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Obras completas de Menéndez... > ESTUDIOS Y DISCURSOS DE... > IV : SIGLO XVIII : HISTORIA... > SIGLO XIX.—ESTUDIOS POÉTICOS > DON GASPAR NÚÑEZ DE ARCE

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Al comenzar el presente estudio, como siempre que pienso en poetas contemporáneos, acuden involuntariamente a mi memoria estas tristes palabras de Enrique Heine, en un capítulo de sus Reisebilder: «En otro tiempo, en la antigüedad, en la Edad Media, el mundo era de una sola pieza, y había poetas enteros. Honremos a estos poetas y gocemos de su genio; pero toda imitación de su unidad es una mentira, que difícilmente se oculta a los ojos que saben discernir lo verdadero de lo falso.» Y añade con profunda amargura Enrique Heine, que es lástima que el mundo se haya partido en dos, y que el corazón del poeta, no pudiendo mantenerse íntegro y compacto, haya padecido los efectos de esta violenta división.

Al señor Núñez de Arce, como a todos los que hoy viven, le ha alcanzado algo de esta universal calamidad, y no es mengua de su fuerza poética el que pueda decirse de él que no es un poeta entero, aunque sea un gran poeta. ¿Y qué se entiende por poeta entero? Procuraré aclarar mi pensamiento, o más bien el de Heine, que me ha dado pie para entrar en materia.

Hubo siglos, en efecto, en que el alma del poeta vibraba acorde con la de sus oyentes. En las sociedades primitivas, y en otras más adelantadas, pero todavía de unidad sencilla y poderosa, era [p. 332] el cantor eco solemne de la multitud que le escuchaba, y casi se confundían sus atributos con los del sacerdote y el profeta. Sobre un fondo común de ideas y de afectos se levantaban, no (como soñó la escuela wolfiana) mil voces que se confundiesen luego en una ráfaga de sonido, bastante a inflamar el corazón de los guerreros y a hacer postrarse a los creyentes al pie de los altares, sino la voz única, y de inmortal resonancia, del varón elegido por el Numen para marcarle con su sello. Este hombre, ni por lo que creía, ni por lo que sentía, ni por lo que afirmaba de las cosas de este mundo y del otro, ni por el odio o el amor que enfervorizaban su canto, se distinguía notablemente de la masa de su pueblo; pero todo lo creía, lo sentía y lo afirmaba de un modo más enérgico, más íntimo y más luminoso. Toda idea que pasaba por su mente se convertía instantáneamente en imagen, y toda imagen era veladura de aquel concepto universal vislumbrado por el poeta en una especie de ensueño. Leía en piedras, plantas y metales revelaciones prodigiosas, y, como del sabio Rey cuentan las leyendas orientales, tenía la clave del lenguaje de los pájaros y del aroma de las flores. Pero quizá debía todas estas maravillosas virtudes y aquella profusión de luz con que aparecían en su mente los espectáculos de la naturaleza, al hecho de ser vulgo, de ser uno de los pequeñuelos de su gente, de no ser apenas persona, en el sentido individual y autonomista de la frase. Llaman los críticos a la poesía de tales hombres poesía popular, y todos convienen en darle por nota característica la impersonalidad, no ciertamente en el sentido grosero y material de que todo un pueblo la vaya componiendo fragmentariamente, sino en otro sentido más profundo, es a saber, porque el pueblo contribuye a ella con la elaboración anónima, no de los versos, no de la forma (que será siempre, así en las sociedades bárbaras como en las cultas, privilegio y virtud de uno solo, a quien por tal excelencia llamamos artista), sino de la materia de la poesía, del mito, de la teogonía, de la leyenda; y el poeta, que tiene la dicha de concentrar todos estos rayos de luz en un foco, no es persona, en cuanto no es inventor ni creador de ninguna de estas cosas, sino que las acepta buenamente de la tradición, creyéndolas con fe encendida y sumisa. Sólo a tal precio será creído él, y será recibida su obra amorosamente por el pueblo. No es persona, en cuanto sus conceptos y aun sus pasiones [p. 333] no le pertenecen a él más ni menos que a cualquiera de los que le oyen; y sólo le pertenece una cosa, la forma. Pero la forma es de tal eficacia y virtud, que en ella se arraiga y fortifica su personalidad, y por ella se levanta, al mismo tiempo, el nivel de la cultura en el pueblo circunstante, que se reconoce a sí mismo en los cantos del poeta; pero ennoblecido y glorificado por el divino fulgor de la hermosura. Así se establece aquella cadena magnética de que Platón nos habla, cuyo primer eslabón es el poeta, el segundo el rapsoda, el mimo o el cantor, y el tercero el público. Es claro que cuando el poeta siente de un modo y los espectadores de otro, o más bien, cada cual de un modo distinto, esta poesía no existe ni se concibe siquiera. Y como es ley de la humanidad que la conciencia individual, o, digámoslo mejor, el mundo interior de cada uno, se vaya distinguiendo y separando cada día más del mundo intelectual colectivo, resulta que han de llegar forzosamente épocas de increíble disgregación moral, de fraccionamiento atomístico en el sentir y en el pensar, en las cuales no habrá más poesía legítima y sincera que la poesía individual, que algunos creen ser la única poesía lírica, pero con error, porque también cabe un lirismo, de especie muy distinta, en las sociedades primitivas y épicas. Llamémosla, pues, individual o personal, y esto será más exacto. Claro es que esta poesía, si no ha de ser letra muerta para los contemporáneos, ha de corresponder a algún estado general del alma humana; pero lo expresará de una manera tan sing lar o peculiar del poeta, que vendrá a convertirse en propiedad y dominio suyo. A pesar de la honda división que producen las escuelas filosóficas y sociales y los sistemas políticos en incesante lucha, todavía el placer y el dolor son lengua universal e inteligible para todos: sólo que cada poeta habla esta lengua con las inflexiones de su propio dialecto. Nace de aquí una variedad inmensa de tonos y de matices en la lírica contemporánea. Pero ¿dónde encontrar una poesía que nos exprese todas las relaciones sociales, todas las fuerzas y manifestaciones de la vida, en una palabra, el hombre entero, así en lo moral como en lo físico? Y aquí vuelvo a acordarme de otras palabras de Enrique Heine, no menos verdaderas que las pasadas: «Vivimos intelectualmente solitarios: cada cual de nosotros, merced a una educación particular, y a lecturas dirigidas la mayor parte de las veces por el acaso, [p. 334] ha adquirido una tendencia de carácter diferente: cada cual de nosotros, como si estuviese moralmente disfrazado, piensa, siente y obra de diverso modo que los demás, y el no entenderse es tan frecuente, que la vida intelectual en común se hace difícil; y donde quiera nos encontramos extraños unos a otros, y como trasplantados a tierra extranjera.»

Hay mucha verdad en estas lamentaciones. En otro tiempo había poetas nacionales, poetas de raza, de religión, primeros educadores de su pueblo, fundamento de su orgullo... Homero, Dante, Lope de Vega. Hoy no hay ni puede haber otra cosa (como no sea en nacionalidades atrasadas y rudimentarias, o en aquellas que no han alcanzado todavía su independencia plena, y que en el fragor de la lucha mantienen viva la conciencia nacional) que poetas de sentimiento y de fantasía individual: Byron, Leopardi, lamartine, Musset, Heine y, después de ellos, los  Dii minores de todas las literaturas. Nuestro siglo se señala, no hay que negarlo, por un desarrollo prodigioso de esta especie de poesía. Cada uno de estos sacerdotes poéticos tiene su temple, su culto y sus fieles. ¿Cuál de ellos representa la poesía del siglo XIX? A mi entender, todos y ninguno. El más grande de todos es Goethe, y, sin embargo, la poesía de Goethe es el secreto de pocos iniciados: la misma extraordinaria cultura del poeta le aisla del vulgo, y pocos, entre los hijos de los hombres, podrán seguir de hito en hito el vuelo del águila de Weimar. Entre su nación y él media todavía una distancia incalculable.

Es, pues, vana, aunque sea generosa empresa, la de querer reproducir en nuestra edad los prodigios líricos y épicos de la sociedades jóvenes y convertirnos en poetas populares. En tal empeño nos perderemos siempre, al paso que podremos ser grandes y originales, tan grandes como esos poetas primitivos, siguiendo un rumbo distinto del que ellos siguieron, y hablando de las cosas de nuestra alma, como Byron y Leopardi.

