético, no resiste al análisis. Es una restauración quimérica, sin más apoyo que el frágil y deleznable de un libro apócrifo, cuya insensatez es palpable, a menos que le supongamos monstruosamente corrompido en los nombres, en las distancias, en todo; y en este caso, ¿dónde encontrar el texto genuino que repare tales faltas?

Si el admirable narrador portugués extremó en este punto los derechos de la fantasía, hasta un punto incompatible con la severidad histórica, al alto y penetrante espíritu crítico de Carolina Michaëlis [2] estaba reservado poner las cosas en su punto y enterrar definitivamente la leyenda de los viajes orientales de Don Pedro, que es no sólo apócrifa, sino incompatible con la cronología de su vida y con las declaraciones de sus contemporáneos. El auto atribuido a Gómez de San Esteban es una novela geográfica del mismo género que Simbad el marino, y muy análoga al Libro de las maravillas del mundo de Juan de Mandeville, del cual en cierto modo puede estimarse como un epítome. Hasta la frase disparatada de las cuatro partidas del mundo (convertidas luego [p. 182] en siete) se tomó de una de las ediciones del Mandeville castellano, en que también son siete las partidas, por grotesca confusión con las del Código de Alfonso el Sabio. Quien haya leído a Mandeville nada encantrará de original en nuestro libro de cordel, salvo ser mucho más confuso y disparatado el itinerario. El infante Don Pedro, recibida la bendición paterna, sale de su villa de Barcellos con doce compañeros y veinte mil doblas de oro; pasa por Valladolid, donde le obsequia Don Juan II con cien mil escudos y un intérprete llamado García Ramírez; se embarca en Venecia para la isla de Chipre; de Chipre salta a Damasco, capital del Gran Turco; visita las ruinas de Troya, y de allí se encamina a Grecia por un desierto asperísimo. Nada más fácil que pasar desde Grecia a Noruega, donde los días son de seis horas, peregrinación que realizan en ocho días Don Pedro y sus compañeros montados en dromedarios. Pero encuentran aquella tierra muy fría, y determinan ir a Babilonia (nombre que en la Edad Media se daba al Cairo) y hacer una visita de cortesía al hijo del Soldán de Egipto, anunciándole su propósito de visitar las tierras del Preste Juan. En el camino tropiezan con el país de los centauros, gente soez, indómita y sin religión. Continúan sus jornadas por la Arabia Feliz y Palestina; descríbese minuciosamente la Tierra Santa, repitiendo las mismas tradiciones que se hallan en Mandeville y en Bernardo de Breidembrach, deán de Maguncia, cuyo viaje corría traducido al castellano desde 1483. [1] En las sierras de Armenia alcanzan a distinguir, aunque de lejos, el arca de Noé, [p. 183] que tenía los costados llenos de plantas marinas y de musgo. Finalmente, llegan al Cairo, y se encuentran con la agradable sorpresa de que el Soldán era medio paisano suyo, un renegado extremeño de Villanueva de la Serena, a quien habían cautivado en su infancia los moros granadinos. Disfrutan algún tiempo de su franca hospitalidad, y cargados de joyas y piedras preciosas continúan su caminata por regiones tan peregrinas, que ni aun los nombres es posible identificar muchas veces. En Nínive (la versión portuguesa dice en Samasa, y parece reminiscencia de Samarcanda) visitan la corte del gran Tamerlán, cuyo aparato y suntuosidad se relatan con rasgos que parecen tomados de Ruy González de Clavijo, aunque su viaje no estaba impreso todavía cuando salió a pública luz el librejo del infante Don Pedro. En las cercanías del Mar Muerto contemplan la estatua de sal de la mujer de Lot, que cuando crece la luna se hincha más de un palmo y se disminuye cuando mengua. Permanecen dos meses en el convento de franciscanos del monte Sinaí, donde veneran el cuerpo de santa Catalina y la fuente que Moisés hizo brotar de la piedra hiriéndola con su vara. En la Meca penetran por gracia especial en la Caaba, donde ven el zancarrón de Mahoma suspendido entre ocho imanes.

Aquí empieza la parte puramente fantástica del viaje, que está calcada, todavía más que lo restante, en la obra de Mandeville: los pigmeos, el reino de las Amazonas, los gigantes antropófagos, los idiotas con ladrido de perros, que se comen a sus padres cuando llegan a la vejez; los cíclopes o gomeos que viven en un valle hondísimo, de donde no saldrán hasta la venida del Antecristo; los centauros, diestros saeteros; otras gentes muy pacíficas que tienen el pie redondo y de él se valen para cultivar la tierra, los dragones de siete cabezas y otros varios monstruos espantables de generación humana o bestial. Muchos de ellos eran vasallos del Preste Juan, príncipe cristiano y piadoso, conforme al rito de Santo Tomás, apóstol de las Indias. Si el libro del infante D. Pedro, en vez de ser un miserable extracto de una compilación fabulosa de la Edad Media, hubiese sido una emanación genuina del alma peninsular del siglo XVI, ¡qué partido hubiera podido sacarse [p. 184] de este gran mito geográfico que inspiró tan prodigiosas aventuras, y del admirable y auténtico viaje de Alfonso de Paiva y Pero da Covilham en demanda de aquel príncipe fantástico, buscado en la India primero y en Etiopía después! Pero el ignorante falsario se limitó a repetir de mala manera lo que desde el siglo XIV estaba en la imaginación popular. Su viaje termina a las puertas del Paraíso Terrenal, pero incluye, a modo de apéndice, una carta del Preste Juan al rey de Castilla, Don Juan II, dándole razón de los ritos y ceremonias de su país y de la variedad de gentes que le pueblan.

La novela geográfica, que de tan pobre modo comenzaba con esta rapsodia callejera, tuvo en el siglo XVII cultivadores mucho más brillantes, entre los cuales merece preeminente lugar el clérigo agradecido Diego Ordóñez de Ceballos, cuyo Viaje del Mundo, impreso en 1614, traspasa ya el límite cronológico de nuestra actual investigación.

Notas

[p. 90]. [1] . La fecha de la Crónica puede determinarse con exactitud cabal, puesto que el último de los reyes que menciona es Don Enrique III, que subió al trono en 1390 y murió en 1407; además, en la Crónica se habla, como de persona viva, del almirante don Diego Hurtado de Mendoza, que falleció en julio de 1404.

[p. 90]. [2] . Don Aureliano Fernández Guerra, que hizo un detallado estudio de la Crónica de Don Rodrigo en el precioso libro que lleva por título Caída y ruina del imperio visigótico español (Madrid, 1883), tuvo presentes tres antiguos manuscritos de El Escorial, que ofrecen grandes variantes respecto del impreso. Dos de ellos contienen sólo la Parte segunda. Otro, voluminosísimo, que abraza las dos partes, aunque no completa la segunda, lleva al fin de la primera una nota en que se especifica que J. de Hugo la acabó de trasladar a 17 de junio de 1485.

El de la Biblioteca Nacional (F. 89) lleva este epígrafe: «Este libro es la ystoria del rrey don Rodrigo con la genealogia de los rreyes godos et de su comienço, de dónde vinieron et assy mesmo desde el comienço de la primera población d'Espanna, segunt lo cuenta el arzobispo don Rodrigo desde la edificacion de la torre de Babilonia fasta dar en la Cronica del rrey don Rodrigo. Et aqui se cuentan en el principio parte de los trabajos de Ercoles et de como veno en Espanna.»

La edición que tengo y sigo es la de Sevilla, 1527. Anteriores a ésta hay las de 1511 y 1522, también sevillanas; y posteriores las de Valladolid, 1527; Toledo, 1549; Alcalá de Henares, 1587; Sevilla, del mismo año, y seguramente otras, porque fué uno de los libros más leídos de su género. No me detengo en esta bibliografía porque ya la incluyeron Gayangos y Salvá en la de los libros de caballerías.

En un tratado moral de autor anónimo, Llamado Confectio Catoniana (manuscrito 9.208 de la Biblioteca Nacional), hermoso códice en vitela, de letra del siglo XV, dedicado al conde de Haro, don Pedro Fernández de Velasco, se lee este curiosísimo pasaje contra los libros de caballerías, y especialmente contra la Crónica de Don Rodrigo, cuya composición debía de ser muy reciente:

« Quid igitur expedit illa ut ystoriabilia legere quae nedum non fuerint, sed forsan nec esse potuerunt? Sicuti sunt Tristani ac Lanceloti, Amadisiive ingentia volumina quae absque aliqua edificationis spe animos legentium oblectant, illiusque torneamenti narratio quae apud Toletum Roderici Regis temporibus factum fuisse deponitur quam audivi nudius tercius compositam esse? Huiuscemodi enim scripturae, etsi nocivae nimium non sint, infructuosae tamen et nullae utilitatis esse videntur. »

La descripción del torneo de Toledo, a que aquí se alude, es uno de los episodios más largos de la Crónica de Don Rodrigo.

[p. 92]. [1] . Tratado de los romances viejos (tomo XI de la Antología de Poetas Líricos Castellanos, Madrid, 1890), pp. 133-175.

[p. 92]. [2] . Saavedra (don Eduardo), Estudio sobre la invasión de los árabes en España... (Madrid, 1892).

Menéndez Pidal (don J.), Leyendas del último rey godo (Estudio que comenzó a publicarse en la Revista de Archivos, Bibliotecas y Museos en diciembre de 1901, y no ha terminado aún.

Codera (don Francisco), Estudios críticos de Historia Arabe Española, Zaragoza, 1903 (págs. 45-96, «El llamado conde D. Julián»).

[p. 94]. [1] . Memoria sobre la autenticidad de la Crónica denominada del moro Rasis (en el tomo VIII de Memorias de la Real Academia de la Historia, año 1850).

[p. 94]. [2] . Catálogo de la Real Biblioteca. Manuscritos. Crónicas generales de España, descritas por Ramón Menéndez Pidal, Madrid, 1898. Hállase impreso el texto de Rasis desde la página 26 a la 49.

