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Obras completas de Menéndez... > HISTORIA DE LAS IDEAS... > V : INTRODUCCIÓN AL SIGLO... > INTRODUCCIÓN. RESEÑA... > CAPÍTULO III.—PERÍODO DE TRANSICIÓN Y DE LUCHA EN LA POESÍA LÍRICA, EN EL TEATRO, EN LA PROSA.—LA LITERATURA DE LA RESTAURACIÓN (BERANGER, DELAVIGNE, PABLO LUIS COURIER, ETC.).—RESISTENCIA CLÁSICA.—ACTITUD DE LA CRÍTICA EN PRESENCIA DE LOS INNOVADORES.—L

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VÍCTOR Hugo afirmó en un célebre preámbulo escrito en 1830, que el romanticismo en literatura era algo así como el liberalismo en política. La frase logró fortuna, y conquistó, sin duda, para la escuela romántica la adhesión o la simpatía de muchos espíritus prosaicos, que, extraños a las fruiciones del arte puro y desinteresado, necesitan enlazarle con algún principio social o político para forjarse la ilusión de que realmente gustan de la poesía. Es cierto que el arte, en su manifestación histórica, no se concibe aislado del medio social, ni independiente de los demás órdenes de la vida; pero en lo más profundo de su esencia, en lo más sustantivo, en lo que le hace y constituye obra bella, el arte cumple las leyes de su propio interno desarrollo, y se emancipa en gran parte de las transitorias combinaciones políticas. Sus relaciones con el estado social y con el espíritu dominante, son reales, muy reales; pero también muy complejas y muy difíciles de reducir a fórmula breve y expedita. El romanticismo proclamaba la libertad artística, como el liberalismo la libertad política: tal fué la primera [p. 314] y superficial semejanza que hizo a muchos decir y creer que el romanticismo era una de las infinitas, aunque remotas, consecuencias del impulso de la Revolución francesa. Pero lo cierto y averiguado es que el romanticismo alemán, el primero de todos y el que a todos sirvió de modelo, y, en rigor, el único que tuvo verdadera teoría, fué pura y estrictamente reaccionario; fué un movimiento de retroceso hacia la Edad Media, y lejos de haberse engendrado por el contagio de las ideas francesas, nació como protesta del espíritu germánico contra ellas; y lejos de haber renegado del espíritu cristiano, procuró de nuevo encenderle en las almas, yendo a buscar su inspiración hasta en las más candorosas leyendas y en los más infantiles rasgos de la devoción popular. Por lo cual los hombres que en Alemania participaron, más o menos, del espíritu del siglo XVIII, como Goethe y Schiller, no fueron románticos, sino en rarísimos momentos, y los que entraron más de lleno en el torrente revolucionario de nuestro siglo, como Enrique Heine, comenzaron por renegar del romanticismo y ensañarse con sus ideas y con sus hombres. El romanticismo alemán es, ante todo, literatura de neófitos católicos como el Conde Stolberg, Federico Schlegel, José de Eichendorf y Clemente Brentano; literatura de admiradores del arte gótico, del drama calderoniano, de la pintura pre-rafaélica y de todas las manifestaciones más característicamente contrarias a las preocupaciones y hábitos morales del siglo XVIII. Para Federico Schlegel, que fué el más autorizado teórico de la escuela, no hay obra romántica, sino muestra «algunas centellas del amor divino, cuyo centro y foco está en el Cristianismo». Para Juan Pablo, el espíritu caballeresco y la poesía romántica no son más que retoños del espíritu cristiano. Tal fué, o quiso ser, el romanticismo alemán, y no hay historiador literario que pueda caracterizarle de otra manera.

En Inglaterra no hubo propiamente romanticismo, a lo menos como escuela militante y con programa definido; pero los escritores que en algún modo pueden ser calificados de románticos, tales como Walter-Scott y algunos lakistas, especialmente Southey, manifiestan la misma tendencia que los románticos alemanes, poetizan los recuerdos del pasado monárquico y feudal, y en política son tories, esto es, conservadores acérrimos. Ya hemos dicho [p. 315] repetidas veces que es un error en que sólo caen los extranjeros y nunca los ingleses, el considerar a Byron y a Shelley como poetas románticos.

Pues si vamos a Italia, encontraremos que allí los poetas revolucionarios, ateos y pesimistas han sido y son siempre clásicos, al paso que el romanticismo fué profesado exclusivamente por almas cristianas y piadosas, tales como Manzoni, Tomás Grossi y Silvio Pellico, y tuvo también el carácter de rehabilitación de la Edad Media.

Y en Francia, es sabido que los hijos del siglo XVIII, los rezagados de la Enciclopedia, los Guinguené, Morellet, y José María Chenier, fueron sistemáticamente hostiles a toda innovación literaria, y lanzaron todos los rayos de la excomunión académica contra Atala, El Genio del Cristianismo y Los Mártires. La misma Mad. de Staël, mientras permaneció fiel a su primera educación de mujer del siglo XVIII, fué muy tímida en materias de crítica y muy reservada en apoyar obras que, como la de Chateaubriand, parecían máquina de guerra contra el espíritu de la Revolución; y si en su libro De la Alemania se aventuró algo más y soltó por primera vez la voz romanticismo, fué después que su punto de vista moral había cambiado por entero, abriéndose su alma a esperanzas cristianas.

Y, finalmente, en el período de la restauración en que ahora vamos a entrar, el movimiento romántico fué representado casi esclusivamente por poetas del partido legitimista, como Lamartine, V. Hugo y Alfredo de Vigny, al paso que la oposición liberal, republicana o bonapartista, se mantuvo dentro de los límites del clasicismo, como lo prueban en diversos géneros y con méritos muy diversos, Pablo Luis Courier, Beranger, Delavigne, Scribe, para citar solamente los nombres que han conservado alguna celebridad. Quizá sólo pueda hacerse la excepción, por cierto muy notable, de Stendhal, que fué a un tiempo liberal y romántico, pero que siempre anduvo solo, y en rigor creó una nueva forma de romanticismo para su uso particular.

No se pretende con lo dicho (nada más lejos de nuestra intención) confundir la causa del romanticismo con la de ninguna escuela o grupo determinado. Sería incurrir en el mismo error que censuramos en otros. El romanticismo es una revolución artística que [p. 316] tiene sus propios orígenes y su propio desarrollo, independientes de la revolución política, que en algún caso pudo favorecerla, pero que en otros, manifiestamente la contrarió. Es cierto que dos tendencias antinómicas hubo en el seno del romanticismo francés, y aun pudiera añadirse una tercera, aunque por el momento más velada, la tendencia realista de Diderot, que luego en manos de Balzac iba a desarrollarse con tanto brío. Al revés del romanticismo alemán y del italiano que son cosa sencilla y lógica, el romanticismo francés es cosa bastante compleja, y que no se acierta a desembrollar del todo sino siguiéndole paso a paso en sus múltiples manifestaciones. La transformación de principios políticos y aun religiosos que divide en dos partes claramente distintas la vida de cada uno de los dos grandes líricos románticos (sin quebrantar, no obstante, tanto como pudiera creerse, la unidad literaria de su fisonomía), prueba que en el romanticismo lidiaban esas dos tendencias contrapuestas, dándose fiera batalla en el alma de unos mismos poetas. El romanticismo francés descendía en gran parte de Rousseau, y no podía desmentir su origen. Por este lado, es decir, por el predominio del elemento personal y anárquico, el romanticismo pudo en cierto momento, sobre todo en su segunda fase, sentirse atraído por el liberalismo, y aun por el radicalismo político, y contraer con él estrecha alianza. Pero en su primera y más característica fase, en la que va desde la publicación de las Meditaciones hasta la representación de Hernani y la aparición de las Hojas de Otoño; en suma, desde 1815 a 1830, que es el período de invasión y de lucha, el romanticismo fué, con raras desviaciones, arte cristiano y caballeresco, grandemente simpático a los partidarios del antiguo régimen, y a los aristócratas que volvían a sus abandonados castillos execrando el espíritu de la Revolución. Por el contrario, entre los volterianos puros, entre los bonapartistas de la víspera, que entonces comenzaron a llamarse liberales, pasaba por artículo de fe la conservación de las antiguas tradiciones literarias.

Esta oposición liberal y volteriana tuvo su poeta, maligno y delicioso poeta, cuyas picaduras de avispa causaron tanto daño a la monarquía restaurada como las mismas barricadas de Julio. Este poeta, el más francés de nuestro siglo, así en sus defectos como en sus cualidades, fué Beranger (1780-1857) que debió su [p. 317] inmensa y hoy decaída popularidad, en parte sin duda a las pasiones políticas cuya hoguera atizaba, pero en parte mayor sin duda a un arte de composición muy refinado y exquisito que, sin llegar a la perfección clásica, como suponían en su tiempo los que candorosamente le comparaban con Horacio, basta para disimular la pobreza, la vulgaridad, el prosaísmo frecuente de sus ideas, su trivial deísmo, su epicureísmo frío y económico, su cinismo morigerado, su sentimentalismo bonachón, su liberalismo de tienda de ultramarinos o de viajante comisionista; todas las cualidades, en fin, que convirtieron sus canciones en evangelio de la clase media francesa, cuyos instintos halagaba. Ser poeta con un fondo de ideas que son la negación misma de toda idealidad y de toda poesía, tal fué el triunfo de Beranger. En su arte es casi perfecto, por la invención feliz de los estribillos (refrains) que se graban indeleblemente en la memoria y vuelan como saetas mortíferas; por la consumada habilidad con que agrupa en torno del tema principal las circunstancias accesorias; por la concisión penetrante, aunque a veces algo seca y enjuta; por la viveza y agilidad con que hace saltar el ritmo, por lo condensado y nervioso de la dicción, por la mezcla habilísima de tonos, por el instinto de composición dramática en miniatura. Sin aliarse nunca con los románticos, fué a su modo gran innovador.