¿Es esto decir que toda poesía moderna haya de reducirse a esta contemplación egoísta de sí propio? No, en verdad. Si en los tiempos que corremos no es dado al poeta levantar con sus versos los muros de las ciudades, puede todavía asociarse a los triunfos de la civilización, y encontrar en ellos una fuente de poesía, no ya sólo nacional, sino humana, magnificando todos los esfuerzos del [p. 335] trabajo y todos los elementos que ha conseguido poner bajo su mano, desde el telar y la lanzadera, hasta la fuerza eléctrica que enlaza dos mundos. Y si no puede como en las más remotas edades de la historia juntar con el lauro de su frente las ínfulas sacerdotales, puede, si la fe arde en su pecho, y él no quiere atarse al carro de la impiedad triunfante, puede todavía hablar de las cosas de Dios en lengua que llegue a los más y a los mejores, como llegó la voz de Manzoni en los Himnos Sacros; pero siempre a condición (para que esta voz sea íntima y penetrante) de que no responda, a pasajero sentimentalismo, como en Lamartine y Chateaubriand sino a la robustez enérgica y viril de la creencia tradicional, como en el gran poeta lombardo antes citado. Y, finalmente, aunque el vate lírico, en las actuales condiciones, rara vez pueda hacer resonar su voz en la plaza pública, ni descender a la palestra olímpica, ni servir de guía o de faro a los combatientes y a los legisladores; aunque no pueda ser, no ya David, sino ni aun Píndaro o Tirteo, todavía puede, en las grandes crisis de su pueblo, alzar el cántico de victoria o la lamentación sobre las ruinas; aunque las más de las veces, por efecto de la tendencia individualista que nos domina, esta misma poesía vendrá mezclada con algo, y aun mucho, de personal, y será, si se exceptúan algunos pasos y situaciones heroicas, antes la poesía de un partido, quizá grande, quizá dominante, que la poesía de una nación. Pero sucederá en cambio, porque todo está compensado en el mundo, que esta poesía civil (como los italianos dicen), por lo mismo que casi siempre persigue un ideal abstracto de justicia y de derecho, no se encerrará en los estrechos límites del solar nativo, y la comprenderán muchos de los extraños, al mismo tiempo que será letra muerta para no pocos de los propios.

Este carácter cosmopolita o universal que asignamos a la poesía de nuestro siglo, no sólo en la esfera del sentimiento individual, que con más empeño cultiva, sino en la esfera de los intereses generales, que a veces invade, se refleja poderosamente en aquéllas, por otra parte escasas, obras líricas de nuestras edad, donde el poeta ha querido agrandar el campo de sus triunfos, no limitándose a hablar a cada lector en solitario asilo, sino tomando alternativamente el papel de tribuno, de soldado, de apóstol, y algunas veces el de profeta. Aun en los cantos numerosos y algunos muy bellos, que la unidad italiana o la patria germánica han inspirado [p. 336] se siente como el rechazo de una tormenta mayor, y suena a lo lejos el estruendo de la revolución europea; algo, en suma, más hondo que la cuestión de razas o de nacionalidades. Y de igual suerte, los cantos que nuestra guerra de la Independencia inspiró a Quintana, tienen tanto de europeos como de españoles; y por la mezcla que en ellos se advierte de las ideas francesas y aun del espíritu enciclopedista del tiempo, podían haber sido fácilmente adoptados por los vencidos, al paso que debían sonar; desapaciblemente en los oídos de muchos de los vencedores.

Pero con todas estas restricciones y otras más que habría que hacer, si llevásemos adelante este análisis, cabe en nuestros tiempos una poesía más alta que la que es puro color y pura música, o ambas cosas a la vez; más importante y trascendental que la que hace del amor inagotable tema; obra, finalmente, que sin perder su condición de artista, y acaso por esto mismo, se convierte en elemento poderosísimo de organización o de trastorno social. Cuando esta poesía traspasa los lindes del momento presente; y abarca todo el cuadro de la vida humana derramando en ella la alegría y la esperanza, o ungiendo sus alas con el suave nardo del sentimiento evangélico, produce las maravillas de La Campana o de La Pentecoste. Cuando desciende a la arena de la pasión contemporánea y se trueca en espada terrible y luminosa, surge la canción de Béranger o el Scherzo de Giusti, y con formas y tono más remontados, la poesía política de Núñez de Arce.

Núñez de Arce pertenece, pues, al género de los poetas civiles, de los que increpan y amonestan, de los que hacen crujir su látigo sobre las prevaricaciones sociales, de los que imprimen el hierro candente de su palabra en la frente o en la espalda de los grandes malvados de la historia o de los que ellos tienen por tales, pues no se ha de olvidar que el poeta político, en nuestros tiempos, no puede menos de ser un hombre de partido, con todos los atropellos e injusticias que el espíritu de facción trae consigo. Pero este mismo espíritu no cabe sino en almas de temple recio y viril, naturalmente honradas y capaces de apasionarse por una idea. De donde resulta que , para que las indignaciones o los entusiasmos del poeta político nos conmuevan, siquiera sea de un modo transitorio, y mientras dura la impresión de lo que leemos, es menester que tengan algún fondo de nobleza y generosidad, y que lleven implícitos [p. 337] algunos de aquellos conceptos universales, aceptables para todos, aunque varíe cada cual en la inteligencia que les da, v. gr., el de libertad, el de ley, el de patria, el de derecho, nombres todos gratos al corazón humano, como no sea en un grado de perversión increíble. ¿Podemos llamar entera, en el sentido heiniano, a la poesía de que son nervio estas ideas? Sí, en cuanto a su base y fundamento. No, en cuanto a la interpretación, donde, bajo el poeta, comienza a aparecer el hombre de partido. Y, sin embargo, aun podría ser entero el poeta, dentro de estas condiciones, pero a precio de ser fanático, cosa imposible en nuestros días, en que el mismo choque de las opiniones va limando las asperezas, y en que cierto buen gusto, cada día más esparcido, prohibe el ser energúmeno, excepto a los infelices que lo toman por oficio. Acontece, pues, cuando un poeta verdadero y grande, como aquel de quien voy a escribir, desciende a la liza, que por un lado su delicadeza y cultura le impiden llegar a las extremosidades, en que se deleita el vulgo soez de todos los partidos, y, por otro lado, sus ideas traen, mezclado con lo general, mucho de parcial y deleznable. Todo esto circunscribe notablemente el auditorio del poeta político, enajenándole de una parte a todos los violentos de su propia bandería, y haciendo que los que no piensan como él, sólo fríamente participen de su entusiasmo, lo cual, por última consecuencia, también cansa y desalienta al poeta, falto de eco y de estímulo. Nace de aquí un doble desequilibrio: primero entre el poeta y su público, segundo en el alma del mismo poeta, que fácilmente cae, a lo menos por intervalos, en el escepticismo más o menos razonado y sincero, y en vez de cantar, según su punto de vista, a la fe o a la razón, señoras del mundo, canta a la duda; con lo cual, al paso que enerva la fibra moral de sus contemporáneos, niega y destruye el fundamento de su propia poesía, que sólo vive por la fe robusta en el ideal que propaga.

No hemos de intentar, ni cabe en los límites de este artículo, considerar al señor Núñez de Arce bajo todos los aspectos de su actividad literaria. Como estas páginas han de servir de prólogo a un drama suyo, fuerza será hablar con más extensión de las obras que ha destinado al teatro, y especialmente de la más notable de todas, de la que aquí se reimprime. Pero como, a pesar de sus méritos dramáticos, que luego haremos resaltar, el señor Núñez de [p. 338] Arce es, ante todo, un gran poeta lírico, no podemos pasar adelante sin insistir en este rasgo capital de su fisonomía.