[p. 95]. [1] . «E él sin ninguna detenencia fue a las puertas de la casa e fizo las quebrantar, mas esto fue por muy gran afan, e tantas eran las llaves e los canados que era maravilla. E despues que fue abierto, entró el dentro... e fallaron un palacio en quadra tanto de una parte como de la otra, tan maravilloso que non ha ombre que lo pudiese dezir: que la una parte del palacio era tan blanca como es hoy la nieve, que non puede mas ser; e la otra parte del palacio era tan verde como es el limon o como de una cosa que de su natura fuese muy verde; e de la otra parte era tan bermejo como una sangre. E todo el palacio era tan claro como un cristal, nin viera en el mundo cosa tan clara, e semejaba que en cada una de aquellas partes del palacio non avia mas de sendas puertas, e de quantos entraron que lo vieron non ovo ay atal que sopiese dezir que piedra con piedra hi avia juntada, nin que lo pudiese partir, e todos tuvieron aquel palacio por el más maravilloso que nunca vieron... E en el palacio non avia madero nin clavo nenguno... e avia hi finestras por do entraba toda la lumbre, por do podian veer quanto hy avia; e después cataron como el palacio era fecho, e tuvieron mientes, e nunca pudieron veer nin asmar sino lo mejor que vieron; estar un esteo (poste o pilar) non muy grueso, e era todo rredondo e era tan alto como un ombre; e avia hy en él una puerta muy sutilmente fecha e asaz pequeña, e encima della letras gruesas que dezian en esta guisa: «quando Ercoles fizo esta casa andava la era de Adam en quatro mill e seis años». E despues que la puerta abrieron, fallaron dentro letras abiertas que dezian: «esta casa es una de las maravillas de Ercoles». E despues que estas letras leyeron, vieron en el esteo una casa fecha en que estaba un arca de plata, e esta era muy bien fecha e labrada de oro e de plata e con piedras preciosas e tenia un canado de aljofar tan noble que maravilla es, e avia en él letras griegas que dezian: «o rrey en tu tiempo esta arca fuere abierta, non puede ser que no verá maravillas antes que muera». E ese Yercoles, señor de Grecia, supo alguna cosa de lo que avia de venir.»

[p. 95]. [2] . Fué inventor de esta etimología el falsario Miguel de Luna, en la supuesta Crónica de Abentarique. «Esta dama Florinda, así llamada por propio nombre, nombraron los árabes la Cava, es decir, la mala mujer.» Existe, en efecto, la palabra cahba en el sentido de manceba o prostituta, pero sólo cuadraría a la liviana heroína del Anseis de Cartago, de ningún modo a la desdichada hija de Julián, tal como aparece en las leyendas musulmanas.

[p. 96]. [1] . «Avia en Cepta un conde que era señor de los puertos de allen mar e de aquen mar e avia nombre don Juliano, e avia una fija muy fermosa e muy buena donzella e que avia muy gran sabor de ser muy buena muger; e tanto que esto supo el rey Rrodrigo, mando dezir al conde don Juliano que le mandase traer su fija a Toledo, quel non queria que la donzella de que tanto bien dezian estuviese sino con su muger, e que de alli le daria mejor casamiento que otro ombre en el mundo. E quando al conde le vino este mandado fue muy ledo e pagado, e mandó luego llevar su fija a mandole dezir quél que le agradescia mucho quanto bien e cuanta merçed hazia a él e a su hija.»

En boca del mismo D. Julián, enumerando sus servicios, se ponen estas palabras: «e mis amigos e mis parientes muchos que avia en España, dellos por lo mio, e dellos por lo de mi mujer, que es pariente dellos».

Uno de sus consejeros y clientes le dice, para apartarle de sus proyectos de venganza: «el rey Don Rodrigo es tu señor e as le hecho homenaje, como quier que dél no tengas tierra».

[p. 96]. [2] . Esta carta comienza así:

«Al honrrado, sesudo e presciado e temido señor padre, conde don Julliano e señor de Cebta, yo la Taba vuestra desonrrada fija, me enbio encomendar».

En esta carta está calcada la de Pedro del Corral, que luego fué parafraseada y amplificada de mil modos.

El detalle de haber comenzado a perder la Cava su hermosura inmediatamente después de la deshonra, es también común a los dos autores.

[p. 97]. [1] . «Et ¿que vos contaremos del Rey de cómo venia para la batalla, y de las vestiduras que trahia, y que eran las noblezas que traia, y non creo que ha home que las pudiese contar; ca él iba vestido de una arfolla que en esse tiempo dezian purpura que entonces trayan los Reyes por costumbre, et segun asinamiento de los que la vieron, que bien valia mil marcos de oro, y las piedras y los adobos en esto non ha home que lo pudiese decir qué tales eran, ca él venia en un carro de oro que tiraban dos mulas; éstas eran las más fermosas y las mejores que nunca ome vio, et el carro era tan noblemente fecho que non havia en él fuste ni fierro, mas non era otra cosa si non oro y plata y piedras preciosas, et era tan sutilmente labrado que maravilla era, y encima del carro habia un paño de oro tendido, y este paño non ha home en el mundo que le pudiese poner precio, et dentro, so este paño estaba una silla tan rica que nunca ome vio otra tal que la semejase; et aquella silla era tan noble y tan alta que el menor home que havia en la puerta la podia bien veer; et ¿que vos podia home dezir que desde que Hispan, el primero poblador que vino a España, fasta en aquel tiempo que el rey don Rodrigo vino a aquella batalla, nunca fallamos de rey ninguno nin de otro home, que saliese tan bien guisado nin con tanta gente como éste salio contra Tarife?»

[p. 97]. [2] . Estas lamentaciones, en Rasis, se ponen, no después de la catástrofe del lago de la Janda, sino después de la muerte de Don Sancho, sobrino del rey.

Otros códices dicen de la Sigonera (Sangonera, en el Poema de Fernán González). Es la batalla que Saavedra llama de Segoyuela, cerca de Tamames, en tierra de Salamanca. Andando el tiempo esta batalla se confundió con la del río Barbate, erróneamente llamada de Guadalete.

[p. 99]. [1] . Véase qué valiente es la descripción en la Crónica de Don Rodrigo: «Y desta guisa salieron fuera de la casa... et non eran bien acabadas de cerrar (las puertas) quando vieron un águila caer de suso del ayre que parescia que descendia del cielo, e traya un tizon de fuego ardiendo, e pusolo de suso de la casa e comenzo de alear con las alas, y el tizon con el aire quel aguila fazia con sus alas comenzó de arder, y la casa se encendio de tal manera como si fuera hecha de resina, asi vivas llamas y tan altas que esto era gran maravilla, e tanto quemó que en toda ella no quedó señal de piedra, y toda fue fecha cenizas. E a poca de hora llegaron unas avecillas negras, e anduvieron por suso de la ceniza: e tantas eran que davan tan grande viento de su vuelo, que se levantó toda la ceniza y esparziose por España toda quanta el su señorio era, et muy muchas gentes sobre quien cayó los tornava tales como si los untasen con sangre... y este fue el primero signo de la destruycion de España.»

[p. 100]. [1] . «A la qual dezian la Caba, e era fija del Conde e de su mujer doña Faldrina, que era hermana del Arzobispo don Opas (Orpas en Corral) e fija del rey Vitiza» (Crónica del rey don Pedro, año segundo, cap. XVIII). Sigo el texto de Llaguno.

[p. 101]. [1] . Un pasaje de Ausias March, citado muy a cuento por don Manuel Milá alude a esta escena de la Crónica y prueba su rápida difusión fuera de Castilla:

Per lo garró—que lo rey veu de Cava
Se mostra Amor—que tot quaut voll acaba.

[p. 101]. [2] . Los autores de romances encontraron más pulcro y galante que fuese Don Rodrigo el que «sacase los aradores» a la Cava, y no al contrario:

 Ella incada de rodillas,—él la estaba enamorando:
Sacándole está aradores—de su odorífera mano...
..................................................
Sacándole está aradores—en sus haldas reclinado...

 

[p. 102]. [1] .                            Ayer era rey de España—hoy no lo soy de una villa,
                             Ayer villas y castillos,—hoy ninguno poseía,
                             Ayer tenía criados,—hoy ninguno me servía,
                             Hoy no tengo ni una almena—que pueda decir que es mía.

[p. 102]. [2] . Es el germen más remoto de la tradición que, pasando por el poema de Southey, llega hasta El Puñal del Godo. El falso conde don Julián saca su propia espada y se la entrega al Rey para que por su mano tome venganza de su traición. «E el falso conde, como llegó a él, fizo su reverencia, y el Rey como lo vido fue muy espantado, ca lo conocio bien: empero estuvo quedo. Y el falso conde se llegó a él: e provole de le besar la mano, y el Rey no se la quiso dar, ni se levantó de su oratorio, y el falso conde, las rodillas fincadas en el suelo ante el Rey, dixole: «Señor, como yo sea aquel que te haya errado de aquella manera que hombre traydor a su señor erró... e como nuestro Señor Dios es poderoso ovo piedad de la mi ánima e no quiso que yo me perdiesse, ni que España fuesse destruyda: ni tú, Señor, abaxado de la tu grand honra y estado ni del tu gran señorio que en España tienes, hame mostrado por revelación cómo estavas aqui en esta hermita faziendo tan gran penitencia de tus pecados. Porque te digo que fagas justicia de mí, e tomes de mí venganza a tu voluntad como de aquel que te lo merece, ca yo te conozco que eres mi Señor.» E sacó entonces el conde don Julian su espada e davala al Rey, e dixole: «Señor, toma esta mi espada, e con tu mano misma faz de mí justicia, e toma de mí la tu venganza qual quisieres: ca yo la sufrire con mucha paciencia pues que te erré.» Y el Rey fue muy turbado de la su vista, e assimismo de las sus palabras... Y el falso conde don Julian le dixo: «Señor, ¿no tornas sobre la sancta fe de Jesu Christo, que del todo se va a perder? levantate y defiendela: que muy grand poder te traygo, y serviras a Dios e cobraras la honra que tenias perdida: levantate e anda acá, e da duelo de la mezquina de España que se va a perder, e adolecete de tantas gentes como perescen por mengua de no tener señor que las defienda.» Y el conde don Julian le dezia todas estas palabras por lo engañar: el diablo que avia tomado la su forma era, que no el conde. Mas el Rey no se pudo detener que le non dixesse: «Conde, id vos y defender la tierra con essa gente que tenedes, assi como lo fuistes a perder por la vuestra tan grandissima traycion que a Dios et a mí fezistes. E assi como traxistes los moros enemigos de Dios e de su sancta fe, e los metistes por España, assi los lanzad fuera della y la defended: que yo no vos mataré ni vos ayudaré a ello, y dexadme a mí ca yo no soy para el mundo; que aqui quiero facer penitencia de mis pecados: e no me movades más con estas razones.» Y el falso del conde don Julian se levantó y se fue a la gran compaña que avia traydo; e traxolos todos antel Rey. Y el Rey como vido aquella gran compaña de cavalleros vido entrellos algunos que él bien pensava que eran muertos en la batalla. E dixeronle todos a muy altas vozes: «Señor, ¿a quien nos mandas que tomemos por Rey nuestro señor e por señor que nos ampare y nos defienda, pues que tú no quieres defender la tierra ni yrte con nosotros?... Cata, señor, que no es servicio de Dios que dexes perecer tanta christiandad como de cada día se pierde por tú estar aqui solo y apartado como estás»... Y el Rey cuando oyo estas palabras, fue movido a piedad, e vinieronle las lagrimas a los ojos, que las no podian tener: y estava de tal manera tornado, que el seso se le avia fallecido, et callava, et non respondia cosa ninguna que le dixessen. E todas estas compañas que lo veyan quexavanse muy mucho, e davan muy grandes vozes, e facian muy grandes ruydos e clamores... Y el Rey en todo esto no fazia sino llorar, e nunca les fabló cosa ninguna.» (Cap. CCL de la segunda parte.)