Educado en la literatura del Imperio, de la cual conservó siempre resabios, especialmente en el estilo algo académico de sus canciones más pomposas, había comenzado haciendo ensayos épicos y ditirámbicos, pero pronto descubrió su verdadera vocación; y apoderándose de un género popular en el sentido lato de la frase (aunque más bien oscilase entre lo vulgar y lo artístico), la canción báquica y picaresca, siempre cultivada en Francia, y en la cual recientemente se habían distinguido Collé, Panard, Desaugiers y otros poetas más ingeniosos que comedidos, la convirtió desde el primer momento en otro género nuevo y propio suyo, que sin ser la oda propiamente dicha, puesto que no tiene ni su amplitud, ni su libertad, ni su arranque, admite, sin embargo, la misma materia poética que la oda, aunque la trate diversamente. Desde El Rey de Ivetot, la más antigua de las canciones de la colección de Beranger puesto que se remonta a 1813, pudo conocerse que estaba creada una nueva forma lírica; lo que el [p. 318] mismo Beranger llama «una lengua capaz de tomar los tonos más opuestos». Este falso poeta popular que no afectaba otro título que el de chansonnier y declaraba no saber ni latín, era realmente artista refinadísimo, más laborioso que espontáneo; cualquier cosa menos ingenuo. No venía del pueblo, sino que se dirigía a él, para inocularle sus odios de sectario. Su poesía báquica es convencional y falsa como la de un hombre sobrio: jamás conoció ni supo expresar el delirio de la orgía. La Bacante no tiene de tal más que el título. Sus canciones eróticas son muchas veces desvergonzadas, cínicas y aun obscenas; pero nunca son verdaderamente sensuales, y quizá repugnan más por la misma ausencia de tonos calientes y de embriaguez genial, y por la lujuria calculadora y senil. En realidad, ni el vino ni el amor, o lo que él llamaba tal, preocupan mucho a Beranger: son rodeos y máscaras para llegar a otros fines. Halagando malos instintos y concupiscencias vedadas, conquista su público, al cual va a adoctrinar a su manera, porque Beranger tomaba muy en serio su misión de propagandista político, y con apariencias de buen humor era terrible fanático. El tiempo ha ido marchitando muchas de estas canciones que en su tiempo tuvieron fuerza corrosiva y diabólica, y que hoy viven sólo como documentos históricos de un período de lucha, pero ha respetado otras que expresan sentimientos generales y aun a veces sentimientos generosos de libertad o de patria. Ha respetado también algunas de las canciones que pudiéramos decir épicas (Les Souvenirs du peuple, por ejemplo), que son cantos diversos de la leyenda napoleónica, creada en gran parte por el mismo Beranger, el cual, en medio de su democracia, y quizá por su democracia misma, contribuyó más que otro alguno a mantener vivo el prestigio del primer Imperio y a preparar indirectamente el segundo. Al lado de estas canciones, que son en cierto sentido lo más noblemente popular que Beranger hizo, hay que poner también algunas bellísimas poesías puramente líricas y personales como La Bonne Vieille; y las arrogantes canciones socialistas y humanitarias, posteriores a 1830 (Los Gitanos, Los Contrabandistas, El viejo vagabundo) donde la poesía de Beranger adquiere tono de balada filosófica, y una vena de independencia selvática, que contrasta con su manera anterior, y que ha de atribuirse a la influencia latente del romanticismo, que [p. 319] modificó hasta a sus propios adversarios. No diremos que Beranger lo fuese, propiamente hablando. El descendía directamente de la tradición francesa, no de la oratoria y solemne, sino de la fácil, graciosa y risueña (que llaman gauloise) de Villón, de Marot y de La Fontaine. Cultivaba un género tradicional, pero que nunca había sido más que tolerado ni había podido competir con los géneros nobles. El romanticismo que vino a destruir esta especie de aristocracia literaria, y a emancipar la canción del puesto inferior y subordinado en que vivía, tenía que ser simpático a Beranger por esta razón, y él mismo lo dice en su biografía. Además, y esto parece muy extraño, tuvo siempre grande admiración por Chateaubriand, de quien llegó a ser muy amigo y a quien llamaba maestro. ¡Singular discípulo por cierto del autor de Los Mártires, el de Lisette, Frétillon y la Marquise de Prétentaille! Pero es lo cierto que Beranger dice muy formalmente en uno de sus prólogos y repite en sus Memorias que «la parte poética y literaria de las admirables obras de Chateaubriand le había emancipado de Batteux y de La Harpe». En unos versos que le dirigió en 1831 está expresada muy sinceramente su admiración por aquel «Colón poético, que nos reveló los tesoros de un nuevo mundo», «aquel peregrino a quien su patria debe tantas liras». Aunque en todos los versos de Beranger no hayamos acertado a encontrar rasgo alguno que denuncie esa lectura asidua y entusiasta de Chateaubriand, hay que creerle bajo su palabra, lo mismo que cuando nos dice que ha sido griego y que ha despertado a las abejas en el monte Himeto, por más que su helenismo nunca pasara de los arrabales de París.

Cuando aparecieron los versos de Andrés Chenier, Beranger creyó que eran una invención del editor Enrique de la Touche. Como otros ilustres poetas, y más que otros por falta de extensión en su cultura, fué siempre Beranger pobrísimo crítico. Sainte-Beuve cuenta que nunca le oyó elogiar más que versos vulgares y medianos. No comenzó a gustar de Lamartine sino en el período de decadencia, después de Jocelyn. Con el romanticismo de Víctor Hugo se mostró indiferente y casi desdeñoso, dando por pretexto la tendencia retrógrada de sus escritos. Pero era imposible que por un resquicio o por otro dejase de penetrar en las canciones de Beranger algo de la nueva doctrina, y así como su liberalismo [p. 320] fué tomando en los últimos tiempos el matiz de democracia socialista, que es mucho más de nuestro siglo que del siglo XVIII; así la influencia y la amistad de Lamennais (a quien principalmente hemos de atribuir este cambio, y que era, a su modo, un gran romántico en prosa) trajo a las postreras colecciones del chansonnier esas novedades humanitarias y hasta rústicas, que tanto contrastan con el tono habitual de sus primeras inspiraciones. [1] Con el esfuerzo final y todo, queda siempre un poeta de segundo orden que rara vez se levantó sobre la preocupación del momento: poeta de partido en primer término, poeta nacional en segundo; sólo por excepción, y nunca por ímpetu ni en larga vena, sino en hilo tenuísimo, alcanzó la grande y universal poesía del sentimiento humano, que tan sin esfuerzo brotaba de los labios de aquel gran poeta toscano, con cuyos scherzi políticos se han comparado sus canciones. No, no hay paralelo posible entre Beranger y Giusti. El autor del Sospiro dell' anima, es uno de los mayores líricos de este siglo. En sus obras ha muerto lo transitorio, pero brilla con inextinguible y purísima luz, y se engrandece más cada día aquella parte de sus versos en que menos repararon los contemporáneos. ¿Cuándo Beranger tendrá igual fortuna? La alta crítica francesa le es hoy sistemáticamente hostil: el espíritu aristocrático y refinado de Renán declara que sus canciones no merecen leerse más que como documento histórico, y le execra como prototipo de la vulgaridad francesa, del buen sentido pedestre e insustancial que profana las cosas más altas. Por otro lado, su teoría de la utilidad del arte le ha hecho antipático a los puros artistas, que hoy dominan en la poesía lírica sin contradicción alguna. No es fácil que su antiguo renombre, ligado en gran parte a las circunstancias, pueda renacer, pero aunque se le niegue elevación, nunca sin injusticia podrá negársele gracia, no ática ciertamente, pero sí francesa.

El helenismo que Andrés Chenier había transportado a los [p. 321] versos, le llevó a la prosa, mediante industrioso y hábil artificio, Pablo Luis Courier (1772-1825), antiguo oficial de artillería, en quien extrañamente se mezclaban el filólogo y el periodista militante. En su educación libre y activa, no diversa de la de algunos espíritus del Renacimiento, conoció a un tiempo los libros y los hombres, y en Italia se inoculó la cultura clásica, hasta el grado de perfección que revelan sus traducciones y sus cartas, que son para la posteridad sus obras maestras, mucho más que los pamphlets, a los cuales debió el ruido que hizo en vida. Escritor eminentemente arcaico, pero lleno de gracia y de frescura en su arcaísmo, hizo en la lengua de la prosa revolución no menor que la que los románticos iban a hacer en el dialecto de la poesía. No sólo rechazó la lengua abstracta y seca del siglo XVIII, sino que saltando sobre la lengua noble pero monótona y enfática del siglo XVII, se fué a buscar la lengua abundante, libre, sabrosa y pintoresca del siglo XVI, en los grandes prosistas de aquel período, especialmente en Amyot, y en Montaigne, no de otro modo que los románticos saludaron a Ronsard como precursor suyo. Pero la manera de Pablo Luis es muy compuesta, y no puede considerarse como un mero pastiche de la lengua del Renacimiento, aun en aquellas obras donde más de cerca quiso seguirla, verbigracia: en sus traducciones de Lucio o el Asno, de las Pastorales de Longo y de algunos fragmentos de Herodoto. Courier, que era grande helenista, penetró en el genio y manera de la sintaxis griega, especialmente de la de Xenofonte, mucho más que Amyot o cualquier otro de sus modelos; la combinó con esa prosa familiar, anticuada y enérgica que los franceses llaman gauloise, y que se parece más a la prosa italiana o castellana de los buenos tiempos que al francés clásico; y tuvo el buen sentido de remozarlo todo con rico caudal de expresiones francas, tomadas de la lengua viva de los rústicos, a la cual hay que volver siempre que se quiere infundir nueva savia a una lengua empobrecida por la etiqueta académica y cortesana, y por el abuso del espíritu de sociedad. En esta parte del estilo, Courier inició la reacción más violenta contra el siglo XVIII, al cual pertenecía por sus ideas políticas, si es que en él, después de todo, eran algo más que una afectación o un desahogo de mal humor, puesto que sólo le llegaban al alma las cuestiones gramaticales y literarias. Su exclusivismo purista tomaba [p. 322] las formas más chistosas. «Habrá en Europa cinco o seis hombres que sepan griego -decía-: todavía es mucho menor el número de los que saben francés»... «Guardaos mucho de creer -escribía a Boissonnade- que nadie haya sabido escribir en francés después del reinado de Luis XIV: la última mujercilla de este tiempo vale más por el lenguaje que Juan Jacobo, Diderot, D'Alembert y todos sus contemporáneos y los posteriores a ellos: todos son asnos bajo esta relación de la lengua: no se puede usar ninguna de sus frases: no debéis enteraros ni siquiera de que existen». Es casi seguro que no leyó ningún libro francés de su tiempo, como no fuese de erudición y para enterarse de la materia. Aun en esto, su curiosidad era muy limitada, porque de la historia decía: «Todas esas necedades sólo pueden pasar cuando van acompañadas de los ornamentos del estilo». Encontraba que el mejor historiador era el que se burla de los hechos, y Plutarco le divertía mucho por las graciosas mentiras que cuenta. Poca materia y mucho arte era su divisa. Por eso escribió tan poco, y sobre materias en apariencia tan insignificantes: una mancha de tinta en un manuscrito; unos aldeanos a quienes se prohibe bailar en domingo: una pendencia con el alcalde de su pueblo sobre corte de leña: un elogio de Helena para rivalizar con Isócrates. Había en esto cálculo de artista, había quizá impotencia secreta, había sobre todo profundo desprecio de la literatura de su época: «Contentémonos con leer y admirar a los antiguos -decía-: a lo más, intentemos hacer algunas débiles copias: si esto nada vale para la gloria, sirve para la diversión por lo menos». Su doctrina literaria está condensada en el prefacio de su traducción de Herodoto. «La lengua de esta traducción, si no es la del pueblo, está sacada a lo menos de la lengua popular. No hay nada menos poético en el mundo que el tono y estilo del gran mundo... Traducir a Homero en nuestra lengua académica, lengua de corte, ceremoniosa, rígida, pobre, enervada por el uso de la gente culta, es un error deplorable; hay que emplear una dicción ingenua, franca, popular y rica como la de La Fontaine. No basta con todo nuestro francés para traducir el griego de Herodoto, de un autor que escribió sin ninguna traba, que, ignorando el buen tono y las falsas conveniencias, dice sencillamente las cosas, las llama por su nombre, hace todo lo posible para que se las entienda, repitiéndose, [p. 323] corrigiéndose por miedo de no haber sido bien entendido: de un autor que, no habiendo aprendido la gramática, ni siquiera sabía distinguir el sustantivo del adjetivo... Herodoto no se traduce en el idioma de las dedicatorias, de los elogios y de los cumplimientos... Herodoto no supo nunca nada de lo que nosotros llamamos «príncipe, trono y corona», ni de lo que en las Academias se llama «favores de las damas y felicidad de los súbditos». En él, las damas, las princesas llevan a beber sus vacas o las del rey su padre, a la fuente vecina, encuentran allí algún joven, y les pasa cualquier percance que el autor expresa siempre con la palabra propia. En Herodoto hay hombres libres y hay esclavos, pero no hay súbditos... El empeño de ennoblecerlo todo, la jerga, el tono de corte, que infestó el teatro y la literatura en tiempo de Luis XIV, han echado a perder excelentes ingenios, y son causa de que los extranjeros se burlen de nosotros con justa razón. Los extranjeros no pueden menos de soltar la carcajada cuando ven en nuestras tragedias a Mr. Agamenón y a Mr. Aquiles que disputan en presencia de todos los griegos, y a Mr. Orestes, que arde en vivas llamas por su señora prima. La imitación de la corte es la peste del gusto, lo mismo que de las costumbres... Un hombre separado de las altas clases, un hombre del pueblo, un aldeano que sepa griego y francés, es el único que llegará a hacer una traducción de Herodoto, si tal cosa es posible: tal es la razón que me ha movido a emprender ésta, donde empleo, como se va a ver, no la lengua cortegianesca, como dicen los italianos, sino la de las gentes con quienes trabajo en mis campos... lengua más sabia que la de la Academia, y como antes he dicho, mucho más griega». [1]