No vamos a hacer la biografía del señor Núñez de Arce. Tengo por una casi impertinencia el hacer la biografía de los vivos, y cuando éstos son estimados y poderosos, la impertinencia toma visos de adulación. Baste saber que Núñez de Arce nació en Valladolid el 4 de agosto de 1834; que se crió en Toledo, de cuya ciudad es hijo adoptivo; que ha sido, además de poeta, hombre político y periodista, gobernador, diputado, subsecretario, y actualmente ministro de ultramar, cosas todas que para la apreciación estética importan poco. Lo único que importa hacer constar es que Núñez de Arce, por las mejores y más sanas partes de su ingenio, y por las condiciones de la lengua poética que habla, es hijo de la escuela castellana, llamada comúnmente salmantina, a la cual se prende y adhiere por diversos lados, mucho más que a las escuelas andaluzas. Y si se pregunta ahora cuál es, entre los poetas de Salamanca, el predilecto suyo, y aquel de quien más vestigios perseveran en sus cantos, sin menoscabo de su inspiración propia, todo el mundo responderá con el nombre de Quintana. ¿Quién dudará que el Miserere es hijo del Panteón del Escorial? Y no porque le haya imitado servilmente; que no es Núñez de Arce hombre para seguir con paso rastrero las huellas de otro. El verdadero genio lírico, en lo que tiene de más íntimo y sustancial, no desciende de nadie, hace escuela por sí propio, y sólo a Dios debe los raudales de su inspiración. Pero también es verdad que Núñez de Arce se asemeja a Quintana, no como discípulo, sino como hermano gemelo, como hijos del mismo terruño, y educados con las mismas auras. Uno y otro se parecen en no mirar el arte como frívolo solaz, sino como elemento educador y civilizador de los pueblos. Uno y otro buscan la inspiración, no en solitaria estancia, lejos del bullicio, sino al aire libre y a la radiante lumbre del sol, entre las oleadas de la multitud y en el fragor inmenso de la batalla, entre el trueno de cañones y relampaguear de espadas. Uno y otro miran el mundo, no como paraíso de amores o como desierto de melancolías, sino como palestra o circo, henchido de multitud clamorosa, al cual descienden para hacer prueba de sus músculos de atleta. Uno y otro son gladiadores armados con la espada del canto, según la gráfica expresión del poeta italiano.

[p. 339] Fué gloria de Quintana, debida ciertamente a la edad en que vivió, no haberse limitado a tarea tan estéril y desconsolada, y haber afirmado con fanatismo indómito tantas cosas por lo menos como las que negaba; semejante en esto a los hombres del 89. No ha alcanzado Núñez de Arce semejante virginidad revolucionaria, y por eso duda mucho más de lo que afirma, y llora sobre lo que destruye. Ni ha alcanzado tampoco lo que a Quintana dió la guerra de la Independencia, es decir, un auditorio de héroes, ante los cuales renovar, por caso único en nuestros tiempos, los prodigios de Tirteo y de Simónides, lanzando por los campos castellanos los ecos de la gloria y de la guerra, y cortando de nuevo los lauros de Salamina y de Platea, para ceñirlos a la frente de los vengadores de las víctimas de Mayo.

Pero el poeta no es dueño de la historia, ni siquiera de los motivos de sus canciones. De aquí que Núñez de Arce, con facultades poéticas no inferiores a las de Quintana, no sea responsable de no haber encontrado en esta sirte miserable (que su predecesor decía) tan altos asuntos para el canto. No es culpa suya el haber tenido que ser un Quintana sin Trafalgar, sin Bailén y sin Zaragoza.

Lo mismo le aconteció a Tassara, poeta sevillano, aunque muy de la cuerda de Núñez de Arce. Pero Tassara, con mal acuerdo y sinceridad de inspiración dudosa, antes que deplorar la triste realidad que sus ojos veían, prefirió perderse en vagas declamaciones, síntesis y filosofías de la historia, en predicaciones apocalípticas y vaticinios preñados de tempestades. Tuvo en más alto grado que ningún otro poeta castellano el os magna sonaturum; pero casi siempre hay en su poesía algo que suena a hueco, y mucho que parece lección de historia o ejercicio de retórica.

No así Núñes de Arce. Casi todos sus versos políticos, que son entre todos los suyos los que vivirán con inmortalidad más robusta, han nacido al calor del hecho actual; ahí están sangrientos y palpitantes, compendiando en sí todas las afrentas de nuestra historia contemporánea. Y como el poeta tiene siempre algo de vidente, aun contra su voluntad y propósito, suelen trocarse en sus labios, como en los del antiguo adivino, las bendiciones en anatemas, de tal suerte, que el pesimismo tradicionalista más desgarrado no podría encontrar arsenal mejor provisto de armas que el [p. 340] de los Gritos del combate. Allí marcha España, por entre lágrimas y cieno,

       «Roto el respeto, la obediencia rota,
       De Dios y de la ley perdido el freno»,

azotado su rostro por aire de tempestad, y agotadas por sutil veneno las fuerzas de sus músculos. Allí, convirtiendo el poeta sus estrofas en hierro estampado sobre la herida abierta, levanta en 1870, en medio del triunfo de la Revolución a la cual él servía, el látigo de Juvenal y de Quevedo.

       «En medio de esta universal mentira,
       De este viento de escándalo que zumba,
       De este fétido hedor que se respira,
       De esta España moral que se derrumba.»

Bien puede decirlo Núñez de Arce; el no aduló nunca a la licencia desgreñada del motín, nunca a las turbas que arrastran por el fango las blancas vestiduras de la libertad. Si la intención puede salvar al poeta hasta de la falta de lógica, el poeta está salvado, y no sólo en condición de tal, sino en la de hombre de bien. Nunca para la maldad triunfante tuvo aplauso ni excusa. Su voz austera y robusta se alzaba siempre en aquellos tremendos días, como para purificar la atmósfera corrompida por el olor de la sangre y el humo del incendio. La conciencia nacional, amedrentada por la insolente tiranía del motín, se templaba y vigorizaba con el canto masculino y poderoso de Núñez de Arce. Era una tribuna la suya más eficaz que la tribuna parlamentaria. Cuando el tempestuoso Ríos Rosas descendía al sepulcro, acompañábale el himno, a un tiempo fúnebre y triunfal, de Núñez de Arce, con la más alta consagración que ningún héroe de la palabra ha obtenido, mayor que la que tributó Béranger a Manuel. Cuando sonaban en Alcoy y en Cartagena los aullidos de la hiena demagógica, templaba el poeta su broncínea lira para maldecir

       «Aquella triste y vergonzosa tarde,
       En que un Senado imbécil y cobarde
       Vendió sin fruto y entregó sin gloria,
       Cediendo a los estímulos del miedo,
       El trono secular de Recaredo.»

[p. 341] Podría preguntarse, en verdad, al enérgico y catoniano maldecidor, qué tenía de común con el trono de Recaredo el trono que aquella asamblea derribó, y por qué escandalizarse tanto de lo que, después de todo, no era más que una evolución lógica, natural, forzosa y perfectamente legítima dentro de la ortodoxia revolucionaria, que con dura impenitencia ha profesado durante toda su vida el señor Núñez de Arce. Pero dejando estas consideraciones, tan obvias como extrañas al arte, sólo cabe admirar la potencia de expresión, el empuje como de ariete, la rotundidad de la estrofa a un tiempo sobria y llena, la elocuente y desolada amargura que estos versos revelan. En buen hora se los compare con los yambos de Barbier; no quedarán inferiores. Y a su lado palidecen las ardorosísimas diatribas que la indignación política más generosa ha dictado a algunos ilustres vates de la América española, v. gr., Mármol, flagelador de la tiranía de Rosas, y José Eusebio Caro, azote de los opresores de Nueva Granada.

Pero Núñez de Arce no es exclusivamente poeta político, ni es posible serlo, cuando se llega al campo de las letras después de un período de lirismo interno y psicológico. Por otro lado, cuando la invectiva política no es libelo personal y lleva como sustentáculo alguna idea generalísima, forzosamente ha de penetrar el poeta en cuestiones de orden más alto, y hacer filosofía, sabiéndolo o no. Y el señor Núñez de Arce la ha hecho en varias de sus más notables composiciones, v. gr.: en su epístola La Duda, tan popular en América; en su oda Tristezas; en la sátira a Darwin, y en alguno de sus poemas de mayor extensión, v. gr., en La Selva Oscura y en La visión de Fray Martín.

Esta filosofía, como casi todas las filosofías de los poetas, es muy endeble en su razón metafísica. Casi se reduce a esta sola palabra: la Duda. Núñez de Arce es el cantor oficial de la duda: no sólo le ha consagrado toda entera la soberana epístola indicada, sino que en todos sus versos posteriores a 1867, la ha convertido en recurso poético y Deus ex machina, ya como idea, ya como personaje alegórico . Es, por cierto, la duda un estado patológico, característico de nuestros días; pero por sí misma, y como tal estado patológico, vale poco para el arte. Ya lo notó el ingenioso y sabio [p. 342] autor [1] del excelente prólogo que acompaña a las poesías de Núñez de Arce en la reimpresión de Bogotá. Toda poesía requiere afirmaciones o negaciones robustas, y los mismos poetas, que pasan por escépticos, son verdaderos poetas por lo que afirman o por lo que niegan, pero no por lo que dudan. Es más: yo no conozco ningún poeta verdaderamente escéptico, es decir, cuyo estado habitual sea el que quiere caracterizar el señor Núñez de Arce con el nombre de duda. Conozco, sí, poetas ateos como Shelley, o pesimistas como Leopardi; pero éstos no se quedan, como el señor Núñez de Arce, a la orilla del río, sino que resueltamente le pasan. De aquí la unidad de su carácter y de su obra, y la energía que ponen en la negación, atrayendo y subyugando, no en virtud de la negación infecunda, sino en virtud del alarde de fuerza con que combaten y niegan, porque la fuerza es siempre elemento estético, aun prescindiendo de su aplicación.