[p. 105]. [1] . No para aquí el epistolario de la Cava, que se convirtió en un tema retórico:

Cartas escribe la Cava,
La Cava las escribía

es principio de un romance antiguo. Miguel de Luna hilvanó otra carta; otra distinta de todas las anteriores trae Saavedra Fajardo en su Corona Gótica, y finalmente, hay una en verso del coronel don José Cadalso, en el estilo de la Heroidas, de Ovidio.

[p. 105]. [2] . Vid. Godoy Alcántara, Historia Crítica de los falsos cronicones (Madrid, 1867), pág. 97 y ss. El libro de Miguel de Luna está allí perfectamente caracterizado.

Los Plomos de Granada, escritos en lengua arábiga, son composiciones fantásticas análogas en gran manera a los libros apócrifos de los primeros siglos cristianos; pero forjados con un fin de proselitismo religioso, y no con miras literarias, salen fuera del cuadro que voy bosquejando y por otra parte nada podría añadir yo al admirable estudio que de ellos hizo el malogrado Godoy Alcántara en su obra citada.

[p. 106]. [1] . la verdadera hystoria del rey Don Rodrigo, en la qual se trata la causa principal de la pérdida de España y la conquista que della hizo Miramamolin Almanzor, Rey que fue del Africa y de las Arabias. Compuesta por el sabio Alcayde Albacacim Tarif Abentarique, de nacion arabe, y natural de la Arabia Petrea. Nuevamente traduzida de la lengua arabiga por Miguel de Luna, vezino de Granada, e interprete del rey don Phelippe nuestro señor. Impresa por René Rabut: año de 1592. 4.°

Hay, por lo menos, nueve ediciones de este libro, que todavía es muy vulgar en España. Casi todos los catálogos de libros antiguos empiezan por él.

[p. 108]. [1] . Roderick, the last ot the goths. By Robert Southey, Esq. Poet Laureate and Member of the Royal Spanish Academie... London, 1815, printed for Longman, Hurst, Rees, Orme and Brown, 1815, 2. vols.

[p. 108]. [2] . Nuestro Zorrilla concentró enérgicamente algunos de los mejores rasgos del poema de Southey en sus dos tan populares cuadros dramáticos El puñal del Godo y La Calentura.

[p. 108]. [3] . Al mismo género puede reducirse una obra muy rara, original y de asunto clásico: La fundación y destruycion de la cibdad de Monuedro antiguamente llamada Sagunto. Co la vida y hystoria del fuerte cauallero Aníbal, emperador de Africa. Ay mas la fundacion de Roma y la fundacion de Cartago llamado Tunez, y la fundacion de la torre de Babilonia. (Colofón): Fue empremida la presente obra en la metropolitana Cibdad de Valecia por Jorje Costilla epressor de libros acabose a xiij Dias del mes de deziembre. Año de Mill y Quinientos y veinte años.

Posee un ejemplar de este rarísimo libro mi amigo don José E. Serrano Morales, en su selecta biblioteca de Valencia.

[p. 108]. [4] . Tuvo, por lo menos, tres diciones: Sevilla, por Juan Cromberger, 1531; Burgos, por Felipe de Junta, 1557; Burgos, 1562, todas en 4.°, y de letra de tortis. El difunto conde de Puymaigre escribió un artículo sobre las fuentes de esta Crónica, pero no puedo encontrarle en este momento, ni siquiera recordar el título de la revista o colección en que se publicó.

[p. 109]. [1] . Cy fine le liure intitulé le triumphe des neuf preux, ouquel sont contenus tous les fais et proesses quilz ont acheuez durant leurs vies, avec lystoire de bertran de guesclin, Et a esté imprimé en la villa dabbeuille par Pierre gerard, et finy le penultieme iour de may lan mil quatre ces quatre vingt et sept (Brunet).

Es libro raro y precioso, y no menos la primera edición castellana, impresa en Lisboa, por German Gallarde, a costa de Luis Rodriguez, librero del rey... acabose a XXVj de junio del año de la saluacion de mil quinientos y treynta años.

Fué reimpreso en Valencia, por Juan Navarro, 1552; en Alcalá de Henares, 1585 (corregido por el maestro López de Hoyos), y en Barcelona, por Pedro Malo, a costa de Ricardo Simón, 1586.

[p. 109]. [2] . La cita expresamente y con gran encarecimiento en el prólogo general del Relox de Príncipes.

 

[p. 110]. [1] . Cicerón lo dice expresamente: « Cyrus ille a Xenophonte non ad historiae fidem scriptus, sed ad effigiem iusti imperii, cuius summa gravitas ab illo philosopho cum singulari comitate coniungitur (Epistolar. ad Quintum fratrem, I, I, 8).

[p. 111]. [1] . Libro llamado Relox de Príncipes en el qual va encorporado el muy famoso libro de Marco Aurelio: auctor del un libro y del otro que es el muy reverendo padre fray Antonio de Guevara predicador y cronista de su magestad: y agora nueuamente electo en obispo de Guadix: el auctor avisa al lector q lea primero los plogos si quiere entender los libros. Co preuilegio imperial pa los reynos de Castilla y otro pvilegio pa la corona de aragon.

(Al fin): Aqui se acaba el libro llamado relox de principes y marco aurelio: libro ciertamente muy prouechoso: y por muy alto estilo escripto: y que salva pace en la lengua castellana podemos con verdad dezir que es unico: bien paresce el auctor aver en él consumido mucho tiepo pues nos le dio tan corregido: roguemos a dios todos por su vida: pues es de nuestra nacion española: para que siempre vaya adelante con su doctrina. Acabose en la muy noble villa de Valladolid: por maestre Nicolas tierri impsor de libros. A ocho dias de abril de mil y quinientos y veynte y nueve años.

Fól. gót. 6 hs. prels. sin foliar, 14 de prólogo, 309 de texto y una en blanco.

La edición de 1532, Barcelona, por Carlos Amorós, lleva añadidos «nueve cartas y siete capítulos, no de menor estilo y altas sentencias que todo lo en él contenido». Los capítulos añadidos (entre los cuales figuran las epístolas amatorias de Marco Aurelio) son los que van del 58 al 73 del libro III.

Es de presumir que contenga las mismas adiciones el Libro Aureo de Marco Aurelio Emperador, eloquentissimo orador, impreso en Venecia por Juan Bautista Pedrezano, en 1532 (según creemos, con asistencia del corrector Francisco Delicado), «por importunación de muy muchos señores a quien la obra y estilo y lengua romace castellana muy mucho aplaze: correcto de las letras que trocadas estavan». A lo menos, en el frontis se dice que contiene «muchas cosas hasta aqui en ninguno otro impresas».

Son muy numerosas las ediciones posteriores a éstas, pero no tienen estimación bibliográfica.

[p. 112]. [1] . «Yo comence a entender en esta obra el año de mil y quinientos y diez y ocho, y hasta el año de veynte y quatro ninguno alcançó en qué yo estava ocupado: luego el siguiente año de veynte y quatro, como el libro que tenia yo muy secreto estuviesse divulgado, estando su Magestad (Carlos V) malo de la quartana, me le pidió para pasar tiempo y aliviar su calentura. Yo serví a su Magestad estonces con Marco Aurelio: el qual aun no le tenia acabado ni corregido, y supliquéle humildemente que no pidia otra merced en pago de mi trabajo, sino que a ninguno diesse lugar que en su real camara trasladasse el libro, porque en tanto que yo yva adelante con la obra, y que no era mi fin de publicarla de la manera que estonces estava, si otra cosa fuesse, su Magestad sería muy deservido y yo perjudicado. Mis pecados que lo uvieron de hacer: el libro fue hurtado y por manos de diversas personas traydo y trasladado, y como unos a otros le hurtavan y por manos de pajes le escrevian, como cada dia crescian en él más las faltas, y no avia más de un original por do corregirlas. Es verdad que me trugeron algunos a corregir: que si supieran hablar, ellos se quexasen más de los que los escrivieron, que no yo de los que le hurtaron. Añadiendo herror sobre herror, ya que yo andaba al cabo de mi obra y queria publicarla, remanesce Marco Aurelio impresso en Seuilla, y en este caso yo pongo por juezes a los lectores entre mí y los impresores, para que vean si cabia en ley ni justicia un libro que estaba a la imperial majestad dedicado, era el auctor niño, estava imperfecto, no venia corregido, que osase ninguno imprimirlo ni publicarlo. No parando en esto el negocio imprimieronse otra vez en Portugal y luego en los reynos de Aragon, y si fue viciosa la imprission primera no por cierto lo fueron menos la segunda y tercera; por manera que lo que se escrive para el bien comun de la republica, cada uno lo quiere aplicar en provecho de su casa. Otra cosa acontesció con Marco Aurelio, la qual he verguença de la dezir, pero más la habrán de tener los que la osaron hazer, y es que algunos se hazian auctores de la obra toda, otros en sus escripturas enxerian parte della como suya propria: lo qual paresce en un libro impresso do el auctor puso la plática del villano, y en otro libro tambien impresso puso otro la habla que hizo Marco Aurelio a Faustina, quando le pidio la llave. Pues estos ladrones han venido a mi noticia, bien pienso yo que se deve aver hurtado más hazienda en mi casa. En esto veran que Marco Aurelio no estava corregido, pues agora se le damos muy castigado. En esto veran que no estava acabado, pues agora sale perfecto. En esto veran que le faltava mucho, pues agora le veran añadido...» (Fol. XIIII de la edición de Valladolid.)