Hemos citado íntegro este curiosísimo trozo, en primer lugar porque no es muy conocido a pesar de su importancia, y en segundo para mostrar que una de las principales conquistas del Romanticismo sobre la retórica, aquella de que Víctor Hugo principalmente se jacta en una célebre poesía de sus Contemplaciones, la democratización del lenguaje, aboliendo la distinción entre palabras nobles y villanas, estaba ensayada en la prosa y formulada teóricamente por el escritor más enamorado de la belleza [p. 324] clásica que después de Andrés Chenier ha nacido en Francia. Semejante a Pablo Luis Courier en algunas circunstancias de su vida, y también en la excéntrica genialidad de su carácter, y en la brusca y resuelta afirmación de su propio sentir, indócil a toda disciplina, floreció otro escritor, novelista, viajero y crítico, de los más originales de nuestro siglo, al cual estaba reservada inmensa celebridad póstuma, después de haber pasado en vida más bien por un epicúreo ingenioso y algo extravagante en su cinismo, que por escritor destinado a imprimir hondamente su huella en la historia literaria y a traer nuevos modos de pensar y de ver las cosas humanas. De Stendhal puede decirse que ganó todas sus batallas después de muerto. Entre los que le conocieron y trataron más íntimamente (sin excluir al mismo Mérimée), ninguno llego a adivinar y presagiar tan rara fortuna; ninguno, excepto Balzac, que saludó La Cartuja de Parma con un enérgico ditirambo. Mientras la mayor parte de las reputaciones del período literario de la Restauración palidecen o están ya eclipsadas, se lee hoy a Stendhal, pseudónimo de Enrique Beyle, como se leería a un contemporáneo; se le ha convertido en jefe de escuela: Taine le ha llamado «gran novelista y el primer psicólogo de nuestro siglo», y los naturalistas le traen y le llevan como a precursor suyo, aunque lo cierto es que se les parece muy poco. En rigor, no se parece a nadie; se resiste a toda imitación; es un tipo literario, una curiosidad única, más curiosa que simpática ni admirable.

Pero extraordinariamente curiosa, bajo el aspecto psicológico sobre todo. Puede disputarse que Stendhal (1783-1842) sea en rigor artista, por más que fuese notabilísimo crítico de artes, caprichoso y arbitrario sin duda, pero sincero, convencido y lleno de pasión en sus gustos buenos o malos. Pero como productor de obras de arte (si se exceptúan sus narraciones cortas) no tiene estilo, sino una manera impertinente y afectada, una negligencia petulante que divierte en las primeras páginas y llega a impacientar después. Beyle estaba lleno de manías, siendo en él una de las más arraigadas la de no querer pasar por hombre de letras, sino por hombre de mundo que se divertía en escribir como quien fuma un cigarro (frase suya) sin caer en la puerilidad de tomar por lo serio lo que escribía. Tenía, además, sus peculiares teorías sobre el estilo; le quería sencillo, desnudo, casi ideológico. Es [p. 325] célebre aquella frase suya «antes de ponerme a escribir una novela, leo por algunos días en el Código civil para formarme el estilo». Sin tomar al pie de la letra esta y otras semejantes humoradas, contradichas muchas veces en la práctica por el mismo autor, es cosa clara que el ideal literario de Stendhal, derivado de su procedimiento psicológico, era el más contrario que puede imaginarse a la furia colorista de Balzac, de Flaubert y de Zola. Evidentemente, no son de la misma escuela. Nacido Stendhal en el siglo XVIII, y saturado hasta los tuétanos de la filosofía analítica de Condillac y de su lengua de los cálculos, aspiraba a hacer del lenguaje literario, no la visión más o menos brillante, más o menos fantasmagórica de la realidad, sino un sistema de notación, lo más exacta y precisa que le fuera dable, de los fenómenos de la sensación, a los cuales él reducía toda la vida del espíritu. Es evidente que el estilo de los naturalistas no ha nacido ni podido nacer de esta álgebra gramatical, sino que es la última exageración del sistema opuesto; es decir, de la retórica pintoresca de los románticos, tal como la profesaron, sobre todo, Teófilo Gautier y su escuela.

Cabe en el estilo que adoptó Beyle, cierto grado de belleza literaria, el cual consiste o debe consistir en aquella transparencia y lucidez que hace que no se interponga nube alguna entre el pensamiento y su expresión, sino que juntos lleguen a la comprensión del lector, desterrando totalmente de su ánimo la idea del estilo, y haciéndole descansar sin esfuerzo en la contemplación de las cosas mismas. Pero cabalmente, este género de belleza es el que menos veces logra Stendhal, culpa en parte de la complicación refinada de su pensamiento, mucho más sutil que el de los ideólogos antiguos; y en parte del desdichado prurito de afectación y singularidad que él llevaba a todas las cosas y que le hacía dar tormento a su propio espíritu, forzándole a increíbles contorsiones. Dotado, por naturaleza y por estudio, de sagacidad extraordinaria para sorprender los más ocultos repliegues de la conciencia moral, se inclinó con preferencia, y como por sabio dilettantismo, al estudio de los más monstruosos y excéntricos, al cultivo de todas las rarezas psicológicas, de los maquiavelismos oscuros, de las perversidades e infamias más preternaturales e inusitadas, de todos los casos raros de clínica mental. Los héroes [p. 326] de Stendhal, en sus novelas largas (Le Rouge et le Noir y La Chartreuse de Parme) , son personajes tan extrañamente concebidos, tan negros y misteriosos, dotados por el autor de maldad tan estrambótica y trascendental, que ni ellos ni el psicólogo que los analiza pueden hablar como todo el mundo. Digámoslo claro: hay en el arte de Stendhal mucho ingenio, pero todavía más charlatanismo. Charlatanismo de todas especies: hipocresía vuelta del revés, hipocresía de inmoralidad y de ateísmo (por más que fuera Stendhal, sin necesidad de violentarse, uno de los pensadores más radicalmente inmorales y ateos y una de las almas más secas que han existido), afectación de profundidad y de desdén aristocrático, afectación de incoherencia y falta de lógica, afectación de escribir mal; en suma, toda especie de afectaciones. La época era propicia a ellas, y después del satanismo elegante de Byron y del hastío inconsolable de Chateaubriand, Stendhal no quiso ser menos, e inventó para sí propio, aunque por de pronto con menos éxito, el tipo del materialista alma de cántaro con visos de Maquiavelo frustrado. Stendhal, que en su juventud había sido Comisario de guerra, a cosa tal, en los ejércitos imperiales, y que luego pasó su vida bastante oscuramente en los consulados de Italia, se creía diplomático formidable; hombre de excepcionales talentos para la guerra y para la acción política, si no se lo hubiesen estorbado las circunstancias, y sobre todo la caída de Napoleón, que era su ídolo, la única creencia y la única superstición de su vida. A sus personajes predilectos les infundió este mismo carácter y estas mismas quiméricas pretensiones, poniéndoles en la frente el sello de especial predestinación que llevan todos los héroes románticos. Ni Julián Sorel ni Mosca tienen nada de personajes naturalistas: es cierto que su actividad se consume en luchas microscópicas, en intrigas subalternas, en crímenes tan horribles como estrafalarios; pero todo el empeño del autor es presentarlos como seres superiores, que serían capaces de conmover el mundo, si no los encadenase la fatalidad de los tiempos a esa acción oscura y sin gloria. Es en el fondo, aunque presentada de diverso modo, la misma fatalidad que aqueja y persigue a los héroes de Byron, y responde en cierto modo a la singular conmoción que toda aquella juventud debió de sentir ante el espectáculo verdaderamente inaudito (y para los contemporáneos mismos, [p. 327] envuelto ya en los vapores de la leyenda y del mito) de la grandeza y de la catástrofe napoleónica. En ninguno fué tan honda esta impresión como en Stendhal: las mejores páginas de La Cartuja de Parma , las primeras, dan testimonio de ello.