Además, es muy difícil determinar el objeto de las dudas del señor Núñez de Arce. Si atendemos a la letra de sus versos, mucho más parece nacido para la fe que para el escepticismo, y nunca logra mayores efectos y es más sinceramente poeta que cuando embalsaman sus cantos los recuerdos de la fe que él da por perdida; ni suele aparecérsele la duda con aspecto halagador, sino como reptil áspero y frío, cuyo diente se clava en sus entrañas, o como un monstruo, bajo cuyas garras se retuerce, o con otras figuras así, feas y desapacibles. Todo esto comunica, no hay que dudarlo, cierta frialdad y monotonía al conjunto de las composiciones, por otra parte bellísimas (quizá, en la ejecución, las más bellas del poeta), en que el señor Núñez de Arce explota este recurso poético de la duda. No sé si a mis lectores les acontecerá lo mismo, pero yo veo en esta duda mucho de retórica. El señor Núñez de Arce se cree obligado a dudar, no porque su entendimiento propenda al pirronismo, ni porque su corazón esté seco de afectos y de creencias, sino porque es hijo del siglo, y en vano se resiste a su impiedad. Resulta de aquí una situación de ánimo indecisa y flotante, que quizá se desharía como niebla si el señor Núñez de Arce precisase los términos del problema. El pesimismo de Leopardi tiene una base filosófica, la afirmación de lo absoluto del mal. Si el pesimismo [p. 343] relativo y escéptico del señor Núñez de Arce, que llama satánica a la grandeza de su siglo,

       «Que entre nubes de fuego alza la frente,
       Como Luzbel potente,
       Pero también como Luzbel caído»;

y que no satisfecho con esto, lanza rudísimas imprecaciones contra la ciencia humana, hasta afirmar con el más desalentado tradicionalismo que

       «A medida que marcha y que investiga,
       Es mayor su fatiga,
       Es su noche más honda y más oscura»;

si este pesimismo, digo, busca el apoyo de alguna ciencia primera, no hallará, ni aun en el campo católico, otra bandera que le cobije, que la bandera de Donoso, escéptico también a su manera, como todos los negadores de la fuerza y eficacia de la razón humana en las cosas que caen bajo de sus límites. Fundado en principios y conceptos de esta razón que maltrata, a la vez que en reminiscencias de la piedad antigua, quizá menos apagada que lo que él se imagina, ha puesto Núñez de Arce su musa al servicio de la causa espiritualista, inseparable de la causa cristiana, combatiendo con el acero del sarcasmo, en estrofas tan fáciles como limpias y gallardas, las doctrinas del materialismo evolucionista, y afirmando en toda ocasión y con entereza la personalidad de Dios, la inmutabilidad de la ley moral, los derechos de la conciencia, la responsabilidad del ser humano, y, finalmente, la absoluta necesidad de algún ideal que sea como la sal de la vida, y la impida corromperse miserablemente. Todo esto es generoso y bueno, y está dicho además con poderosa elocuencia; pero por desgracia es poco, y por otro lado los positivistas saben más lógica que el señor Núñez de Arce, que nació, no ya para creyente, sino para ultracreyente, sino que ha errado el camino, y es hoy un supernaturalista a medias, antinómico consigo mismo.

Pero de las deficiencias del pensador o del político no hay que pedir cuentas al poeta. Éste, en su calidad de tal, tiene algo de irresponsable, como los reyes de las Constituciones modernas. Enrique Heine lo ha dicho: «el pueblo puede matarnos, pero no puede [p. 344] juzgarnos». Y el pueblo somos aquí todos los que no somos capaces de escribir las Tristezas o el poema de Raimundo Lulio, aunque nos creamos muy capaces de criticarlos.

Este poema de Raimundo Lulio señala, a mi ver, el apogeo de la gloria de Núñez de Arce. Ni antes ni después ha producido cosa mejor. Muchos tercetos se habían hecho en España, pero tercetos de epístola o de sátira, a lo Argensola o a lo Fernández de Andrada. Esta forma pulida, elegante, académica, nos había hecho olvidar que las terzine, siglos antes de servir de molde adecuado para la reprensión de los vicios públicos o para la amonestación moral, habían sido un poderoso metro, lírico y épico a la vez, bastante para aprisionar en su triada simbólica, misteriosamente repetida y engranada en innumerables eslabones, todos los arcanos del mundo invisible y todas las cóleras del presente. Per Styga, per coelos mediique per ardua montis. Núñez de Arce ha restaurado, mejor diríamos, ha introducido en España el terceto dantesco, de que sólo algún ejemplo, aunque muy notable, nos había dado el mejicano Pesado en su Jerusalén y otros muy bellos Tassara. Pero la obra métrica de Núñez de Arce es tan perfecta, que, para encontrarle paralelo, hay que retroceder hasta el asombroso calco del estilo dantesco que ejecutó Monti en la Basvilliana y en la Mascheroniana, con la ventaja en favor de nuestro poeta de que en Monti se admirará siempre más que nada el arte insuperable del versificador, única cosa que deja campear su absoluta indiferencia en cuanto al fondo de la poesía, al paso que en Núñez de Arce es la forma vestidura inseparable de su sincero pensamiento, al través de la cual se descubren todos los contornos de la gallarda estatua.

El pensamiento mismo del pequeño poema, ya se considere el asunto real, ya la interpretación simbólica que el poeta ha querido darle y que no tiene nada de artificioso ni de forzado, es de una belleza extraordinaria, debida en parte a los datos de la leyenda del beato mallorquín, discretamente aprovechados por el autor. Pero con todo eso, al poema simbólico de la razón y de la ciencia, personificados en Raimundo y en su dama, yo prefiero con mucho el poema de pasión que allí se desarrolla, tan ardiente, tan terrible y tan humano, que apenas deja ojos para descifrar el misterio escondido bajo estas figuras.

[p. 345] El libro de los Gritos del combate, en que Núñez de Arce recogió, con algunas poesías suyas de otro género, todas las de carácter político y social, es el verdadero monumento de su gloria. Pasada la revolución de septiembre, amortiguadas las pasiones políticas, que habían sido la tormentosa atmósfera en que tronó y relampagueó su numen, ha variado de rumbo su inspiración, haciéndose más reflexiva, y paseándose, a guisa de exploradora, por diversos campos. Fruto de esta evolución son los poemas que con inmenso aplauso ha impreso y hecho leer públicamente Núñez de Arce en estos últimos años, es a saber, el Idilio, la Elegía a la muerte de Herculano, la Ultima lamentación de Lord Byron, El Vértigo, La Selva oscura y La Visión de Fray Martín, aparte de algún otro, que sólo conocemos por fragmentos.

¿Revelan estas obras verdadero progreso en la vida artística del señor Nuñez de Arce? Difícil es contestar a esta pregunta, sobre todo si se tiene en cuenta lo mucho que influyen, para torcer el juicio, las aficiones individuales. Yo nada decido, pero expongo mi parecer, y procuraré justificarle, advirtiendo que en la técnica nada ha perdido el poeta, antes al contrario, se ha ido enseñoreando cada vez más del material artístico. Los tercetos de La Selva oscura «saben a Dante» todavía más que los de «Raimundo Lulio»; las décimas de El Vértigo están tan artísticamente cinceladas como las del Miserere, y para mí no tienen otro defecto que haber formado escuela, dando ocasión o pretexto a una inundación de décimas descriptivas y de narraciones insulsas, que nos han vuelto al peor y más anacrónico romanticismo, cuando más lejanos parecíamos de él. Las octavas de la Lamentación de Byron, por su estructura métrica apenas tendrían rival en castellano si el poeta no se hubiese empeñado, con cierta monotonía rítmica, en considerar los cuatro primeros versos de cada octava como una entidad aparte quitando así unidad y grandeza al período poético, quizá por acomodarse a las exigencias de la lectura o recitación teatral, que en esto, como en otras cosas más esenciales, es funesta para la integridad y libre arranque del arte lírico. Y finalmente, en La Visión de Fray Martín, Núñez de Arce, a quien su bien sentada reputación autorizaba ya para romper con vulgarísimas preocupaciones, que sólo prueban lo ínfimo del nivel de la cultura entre nuestra plebe literaria, se ha atrevido, por primera vez en su vida, a emplear el [p. 346] más noble y difícil de todos los metros, aquel en el cual están escritas muchas de las obras más insignes de la poesía de nuestra edad, en Inglaterra, en Alemania, en Italia, el generoso verso suelto; y le ha manejado con habilidad rarísima entre nosotros, penetrando la ley de sus cortes, pausas, rodar de sílabas, acentuación y encabalgamientos.