[p. 115]. [1] . La patria de Guevara consta de una manera explícita en su letra al abad de San Pedro de Cardeña, que es la XXXIV de la primera serie de las Epístolas familiares: «Que como naci en Asturias de Santillana y no en el potro de Cordoba, ninguna cosa pudiera enviarme a mí más acepta que aquella carne salada» (alude a unas cecinas que le había regalado el abad).

Los que creen salir del paso con decir que ésta es una frase proverbial y metafórica, harían bien en presentar algun ejemplo de ella. Entretanto séanos permitido tomarla en su sentido recto, mucho más cuando, sin salir de la misma carta, la corroboran otras palabras del mismo Guevara, tan terminantes como éstas: «A los que somos montañeses no nos pueden negar los castellanos que cuando España se perdió, no se hayan salvado en solas las montañas todos los hombres buenos, y que despues acá no hayan salido de alli todos los nobles. Decia el buen Íñigo Lopez de Santillana que en esta nuestra España, que era muy peregrino o muy nuevo el linaje que en la Montaña no tenia solar conocido.» Y en la epístola XV de la segunda serie a don Alonso Espinel, corregidor de Oviedo: «Verdad es que los viejos de mi tierra, la Montaña, más cuenta tienen con la taberna que no con la botica.»

Contra afirmaciones tan terminantes nada prueba el epitafio de Guevara donde se le llama patria alavensis, aunque se la suponga compuesto por él mismo. La voz patria admite varias acepciones, entre ellas la de origen. No hay duda que el linaje de Guevara procede de Álava, y en este sentido Fr. Antonio pudo llamarse alavés. Pero en el verbo nacer no cabe anfibología alguna. Nació, pues, Fr. Antonio de Guevara en la merindad de Asturias de Santillana, nombre que antiguamente se daba a la parte mayor de lo que hoy es provincia de Santander, denominada también montañas de Burgos, o simplemente la Montaña, como todavía la llaman, por antonomasia, castellanos y andaluces. En cuanto al lugar de su nacimiento, apenas puede dudarse que lo fue Treceño (en el actual ayuntamiento de Valdáliga), donde persevera la torre de los de su apellido y donde consta que pasó su infancia: «Acuerdome que siendo muy niño, en Treceño, lugar de nuestro mayorargo de Guevara, vi a D. Ladron, mi tio, y a D. Beltran, mi padre, traer luto por vuestro padre.» (Letra al obispo de Zamora, don Alonso de Acuña.) Pudiéramos añadir otras pruebas genealógicas, pero serían superfluas después de lo dicho.

[p. 116]. [1] . M. Antonini Imperatoris Romani, et Philosophi de se ipso seu vita sua Libri XII. Graecê et Latinê nunc primum editi, Gulielmo Xylandro Augustano interprete. qui etiam Annotationes adjecit... Tigvri apvd Andreum Gesnerum, 1559.

[p. 118]. [1] . En la epístola 60 de las familiares a D. Fadrique de Portugal, arzobispo de Zaragoza y virrey de Cataluña, se muestra pesaroso de haber traducido (como él dice) estas cartas que, por lo demás, aunque profanas, nada tienen de licenciosas. «Para deciros, señor, verdad, a mí me quedaron pocas cartas de Marco Aurelio, digo de las que son morales y de buenas doctrinas; que de las otras que escribio siendo mozo a sus enamoradas, aun tengo razonable cantidad dellas, las cuales son más sabrosas para leer que no provechosas para imitar. Muchas veces he sido importunado, rogado, persuadido y aun sobornado para que publicase estas cartas, y a ley de bueno le juro que no ha faltado caballero que me daba una muy generosa mula porque le diese una carta de alguna enamorada, diciendome que se la habia pedido una dama y le iba la vida en complacerla. Mil veces me he arrepentido de haber romanceado aquellas cartas de amores, sino que el conde de Nasao, y el principe de Orange, y D. Pedro de Guevara mi primo, me sacaron de seso y me hicieron hacer lo que yo no queria ni debia. Siendo como yo era en sangre limpio, en profesión teologo, en hábito religioso y en condición cortesano, bien excusado fuera a mí tomar oficio de enamorado, es a saber, en pararme a escribir aquellas vanidades o aquellas liviandades; por lo cual, yo pecador, digo mi culpa, y mi gravisima culpa, pues ofendia a mi gravedad y aun a mi honestidad. Muchos señores y aun señoras se paran a lisongearme y alabarme del alto estilo en que traduje aquellas cartas, y de las razones tan delicadas y enamoradas que puse en ellas; y mejor salud les dé Dios, que yo tome dello gloria ni aun vanagloria; porque asi me afrento cuando me hablan en aquella materia, como si me echasen una pulla. Si por traducir yo aquellas cartas amatorias, y haber puesto en ellas razones tan vivas y requebradas, algun enamorado o alguna enamorada han pecado, cogitatione, delectatione, consensu, visu, verbo et opere, otra y otras mil veces pido a Dios perdon de lo en que le ofendi y del mal ejemplo que de mí di.»

[p. 120]. [1] . El Villano del Danubio, de don Juan de la Hoz y Mota. Pone en verso, abreviándole mucho, el discurso del rústico en el Senado.

[p. 120]. [2] . Mélanges tirées d'une petite bibliothèque, p. 162.

A. Chassang (Histoire du roman dans l'antiquité grecque et latine, p. 464) aventura la temeraria conjetura de que el Marco Aurelio de Guevara puede ser la última refundición de alguna novela filosófica de la antigüedad, en el género de la Vida de Apolonio de Tyana.

 

[p. 121]. [1] . Extractos bien escogidos del Relox de Príncipes hay en el tomo II del Teatro de la elocuencia castellana de Capmany. También don Adolfo de Castro, en el tomo de Filósofos de la biblioteca de Rivadeneyra, donde no tenía para qué figurar Guevara, que es un moralista práctico sin filosofía de ningún genero, pone alguno de los mejores trozos del Marco Aurelio, entre ellos, la arenga del villano del Danubio y el largo razonamiento del emperador a su mujer Faustina, que le pedía la llave de su estudio.

[p. 121]. [2] . La bibliografía, aun incompleta, de sus traducciones ocuparía sin provecho largo espacio en estas páginas. Indicaremos sólo las principales y más antiguas en cada lengua:

—Livre doré de Marc Aurele, empereur et eloquent orateur, traduict du vulgaire castillan en francoys par R. B. (René Bertaut) París, Galliot du Pre, 1531.

—L'orloge des princes... París, 1540. (Es la traducción del señor de la Grise, pero revisada y completada por Antonio du Moulin, con presencia del original español.),

—L'horloge des princes... traduit en partie de castillan en francois par feu Nicolas d'Herberay (sieur des Essars) et en partie reueu et corrigé nouvellement entre les precedentes editions. París, por Guillerme le Noir, 1555. La parte traducida por Herberay des Essarts es el libro primero; los otros dos están tomados de las traducciones anteriores.

Todas ellas se reimprimieron muchas veces, como puede verse en Brunet.

—Vita di M. Aurelio Imperadore, con le alte et profonde sue sentenze, noteuoli documenti, ammirabili essempli, et lodebole norma di vivere. Novamente tradotta di Spagnuolo in lingua Toscana per Mambrino Roseo da Fabriano, 1543.

—Vita, gesti, costumi, discorsi, lettere di M. Aurelio Imperatore, sapientissimo Filosofo et Oratore eloquentissimo. Con la giunta di moltissime cose, che ne lo Spagnuolo non erano, e de le cose spagnuole, che mancavano in la tradottione italiana... In Vinegia, appresso Vicenzo Vaugris... 1544. Firma la dedicatoria Fausto da Longiano.

Hasta veintidós ediciones más en italiano se citan en el Lexicon Bibliographicum de Hoffmann (t. I, pág. 193).

—The Golden Boke of Marcus Aurelius Emperour and eloquent oratour. (Al fin): Thus endeth the volume of Marke Aurelie Emperour, otherwise called the golden boke, translated out of Frenche into Englishe by John Bourchier Knight lorde Barners, deputie generall of the kynges town of Caleis and marches of the same at the instaunt desire of his nenewe sir Francis Bryan knighte, ended at Caleis y tenth daie of Marche, in the yere of the reigne of our soueraygne lorde kyng Henry the VIII, the XXIIII.

Fué reimpreso catorce veces por lo menos en el siglo XVI.

—Traducción alemana de Egidio Albertino, impresa en Munich, 1599 (Vid. Schneider, pp. 89 y ss.). Fué de las más tardías, pero alcanzó siete reimpresiones; la última en Francfort, 1661.

—Traducción holandesa, impresa en 1612 (Vid. Hoffmann).

—Horologii Principum sive de vita M. Aur. Imperatoris libri 3, de lingua castellana in latinam linguam traducti operâ et studio Joannis Wanckelii. Torgae, 1606. Hay, por lo menos, otra edición.

—Horologium principium ad normam vitae M. Aurelii Severi concinnatum per Johannem Wanckelium de lingua castellana in latinam linguam translatum (Francfort, 1664).

—Traducción armenia por Kapriel Hamuzasbian. Venecia, 1738

[p. 123]. [1] . Libro Avreo de Marco Avrelio, emperador y elocuentissimo orador. Nueuamente impresso. En la triumphante ville de Paris, por Galleot de Prado, librero, MDXXIX. Un ejemplar de esta rarísima edición, que a juzgar por su título y por su fecha debe de reproducir, no el texto del Relox de principes, sino el primitivo de las ediciones fraudulentas de Sevilla, Portugal y Aragón a que alude Guevara en su prólogo, apareció en las ventas de Seillière y de Heredia (n. 356).

[p. 123]. [2] . Fueron, según Brunet, Pedro Sorel, Chartrain, Nicolás Clément y Gabriel Fourmenois.