Repito que nunca he podido comprender la razón que pueden tener Zola y sus discípulos para decir que «las obras de Stendhal han determinado, juntamente con las de Balzac, la evolución naturalista actual». [1] Razón literaria quiero decir, pues de otro género ya sé que la tienen, y está bien a la vista. Stendhal, en cuanto escritor brutal y cínico, se asemeja a los naturalistas por la predilección con que busca, estudia y representa toda fealdad moral; y también porque en filosofía profesa como ellos el mecanismo y el determinismo más groseros; porque excluye del alma humana todo afecto limpio y generoso. Esa será, sin duda, «la nota verdadera y nueva que Stendhal encontró en la novela», según expresión de Zola. El cual no tiene razón en añadir que Stendhal haya sido el primero que ha visto al hombre «desnudo del oropel de la Retórica y fuera de las convenciones literarias y sociales»; porque Stendhal tiene su retórica propia, bastante fastidiosa y monótona por cierto, y no pueden darse personajes más convencionales, o, por mejor decir, más imposibles literaria y socialmente, que los suyos. El mismo Zola confiesa que son «curiosidades cerebrales», y no otra cosa. Por otra parte, Stendhal en sus novelas (no tanto en sus viajes) carece, no solamente de abundancia pintoresca, sino hasta de sentido de la realidad exterior. Y aunque no crea en Dios, ni en la espiritualidad del alma, ni en el deber moral, ni en otra cosa alguna, sino en el placer físico, procede en sus análisis, no como fisiólogo, sino como ideólogo; no como materialista de ahora, sino como materialista del siglo pasado, extraño a las ciencias experimentales, y, por el contrario, muy familiarizado con los procedimientos de las matemáticas y de lo que llamaban «gramática general». La novela de Stendhal es, pues, un mundo aparte, tan lejano de la novela naturalista, como puede serlo el Adolfo de Benjamín Constant. Tampoco se encuentra en Stendhal el desprecio de la fábula complicada, que ha llegado a ser [p. 328] dogma entre los naturalistas. Sus novelas tienen mucha acción, y acción interesante; sobre todo La Cartuja de Parma es una novela de aventuras, un verdadero embrollo, lleno de lances inesperados y sorprendentes como los de un cuento de Bandello.

Resulta, pues, que Stendhal, por cualquier lado que se le mire, no es realista, en el moderno sentido de la palabra, sino romántico materialista, combinación rara, pero no única, puesto que se dió también en Merimée y en algún otro. Con Merimée tiene también el punto de contacto del exotismo literario (que en Stendhal se reduce a italianismo), la predilección por la pintura de acciones feroces y sanguinarias, de pasiones violentas y rápidas que estallan y matan en un punto mismo, sin que la impasibilidad del narrador se altere en lo más mínimo al contar los más grandes horrores. Tales son esas famosas novelas italianas de Beyle (Vittoria Accoramboni, La Abadesa de Castro, S. Francesco a Ripa, Los Cenci, La Duquesa de Palíano, Vanina Vanini, etc.), que si estuviesen mejor escritas, si el autor hubiese poseído el arte del diálogo, la graduación de los efectos dramáticos y la perfección sobria y nerviosa de estilo que en Merimée admiramos, podrían competir sin desventaja con las más felices narraciones de este insuperable cuentista. Pero el arte incompleto y, por decirlo así, cojo, de Stendhal, hace que su perpetua ironía trascendental se vea más al descubierto, y resulte más desabrida y antipática.

En teoría, no fué Stendhal menos romántico que en la práctica. Tiene sobre otros muchos críticos de su escuela el mérito de la prioridad, puesto que desde 1814 estaba en la brecha; tiene además la ventaja de haber poseído conocimientos de la literatura extranjera, y especialmente de la italiana e inglesa, que eran todavía rarísimos en Francia. Y, por último, fué el primer crítico de esta nación que salvó los límites del horizonte literario propiamente dicho, y pudo tratar con igual competencia de música, de pintura y de poesía, lo cual le daba indudable superioridad de criterio estético. Estas ventajas estaban contrapesadas por su pobrísima filosofía, que le llevaba a negar todo carácter absoluto a la idea de belleza, y a erigir en única ley y norma de arte el relativismo de las sensaciones. Stendhal, pues, no pasa de ser un crítico empírico, pero generalmente de buen gusto y de mucho ingenio; aunque deslucido por el afán de presentar sus [p. 329] ideas en forma descosida, paradójica y extravagante, con lo cual, huyendo del escollo de la pedantería dogmática, viene a caer en otro género de pedantería escéptica y mundana, que le perjudica bastante.

Beyle comenzó por la crítica musical, publicando en 1814 una vida de Mozart y unas cartas sobre Haydn. Este libro, cuyo interés está principalmente en las anécdotas biográficas (que Beyle contaba muy bien, por lo cual tuvo siempre singular predilección por ellas), está traducido en parte del alemán y del italiano, [1] pero fué para la mayor parte de los franceses una revelación. El autor rompía con todas las preocupaciones técnicas. «Quisiera -dice- que todos los cursos de literatura yaciesen en el fondo del Océano». Analizaba los efectos de la música como un epicúreo que busca ante todo los goces del sentido; y con más lógica que otros sensualistas, infería que «no puede existir el mismo género de belleza para dos seres tan distintos como el alemán y el italiano», y que, por consiguiente, «cada hombre y cada pueblo han de tener su bello ideal distinto, que será la colección de todo lo que les agrada en las cosas de una misma naturaleza». «¿Cómo lo bello ideal del danés ha de ser lo mismo que el del napolitano?». «Se puede criticar a un hombre cuando se le ve errar en los medios que pueden conducir al fin que se propone, pero no es razonable pedirle cuentas sobre la elección de este fin».

Hay, sin embargo, una inconsecuencia en este primer libro de Stendhal. Negando lo bello ideal para la música, lo admite para la escultura y la pintura, «porque la diferencia de las formas del cuerpo humano en los diversos países es mucho menor que la diferencia de los temperamentos determinada por la diferencia de los climas. Es más fácil, pues, establecer un tipo de belleza universal para el arte que reproduce estas formas exteriores, que para las artes que ponen en actividad los diversos afectos de almas tan diferentes». Es dudoso que Stendhal llegase nunca a modificar este punto de vista suyo, esencialmente contradictorio en un hombre que rebajaba toda belleza a la categoría de lo agradable. Quizá consistiese la razón de esta inconsecuencia, en que Stendhal sentía bastante bien, a su modo, lo mismo la música [p. 330] alemana que la melodía italiana, y lo mismo la literatura clásica que la romántica, por lo cual en estas artes proclamaba libertad absoluta, al paso que en pintura nunca comprendió otro arte que el de Rafael y Leonardo de Vinci, y en escultura no paso de las estatuas de Canova, lo cual explica que en las artes del dibujo se atuviese a la tradición académica sin intentar modificarla.

Completa la serie de las obras de Stendhal sobre crítica musical su Vida de Rossini, impresa en 1823, donde de nuevo se insiste sobre las diferencias entre la música alemana y la italiana, y se exagera el punto de vista empírico hasta afirmar que «lo bello ideal cambia cada treinta años en música». [1] La música no es para Stendhal otra cosa que el más vivo y refinado de los placeres sensuales. «Lo que le da superioridad marcada sobre la más bella poesía, sobre Lallah-Rook [2] o la Jerusalem, es que en ella se mezcla un placer físico extraordinariamente vivo, aunque de poca duración y poca fijeza... El placer enteramente físico y maquinal que la música da a los nervios del oído, forzándolos a tomar cierto grado de tensión, pone el cerebro en un estado de irritación que le obliga a producir imágenes agradables y a sentir con embriaguez veinte veces mayor las imágenes que en otros momentos no le hubiesen dado más que un placer vulgar... Nada hay real en la Música más que el estado en que deja el alma» (lo que Stendhal entiende por alma). De aquí una serie de comparaciones tomadas casi siempre del sentido del gusto: «la melodía simple y encantadora es como los frutos perfumados y dulces que gustan tanto en la infancia: la armonía, por el contrario, se parece a los manjares picantes, agrios, fuertemente sazonados, cuya necesidad experimenta el paladar estragado conforme se avanza en la vida. Al niño le gustan melocotones: es la melodía. El adulto prefiere saur-craut, salsas fuertes o una copa de kirsch: esta es la armonía». A falta de otro mérito, no se puede negar que esta estética tiene algo de aperitiva.

Es, pues, la Música un placer meramente fisiológico. Las reglas actuales son completamente inútiles, pero Stendhal cree en la posibilidad de una teoría experimental de la Música, y parece [p. 331] que adivina o presagia el advenimiento de Helmholtz: «La Música espera su Lavoisier, un hombre de genio que haga experiencias sobre el corazón humano y sobre el órgano del oído, y de estas experiencias deduzca las reglas de la Música... La mayor parte de las reglas que oprimen en este momento el genio de los músicos se parecen a la filosofía de Platón y de Kant: son cavilaciones metafísicas inventadas con más o menos ingenio e imaginación, pero cada una de ellas tiene necesidad de ser sometida al crisol de la experiencia: reglas imperiosas que no se apoyan en nada, conveniencias que no parten de ningún principio». Es el mismo punto de vista de nuestro P. Eximeno, que en filosofía era tan sensualista como Stendhal, aunque no fuese como él epicúreo en moral, contentándose con serlo en arte.

Merimée, en la noticia sobre Stendhal que precede a la correspondencia inédita de su amigo, ha juzgado con entera exactitud el valor de sus juicios de artes, esparcidos, no solamente en su Historia de la Pintura en Italia, libro tan interesante como descosido, sino en sus Paseos por Roma, en su viaje Roma, Nápoles y Florencia, y en sus excursiones por varias provincias de Francia, coleccionadas con el nombre de Mémoires d'un Touriste. «Admirador apasionado, Stendhal, de los grandes maestros de las escuelas romana, florentina y lombarda, les presta muchas veces intenciones dramáticas que quizá no tuvieron, pero cuenta a su manera las emociones que ha sentido delante de sus obras, y describe los efectos, aunque se equivoque en cuanto a la causa. Probablemente, si él mismo hubiera intentado escribir en diferentes ocasiones sus impresiones delante de un mismo cuadro, se hubiera quedado sorprendido de la variedad de ellas». Tal es el efecto natural de la consideración puramente empírica, en que basa sus juicios Stendhal. Pero además se le puede tachar de excesivamente académico en sus gustos, cosa extraña en quien tanto alardeaba de originalidad. Stendhal no sabe admirar otras obras que aquellas que universalmente pasan por admirables, ni da un paso sin que Vasari y Lauzi le sirvan de guías. A veces su entusiasmo parece convencional y ficticio: otras veces se le ve recurrir a extraños motivos históricos para razonar su admiración. Usa y abusa de la historia anecdótica y secreta, para explicar por ella las creaciones del arte, sin mostrar nunca grandes [p. 332] escrúpulos de crítica respecto a la calidad y origen de las anécdotas. Su libro está lleno de fábulas, y aun de fábulas calumniosas, como tantas y tantas de las que entonces corrían sobre la historia de los Papas y sobre la Italia del siglo XV. Stendhal no conoció a fondo más Italia que la del siglo XVIII, y aun ésta por sus peores lados. Del alma italiana anatomizó algunas fibras; pero para descubrir otras, anduvo, no solamente torpe, sino ciego. Su ateísmo feroz y agresivo, sus instintos groseramente voluptuosos, sus mil preocupaciones de hombre de sistema, su psicología apocada y miserable que reducía al interés y al deleite los motivos de las acciones humanas, cerraron enteramente sus ojos a la inteligencia de la pintura de la Edad Media, y aun a la inteligencia de los grandes maestros del Renacimiento, en cuanto conservaron la tradición del ideal cristiano, que a los ojos de Stendhal no ofrecía sino «asuntos ridículos u horribles». No viendo en el siglo XVI más que una brutal orgía de carne y de sangre, y una espléndida cabalgata fantasmagórica, como han hecho Stendhal y su discípulo Taine, que en esta parte le sigue fielmente, es imposible llegar a comprender cómo de tal medio social pudo brotar un arte tan puro, elegante y armonioso, que el mismo Stendhal define por el concepto de la gracia y el de la nobleza, así como define el ideal antiguo por el concepto de la fuerza depurada y majestuosa.