Al mismo tiempo que los versos del señor Núñez de Arce han ganado, no en nervio y robustez, que esto era difícil, pero sí en variedad de tonos, tampoco ha perdido nada su estilo, despidiéndose algo de la tiesura y entono, de la solemnidad y el énfasis propios de la escuela de Quintana, y adoptando una manera más apacible y serena, por un lado, y por otro menos aristocrática y más realista, como es de ver, sobre todo, en el Idilio, composición llena de rasgos semipopulares, y de descripciones de las labores agrícolas, hechas en la lengua de los labradores de Castilla. Es de creer y de desear que, dada la tendencia actual de las letras el señor Núñez de Arce siga sin temor y sin exageración este camino, y enriquezca su vocabulario poético no con vulgarismos crudos e impertinentes, que le aplebeyen sin fruto, sino con lo más pintoresco, vivo y gráfico de la lengua del pueblo, única que puede salvar a la lengua del arte del escollo de lo abstracto y ceremonioso, a que fácilmente propenden las escuelas poéticas. Aun el mismo señor Núñez de Arce, cuyo estilo poético es las más veces creación propia y no concreción muerta, adolece algo de falta de precisión, no rehuye las perífrasis hechas, y amengua sus fuerzas, cayendo en verboso, sobre todo cuando no le sujetan las estrofas regulares, de aquellas que él ha inventado, y si no inventado, hecho suyas por derecho de conquista, y sello de genio, v. gr., la estrofa de seis versos, nueva especie de lira usada en Tristezas y en el Idilio; [1] ejemplo nuevo de una verdad que sufre pocas excepciones: es a saber, que todo gran poeta lírico inventa, renueva o modifica algún metro, que es como la nueva copa en que se exprime el jugo generoso de un ingenio nuevo.

Las innovaciones discretas (quizá tímidas) que se ha permitido Núñez de Arce en el lenguaje de sus últimas composiciones, han [p. 347] influído también en la importancia que concede al elemento pintoresco. Núñez de Arce nunca ha sido ni es poeta de temperamento colorista. El rojo, el blanco y el verde, tradicionales en la escuela de Góngora, no le han seducido nunca. Tampoco de la luz ha sido idólatra, y aun la que usa en sus cantos políticos suele tener reflejos siniestros. Como nacida en tierra árida, aunque fructífera, allá hacia Medina, Toro y Zamora, su poesía da más fruto que flor, y tiene algo del jugo moral y de la gravedad estoica de la poesía de Ulloa Pereyra.

Pero ¿quién ha dicho que la palma de victoria para el poeta descriptivo no puede crecer hasta en la extensa llanura cuajada de mieses y abrasada por los rayos del sol canicular? Núñez de Arce lo ha mostrado en el Idilio, haciendo pasar a los ojos de la fantasía, el jarro que apura el zagal, la carreta que rechina bajo el peso de la mies, el trillo de aguzadas puntas y la paja reseca que salta cuando la espiga se desgrana. ¿Y qué es todo esto, si bien se mira, sino volver a la tradición del poema más artístico y acicalado del mundo, a la tradición de las Geórgicas?

Pero con todas estas ventajas innegables, ¿en qué consiste que ninguno de los nuevos poemas, tan meditados y tan brillantes (si exceptuamos el Idilio, composición de otra índole, de la familia de Evangelina y de Mireya, historia de amores semipastoriles, imaginada y sentida, ya que no escrita, en la primera juventud del autor), nos hace tan profunda impresión como los Gritos del combate ? A nuestro entender, dos causas influyen en esto.

Es la primera, el cálculo reposado, el espíritu reflexivo y crítico que ha presidido a la elaboración de la mayor parte de estos poemas. Líbreme Dios de ir con el vulgo en eso de creer que la inspiración es cosa ciega, fatal e inconsciente. Razón tiene el gran Schiller en su canto de La Campana, para declarar irracionales a los que nunca piensan en sus obras, ni llevan propósito en ellas. Pero es muy distinta la reflexión del poeta antes de la obra, que la del crítico después de ella. Hasta diremos que es contraria. A los ojos del poeta, la idea está implícita; nunca la ve, aun en el momento inicial de la concepción, sino encarnada en la forma. Si empieza por pensar discursivamente, y busca la forma luego, la forma se resentirá de frialdad, o se vengará enturbiando el pensamiento. Al contrario el crítico. Su oficio es desmontar las piezas de la [p. 348] máquina, traducir en idea lo que el poeta expresó en forma, reconstruir de un modo reflejo lo que vió el poeta entre los esplendores de una iluminación cuasi extática. A él, y no al artista, toca decir: «En tal personaje quiso el autor simbolizar la duda; en este otro el espíritu del mal; tal situación manifiesta el poder de la conciencia; tal otra, la penuria de ideal que hay en nuestra sociedad, y lo necesario que es infundirle sangre nueva.» Pero si el poeta se adelanta, y pone un prólogo, y dice como el señor Núñez de Arce: «he obedecido a tal pensamiento... he intentado representar la aspiración a lo desconocido y a lo infinito», el lector teme desde luego tal enseñanza, y discurre de este modo: Es indudable que el poeta no obedece ni debe obedecer a pensamientos, sino a formas, y en eso se conoce el que Dios le ha hecho poeta, en vez de hacerle matemático o teólogo. Luego cuando el poeta se empeña en hacer carne un pensamiento, que ya por su propia virtud, misteriosa y calladamente, no se ha ido convirtiendo de larva en mariposa, la poesía desfallece, no porque se le escape la materia de entre las manos, como teme el señor Núñez de Arce, sino porque se le escapa la forma, o porque la forma no es íntima con el pensamiento, porque no se ha criado con él, o, mejor dicho, porque no han nacido los dos, como cuerpos gemelos, de un acto generador indivisible.

De aquí la misma indecisión con que en estas últimas obras suyas busca el señor Núñez de Arce su camino, quizá por huir de los que vanamente le han acusado de tañer sólo una cuerda de bronce. Y así en unas ocasiones retrocede hasta el romanticismo legendario como en El Vértigo y en Hernán el Lobo, obedeciendo a la misma tendencia que mueve a Tennyson a reproducir los cuentos de la Tabla Redonda, poesía feudal que constituye hoy un convencionalismo, semejante al convencionalismo bucólico de otras edades, y que no sienta bien a la índole enteramente moderna de la poesía de Núñez de Arce. Y otras veces, como en La Selva oscura y en La Visión de Fray Martín, se lanza desaforadamente al símbolo y a la alegoría, no siempre claros y traslúcidos, como pide el arte, hasta el punto de tener que explicarlos el poeta en advertencias y comentos que la fuerza plástica de la concepción debiera hacer inútiles. Esto acontece con la abrupta roca adonde la Duda conduce a Lutero, y con otras ficciones del mismo poema, más ingeniosas que fantásticas, más racionales [p. 349] que imaginativas, aunque tengan analogía con otras de la Divina Comedia, y convengan con el sentido estético dominante en la poesía de los siglos medios.

Tampoco es de aplaudir que el poeta, cediendo a una tendencia bien natural en épocas de crítica como la presente, haya preferido, en vez de volar con alas propias, rehacer, digámoslo así, la inspiración ajena, y añadir un canto al Alighieri y otro canto a Lord Byron, empresa ya tentada, aunque sin fruto, por Lamartine en el Ultimo canto de Childe Harold. Cada cual es dueño de su propia inspiración, pero no de la inspiración ajena, y vale más quedarse el primero en su línea que ir el segundo a la zaga de otro. Así Dante como Byron, sólo se asemejan a Núñez de Arce en su condición de poetas, y se nos figura que éste los ha entendido de un modo algo estrecho, asimilándolos demasiado a su propia índole, y prestándoles su fisonomía de tribuno escéptico y desengañado. De los múltiples aspectos de la personalidad de Byron, sólo uno, y no el más saliente, aparece en La Lamentación, donde, admirando al señor Núñez de Arce, echará de menos muchas cosas todo el que haya leído a Byron, de quien, por decirlo así, sólo se reproduce lo más externo. Toda la obra de Byron fué una continuada exhibición de sí propio: Childe Harold, Manfredo, Sardanápalo, Caín, D. Juan... Debajo de ellos, como debajo de las armas de Roldán, hay que escribir el Nadie las toque, aunque se llame Lamartine o Núñez de Arce, ingenios grandes, pero no byronianos.