Taine, en su ingeniosa tesis La Fontuine et ses fables (pp. 273-286), hace un detenido y brillante análisis de la fábula del villano del Danubio, que Lafontaine parece haber tomado de los Paralelos históricos de Cassandre, uno de los muchos compiladores que explotaron el libro de Guevara.

[p. 124]. [1] . Shakespeare and Euphuism (en las Transactions of the New Shakespeare society, 1884).— Der Euphuismus (Giessen, 1881), y en su edición del Euphues (Heillbronn, 1887).

[p. 124]. [2] . Le Roman au temps de Shakespeare (París, 1887), págs. 45 y ss.

[p. 125]. [1] . Spanish Literature in the England of Tudors, pp. 65-84, y por incidencia en otras partes.

[p. 127]. [1] . Vid. Sales Españolas... recogidas por Don A. Paz y Melia, páginas 229 y siguientes.

[p. 127]. [2] . Digo casi únicas, porque la historia de Osmín y Daraja, que Mateo Alemán inserto como episodio en su Guzmán de Alfarache, pertenece al mismo género. Ya hablaremos de ella a su tiempo.

[p. 127]. [3] . En su Nobleza de Andulucía, 1588, fol. 296.

[p. 128]. [1] . Historia de la dominación de los árabes en España, sacada de varios manuscritos y memorias arábigas, por el doctor D. José Antonio Conde... Tomo III (Madrid, 1821), pp. 262-265.

[p. 128]. [2] . Tomo II (edición de París, Baudry, 1852), pp. 42-45.

[p. 129]. [1] . Inventario de Antonio de Villegas, dirigido a la Magestad Real del Rey Don Phelippe nuestro Señor... En Medina del Campo, impresso por Francisco del Canto. Año de 1565. Con previlegio. 4.°

—Inventario de Antonio de Villegas... Va agora de nuevo añadido un breve retrato del Excelentissimo Duque de Alua... Impresso en Medina del Capo por Francisco del Canto, 1577. A costa de Hieronymo de Millis, mercader de libros. 8.°

Amplios extractos de este libro, y entre ellos la novela del Abencerraje, reproducida con entera sujeción a la ortografía y puntuación del original, se hallan en el libro de don Cristóbal Pérez Pastor, La Imprenta en Medina del Campo (Madrid, 1895), pp. 199-218.

El mérito de haber renovado en nuestro siglo la memoria, ya casi perdida, de este sabroso cuento, corresponde al bibliófilo don Benito Maestre, que llegó a reunir una colección muy selecta y numerosa de antiguas novelas españolas, incorporada hoy a la Biblioteca Nacional. Maestre fué quien en 1845 hizo imprimir en uno de los periódicos ilustrados de entonces, El Siglo Pintoresco (tomo I, pp. 8-16), la historia de Jarifa y el Abencerraje, que todavía se popularizó más cuando fué incluída por Aribau en el tomo de Novelistas anteriores a Cervantes. Desde entonces se ha reimpreso varias veces, mereciendo especial recuerdo la linda reproducción fotolitográfica de la segunda edición de Medina, hecha por el difunto bibliófilo don José Sancho Rayón.

[p. 130]. [1] . Téngase en cuenta lo que más adelante diremos sobre las primeras ediciones de la Diana.

 

[p. 131]. [1] . Encontró Gallardo este desconocido opúsculo en la biblioteca de Medinaceli, encuadernado con una Diana, edición de Cuenca por Juan de Canova, 1561. Nos hemos valido del extracto que formó aquel incomparable bibliógrafo, y que se conserva entre el grandísimo número de papeles suyos recientemente descubiertos, y que, Dios mediante, se han de publicar como quinto tomo de su Ensayo.

Otro libro se cita con el título de El moro Abindarráez y la bella Xarifa, novela. Toledo, por Miguel Ferrer, 1562. 12.°

[p. 133]. [1] . Los romances relativos a Abindarráez figuran en la colección de Durán con los números 1.089 a 1.094, pero hay que añadir los de Padilla, que sólo se encuentran en su Romancero, reimpreso por la Sociedad de Bibliófilos españoles en 1880 (pp. 220-241), el de Jerónimo de Covarrubias (fol. 245 de La Enamorada Elisea) y quizá algún otro que no recuerdo.

[p. 133]. [2] . Historia de los amores del valeroso moro Abinde-Arraez y la hermosa Xarifa Abencerases. Y la batalla que hubo con la gente de Rodrigo de Narvaez a la sazon Alcayde de Antequera y de Alora, y con el mismo Rodrigo. Vueltos en verso por Francisco Balbi de Correggio... En Milan, por Pacífico Poncio, 1593.

[p. 133]. [3] . Inserta en la parte XIII de su teatro (1620) y reimpresa en el tomo XI de las Obras de Lope, edición de la Academia Española, con un breve estudio de quien esto escribe.

[p. 135]. [1] . «Algunas cosas de aquestas no llegaron a noticia de Hernando del Pulgar, coronista de los Católicos Reyes, y asi no las escribio, ni la batalla que los cuatro caballeros cristianos hizieron por la reina, porque dello se guardó el secreto... Nuestro moro coronista supo de la sultana debajo de secreto todo lo que pasó. Visto por el coronista perdido el reino de Granada, se fue a Africa y a Tremecen, llevando todos los papeles consigo; alli murio y dexó hijos y un nieto suyo, no menos habil que él, llamado Argutarfa, el cual recogió todos los papeles de su abuelo, y en ellos halló este pequeño libro, que no estimó en poco, por tratar la materia de Granada, y por grande amistad se lo presentó a un judio llamado Saba Santo, quien le sacó en hebreo por su contento, y el original arabigo le presentó a D. Rodrigo Ponce de Leon, conde de Bailen. Y por saber lo que contenia y por haberse hallado su abuelo y bisabuelo en dichas conquistas, le rogó al judío que le tradujese al castellano, y despues el conde me hizo merced de darmelo.» (Cap. XVII.)

Cervantes parodió todo este cuento al referirnos el hallargo de los cartapacios arábigos que compró en el Alcaná de Toledo, y que un morisco le tradujo por dos arrobas de pasas y dos hanegas de trigo.

[p. 136]. [1] . Redaciones de algunos sucesos de los últimos tiempos del reino de Granada, que publica la Sociedad de Bibliófilos Españoles. Madrid, 1868, páginas 69-143.

[p. 136]. [2] . Prolegómenos de Aben-Jaldún, en el tomo XVI, pág. 267, de las Noticies et extraits des manuscrits de la Bibliothèque Imperiale de France

[p. 136]. [3] . El libro de Pérez de Hita fué leído entre los moriscos, y uno de ellos le tradujo al árabe o más bien le compendió en un manuscrito que Gayangos poseía, adquirido en Londres, en la venta de los libros de Conde. Este es el pretenso original de que algunos han hablado.

[p. 137]. [1] . Son muy escasos los datos que poseemos acerca de Ginés Pérez de Hita. Fueron recogidos, no con el mejor orden, por el difunto magistrado don Nicolás Acero y Abad, en su libro Ginés Pérez de Hita, estudio biográfico y bibliográfico (tomo I, único publicado). Madrid, imprenta de Hernández, 1889.

No es seguro que pertenezca a nuestro Hita la partida bautismal de un Ginés Pérez hallada por el señor Acero en la parroquia de San Miguel de la villa de Mula, pero todo induce a creer que nació en aquella villa, que tan expresivamente elogia en la segunda parte de las Guerras Civiles (cap. IV):

       Francisco de Melgarejo
       De Mula salió alistado,
       Fuerte villa del Marqués
       Y la mejor del reinado.

En la portada de sus libros se titula «vecino de la ciudad de Murcia», y de aquella capital le supone hijo el P. Morote, en su Antiguedad y blasones de la ciudad de Lorca (pp. 340 y 358). Según las noticias genealógicas sacadas por el señor Acero del Archivo municipal de Mula, la familia de los Hitas se encuentra sin interrupción en aquella villa y procede de uno de los primeros pobladores de ella.

Además de las Guerras Civiles de Granada se conocen dos obras de Ginés Pérez de Hita, compuestas, por desgracia, no en su apacible prosa, sino en pésimos metros. La una es cierto poema o más bien crónica rimada que en el año 1572 escribió en octavas reales y en diez y seis cantos con el título de Libro de la población y hazañas de la muy noble y muy leal ciudad de Lorca, y que, sin gran menoscabo de las letras patrias, ha permanecido inédita hasta nuestros días, estragándose más y más en las repetidas copias, despues de haber servido de fondo principal a la narración en prosa del P. Morote. Le ha publicado íntegro el señor Acero en su libro ya citado (pp. 341- 368). La otra, que ya hemos tenido ocasión de mencionar, es una versión de la Crónica Troyana en verso suelto, con algunos trozos rimados. En la Biblioteca Nacional se conserva el manuscrito, al parecer autógrafo, rubricado en todas las planas para la impresión y encabezado así: Los diez y siete libros de Daris del Belo troyano, agora nuevamente sacado de las antiguas y verdaderas ystorias, en verso, por guines perez de hita, vecino de la ciudad de Murcia. Año 1596.

Había militado a las órdenes de don Luis Fajardo, marqués de Vélez, en la guerra contra los moriscos (1569-1571) y la relación de estas campañas forma el principal asunto de la segunda parte de las Guerras Civiles de Granada, donde quedan muchas pruebas de la nobleza de su corazón, de su humanidad con los vencidos y del horror y lástima que le causaban los desmanes de sus compañeros de armas. Al fin condena en términos expresos el destierro de los moriscos: «Finalmente, los moriscos fueron sacados de sus tierras, y fuera mejor que no se les sacara por lo mucho que han perdido dello su Majestad y todos sus reinos», Se precia de haber salvado, en el horrible estrago que en el pueblo de Félix hizo el endiablado escuadrón de Lorca, a veinte mujeres y un niño de pecho (Parte II, cap. VIII).

[p. 138]. [1] . «Estas y otras lastimosas cosas decia la afligida Sultana con intento de romper sus transparentes venas para desangrarse; y resuelta en darse este género de muerte, llamó a Celima y a una doncella cristiana llamada Esperanza de Hita, que la servía, la cual era natural de la villa de Mula, y llevandola su padre y cuatro hermanos a Lorca a desposarla, fueron salteados de moros de Tirieza y Xiquena, y defendiendose los cristianos mataron más de diez y seis moros; y siendo mortalmente heridos los cristianos, cayeron muertos los caballeros» (Parte I, cap. XIV).