Los libros IV, V y VI de la Historia de la Pintura, contienen una especie de estética llena de digresiones, según costumbre de Stendhal, y dividida en innumerables capítulos breves. Sería difícil y aun imposible resumirla, porque se compone toda de ideas sueltas en que apenas se percibe el lazo dialéctico. Muchas de estas ideas han logrado fortuna, y puede decirse que constituyen hoy el fondo de la estética positivista. Explicar el origen de la mitología y de la estatuaria clásica por el sentimiento de terror que en los hombres primitivos producía el espectáculo de la fuerza: reducir la belleza a la expresión de un carácter útil , entendiendo por utilidad la perfección física: definir la escultura como el arte de dar fisonomía a los músculos (consideración no falsa, y hasta profunda, pero incompleta): convertir en clave única de la historia del arte la influencia de los climas y la combinación de los temperamentos, estudiados conforme a las lecciones de Cabanis [p. 333] y Destutt-Tracy, que el autor llama sublimes, y de las cuales infiere que una será la belleza para el sanguíneo, otra para el bilioso, otra para el flemático: tal, es, en sus puntos capitales, la teoría de Stendhal, de la cual dice él mismo con su habitual franqueza: «Probablemente no es más que la expresión del temperamento que la casualidad me ha dado». Séalo o no, resulta tan original e ingeniosa en los pormenores, como vulgar en el fondo. Hay mucho sentido a veces en las paradojas de Stendhal, y mucha sagacidad para discernir las aptitudes estéticas y sociales de los diversos pueblos, especialmente los italianos y los franceses. En esta parte le ha rendido Taine brillante homenaje al principio de su Historia de la literatura inglesa, pero para comprender lo hiperbólico de este homenaje, aun dentro del empirismo en que Taine se mueve, no hay más que comparar los imperfectos esbozos de Stendhal con las maravillas que su discípulo nos da dado en el mismo género. «Hay un sistema particular de impresiones y de operaciones internas -dice Taine- que hace a un hombre artista, creyente, músico, pintor, nómada, hombre social; cada uno de ellos tiene su historia moral y su estructura propia, con alguna disposición fundamental y algún rasgo dominante. Para explicar cada una de estas naturalezas sería preciso escribir un capítulo de análisis íntima, y este trabajo apenas puede decirse que esté iniciado. Un solo hombre, Stendhal, por una idiosincrasia de espíritu y una educación muy singulares, es quien lo ha intentado, y para eso todavía la mayor parte de los lectores encuentran sus libros paradójicos y oscuros; su talento y sus ideas eran prematuros; no se han comprendido sus admirables adivinaciones, sus frases profundas, dichas como de pasada; la precisión admirable de sus notaciones y de su lógica; no se ha visto que con apariencias de hombre de mundo explicaba los más complicados mecanismos internos, ponía el dedo en los grandes resortes, trasladaba a la historia del corazón los procedimientos científicos, el arte de cifrar, de descomponer y deducir; marcaba el primero las causas fundamentales, quiero decir, las nacionalidades, los climas y los temperamentos: en suma, trataba los sentimientos como se deben tratar, esto es, como naturalista y físico, haciendo clasificaciones y pesando fuerzas. A causa de todo esto se le ha juzgado seco y excéntrico, y ha permanecido aislado, escribiendo novelas, viajes, notas, [p. 334] para las cuales no deseaba ni obtenía más de veinte lectores; y, sin embargo, en estos libros es donde se encuentran todavía hoy los ensayos más propios para abrir el camino que tratamos de seguir. Nadie ha enseñado mejor a abrir los ojos, a consultar primero los hombres que nos rodean y la vida presente, luego los documentos antiguos y auténticos, a leer más allá de lo blanco y lo negro de las páginas, a descubrir bajo la vieja impresión, bajo los garabatos de un texto, el sentimiento preciso, el movimiento de ideas, el estado de espíritu en que el autor escribía. En sus escritos, en los de Sainte-Beuve, en los críticos alemanes, puede verse todo el partido que es posible sacar de un documento literario: cuando este documento es rico y se sabe interpretar, se encuentra allí la psicología de una alma, muchas veces la de un siglo, a veces la de una raza». [1]

Creemos firmemente que Taine exagera la importancia de los servicios prestados por Stendhal a la crítica histórica, y el valor de sus indicaciones, útiles a veces, pero debidas más bien a inspiración fugaz que a la aplicación formal y seguida de un método. De todos modos, no es pequeña gloria para Beyle el haber dado ocasión a ser interpretado de tal suerte; y si la Historia de la Pintura en Italia ha producido, aunque sea indirectamente, la Historia de la literatura inglesa, algo tenía aquel entendimiento de superior al nivel común de la crítica francesa, algo en que verdaderamente fué innovador; y es precisamente lo que no ha comprendido, en su espiritualismo elegante pero no muy hondo, el más severo de los censores de Stendhal», [2] que, guiado sin duda por muy legítimas prevenciones de moralista, ha extendido a las ideas artísticas del autor de La Cartuja la justa repugnancia que inspiran su miserable filosofía, su feroz egoísmo, su sequedad de alma y su nihilismo ético, de que el libro famoso Del Amor da testimonio. Stendhal despreciaba profundamente a la humanidad y era un desventurado ateo teórico y práctico; pero sentía la buena música y la buena poesía, y a veces los buenos cuadros, y se le puede oír sobre estas cosas, aunque con reflexión y cautela, porque había en su espíritu vicios incurables que extraviaban y pervertían con [p. 335] frecuencia la habitual pureza de su gusto. Él mismo viene a confesarnos que no gustaba mucho de la escultura griega, porque «para sentir el ideal antiguo -añade-, hay que ser casto»: Casta placent superis, y Beyle estaba abrasado de tal modo por los impuros ardores de su temperamento, que hasta las frases melódicas las convertía en excitantes afrodisíacos.

Por eso comprendió y juzgó bien la primera manera de Rossini, anterior al Moisés y al Guillermo: es dudoso que hubiera comprendido de igual suerte la segunda. Así y todo, Merimée ha podido decir, con relación a Francia, que Stendhal «había descubierto a Rossini y la música italiana». Para los críticos franceses de entonces, admirar otra música que la nacional era un crimen. Stendhal fué el primero que se levantó contra esta preocupación, y hay que agradecérselo, no menos que su campaña en favor del romanticismo literario, contenida en los varios opúsculos que llevan por título colectivo Racine y Shakespeare.

Aunque el ingenio de Beyle fuera eminentemente francés, él hacía alarde de contrariar todos los gustos y preocupaciones literarias de su país. «Escribo en lengua francesa -decía-, pero no en literatura francesa». Amigo de Byron en Milán, y familiarizado muy pronto, lo mismo con las odas y las tragedias de Manzoni, que con las críticas de la Revista de Edimburgo, era probablemente, en 1814, el escritor francés que más al corriente estuviese de la literatura extranjera, si se exceptúa a Fauriel y algún otro erudito dado a graves tareas, y no ganoso de influir en la opinión ni en la literatura militante. Stendhal, pues, descendió a la arena solo o casi solo, y Sainte-Beuve le compara ingeniosamente con un ágil jinete cosaco que empeña en la vanguardia las primeras escaramuzas y va a insultar al enemigo en sus propias trincheras. [1] Stendhal osó atacar frente a frente a la misma Academia Francesa, dominada entonces por el pseudo-clasicismo, y entregó al escarnio de los burlones un discurso antirromántico compuesto por Auger, secretario perpetuo de aquella docta corporación.

La manera descosida con que Stendhal expone siempre sus ideas hace muy difícil, si no imposible, compendiar aquí los pormenores de su polémica. Basta fijarse en la idea capital de [p. 336] ella, idea que no carece de originalidad y aun de cierta verdad relativa. Stendhal sostiene que el romanticismo no es otra cosa que «el arte de presentar a los pueblos aquellas obras literarias que en el estado actual de sus costumbres y de sus creencias pueden proporcionarles la mayor suma de placer posible». El clasicismo, por el contrario, es «la literatura qne daba el mayor placer posible a nuestros bisabuelos». De aquí se infiere que Séneca y Eurípides fueron románticos en su tiempo, pero son clásicos ahora, por lo cual imitarlos y pretender que estas imitaciones no hagan bostezar a los franceses del siglo XIX, es lo que Stendhal llama clasicismo. De igual modo Racine, en su tiempo, fué romántico, porque presentó a los marqueses de la corte de Luis XIV una pintura de las pasiones, templada por la extrema dignidad, que entonces estaba de moda. De esta dignidad que hoy nos fastidia tanto no hay vestigio en los griegos, y precisamente por este género de dignidad fué Racine romántico. Pero como nadie se parece menos que nosotros a los marqueses de trajes bordados y de grandes pelucas negras que juzgaron allá por los años de 1670 las obras de Racine y de Molière, resulta que Racine es hoy clásico y no se le debe imitar, sino tomar otro camino, haciendo tragedias para el gusto de los jóvenes de 1830. Estas tragedias se parecerán necesariamente a las de Shakespeare, no porque convenga sustituir una imitación con otra (que esto sería volver al odiado clasicismo), sino porque las pasiones de la nueva generación francesa, venida al mundo en los días de la Revolución y del Imperio, tienen que parecerse algo y aun mucho a las de los ingleses del siglo XVI, que conservaban muy fresco el recuerdo de las guerras civiles e iban a entrar en el sangriento período de su revolución. La fórmula dramática que propone Stendhal (y en esto se ve hasta qué punto era romántico y no realista) es la tragedia histórica de asuntos nacionales escrita en prosa; no porque Stendhal rechazara la forma métrica, que, al contrario, aplaude en los italianos y en los ingleses, cuyos poetas pueden decirlo todo sin detrimento de la belleza dramática, sino por odio al alejandrino clásico francés, del cual dice que no sirve más que para ocultar y disimular tonterías. Los períodos históricos que especialmente recomienda como ricos en catástrofes trágicas, son los reinados de Carlos VI y Carlos VII, el de Francisco I, y, sobre [p. 337] todo, la época de los últimos Valois y de las turbulencias de la Liga. El crítico invoca en apoyo de su tesis el éxito alcanzado en Francia por las novelas de Walter-Scott, que llama «tragedias románticas mezcladas de digresiones». Su ideal es el drama novelesco o más bien la novela dramática, interesante por su acción, y no solamente por el placer lírico de los hermosos versos, que Stendhal llama inexactamente placer épico.