El Byron de La Lamentación es un Byron ad usum Delphini, muy enamorado de la libertad política y de la independencia de los griegos, pero sin rastro del humorismo de Don Juan, ni del elegante hastío y de la soberbia patricia de Childe Harold, tan inglés y tan gran señor en todas sus cosas. Lo cual no quiere decir que este poema de Núñez de Arce no tenga versos estupendos, siempre que no se trata de Byron, v. gr., al describir la matanza de los suliotas. Y esto me hace lamentarme más y más de que Núñez de Arce prefiera llevar los colores de otro a lidiar por su cuenta. No sentía Byron el acicate de la pasión política como Núñez de Arce, pero tenía por suyo un mundo funerario, de réprobos y de foragidos más o menos heroicos, que el poeta castellano no conoce.

[p. 350] Tampoco creemos que haya influído favorablemente en las últimas obras del señor Núñez de Arce la novedad de la lectura o de la declamación teatral. Tiene la declamación sus artificios y sus golpes de efecto, que la musa lírica, en su calidad de dama patricia, y un tanto huraña, desdeñosamente rechaza. En el silencioso centro del alma, libre de la falsa excitación del momento, y sorda al rumor de la abigarrada plebe, cuyos clamores ahuyentan al numen o le empequeñecen en vergonzosa servidumbre, nace la escondida y modesta flor del sentimiento lírico, que para llegar al alma e insinuarse blandamente, no irá a prenderse al acaso en el seno de cualquier espectador distraído, o cuya emoción es puro contagio nervioso.

Se dirá que a la poesía tribunicia de Núñez de Arce no le basta la emoción individual, sino que, expresando, como expresa, sentimientos generales, requiere un auditorio más vasto y más agitado. Quizá sea verdad; pero si en nuestros tiempos, cuando se han acabado los profetas y los cantores de los juegos olímpicos, fuera posible congregar tal auditorio como era el de las edades antiguas, con un solo corazón y una sola alma, el de Núñez de Arce no debiera reunirse en el teatro tal como lo han hecho las convenciones modernas, sino en la plaza pública, y entre oleadas de verdadera multitud, tan apasionada como el poeta, con pasión del día presente, que no inflamase sólo su cabeza, sino que imperase en sus músculos y en su sangre. Toda otra escena es indigna de tan alta poesía, y no conozco medio más eficaz para acabar con un verdadero ingenio lírico, que entregar sus versos a la recitación histriónica. Aun en el caso más favorable, aun tratándose del señor Núñez de Arce, podrá escribirse como fruto de tales lecturas, El Vértigo; no se escribirán jamás Las Tristezas.

Y sin embargo, el señor Núñez de Arce, que tantas cuerdas tiene en su lira, es también poeta dramático, y me complazco en reconocerlo así, por lo mismo que voy contra la opinión común, y quizá contra la que de sí mismo tiene formada el poeta. ¡Cosa singular! Aquí, donde una hueca ampulosidad, llamada lirismo, se enreda eternamente como planta parásita al diálogo del teatro, haciendo hablar a los personajes como energúmenos o como maestros de botánica, observamos el frecuente contraste de que cuando un verdadero poeta lírico, v. gr., Ayala o Núñez de Arce, llega [p. 351] al teatro, hace estudio de expresarse con austera sobriedad, y de poner en boca de sus figuras escénicas el verdadero lenguaje de la vida.

Pero si en esta parte más externa ha sabido librarse Núñez de Arce del escollo a que parecían arrastrarle su fantasía lírica y su sangre española, aunque más del Norte que del Mediodía, ¿habrá conseguido, en lo más íntimo y fundamental, despojarse de su propia naturaleza y vida exterior, hasta el punto de dar el ser a verdaderas criaturas humanas, que cada cual, de por sí, sean distintas del poeta? ¿Habrá dejado él de tropezar donde tropezaron Alfieri y Byron?

La posteridad lo ha de decir. Yo sólo puedo informar, e informaré diciendo, conforme a mi conciencia de espectador y de crítico, que Núñez de Arce ha hecho un drama tan bueno como cualquier otro del teatro español moderno. No había leído yo un solo verso lírico de Núñez de Arce, cuando vi representar en Barcelona El Haz de Leña, y él sólo bastó para que desde entonces tuviese yo al señor Núñez de Arce por gran poeta. Ahora he vuelto a leer el drama, y me ratifico en lo dicho.

Pero se puede producir excepcionalmente un drama bueno y hasta óptimo, sin tener, a pesar de eso, verdadera genialidad dramática. Nadie negará que Sardanápalo es una joya, y que haya en él personajes que no son Byron, v. gr., la esclava griega, y con todo eso, Lord Byron no es poeta dramático. Y (salvando distancias inconmensurables) a mí me agrada la Zoraida, de Cienfuegos, más que casi todas las tragedias españolas del tiempo de Carlos IV, y, sin embargo, no tengo a Cienfuegos por dramaturgo de los de raza, y hasta creo que entendía menos de teatro que don Dionisio Solís.

Sería fácil multiplicar los ejemplos en todas las Literaturas, y hacer observar otro fenómeno contrario, es a saber, que el genio dramático no excluye el genio lírico como inferior y subordinado, antes al contrario, los dramáticos próceres, v. gr., Sófocles, Shakespeare, Lope, han sido también líricos de los mayores de sus respectivas literaturas. Lo cual parece argüir cierta inferioridad en el lírico respecto del dramático, como la tiene éste respecto del épico, que junta en su obra titánica los caracteres de las dos especies inferiores, escalonándose así los reinos del arte de un modo [p. 352] análogo al de los reinos de la naturaleza, y mostrándose el fundamento real y objetivo de la clasificación hecha por los preceptistas.

Pero dejando aparte tal disquisición, y atendiendo sólo al conjunto del teatro del señor Núñez de Arce, forzoso es decir que no corresponde a la categoría en que está El Haz de Leña, y que bajo este aspecto quizá tengan razón los que afirman que no ha fallado en el señor Núñez de Arce la regla ya dicha, de la cual ni el mismo Víctor Hugo se escapa.

Podemos dividir el teatro del señor Núñez de Arce en dos grupos: al primero pertenecen las obras que ha escrito solo; al segundo las que compuso en colaboración con el malogrado poeta y narrador extremeño don Antonio Hurtado. De estas últimas (por ejemplo, El Laurel de la Zubia, Herir en la sombra, La Jota Aragonesa) prescindiremos enteramente, aunque se admiren en ellas trozos de elegantísima versificación, porque no es posible discernir la parte de invención ni de ejecución que debe atribuirse a cada uno de los autores.

De las obras que exclusivamente le pertenecen, ha coleccionado el señor Núñez de Arce cuatro: Deudas de la honra, Quien debe paga, Justicia providencial y El Haz de Leña. Las tres primeras nos detendrán poco, a pesar de estar muy bien concertadas y escritas. El autor ha querido caracterizarlas, llamando a la primera drama íntimo o de conciencia, a la segunda comedia de costumbres, y a la tercera drama de tendencias sociales. Pero, salvo leves accidentes, todas tres pertenecen a la manera de Ayala y a una de las maneras de Tamayo, es decir, a aquel género de alta comedia que pudiéramos llamar realismo urbano y ético o moralizador, y en España comedia alarconiana. En este género de comedias, tan elegantes y cultas, la intención moral es directa, quizá demasiado directa, y no se manifiesta sólo por el desarrollo y resultados de la acción, sino por las reflexiones que se ponen en boca de los personajes. Sólo una extraordinaria mesura, un gusto exquisito y una pulcritud de forma como la de los dos autores ya citados, puede evitar o mitigar los inconvenientes del elemento no estético que en estas obras se introduce. Después de ellos, podemos nombrar con justo elogio a Núñez de Arce, aun reconociendo que no es la observación de los vicios y defectos sociales el campo de su gloria, y que quizá por eso mismo propende a las moralidades [p. 353] generales y sentenciosas, a y los conflictos ásperos como el de Deudas de la honra, más bien que al estudio de la infinita variedad de los detalles. Resulta de aquí también algo de pálido y borroso que suele haber en las figuras de estos dramas suyos, como si la continua preocupación del fin moral enturbiase la limpieza de la concepción. Por eso quizá son poco conocidos, y rara vez aparecen en las tablas, aunque la impresión que deja su lectura es por extremo favorable al autor.