[p. 139]. [1] . Eguilaz (don Leopoldo), Glosario etimológico de las palabras españolas de origen oriental (Granada, 1886), p. 10.

[p. 140]. [1] . Relaciones de los últimos tiempos del reino de Granada, pág. 9.

[p. 140]. [2] . Página 5 de las Relaciones.

[p. 140]. [3] . Como tradiciones análogas a la del degüello de los Abencerrajes recuerda Schack (Poesía y arte de los árabes en España, traducción de don Juan Valera, tomo II, 1868, pp. 236-238), la leyenda oriental del exterminio de la tribu de Temin por un rey de Persia, y la famosa noche toledana del tiempo de Alhalkem II (siglo IX). Pudo haber imitación en los pormenores del relato, pero la leyenda granadina no es una mera trasplantación, puesto que tiene un fondo histórico.

[p. 141]. [1] . «Hubo en Granada un linaje de caballeros, que llamaban los Abencerrajes, que eran la flor de todo aquel reino, porque en gentileza de sus personas, buena gracia, disposición y gran esfuerzo hacían ventaja a todos los demas; eran muy estimados del rey y de todos los caballeros, y muy amados y quistos de la gente comun. En todas las escaramuzas que entraban salian vencedores, y en todos los regocijos de caballeria se señalaban. Ellos inventaban las galas y los trajes, de manera que se podia bien decir que en ejercicio de paz y guerra eran ley de todo el reino. Dicese que nunca hubo Abencerraje escaso ni cobarde, ni de mala disposición; no se tenia por Abencerraje el que no tenia dama, ni se tenia por dama la que no tenia Abencerraje por servidor. Quiso la fortuna, enemiga de su bien, que desta escelencia cayesen de la manera que oiras. El rey de Granada hizo a dos destos caballeros, los que más valian, un notable e injusto agravio, movido de falsa información que contra ellos tuvo, y quisose decir, aunque yo no lo creo, que estos dos, y a su instancia otros diez, se conjuraron de matar al rey y dividir el reino entre sí, vengando su injuria. Esta conjuración, siendo verdadera o falsa, fue descubierta, y por no escandalizar el rey al reino, que tanto los amaba, los hizo a todos en una noche degollar; porque a dilatar la injusticia, no fuera poderoso de hacella. Ofrecieronse al rey grandes rescates por sus vidas, mas él aun escuchallo no quiso. Cuando la gente se vio sin esperanza de sus vidas, comenzó de nuevo a llorarlos: lloranbanlos los padres que los engendraron y las madres que los parieron; llorabanlos las damas a quien servían y los caballeros con quien se acompañaban, y toda la gente comun alzaba un tan grande y continuo alarido, como si la ciudad se entrara de enemigos... Sus casas fueron derribadas, sus heredades enajenadas y su nombre dado en el reino por traidor.»

[p. 142]. [1] . Historia de la rebelión y castigo de los moriscos del reino de Granada (Málaga, por Juan René, 1600), lib. I, cap. XII.

[p. 142]. [2] . En esto de la hermosura no parece que anduvo muy bien informado Marmol, porque Hernando de Baeza que la conoció, aunque ya vieja, dice que le pareció que «no habia sido mujer de buen gesto».

[p. 143]. [1] . The history of the Mohammedan dynasties in Spain... by Ahmed ibn Mohamed Al-Makkari... translated by Pascuall de Gayangos... London, 1843; tomo II, pp. 370 y 371.

[p. 144]. [1] . Siguiendo fielmente la prosa de Hita se compusieron luego dos romances vulgares de La gran Sultana, que todavía venden los ciegos (números 1.208 y 1.209 del Romancero de Durán).

[p. 144]. [2] . Histoire des Mores Mudejares et des Morisques ou des Arabes d'Espagge sous la domination des chrétiens, por M. le Comte Albert de Circourt. París, año 1846, t. III, p. 325.

[p. 145]. [1] . También el romance endecasílabo de su hijo don Leandro sobre La toma de Granada, presentado a un concurso de la Academia Española en 1779, debe toda su erudición morisca a las Guerras Civiles, que el clásico Inarco leía con fruición cuando niño. «Libro deliciosisimo para mí», dice en unos apuntes autobiográficos.

[p. 145]. [2] . Y de Mad. de Villedieu en sus Aventures et galanteries grénadines, divissées en cinq parties (Lyon, 1711), que es en parte traducción y en parte imitación del libro de Pérez de Hita. Otras varias novelas del género granadino, compuestas por autores más o menos conocidos de los siglos XVII y XVIII, pueden verse extractadas en la Bibliothèque universelle des romans, que es el panteón de toda la novelística olvidada.

[p. 145]. [3] . No cabe duda que manejó las Guerras Civiles, puesto que de ellas imitó con bastante gracia el romance de Abenámar, Abenámar-moro de la morería.

[p. 145]. [4] . A Chronicle of the Conquest of Granada. From the ms. of Fray Antonio Agapida. By Washington Irving. París, Didot, 1829. 2 vols. Irving remedó a Pérez de Hita hasta en atribuir su crónica a un historiador fabuloso, como lo es el llamado Fr. Antonio Agapida.

De Walter Scott se refiere que leyó en sus últimos años las Guerras Civiles, y que lamentaba no haberlas conocido antes para haber puesto en España la escena de alguna de sus novelas. El gran maestro de la novela histórica no podía menos de estimar a uno de sus predecesores más ilustres. Vid. Ferd. Denis, Chroniques chevaleresques (París, 1839), t. I, p. 323.

[p. 145]. [5] . En la advertencia que precede a Moraima, dice Martínez de la Rosa: «compuse esta tragedia seis años después de La viuda de Padilla, y como menos mozo y más avisado, procuré escoger un argumento que ofreciese menos inconvenientes y que se brindase de mejor grado a una composición dramática. La casualidad también me favoreció en la elección; acababa de caer en mis manos, no sé cómo, un libro muy vulgar en España, pero que yo no había leído hasta entonces, la Historia de las Guerras Civiles de Granada, y bien fuera por lo extraño y curioso de la obra, bien por el interés que debía excitar en mí, ausente a la sazón de mi patria y con pocas esperanzas de volverla a ver, lo cierto es que la lectura de tal libro me cautivó mucho, y que tuve por buena dicha poder sacar de él un argumento, alusivo cabalmente a mi país natal y a propósito para presentarse en el teatro.»

[p. 147]. [1] . Bulletin Hispanique, enero a mayo de 1903.

[p. 147]. [2] . Fué también menos imitada que la primera; pero además del espléndido drama de El Tuzani que inspiró a Calderón, todavía se encuentra su rastro en Aben-Humeya, excelente drama histórico de Martínez de la Rosa; en La Alpujarra, de Alarcón, y aun en Los Monfíes de la Alpujarra, tremebunda novela de don Manuel Fernández y González.

[p. 147]. [3] . Hay que exceptuar dos o tres únicamente: el que comienza:

 
Las tremulantes banderas
Del grande Fajardo parten
Para las nevadas sierras
Y van camino de Ohánez,
¡Ay de Ohánez!... (cap. X),

 

que tiene mucho ímpetu bélico y produce cierto efecto de tañido fúnebre con la repetición de las palabras finales, y el de la toma de Galera (capítulo XXII), que no es de Pérez de Hita, sino de un amigo suyo, y conserva algunos felices rasgos del bellísimo romance popular de El Conde Arnaldos. Pero la joya poética de esta segunda parte, son las proféticas y sombrías endechas que canta una mora delante de Aben Humeya, «haciendo un sonido sordo y melancólico con un plato de estaño» y cayendo muerta al terminar su lúgubre canción:

           La sangre vertida
       De mi triste padre
       Causó que mi madre
       Perdiese la vida.
           Perdí mis hermanos
       En batalla dura,
       Porque la ventura
       Fué de los cristianos.
           Sola quedé, sola,
       En la tierra ajena;
       ¡Ved si con tal pena
       Me lleva la ola!
           La ola del mal
       Es la que me lleva
       Y hace la prueba
       De dolor mortal.
           Dejadme llorar
       La gran desventura
       Desta guerra dura
       Que os dará pesar.
           De las blancas sierras
       y ríos y fuentes,
       No verán sus gentes
       Bien de aquestas guerras;
           Menos en Granada
       Se verá la zambra
       En la ilustre Alhambra
       Tanto deseada;
           Ni a los Alijares
       Hechos a lo moro,
       Ni a su río de oro,
        Menos a Comares.
           Ni tú, don Fernando,
       Verás tus banderas
       Tremolar ligera
       Con glorioso bando;
           Antes destrozadas,
       Presas y abatidas
       Y muy doloridas,
       Tus gentes llevadas
           A tierras ajenas;
       Metidas en hierros
       Por sus grandes yerros
       Pasarán mil penas.
           No verán los hijos
       Dónde están sus padres,
       Y andarán las madres
       Llenas de letijos,
           Con eternos llantos
       Muy descarriados
       En sierras, collados,
       Hallarán quebranto.
           Y tú, don Fernando,
       No verás los males
       de los naturales
       Que te están mirando;
           Porque tus amigos
       Quiere el triste hado
       Te habrán acabado
       Siéndote enemigos.
           Otro rey habrá
       También desdichado,
       Que amenaza el hado
        Como se sabrá.
           Y tú, Habaquí,
       Por cierto concierto
       También serás muerto
       ¡Mezquino de ti!     El cristiano bando
Volverá glorioso
Viene poderoso;
Despojos llevando;
   Y yo estoy llorando
Y la sepultura
Mi gran desventura,
Ya me está aguardando (Cap. XIV).
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 

[p. 149]. [1] . Sin proponernos apurar aquí la extensa bibliografía de la obra de Ginés Pérez, apuntaremos sólo las ediciones más notables:

Historia de los vandos de los Zegrias y Abencerrages, Caualleros moros de Granada, de las Civiles guerras que huuo en ella, y batallas particulares que huuo en la Vega entre Moros y Christianos, hasta que el Rey D. Fernando Quinto la gano. Agora nvevamente sacado de un libro Arauigo, cuyo autor de vista fue un Moro llamado Aben-Amin, natural de Granada. Tratando desde su fundación. Tradvzido en Castellano por Gines Perez de Hita, vezino de la ciudad de Murcia. En Çaragoça. Impreso en casa de Miguel Ximeno Sanchez. M.D.LXXXXV. A costa de Angelo Tabano. 8.° 8 hs. prel. y 307 de texto.