A primera vista parece muy sencillo y muy elemental todo esto; pero en 1813 había cierto mérito y aun cierto valor en proclamarlo. Una compañía de actores ingleses venida a París a representar los mejores dramas de Shakespeare, había sido ignominiosamente silbada, llegando el furor de los clásicos espectadores hasta arrojarles patatas y huevos a los gritos de «¡Muera Shakespeare, que no es más que un Ayudante del Duque de Wellington!» En este caso la herida de Waterlóo, que todavía chorreaba sangre, puede explicar la animosidad literaria; pero no era menor ni menos enconada la protesta de los admiradores de Racine cuando se trataba de algún autor indígena, bueno o malo, que osara romper con la tradición. Innovador bien tímido fué Nepomuceno Lemercier, y, sin embargo, cuando en su Colón vió el público que no se respetaban las unidades de lugar y de tiempo, el tumulto fué tan espantoso que degeneró en batalla campal y un hombre quedó muerto en el teatro en obsequio a la Poética de Boileau y al Curso de La Harpe. Stendhal nos da cuenta de un hecho, a primera vista muy singular, y es que la juventud de las escuelas de Derecho y de Medicina era quien con más furor silbaba las primeras tentativas románticas, instigada y movida por los periodistas liberales y volterianos que por aquellos días solían ser al mismo tiempo dramaturgos clásicos, así como el romanticismo se reclutaba principalmente entre los legitimistas y los admiradores de El Genio del Cristianismo. Stendhal, ciertamente, no tenía nada que ver con ellos, puesto que llevaba sus preocupaciones liberales hasta el ridículo extremo de suponer que la adopción universal de los principios de la constitución inglesa traería un renacimiento artístico en toda Europa; pero se guardó muy mucho de hacer causa común con sus correligionarios, dando en ello señaladísima prueba de gusto propio y de independencia estética. Sus opúsculos de crítica literaria son muy [p. 338] estimables; están libres casi de las impertinencias que hay en los de pintura y viajes, y el principal defecto que se les puede poner es que abundan en ideas que, siendo entonces nuevas, son hoy patrimonio de todo el mundo; pero esto mismo prueba que eran racionales y sensatas, lo cual no es pequeño elogio tratándose de Beyle. Su polémica contra las unidades dramáticas reproduce muchos de los argumentos empleados con el mismo propósito por Hermes Visconti en su diálogo y por Manzoni en su admirable carta. Después de tales escritos poca o ninguna novedad ofrece el famoso prólogo de Cromwell, considerado generalmente como una de las fechas más memorables en la batalla romántica.

Cuanto dice Stendhal sobre la naturaleza de la ilusión dramática, sobre la risa y lo cómico, sobre la influencia de los hábitos de conversación y de sociedad en la literatura francesa está muy bien pensado, y hoy mismo merece leerse. Pero lo más notable de Stendhal como crítico literario, es, sin duda, la idea de que todos los grandes escritores fueron románticos en su tiempo, y que sólo un siglo después de su muerte, cuando las gentes empiezan a copiarlos, en vez de abrir los ojos e imitar a la naturaleza, se convierten en clásicos. Si los románticos hubieran penetrado todo el alcance de estas palabras, quizá se hubiesen abstenido de sustituir una imitación a otra, y ni el drama pseudo-shakesperiano, ni la falsa Edad Media, ni el orientalismo convencional, ni el exotismo hubiesen existido. Stendhal tuvo siempre mucho empeño en que su romanticismo no se confundiese con el de los Schlegel. En una nota escrita en sus últimos tiempos, y añadida a su Historia de la Pintura, dice con visible despego que «los románticos ganaron su causa a fuerza de ser buena; que fueron instrumento ciego de una gran revolución que hizo pasar el arte desde la miniatura amanerada de una sola pasión a la pintura en grande de todas las pasiones; pero que fueron como el sable de Scanderberg, hirieron y mataron, pero no tuvieron ojos para ver lo que mataban ni lo que había que poner en su lugar». [1] Sus obras están llenas de indicaciones despreciativas contra Chateaubriand (rebajado por él al nivel de D'Arlincourt y de Marchangy), contra Víctor Hugo y contra toda la pléyade romántica de 1830. En cuanto [p. 339] a sí propio se jactaba de que no sería comprendido ni estimado en su justo valor hasta 1890, y ya hemos visto que se equivocó en muy pocos años. Falta saber si el entusiasmo actual durará o llegará a reducirse a más justos límites. Me parece notar ya síntomas de cansancio. Pero aunque la secta de los stendhalianos desaparezca (y en ello ganarán mucho el arte y la moral), no es fácil que los libros de Stendhal vuelvan a caer en la categoría de rarezas: están preñados de ideas buenas y malas, y sólo el libro sin ideas es el que definitivamente muere. [1]

Mientras Stendhal proseguía su fuego graneado de epigramas contra el gusto francés, y aun contra los franceses mismos (de los cuales solía decir tanto mal como Enrique Heine de los alemanes), comenzaba a verificarse en la crítica oficial y universitaria una evolución lenta, pero segura, que abría las puertas de la enseñanza al espíritu moderno y entronizaba en la vieja Sorbona las novedades de Chateaubriand y de Mad. de Staël. El honor de esta innovación hay que referirle a los tres grandes profesores que durante la Restauración ilustraron con inmenso brillo la cátedra francesa, renovando simultáneamente los estudios de filosofía, de historia y de literatura, con cierta tendencia común, [p. 340] que en filosofía se llama eclecticismo; en política, liberalismo doctrinario, y en literatura no tiene nombre especial, puesto que fué una especie de transacción entre la disciplina clásica y el romanticismo. Los nombres de Cousin, de Guizot, de Villemain, y el recuerdo de sus cursos memorables que tanto eco tuvieron en toda Europa y especialmente en nuestra patria, son harto familiares a todos los lectores cultos para que sea menester dilatarse mucho en caracterizarlos. A Víctor Cousin le conocemos ya como tratadista de estética general y primer expositor de esta ciencia en Francia. En crítica literaria merece recuerdo, aunque no sea más que por haber inventado (según toda apariencia) la célebre fórmula de «el arte por el arte», que él entendía en el sentido kantiano de tener el arte su finalidad propia e independiente, pero que luego una brillante fracción del romanticismo interpretó en sentido mucho más restricto, como si dijéramos «el arte por el procedimiento», abriéndose la puerta con esto a equívocos y a confusiones que aún duran. Esta y otras ideas que de la enseñanza elocuentísima de Víctor Cousin, influído entonces por los alemanes, especialmente por Schelling, pasaron a la nueva escuela literaria, fueron causa de que ésta le considerase por algún tiempo como auxiliar, y así lo da a entender Stendhal en uno de sus opúsculos. Pero la sagacidad habitual de Stendhal se vió fallida en esta ocasión, puesto que Víctor Cousin, temperamento esencialmente oratorio, grande expositor de verdades medias y de lugares comunes, había de encontrar su natural asiento (una vez pasados los hervores de la juventud en que le fascinó más o menos la poesía del trascendentalismo alemán) en el genio oratorio y razonador de la literatura francesa del siglo XVII, y en el ideal platónico-cartesiano, al cual consiguió dar una especie de segunda vida. Fué, pues, clásico acérrimo en el sentido francés de la palabra; y no otra doctrina que la clásica dictó sus consideraciones sobre el arte francés, sus observaciones sobre el estilo de Pascal, sus juicios literarios esparcidos en la serie de libros que compuso sobre la sociedad elegante de la época de Luis XIV.

Más influyó, aunque también por modo indirecto, en la transformación de las ideas críticas el severo publicista Guizot, tenido unánimemente por uno de los tres o cuatro grandes historiadores que Francia ha producido en este siglo tan fecundo en ellos. La [p. 341] inteligencia austera y viril de Guizot se inclinó con inclinó con preferencia a otros estudios que los artísticos; pero ni los desdeñó nunca, ni dejó de lograr en ellos positivas conquistas, especialmente en el período de su juventud en que los cultivó con más ahinco y con tendencia marcadamente romántica, si bien templada y análoga a la de Mad. de Staël. Varias circunstancias concurrieron a dar ensanches al criterio de Guizot y hacerle vislumbrar algunos de los principios fundamentales de la literatura moderna. Protestante de origen, como la autora de Corina, pero con menos liga del espíritu del siglo XVIII que la que hubo en ella, pertenecía a una Francia excéntrica y distinta de aquella Francia clásica que había tenido en la monarquía del siglo XVII su expresión total y magnífica. Sus recuerdos de familia y de secta estaban más bien en la época turbulenta del Renacimiento y de las guerras de Religión, que fué precisamente unos de los períodos predilectos de los románticos. Por otro lado, su doctrinarismo político, su admiración del régimen constitucional de Inglaterra le llevó muy desde los principios de su carrera al estudio profundo del genio inglés y de su historia, familiarizándole con las obras de Shakespeare, de las cuales publicó nueva traducción, mejorando y perfeccionando considerablemente la de Letourneur. Esta traducción y el discurso que la precedía, impreso luego aparte con el título de Shakespeare et son temps, fué en 1822 acontecimiento literario solemne y decisivo; y aunque la vida del poeta y el estudio de sus obras puedan parecer hoy algo anticuados y deficientes, el espíritu general de aquel trozo de crítica reposada y luminosa y el arte con que está enlazada la historia literaria con la política le aseguran puesto muy honroso en la riquísima y variada galería de las obras de su autor. Las comedias de Shakespeare, que son la parte de su teatro menos accesible a los extranjeros y la que suele ser peor entendida por ellos, están juzgadas con criterio estético tan delicado y fino, con tal penetración de su vaporosa y fantástica poesía, que el mismo Enrique Heine, buen juez en este género de cosas, no se desdeñó de traducir al alemán la mejor parte de estas consideraciones en su libro acerca de Las Mujeres de Shakespeare, confesando que aquel «elefante doctrinario, animal muy inteligente y muy pesado», había comprendido mejor que ningún otro la naturaleza y esencia de la comedia shakesperiana, tan [p. 342] rebelde al gusto y a la inteligencia de los franceses. Es probable y aun seguro que las lecciones de Guillermo Schlegel le sirvieron y ayudaron mucho para esto. Aun las ideas estéticas generales que informan el estudio sobre Shakespeare son francamente románticas, con cierto romanticismo histórico y social, cual convenía a la índole y aficiones del autor. «La crítica literaria -decía Guizot en tan remota fecha- no debe permanecer encerrada en los mismos límites que hasta aquí. La literatura no puede permanecer extraña a las revoluciones del espíritu humano; se ve forzada a seguirle en su marcha, a elevarse y extenderse con las ideas que más le preocupan, a considerar, en fin, las cuestiones que agita en toda la extensión que reclaman el estado nuevo del pensamiento y de la sociedad». Defendiendo vigorosamente el drama de Shakespeare, rechazaba el cargo de patrocinar el desorden literario, y trazaba el plan de una nueva poética. «Mientras los críticos se obstinen en no ver más que libertad sin freno en el sistema dramático de que Shakespeare ha trazado los primeros contornos, será imposible entendernos. Si el sistema romántico tiene bellezas es porque necesariamente tiene su arte y sus reglas. Nada es bello para el hombre sino en virtud de ciertas combinaciones cuyo secreto puede siempre ser investigado por nuestro juicio después que ha sido atestiguado por nuestras emociones. La ciencia o el empleo de estas combinaciones constituye el arte. Shakespeare tiene el suyo. Hay que descubrirle en sus obras, examinar de qué medios se sirve, a qué resultados aspira. Entonces y sólo entonces comprenderemos verdaderamente su sistema y sabremos hasta qué punto puede desarrollarse todavía, según la naturaleza general del arte dramático aplicado a nuestras sociedades modernas... Inglaterra, Francia, Europa entera, pide al teatro placeres y emociones que no puede darnos la representación inanimada de un mundo que ya no existe. El sistema clásico ha nacido de la vida de su tiempo; este tiempo ha pasado; su imagen subsiste brillante en sus obras, pero no puede reproducirse. Al lado de los monumentos de los siglos pasados comienzan ahora a levantarse los monumentos de otro siglo. ¿Cuál será su forma? Lo ignoro; pero ya podemos descubrir el terreno en que pueden asentarse sus fundamentos. No es el de Corneille y Racine, no es tampoco el de Shakespeare, es el nuestro propio; pero sólo el [p. 343] sistema de Shakespeare puede dar, según yo entiendo, los planos sobre que ha de trabajar el genio de los nuevos artífices».