El drama verdaderamente poderoso de Núñez de Arce (lo hemos dicho ya), es un drama histórico, El Haz de Leña. Su asunto, que al autor le parece eminentemente trágico y sombrío, no es otro que la prisión y muerte del príncipe don Carlos, hijo de Felipe II. Nada sería más fácil, y nada tampoco de peor gusto, que dilatarnos en vulgaridades históricas o literarias a propósito de un tema tan socorrido, y que ha entrado hace mucho tiempo en la categoría de los lugares comunes. Pero de la cuestión histórica (si es que tal cuestión dura a estas horas) nada quiero decir, porque no puedo añadir una palabra al libro de Gachard, que considero definitivo en la materia. Por otra parte, este episodio tuvo curiosidad mientras le envolvió el misterio; pero inundado hoy de luz y reducido a proporciones vulgares, ha perdido el interés de la adivinanza ya resuelta, y queda muy en segundo término al lado de los grandes acontecimientos de la historia religiosa y política de España en aquel reinado. El personaje del Príncipe, despojado de los oropeles con que le había adornado la complaciente fantasía, redúcese a la categoría de un niño tontiloco, brutal y mal criado, en quien comenzaban a desarrollarse los gérmenes de perversísimos y feroces instintos, cuando muy a sazón los atajó la muerte. La historia de semejante niño debiera relegarse a la ciencia de las enajenaciones mentales, como caso de atavismo, y apenas ofrecería curiosidad de otra índole, a no haber tenido el padre que tuvo, y que por sí solo basta para dar cierto aspecto de severa y melancólica grandeza a todo lo que le rodea.

Dos caminos se ofrecían al poeta dramático que en nuestros días intentaba renovar sobre la escena el asunto del príncipe don Carlos. Pero uno de estos caminos, el tradicional y legendario, el de Schiller, Alfieri y Quintana, le estaba vedado a nuestro poeta, por su conciencia y dignidad de tal, desde el momento en que la [p. 354] historia había hecho la luz, derribando el cadalso de ficciones levantado por los odios sectarios de otras edades. No cabía elección para quien estimase su arte y se estimase a sí propio. Convertirse en juglar del vulgo, mantenerle en su secular ignorancia, convertir el teatro en último asilo de las calumnias históricas, eternizar así el imperio de la falsedad, y todo esto a sabiendas, por miserable espíritu de partido o por dejadez de ánimo y falta de valor para ir pecho arriba contra la corriente, nadie había de esperarlo de alma tan noble y tan amasada a fuego y hierro como la del señor Núñez de Arce. Y el señor Núñez de Arce se guardó muy bien de hacerlo, entre otras razones más y menos poderosas, por una razón de estética realista, que yo he hecho valer en un trabajo reciente, entendido al revés por muchos que no han querido hacerse cargo del punto de vista en que yo me colocaba, es a saber, que la verdad humana, por el mero hecho de serlo, aunque exteriormente parezca prosaica, es más poética que toda ficción, pero lo es solamente para quien sabe leer la poesía que hay en el fondo de lo que parece más insignificante y trivial. De donde deducía yo, y sigo deduciendo, que a mayor grado de exactitud histórica, corresponde también mayor grado de evidencia poética, al paso que las obras apoyadas sólo en la falsedad, aunque exteriormente se muestren lozanas, llevan algún germen interior que las corroe.

Por eso aplaudo de todo corazón al señor Núñez de Arce que, persuadido de que para el arte nada hay baladí ni despreciable en las acciones humanas, ha acertado a sacar tal tesoro de poesía de la enfática narración de Luis Cabrera o de las correspondencias diplomáticas de los embajadores de Venecia, comentadas por Gachard. Y no es esto censurar a los tres grandes poetas que en obras, alguna de ellas inmortal, trataron, a fines del siglo XVIII, el mismo asunto. Con una distinción todo se explica. Cuando Schiller, Alfieri o Quintana se aprovechaban del cuento del abate de Saint-Réal, teniéndole por historia verdadera, creían representar en forma artística la verdad o algo muy próximo a ella. Fundábanse, pues, no en la verdad objetiva, pero sí en la subjetiva o convencional, por que todo el mundo creía entonces, a lo menos fuera de España, [1] que Felipe II había dado cruda muerte a su hijo.

[p. 355] La buena fe salvaba a los poetas, y los salvaba también su propio fanatismo político, que hacía verdaderas por la pasión obras falsas por el dato. Pero hoy que el fanatismo ha menguado o ha tomado otros caminos, y la verdad se encuentra en cualquier manual de historia, es preciso hacer un soberano esfuerzo de impasibilidad crítica y retrotraer el pensamiento muy allá, para que resulte tolerable aquel príncipe don Carlos de El Panteón del Escorial, agitando

       «El sangriento dogal con faz terrible»,

y mostrando en el lívido cuello las huellas del nudo que le arrancó la vida. Y, sin embargo, tan persuadido estaba Quintana de estos absurdos, que cuando se le hacían cargos por esta composición, respondía siempre que «había hablado de los Reyes de España como habla la historia». Y si no lo hubiera creído, ¿cómo había de tener su fantasía la belleza lúgubre y terrorífica que tiene, como de ánimo impresionado por verdaderos rencores?

En la misma situación de ánimo hay que colocarse para juzgar Don Carlos de Schiller, que, escrito hoy, parecería una declamación retórica, y que fué en su tiempo un elocuente alegato en favor de la libertad de conciencia. Pertenece esta obra a la primera manera del poeta, más irregular, más violenta, más abrupta y escabrosa, más apasionada y de un idealismo malsano que no tiene la segunda. No hay en Don Carlos el frenesí de Los Ladrones o de Cábala y amor, pero todavía está muy lejos de la pura y alta serenidad de algunos pasos de la trilogía, o de Guillermo Tell, o de la incomparable María Stuart. No había sonado aún la hora de la emancipación del gran poeta, que todavía obedece a la pasión, en vez de dirigirla y purificarla en el crisol del arte, para que las lágrimas corran dulces, y hasta el dolor físico tenga dignidad. No son ya los instintos brutales de la naturaleza humana los que imperan, [p. 356] como en Los Ladrones; la parte inferior está ya domeñada, pero la calma no se restablece, porque falta vencer a otro enemigo que siempre persiguió a Schiller: el sentimentalismo. Sólo la dura disciplina de sus últimos años y el ejemplo y el consejo de Goethe pudieron darle, aunque no del todo, el soberano imperio sobre sí y sobre sus creaciones, que caracteriza al grande artista, y sobre todo al artista dramático, que ha de levantarse como el águila sobre el revuelto campo del combate.

De todas suertes, en Don Carlos el idealismo schilleriano se ha desbordado sin dique, encarnándose, no en el Príncipe, que no es el héroe verdadero, sino en el Marqués de Posa, personaje, con todo eso, no tan arbitrario y antihistórico como rutinariamente se repite, puesto que lleva, aunque alterado, el nombre o título de uno de los protestantes castellanos del siglo XVI, y profesa ideas, raras entre sus correligionarios de entonces, pero no desconocidas tampoco, puesto que las formula con sin igual lisura Antonio del Corro en su Carta a Felile II: «Paréceme, Señor, que los Reyes y Magistrados, tienen un poder restricto y limitado, que no llega ni alcanza a la conciencia del hombre... Cada cual pueda vivir en la libertad de su conciencia, teniendo el ejercicio y la predicación de la palabra, según la sencillez y sinceridad que los Apóstoles y cristianos de la primitiva Iglesia guardaban.»

No es, pues, el Marqués de Posa la mayor incongruencia histórica del drama, aun en su calidad de librepensador, ni era tan absurdo el cálculo de Schiller, al poner en su boca las máximas filantrópicas y cosmopolitas del siglo XVIII. A pesar del anacronismo del lenguaje, a veces me doy a pensar que tal vez Schiller sabía más historia del siglo XVI que sus censores. Pero sea cual fuere el juicio que se forme acerca del carácter artístico del Marqués de Posa o Poza, hay que confesar que él, por su arranque juvenil, por la hirviente elocuencia de sus palabras y por lo generoso de su sacrificio (aparte de las ideas que a él le mueven), concentra en sí todo el interés del drama, mientras que el príncipe don Carlos queda en la sombra. Escrita además la tragedia en dos veces, y dibujados con mano infeliz los caracteres secundarios, flaquea en la acción, y no es posible enumerarla entre las obras príncipes de su autor.