Esta rarísima edición se halla en la Biblioteca Nacional de París, y por ella publicó varios capítulos el señor Acero en su curioso centón sobre Pérez de Hita, ya mencionado. Hasta ahora no se conoce otra más antigua, y el editor Angelo Tavano dice rotundamente que era libro nunca hasta ahora impresso. Cítase vagamente una de Alcalá, 1588, pero Brunet duda de su existencia.

Esta primera parte fué reimpresa en Valencia, 1597; Alcalá de Henares, 1598; Lisboa, 1598; Alcalá, 1601; Lisboa, 1603; Barcelona, 1604; Alcalá, 1604; Valencia, 1604; Málaga, 1606; París, 1606 (con dedicatoria de un tal Fortan a la Marquesa de Vernoil; el mismo Fortan aclara al margen varias palabras para inteligencia de los franceses); Barcelona, 1610; Sevilla, 1613; Valencia, 1613; Lisboa, 1616; Barcelona, 1619; Alcalá, 1619; Cuenca, 1619; Sevilla, 1625; Madrid, 1631. Suprimo todas las ediciones posteriores a esta fecha. Hay, por lo menos, doce en todo lo restante del siglo XVII, y aunque vulgares y de surtido, todas son raras, lo cual prueba el gran consumo que se hacía del libro como lectura popular. En el extranjero también servía para texto de lengua; la edición de Fortan fué reimpresa varias veces, una de ellas en 1660.

Seis ediciones por lo menos, de la primera parte suelta salieron en el siglo XVIII.

La segunda parte, como al fin de ella se declara, fué «sacada en limpio y acabada» por su autor «en 25 de noviembre de 1597», e impresa en Alcalá de Henares, por Juan Gracián, en 1604; pero de esta primera edición no se conserva (que yo sepa) ejemplar alguno, y su existencia consta sólo por los preliminares de las siguientes. Las dos más antiguas que se conocen son la de Barcelona, 1619, por Esteban Liberós, y la de Cuenca, 1619, por Domingo de la Iglesia, una y otra con este título: Segunda parte de las guerras civiles de Granada y de los crueles bandos entre los convertidos moros y vecinos cristianos con el levantamiento de todo el reino y ultima rebelion sucedida en el año de mil quinientos sesenta y ocho. Y assimismo se pone su total ruina y destierro de los moros por toda Castilla; con el fin de las granadinas guerras por el rey nuestro señor don Felipe II de este nombre, por Gines Perez, vecino de la ciudad de Murcia, dirigida al Excmo. Sr. Duque del Infantado, Mayordomo mayor del Rey Nuestro Señor Don Felipe III deste nombre.

Fué reimpresa en Barcelona, 1631; Madrid, 1696, por Juan García Infanzón, y tres veces más en el siglo XVIII, siendo la edición más conocida la que hizo en 1731 el famoso librero Padilla.

Las ediciones de ambas partes juntas, hechas, en Madrid, por don León Amarita; 1833; en París, por Baudry, 1847, y en el tomo III de Rivadeneyra, están adulteradas del modo que se indica en el texto. Creo que no lo estará todavía la de Gotha, por Steudel y Keil, 1805-1811, que ocupa los tres primeros tomos de la Bibliotheca Española de aquellos editores.

De la primera parte existen traducciones y arreglos en varios idiomas. En francés hay dos por lo menos: una de autor anónimo, con el título de Histoire des guerres civiles de Grénade (París, 1608), y otra de A. M. Sané, con el de Histoire chevaleresque des Maures de Grénade (1809). Esto sin contar con las imitaciones, de las cuales ya hemos mencionado algunas, y todavía pueden añadirse la Histoire des guerres civiles de Grénade de Mademoiselle de la Roche Guilhen (París, 1683), y la Histoire de la conquête de Grénade, de Mad. Gómez.

En lengua alemana fué traducida por Carlos Augusto Spalding (Geschichte der Bürgerlichen Kriege in Granada, Berlin, 1821. En inglés, por Tomás Rodd (Las Guerras Civiles, and the history of the factions of the Zegries and Abencerrages, to the final conquest by Ferdinand and Isabella... Londres, año 1801).

[p. 151]. [1] . Primera parte de los Comentarios reales que tratan del origen de los Incas, reyes que fueron del Perú; de su idolatría, leyes y gobierno en paz y en guerra, de sus vidas y conquistas, y de todo lo que fué aquel imperio y su República antes que los españoles pasaran a él. Escritos por el Inca Garcilaso de la Vega, natural del Cuzco... Lisboa, Pedro Crasbeck, 1609.—Reimpreso en Madrid, 1723 .

[p. 151]. [2] . «El hijo tercero de Alonso Hinestrosa de Vargas y de D.ª Blanca de Sotomayor fué Garcilaso de la Vega, mi señor y padre. El qual empleó treynta años de su vida hasta que se le acabó en ayudar a conquistar y poblar el Nuevo Mundo, principalmente los grandes reynos y provincias del Perú, donde con la palabra y el exemplo enseñó y doctrinó a aquellos gentiles nuestra santa Fee catholica, y aumentó y magnificó la corona de España, tan larga, rica y poderosamente que por sólo aquel imperio que entre otros posee, le teme hoy todo lo restante del mundo. Huvome en una india llamada doña Isabel Chimpu Oello: son dos nombres, el cristiano y el gentil, porque las indias e indios en comun, principalmente los de la sangre real, han hecho costumbre de tomar por sobrenombre, después del bautismo, el nombre propio o apelativo que antes de él tenían. Y estales muy bien por la representación y memoria de los nombres y sobrenombres reales que en sus magestades antiguas solían tener. Doña Isabel Chimpu Oello fué hija de Hualipa Tupac Inca, hijo legítimo de Inca Yupanqui y de la Coya Mama Oello, su legitima muger, y hermano de Huayna Capac Inca, ultimo rey que fue en aquel imperio llamado Peru.»

Así Garcilaso, en su Genealogía de Garci Pérez de Vargas, escrita en Granada a 5 de mayo de 1596 (apud Gayangos, notas a Ticknor, III, p. 555).

[p. 154]. [1] . Vid. Historia crítica de los falsos cronicones, por don José Godoy Alcántara. Madrid, 1868.

[p. 155]. [1] . Centvria o Historia de los famosos hechos del Gran Conde de Barcelona don Bernardo Barcino y de don Zinofre su hijo, y otros Caualleros de la Prouincia de Cathaluña. Sacada a luz por el Reverendo Padre Fray Esteuan Barellas, predicador de la Orde del Seraphico Padre san Francisco de la misma Prouincia. Dirigida al ilustre Senado de los Señores Diputados de Cathaluña... En Barcelona en casa de Sebastian de Cormellas. Año M.DC (1600). Fol.

Torres Amat, en sus Memorias para un diccionario de escritores catalanes (página 94), dice, pero no es muy verosímil, que la palabra catalana barrellada, en significación de fábulas o disparates, está tomada del apellido de este falso historiador Barellas. Esa voz debe de ser mucho más antigua, y tiene etimología bien obvia. Ni Barellas (o Barrellas, como T. Amat escribe) fué nunca escritor de tal notoriedad que de su apellido pudieran formarse derivados.

[p. 157]. [1] . Vid. Milá y Fontanals, Obras completas, tomo VI (Barcelona, 1895), páginas 84-86.

[p. 157]. [2] . Historia de las Grandezas de la Ciudad de Auila. Por el Padre Fray Luis Ariz. Monge Benito, Dirigida a la Ciudad de Auila, y sus dos Quadrillas. En la Primera Parte trata quál de los quarenta y tres Hercules fue el mayor, y cómo siendo Rey de España tuvo amores con una Africana, en quien tuuo un hijo, que fundó a Avila. Tratase qué naciones la poseyeron, hasta que la conuirtio el glorioso san Segundo, compañero de seys obispos que embiaron san Pedro y san Pablo desde Roma, y adónde estan los seys. Prosigue el Autor los demas obispos que ha tenido Auila, y los cuerpos santos que tiene. y cómo fue hallado san Segundo, y su traslación, con las funciones de sus Iglesias. Con priuilegio. En Alcala de Henares, Por Luys Martinez Grande. Año de 1607. Además del frontis, tiene una portada grabada, que representa, a estilo de libros de caballerías, los principales episodios de la historia de Ávila.

Segunda Parte de las Grandezas de Auila. Prosigue el Autor las vezes que fue perdida y ganada, hasta el año 992. Su poblacion por el Conde don Ramon. Quiénes y de donde fueron los pobladores. Que calidades han de tener los caualleros, y la estimacion de la honrra, y cómo pende dellos el bien de la Republica, Cómo fue defendido en Auila el Emperador don Alonso Ramon contra su Padrastro el Rey de Aragon. La respuesta que Auila le imbió, y cómo vino contra ella, y mato los infantes que le dieron en rehenes. Cómo fue nombrado Blasco Ximeno para reptarle, y la muerte aleuosa que le dieron, y la sentencia sobre si pudo ser reptado el Rey. Cómo fueron los Adalides de Auila a defender a Toledo, en la muerte del Rey don Alonso 6.° contra los Moros que hauian alçado por Rey a Iezmin, y Aya de Talauera, con quien auia de ser casada Aja Galiana, mujer de Naluillos Blazquez, Prima hermana de Santa Casilda y del infante Petran. Por cuya conuersion y Bautismo entró por Castilla el Infante contra el Rey don Fernando I. Y cómo el Infante fue Bautizado, por mano de la Reyna de los Angeles, y fue fundador del Real Monasterio de nuestra Señora de Sopetran. Cómo Ximena Blazquez, Tia de Naluillos Blazquez, en ausencia de su marido el Alcayde, Hernan Lopez Trillo, y de los Adalides y gente de guerra de Auila, defendió la Ciudad con sus hijas y nueras, vistiendose de hombres, contra el poder del Rey Abdalla Alhaçen. Continuase la historia en el lenguaje Antiguo que la escriuio y conto el obispo don Pelayo de Obiedo, a los que yban a poblar a Auila, en Arebalo. El año mil y ochenta y siete.