Después de esta solemne y enérgica profesión de la nueva fe literaria, ofrece menos interés otro excelente libro de Guizot, publicado en 1813 con el título de Vida de Corneille, y reimpreso muchos años después con grandes aumentos y el título nuevo de Corneille y su tiempo. [1] El estudio que Guizot hace de las obras del poeta normando es más detenido y profundo que el que consagró a Shakespeare, y también ofrecía materia incomparablemente más fácil; pero el interés de la parte estética es menor, porque el arte de Corneille no suscita tan arduas cuestiones como el de Shakespeare, ni es preciso llegar en él hasta las mismas raíces de la concepción dramática. Pero el mismo espíritu de libertad prudente y razonada, de libertad a la inglesa, reina en un libro que en otro; y esta tendencia era tan natural en Guizot, que hasta en sus primeros ensayos, en los artículos de crítica teatral y literaria que por los años de 1807 daba a luz en El Publicista, en colaboración con su primera mujer, la docta y severa Paulina de Meulan, aparecen los gérmenes del eclecticismo literario, aunque de un modo tímido, como de escritor que no se siente todavía seguro de sus fuerzas ni se atreve a firmar enérgicamente su propio sistema contra la opinión general. Paulina de Meulan cultivaba, más bien que la crítica literaria, la crítica moral, para la cual tenía exquisito talento; Guizot prestaba más atención a las cuestiones técnicas. Suyos son los artículos acerca de la Comparación de Schlegel entre las dos Fedras, y acerca del Wallenstein, de Benjamín Constant, que le dieron ocasión de empezar a mostrar su criterio sobre cuestiones dramáticas. En el paralelo de Schlegel distinguió claramente la parte relativa a Eurípides y a la tragedia griega, en que proclama la superioridad del crítico alemán; y la parte polémica contra Racine, en que le tacha de injusto y apasionado. «La idea de querer apreciar el mérito de la tragedia francesa comparándola con la tragedia griega -dice sensatamente Guizot- me parece contraria a toda razón. Estas dos piezas [p. 344] tienen cada una mérito absoluto, independiente, ligado a los usos y costumbres de las naciones para que fueron compuestas: lo que es bueno en la una, sería malo en la otra, y si las costumbres modernas han forzado, por decirlo así a Racine a suposiciones que pueden dañar al efecto dramático y que se alejan de la perfección ideal que se puede concebir, sería fácil probar que las costumbres griegas han hecho caer muchas veces a Eurípides en el mismo inconveniente». Infería de todo esto que Schlegel era más feliz en las consideraciones generales sobre la tragedia que en las aplicaciones de su teoría a casos particulares. Con ocasión del Wallenstein deploraba el abandono en que yacía en Francia el estudio de las literaturas extranjeras, y proponía el plan que luego desarrolló en su estudio sobre Shakespeare. Notabilísimo era para aquel tiempo el paralelo que establecía entre el sistema dramático de los franceses y el de los ingleses y alemanes. Pero procurando darse cuenta de sus diferencias, negaba la posibilidad de trasplantar de una nación a otra una cosa tan compleja como el teatro, que es la resultante de tan gran número de principios, de opiniones y de hábitos particulares. «Se puede examinar su carácter propio, sus ventajas, las bellezas que introduce, dar a conocer a los extranjeros lo que le ha determinado, lo que le constituye y le distingue; pero hacer pasar la aplicación de esta teoría a otra lengua, a un teatro diferente y ante espectadores cuyo espíritu se mueve (digámoslo así) en otra esfera, será en todo tiempo empresa aventurada o más bien imposible. Pero no por eso se han de condenar estos trabajos de adaptación, puesto que son eminentemente propios para extender las ideas, para abrir nuevas sendas al talento, para darle nuevos medios, para fijar la verdad. El espíritu se eleva conforme el horizonte de la crítica se va agrandando. Acaso vendrá un día un hombre de genio a apoderarse de esta masa de nuevas observaciones, de nuevas luces, a modificarlas, a apropiarlas a su nación y lengua, y aunque esto no hubiera de suceder nunca, aunque el carácter de cada pueblo estuviese fijado de una manera irrevocable, siempre habría grandes ventajas en no aislar su espíritu, en no poner un velo impenetrable ante sus ojos y un muro infranqueable ante sus pasos. El gusano de seda se encierra en su celdilla para trabajar solo y en la oscuridad; pero el hombre no está destinado [p. 345] a producir, como el gusano de seda, siempre la misma obra, sin perfección y sin diferencia». [1] Pero como cada sistema dramático tiene sus ventajas y sus inconvenientes, es imposible a los ojos de Guizot convertir el Macbeth o el Wallenstein en tragedias clásicas sin alterar torpemente su índole, su verdad moral, su lógica interna.

Guizot es tan poco conocido como crítico literario y tan digno de serlo, que se nos perdonará insistir en esta porción, demasiado olvidada, de sus obras. El punto flaco de la tesis de Los Mártires y de El Genio del Cristianismo, él lo vió más claramente que nadie en el momento mismo del triunfo de Chateaubriand, por lo mismo que Guizot, a despecho de todos sus errores de secta, era cristiano sincero. «El Cristianismo y la mitología -dice- son dos esferas totalmente diversas, dos mundos cuyos habitantes no se parecen; su comparación no prueba nada porque no se les puede aplicar una medida común. Los tesoros de la poesía pagana son como las flores derramadas por toda la superficie de la tierra, se multiplican bajo los pasos del hombre, el cual no tiene más que bajarse para recogerlas; los tesoros de la poesía cristiana son como los astros, colocados en las alturas del cielo; se necesitan las alas del águila para subir hasta la región que las oculta; la verdadera poesía del Cristianismo es como el santuario del arca, al que ningún profano puede llegar. Por eso Chateaubriand se ha expuesto, como poeta, a grandes peligros; queriendo disputar palmo a palmo el terreno al paganismo, se ha visto forzado muchas veces a violentar el Cristianismo, a hacerle tomar formas que parecen extrañas a su naturaleza». Estos cuatro artículos de Guizot sobre Los Mártires son quizá la mejor crítica que hemos leído de este poema; predomina el tono de elogio, pero están hechas todas las oportunas restricciones.

Dignas primicias eran éstas del vigoroso entendimiento que luego había de mostrarse con tanta fuerza y tanta luz en las famosas lecciones sobre la civilización de Europa y la civilización de Francia (dadas en la Sorbona desde 1828 a 1830), lecciones [p. 346] que renovaron la faz de los estudios históricos. Con razón dice el excelente crítico escocés Roberto Flint, que así como el eclecticismo cousiniano, estéril para la filosofía pura, prestó grandes servicios a su historia, así el doctrinarismo hizo más por la historia política que por la ciencia política propiamente dicha. Guizot, que no es grande historiador por la fuerza de la fantasía adivinadora ni por la brillantez del colorido, y que como pensador rara vez traspasó los límites de un buen sentido elevado y tolerante, poseyó como pocos lo que pudiéramos llamar, y él mismo llamaba, la anatomía y la fisiología de la historia, considerada como ciencia de los fenómenos sociales, que se engendran por la acción de ciertas fuerzas y están sometidos a ciertas leyes, análogas a las que rigen la existencia de los individuos. En deslindar las grandes ideas y las grandes instituciones dominantes en cada período, en estudiar las funciones del organismo social como estudia el fisiólogo las del organismo animal, fué gran maestro; y cualesquiera que sean sus errores y la estrechez de algunos de sus puntos de vista, exclusivamente protestantes o exclusivamente franceses, inauguró un método verdaderamente científico, y, disipando el caos de la historia, hizo de ella una totalidad orgánica.

Es claro que entre los elementos que integran la civilización, no podía Guizot olvidar ni desconocer el elemento artístico y literario, y si en las catorce lecciones de 1828, que contienen los fundamentos de su método y son de filosofía de la historia, más que de historia propiamente dicha, no desciende a pormenores, en la Historia de la Civilización en Francia, obra que, desgraciadamente, quedó muy a los principios, pero, que así y todo, merece probablemente el puesto de preferencia entre las de su autor, trató con muy positiva y segura instrucción algunos puntos enlazados con los orígenes literarios de la Edad Media.

La literatura eclesiástica desde el siglo IV al X, las cartas de Sidonio Apolinar y las leyendas y vidas de Santos, las Crónicas de Gregorio de Tours y de Fredegario, tan ricas de pormenores pintorescos y característicos, los poemas bíblicos de San Avito (que Guizot aclama precursor de Milton), los versos líricos de Fortunato de Poitiers, la corte literaria de Carlo-Magno con sus Alcuinos, Teodulfos y Eginhardos, mil detalles perdidos hasta entonces en las grandes colecciones eruditas, entraron, gracias [p. 347] a Guizot y a la resonancia que tuvieron sus lecciones, en el tesoro de la general cultura, y tales nombres, rara vez oídos en el siglo XVIII, se hicieron familiares a todo hombre estudioso. [1] Basta comparar estas lecciones de Guizot con el deplorable curso de Villemain sobre la literatura de la Edad Media para comprender que aquellas y no éstas son el antecedente lógico y necesario de las de Ampère y Ozanam, a quienes principalmente se debió la divulgación de las noticias de este nuevo mundo literario. Salvo Fauriel, cuyos trabajos más importantes son posteriores, y salvo Daunou, en quien las preocupaciones del siglo XVIII oscurecían muchas veces el espíritu de investigación, no había en Francia en 1829 quien conociera mejor que Guizot el movimiento intelectual de la primera Edad Media. Aun en esta parte tuvo mérito de iniciador que debemos reconocerle; mucho más si se tiene en cuenta que sus ideas generales sobre el individualismo germánico, sobre el feudalismo, sobre el monacato y sobre la caballería han sido hasta el presente tema de infinitas variaciones, no sólo para los historiadores políticos, sino también para los literarios. Sin hacer a tontas y a locas la apología de la Edad Media, enseñó a juzgarla con tolerancia y con desinterés histórico, y abrió los caminos de la justicia.