Ni mucho menos, entre las de Alfieri, el Philippo, sobre el cual no se puede dejar de aceptar sin apelación el juicio de nuestro [p. 357] Padre Arteaga, confirmado y autorizado por Guillermo Schlegel. Pocas veces los defectos de la manera de Alfieri se han demostrado tan a las claras, y no hay una sola de sus tragedias de tiranos tan triste, monótona, desnuda y abstracta como ésta, que el mismo Alfieri declara di non molto caldo effetto. El Pérez, el Gómez y el Leonardo que andan en ella parecen sombras de la otra vida, y la locución es tan árida, seca e inarmónica como el argumento. Un viento glacial corre por toda la obra y cala al lector hasta los huesos.

Esto baste en cuanto a las obras poéticas que tienen por fundamento la falsa tradición que, allá en los días de las guerras religlosas del siglo XVI,

       «Hizo correr por su marcial falange
       El rebelado Príncipe de Orange.» [1]

Sólo por curiosidad apuntaré, ya que su mismo autor quizá no habrá reparado en ello, que El Haz de Leña tiene antecedentes, aunque oscuros, en España; quiero decir, que la verdad histórica, conocida, si bien imperfectamente por la narración de Cabrera, fué llevada al teatro muy pocos años después, en los primeros del siglo XVII, por dos poetas de segundo orden, el Dr. Juan Pérez de Montalbán, en su comedia de El Segundo Séneca de España (es decir, Felipe II), y don Diego Ximénez Enciso, ingenio sevillano, en la suya de El Príncipe D. Carlos, muy superior al desconcertado engendro de Montalbán. Advierto en Núñez de Arce, sin poder precisarla, una como impresión lejana de la obra de Enciso, o a lo menos de un artículo de Latour acerca de ella; pero me inclino a creer que ciertas semejanzas de tono, especialmente en el diálogo del Príncipe con su padre, proceden de haber seguido muy de cerca, lo mismo Enciso que Núñez de Arce (y más el primero, aunque con menos arte), la absoluta fidelidad histórica, con lo cual no podían menos de encontrarse aun en algunos rasgos de carácter.

Pero aparte de lo bien imaginado de algunas situaciones, de lo robusto de algunos versos y de la nobleza sostenida del lenguaje, cualidades comunes a las pocas obras que conocemos de Enciso inspiradas por la historia, no hay comparación posible entre [p. 358] el rudo esbozo del antiguo poeta y la brillante creación de Núñez de Arce, cuya excelencia es tal, que borra sus orígenes, si es que algunos tiene.

La primera dificultad que tenía que vencer (mayor para él, dado su modo de sentir político) consistía en el carácter del Rey. Y, a mi entender, la venció. Su Felipe II no es ya el monstruo apocado y vil de Quintana, ni la esfinge monosilábica de Alfieri, aunque mucho menos sea el beato imbécil y ñoño, que en son de triunfo nos presentan hoy algunos apologistas, incapaces de comprender más alto ideal. Alma indomable bajo apariencias frías, reconcentrado en un solo pensamiento, siervo de una idea, la más sublime de todas, implacable con los demás y consigo mismo por noción de deber, déspota si se quiere, pero no tirano, y déspota, al fin, por sufragio universal... tal se nos presenta en El Haz de Leña el Rey Prudente, no exento, a la par, de afectos tanto más profundos cuanto más contenidos, y que suavizan de un modo inesperado su ascética fisonomía. Como padre y como Rey pudiera ser el título de este drama. La crítica histórica todavía pudiera poner algún reparo y notar exceso de tintas oscuras, en que se reconoce la mano de un adversario leal, pero adversario al fin. De todas maneras, cuando nos acordamos de que el señor Núñez de Arce ha sido progresista, no podemos menos de ver cumplido otro título de comedia: El mayor contrario amigo. Para el arte, su Felipe II, tal como está, será siempre un personaje noble, simpático y muy próximo a la realidad. El autor le ha tratado hasta con cariño: no es de él el ensañarse con los vencidos, y mucho menos cuando cayeron combatiendo por la justicia. El odio póstumo nunca manchó el alma de nuestro poeta, avezado a luchar con las miserias presentes.

Mayores dificultades, si cabe, ofrecía el tipo del príncipe Don Carlos. Si bien se mira, Felipe II, así para los que le llaman el demonio del Mediodía, como para los que quisieran ponerle en los altares, tiene un sello de grandeza innegable, aunque se le mire sólo como elemento de resistencia, y su huella no se borrará tan pronto de la historia humana. Pero ¿cómo poetizar al príncipe D. Carlos, sin salir de los recursos que la historia da, y haciendo estudio de huir de Saint-Réal y de Schiller? No hay alma humana tan erial y tan baldía donde no pueda descubrir, quien sabe leer [p. 359] en ella, imperceptibles gérmenes de virtudes o de vicios, que, agrandados luego por el microscopio del arte, descubren el poder de la naturaleza en lo mínimo. ¿Quién había de decir que aquella alma enferma, vagabunda, pueril, veleidosa y atropellada, había de interesarnos más en El Haz de Leña que el apuesto y enamorado mancebo que fantasearon Alfieri y Schiller? Así es, sin embargo. Don Carlos, por la ligereza misma de sus propósitos, por la ceguedad que le arrastra a su fatal destino, por sus crisis nerviosas, que súbitamente le hacen pasar de la esperanza al desaliento, y hasta por el velo de redención moral que tan oportunamente viene a tender sobre él la muerte, interesa, atrae y conmueve mucho más que si fuera hijo incestuoso y víctima de un parricidio. El autor ha colocado cerca de él una casta figura de mujer, que le ama sin saber por qué, y que le ennoblece y purifica con amarle.

Todo lo demás corresponde a esto, y la intriga se desarrolla con imponente sencillez, aunque el principal recurso peca de violento y artificioso. Al lado de D. Carlos ha puesto el autor a un protestante, pero no de la familia del Marqués de Poza, sino hijo de aquel D. Carlos de Seso o Sessé, quemado en uno de los autos de Valladolid, y a quien cuentan que dijo Felipe II: «Si mi hijo fuera como vos, yo mismo llevaría la leña para quemarle.» Por uno de esos cálculos de perversidad y de venganza, que sólo en el teatro se toleran, y que si existen en la vida es a título de aberraciones, el hijo mayor de D. Carlos de Seso se propone hacer que la amenaza se cumpla, y disfrazando su nombre y condición con el nombre y hábito del farsante Cisneros, se trueca en sombra del Príncipe, a quien pervierte y empuja a su total ruina, para que la amenaza se cumpla y sea su propio padre quien atice la hoguera. Dios frustra sus inicuos planes, y cuando ve el fingido Cisneros levantadas las manos de Felipe II para bendecir y perdonar a su hijo, entrégase él propio a la hoguera por luterano.

Si se exceptúa el defecto antes indicado, sin el cual este drama no existiría, todo es en él sencillo, puro y sobrio. Hasta el estilo tiene un grado de vigor y precisión que no suele encontrarse en los poemas del autor, sin nada indeciso, flotante ni diluído.

Al terminar aquí este juicio de Núñez de Arce, sólo debo añadir que en él he hecho callar todo respeto de amistad y compañerismo, apreciándole como si se tratase de un poeta de edades remotas, [p. 360] único medio de que tenga algún peso y autoridad la crítica que hacemos de los contemporáneos, que si son ingenios de tan buena ley como el de Núñez de Arce, bien toleran y resisten éste y aun otro más riguroso expurgo, cuando va guiado, como aquí, por la más sana intención de acertar y por el más desinteresado amor al arte.

Notas

[p. 331]. [1] . Nota del Colector.— Publicado en los Autores dramáticos contemporáneos, al frente de El Haz de Leña. Aunque el libro dice en la portada 1881, el estudio esta fechado en Madrid, a 31 de Mayo de 1882.

[p. 342]. [1] . Miguel Antonio Caro.

[p. 346]. [1] . Las había usado Zorrilla en su oda Al Aguila; pero no tuvo muchos imitadores.

[p. 354]. [1] . Algunos eruditos españoles habían dado con lo cierto, aunque tenían pocos papeles con que probarlo. Recuerdo a este propósito que cuando Alfieri escribió su Philippo, nuestro famoso estético Arteaga (el más insigne crítico de teatros que produjo el siglo XVIII), volvió por los fueros de la verdad histórica en el razonado análisis que hizo del Philippo, y que se imprimió con otras críticas suyas no menos notables del teatro de Alfieri, dirigidas a la famosa veneciana Isabel Teotochi Albrizzi. La edición que tengo de estos raros opúsculos, que parece extractada de las Actas de alguna Academia italiana, no tiene fecha ni lugar.

[p. 357]. [1] . El duque de Frías en su oda A la muerte de Felipe II.