Copio íntegras estas pesadísimas portadas, porque bastan para dar idea de la insensatez de la obra. Las partes tercera y cuarta son más propiamente históricas, y, como otros muchos libros de su clase, contienen noticias curiosas y útiles.

Las cuatro partes están reunidas en un volumen en folio, pero cada una de ellas tiene paginación diversa,

[p. 160]. [1] . Todavía el señor don Juan Martin Carramolino, en su Historia de Avila en tres volúmenes, impresa en 1873, prohija muchas de las fábulas del P. Ariz, por lo cual su obra ha de ser caute legenda.

 

[p. 162]. [1] . El ejemplar, acaso único, que del Epílogo se conoce perteneció en Londres al canónigo Riego, de cuyos herederos le adquirió don Pascual de Gayangos. El colofón dice así: «La presente obra fue impresa en Salamanca por el muy honrrado varon Lorenço de Lion de Dei, mercader e impresor de libros. Acabose a veynte y dos dias del mes de abril, año de mill e quinientos e dezinueve años, a pedimento de Juan Gallego, vecino de Avila, para el señor Gonçalo de Ayora, capitán e coronista de sus Altezas...»

Hay una reimpresión de Madrid, 1851, con un breve prólogo de Gayangos.

[p. 162]. [2] . Sobre las sucesivas falsificaciones de la historia de Ávila discurrió don Vicente de la Fuente en su opúsculo Las Hervencias de Avila (1867), reimpreso en parte en el tomo I (pp. 236-279) de sus Estudios críticos sobre la Historia y el Derecho de Aragón.

 

[p. 163]. [1] . Los nuevos libros de las Hauidas de Hieronymo Arbolanche, Poeta Tudelano. Dirigidos a la Ilustre Señora Doña Adriana de Egues y de Biamonte. En Çaragoça, en casa de Iuan Millan. Vedense en casa de Miguel de Suelues Infançon. 8.°

Es libro de la mayor rareza, del cual sólo he manejado dos ejemplares.

Gayangos, en las notas al Ticknor castellano (III, 536-539), y Gallardo y Salvá, en sus respectivas bibliografías, presentan algunas muestras bien escogidas de la versificación de Arbolanche.

[p. 166]. [1] . Citado la primera vez por Fr. Antonio Brandao en su Monarchia Lusitana, 3.ª parte, 1652, libro X, cap. XLV: «Hum romance tenho que trata da batalla do Salado, composto por Alfonso Giraldes, autor daquelle tempo, em o principio do qual, entre outras guerras antigas que se apontao, se faz mençao desta que o Abbade Joao teve com os mouros e com seu capitao Almanzor», etc. (Jorge Cardoso, Agiologio Lusitano, 1652 tomo I, página 328).

[p. 166]. [2] . Poseo un manuscrito de este Compendio, en tres volúmenes, letra del siglo XVI. La leyenda del abad Juan se encuentra en el segundo, páginas 400-408. El señor Menéndez y Pidal cita, además de éste, tres manuscritos de la Biblioteca Nacional y uno de la Escurialense, advirtiendo que el P—I de la Biblioteca Nacional, letra de la segunda mitad del siglo XV, corresponde a una primera redacción de Almela.

[p. 166]. [3] . Gayangos, en su Catálogo de Libros de Caballerías, cita un fragmento que poseía don Mariano Aguiló, con el siguiente encabezamiento: «Comiença el libro de Juan Abad, señor de Montemayor: en el qual se escrive todo lo que le aconteció con don García su criado.» Estaba impreso al parecer en el primer tercio del siglo XVI.

—Historia de el abbad do Juan. Al fin: « Fue impresso el presente Libro en casa de Francisco Fernandez de Cordova, impresor. Año de mil y quinientos y sesenta y dos ». Es edición sín duda de Valladolid, donde Francisco Fernández de Córdoba tuvo famosa imprenta. El único ejemplar conocido de este cuaderno fué comunicado por su dueño, don Anibal Fernández Thomas, a la señora doña Carolina Michaëlis de Vasconcellos, que hizo sacar copia de él para el señor Menéndez Pidal.

Cítase otra edición de Sevilla, 1584. Una de las últimas fué sin duda la que se describe en el Ensayo de Gallardo (núm. 807):

« Comiença la historia del abad Juan, señor de Montemayor, compuesta por Juan de Flores. » Colofón: « Impresso en Cordoba en las callejas del alhondiga por Diego de Valverde y Leiva, Acisclo Cortés de Ribera, año 1693. » (4.°, sin foliar.)

El encabezamiento debe de estar tomado de alguna edición antigua. Juan de Flores es, como sabemos, autor o refundidor de varias novelas cortas publicadas a principios del siglo XVI (alguna acaso a fines del XV), tales como Grisel y Mirabella, Grimalte y Gradissa, etc.).

[p. 167]. [1] . Gesellschaft für romanische Litteratur, Band 2. La leyenda del Abad D. Juan de Montemayor, publicada por Ramón Menéndez Pidal. Dresden, 1893.

[p. 174]. [1] . El pueblo de la Mancha llamado La Torre de Juan Abad, tan conocido por el señorío que en él tuvo Quevedo, ¿deberá su nombre a esta leyenda? Según las relaciones topográficas del tiempo de Felipe II, utilizadas por don Aureliano Fernández-Guerra (Obras de Quevedo, ed. Rivadeneyra tomo II, pág. 657), todavía en el siglo XVI persistían allí «los vestigios de una torre con sus dos cavas y foso, cuyo fundador, dueño o alcaide, el buen, Johan Abbad, defendiéndola contra muchedumbre de enemigos, hubo de dar nombre a la villa».

[p. 175]. [1] . Publicado e ilustrado por don Marcos Jiménez de la Espada (Madrid, año 1877)

[p. 175]. [2] . Esta versión ha sido modernamente impresa conforme a la copia que sacó el benemérito erudito H. Knust del Códice de la Biblioteca Nacional.

El Libro de Marco Polo. Aus dem Vermächtnis des Dr. Hermann Knust nach der Madrider Handschrift herausgegeben von Dr. Stuebe. Leipzig, 1902.

[p. 176]. [1] . Libro del famoso Marco Polo, Veneciano, de las cosas maravillosas que vido en las partes orientales; conviene saber en las Indias, Armenia, Aravia, Persia y Tartaria; e del poderio del Gran Can y otros Reyes. Con otro Tratado de Micer Pogio Florentino e trata de las mismas islas y tierras. Logroño, por Miguel de Eguía, 1529.

Hay otra edición de Salamanca con el título de Cosmografía introductoria en el libro de Marco Paulo Veneto, de las cosas maravillosas de las partes orientales y tratado de Micer Pogio, Florentino (Sevilla, por Juan Varela, de Salamanca, 1518).

[p. 176]. [2] . Barcia, en sus adiciones a León Pinelo, cita dos ediciones de 1515 y 1540, entrambos de Valencia. Pero no he visto más que la de 1521, que es la misma que tuvo Salvá:

Libro d'las marauillas del mudo y d'l viaje de la Tierra Sancta de jerl'm y de todas las prouincias y cibdades de las Indias y d' todos los obres mostruos q ay por el mudo Co muchas otras admirables cosas.

Colofón... Fue ympremida la presente obra en la metropolitana Ciudad de Ualencia. Por arte e yndustria de Jorje Costilla. Acabose en el Año de las discordias de Mil y Quinientos y XXj. A quinze de Julio.

Fol. let. gótica a dos columnas.

[p. 178]. [1] . Estas comparaciones fueron ya hechas por E. Montegut en un ameno e ingenioso estudio sobre el Viaje de Mandeville (Vid. Heures de lecture d'un critique, París, 1891), pp. 233-337.

[p. 179]. [1] . En las Settanta Novelle Porretane, del boloñés Sabadino degli Arienti, se halla una que tiene por héroe a un «hijo del rey de Portugal», que seguramente es el infante D. Pedro por la alusión que se hace a sus viajes:

« El filiol del Re di Portogallo fingendo andare per voto in Ierosolima ne va in Anglia; et mena via la figliola del Re sua amante: ambe doi in diuersi lochi rapiti sono in servitu posti: in la quale dimorati vn tempo in Portogallo inopinatamete se trouano: done co grade festa et leticia se mariteno »...

Fol. XIX de la edición de Venecia, 1510.

[p. 180]. [1] . Europa Portuguesa, 2.ª edición. Lisboa, 1679, t. II, p. 325.

[p. 180]. [2] . La edición castellana de 1547 (Salamanca, por Juan de Junta, «a veinte e cinco dias de enero») existe en la Biblioteca Nacional de París. En la de Madrid, otra edición gótica, de Burgos, por Felipe de Junta, 1563, procedente de la librería de don Pascual Gayangos.

De las dos relaciones de cordel que actualmente se expenden en castellano y portugués, ha hecho una curiosa reproducción comparativa don Cesáreo Fernández Duro (Viajes del Infante D. Pedro de Portugal en el siglo XV... Madrid, 1903).

[p. 181]. [1] . Lisboa, Imprenta Nacional, 1891; págs, 83-135 y 369-378.

Siento no conocer el trabajo del señor Sousa Viterbo, O infante D. Pedro o das sete partidas. Lisboa, 1902.

[p. 181]. [2] . Véase el precioso estudio ya citado: Una obra inedita do Condestavel D. Pedro de Portugal (en el Homenaje a Menéndez y Pelayo, t. I, pp. 637-732).

[p. 182]. [1] . La versión del aragonés Martín Martínez de Ampiés fué bellamente estampada en Zaragoza por el alemán Paulo Hutus, en 1498, con muchas curiosas estampas en madera, que representan ya animales exóticos, ya trajes de diversas naciones peregrinas (griegos, surianos o sirios, abisinios, etcétera) y muestras de los alfabetos árabe, caldeo, armenio, etc., todo lo cual acrecienta el valor bibliográfico de este rarísimo libro. El traductor pone de su cosecha al principio un breve Tratado de Roma, o sea compendiosa descripción e historia de esta ciudad, y suele añadir algunas notas muy curiosas, especialmente la que se refiere a los gitanos, que él llama bohemianos o egipcianos.

De los viajes españoles a Jerusalén del marqués de Tarifa y de Juan del Encina, es inútil decir nada, por ser tan conocidos.