Muy inferior a Guizot en penetración histórica y en novedad de pensamiento, pero dotado más que él del espíritu literario de detalle y de la que pudiéramos llamar elocuencia crítica, fué Villemain (1790-1870) el verdadero transformador de la crítica francesa, y lo fué suavemente, sin transición brusca, de tal modo que en sus primeros pasos pudo tenérsele por continuador de La Harpe y por fiel conservador de las tradiciones clásicas y urbanas del siglo XVIII. Y no hay duda que las conservó a su modo; pero conquistando por días su emancipación, hasta convertirse en crítico moderno. Las innovaciones de Villemain nacieron de instinto más que de doctrina, puesto que fué extraño siempre a las especulaciones estéticas de Alemania, y se le ve evitar cuidadosamente en sus lecciones hasta la sombra de ideas abstractas que [p. 348] puedan embarazar el curso siempre ameno de su exposición. Por raro que esto parezca en quien escribió libros tan voluminosos, es imposible averiguar a punto fijo lo que pensaba Villemain sobre la mayor parte de las cuestiones de preceptiva. Le faltan principios y le falta método. Discurre con sentido común muy seguro, juzga y siente con buen gusto purísimo, casi infalible; pero no intenta razonar jamás el fundamento de sus juicios. La elegancia sinuosa y flexible de su dicción; el arte especial que posee para hermosear los lugares comunes y hacerlos parecer nuevos; la conformidad que generalmente tienen sus sentencias con lo que piensa la mayor parte de los hombres cultos llegan a disimular este vacío; pero el vacío existe, y es tan profundo, que a estas fechas todavía no sabe nadie con seguridad perfecta lo que Villemain opinaba acerca de la gran cuestión crítica de su tiempo. ¿Era clásico? ¿Era romántico? Lo único cierto y averiguado es que tenía demasiada retórica y demasiado recelo de las proposiciones absolutas para comprometerse mucho ni por un bando ni por otro.

Era, ante todo y sobre todo, retórico admirable; ni fué otra la principal razón de sus éxitos y el germen de todas sus buenas y malas cualidades como crítico. No era investigador, ni tenía verdadero sentido de la historia, ni trajo datos nuevos a ella. Sus tentativas sobre Cromwell y sobre Gregorio VII están completamente olvidadas y merecen estarlo. Aun en la historia literaria, que conocía mucho mejor, su preparación era muy desigual e incompleta. Conocía admirablemente los clásicos franceses y latinos, menos bien los griegos, bastante bien los ingleses. Ignoró el Oriente, ignoró la Edad Media, ignoró Italia, España y Alemania. Fué extraño a la filosofía e igualmente extraño a las ciencias naturales. Es, por consiguiente, un crítico incompletísimo, y en el estado actual de los estudios no puede satisfacernos si se le juzga con el criterio puramente científico, que se va haciendo cada día más severo y exigente, y concluirá por pedir hasta lo imposible. Pero a Villemain, aun considerado con relación a su tiempo, le faltaba, no ya lo superfluo, sino mucho de lo necesario, y esto, no sólo comparado con Fauriel, sino comparado con puros literatos y personas de mundo, como Mad. de Staël, como Stendhal.

Salvo el conocimiento de la literatura inglesa, que tampoco [p. 349] había sido raro en el siglo de Voltaire y de Diderot, la cultura literaria de Villemain no excedía el nivel común de la cultura francesa del siglo XVIII. Pasó algún tiempo por helenista profundo, y no hay duda que sabía más griego que el que era común saber en tiempos del Imperio; pero ni llegó a competir nunca con Boissonade y con Pablo Luis Coutier, ni su trabajo sobre Píndaro da derecho a considerarle más que como dilettante de erudición helénica. El paralelo, evidentemente absurdo, que se empeñó en establecer entre Píndaro y Bossuet, tampoco da a entender que estuviese muy penetrado del espíritu de la poesía antigua; y en los mismos ditirambos con que la ensalza parece que hay más retórica que entusiasmo personal y sincero. De toda la antigüedad, el autor con quien verdaderamente congenió Villemain, el clásico de su particular predilección, el que procuró imitar en los escritos y hasta en la vida, es Marco Tulio. Villemain ha sido quizá el último de los grandes ciceronianos. Lo que fué Cicerón como expositor de la filosofía y de la retórica de su tiempo, eso fué Villemain como expositor literario: orador de la crítica, tipo del orador académico, con todos los defectos y las excelencias de tal; con el culto del lugar común generoso y honrado; con la transparencia continua que deja ver un pensamiento poco profundo, pero siempre limpio y sano; con aquella flor de urbanidad y de aticismo que denuncia el intento continuo de agradar a gentes bien nacidas y bien criadas y no a teóricos ni a pedantes; con todos los artificios de la alusión fina, del chiste culto, de la comparación inesperada, de la antítesis ingeniosa; con elegancia fluida en que jamás se nota la huella del esfuerzo, y, finalmente, con el gran don de admirar y de hacer sensible esta admiración en lenguaje, ora espléndido, ora gracioso. Leído el gran curso de Villemain en la primera juventud, que es cuando puede y debe leerse, tiene cierta virtud noble y comunicativa que quizá no posee en igual grado ningún otro libro de crítica: la virtud de encender el amor de las letras en todo espíritu digno de sentirle. Esta cualidad no se paga con nada y va siendo rarísima en los libros de literatura que hoy se escriben y que son por lo común libros de pura ciencia.

Dos son los principales méritos que en la crítica de Villemain pueden señalarse, y dos también las principales innovaciones que él trajo a la enseñanza literaria. Introdujo en ella el calor y la [p. 350] animación de la oratoria; introdujo también el elemento histórico y anecdótico, el que pudiéramos llamar elemento pintoresco. La crítica clásica del siglo pasado, la de Voltaire, por ejemplo, en su Comentario de Corneille, la del Liceo, de La Harpe, era crítica de pormenor, crítica puramente técnica, y aun dentro de la técnica mucho más gramatical que literaria. La Gramática es, sin duda, cosa muy respetable y de todo punto necesaria en las obras poéticas, lo mismo que en las que no lo son; pero es anterior a la crítica literaria y distinta de ella. Villemain lo conoció primero en Francia y dió a sus lecciones el rumbo a que naturalmente le inclinaba su temperamento oratorio. Sin desdeñar los pormenores escogió con preferencia los grandes aspectos de la obra literaria, su influjo en el medio social, el sistema de ideas de que forma parte, el reflejo de la personalidad del autor en sus libros; y para explicar todo esto prefirió el procedimiento esencialmente oratorio de la descripción al procedimiento esencialmente científico del análisis. Más que juzgar las obras, las describe; es decir, las muestra vivas y en cierto modo las reconstruye imaginativamente. El título de Cuadros que dió a sus lecciones las caracteriza admirablemente. Son cuadros más bien que juicios. Tienen su valor artístico propio independiente de las obras juzgadas; viven y se sostienen por sí mismos y pueden agradar al mismo que no conozca los autores más que por las descripciones de Villemain.

Así se vió conducido este deleitoso crítico a dar en sus lecciones tanta parte al elemento histórico, no sólo en consideraciones generales y en síntesis vagas, sino más todavía y con más provecho en rasgos pintorescos, en anécdotas aisladas, pero muy características, de los tiempos y de las personas, en verdaderas biografías muy detalladas y bastante íntimas para lo que se estilaba en aquellos tiempos y dentro de la severidad que la cátedra impone.

Es cierto que en esta parte de crítica biográfica y psicológica (que es el gran imperio de Sainte-Beuve) hemos visto luego tales prodigios, que los ensayos de Villemain nos parecen tímidos, superficiales y apocados; pero entiéndase bien que son lo que deben ser como elemento de exornación oratoria. Más detallados, más íntimos, más analíticos no cuadrarían a la rapidez y a la vehemencia del discurso; hay que relegarlos a las monografías. Hoy preferimos, y con mucha razón a mi entender, las monografías [p. 351] a los discursos; pero cada cual nace con una aptitud, y Villemain tenía la de los discursos y no la de las monografías. Enlazó la historia con la crítica, y es su gran mérito; pero no lo hizo por amor a la historia en sí misma, ni por tendencia psicológica, sino porque la historia, tomada por la superficie, se presta maravillosamente a la exornación oratoria. Opus hoc unum maxime oratorium. Cualquier Lunes de Sainte-Beuve nos enseña más sobre el alma de tal o cual personaje que toda la retórica de Villemain; pero Sainte-Beuve tenía el instinto irresistible de la curiosidad psicológica, que es un instinto científico, un instinto de naturalista, al paso que Villemain tiene el instinto puramente artístico y oratorio de brillar aun a costa de los mismos autores que examina.

No hay duda, sin embargo, que en cierta medida Villemain fué introductor del elemento histórico en la crítica, si bien buscando por sistema y por genio propio, no lo más íntimo y radical, sino lo más entretenido y pintoresco. Así le vemos en el Cuadro de la literatura del siglo XVIII, que es, por cualquier lado que se la mire, su obra capital y la que nos le muestra de cuerpo entero. Los defectos de esta obra son visibles, y el autor no se tomó ningún trabajo para evitarlos. El mismo Barante, que le precedió en bastantes años, tiene sobre el espíritu general del siglo XVIII ideas mucho más firmes y profundas que Villemain; su libro abulta menos y no divierte tanto, pero quizá enseña más. No se sabe a punto fijo si Villemain aprueba o condena el impulso revolucionario del siglo XVIII, ni se sabe tampoco qué criterio filosófico aplica para juzgar la llamada, bien o mal, filosofía de ese período. Tratándose de otras épocas en que el arte literario haya vivido con vida más propia y desinteresada, tal omisión importaría menos; pero es enteramente inexcusable tratándose de un siglo en que la literatura, más que arte puro, fué máquina de combate. Hay que saber si el autor está con Voltaire o contra Voltaire, si está con Rousseau o contra Rousseau, si Diderot le agrada o le repugna. Y, en rigor, Villemain, liberal templado, doctrinario en política, católico tibio y nada filósofo, sale del paso con frases ingeniosas y elegantes, juzgando el siglo XVIII por su lado exterior y mundano, como si toda la literatura de ese siglo hubiese sido literatura de academia y no conspiración permanente contra el régimen antiguo.

[p. 352] Todo un lado del siglo XVIII, el más importante, el que domina sobre todos los demás, falta, pues, en el libro de Villemain. Ni el pensamiento de Voltaire, ni el pensamiento de Diderot, ni el espíritu de la Enciclopedia, ni el movimiento sensualista pueden ni deben estudiarse en su obra. Parte por reparos que en 1828 tenían mucha fuerza, parte por timidez propia y deseo de no comprometerse, parte por indigencia de pensamiento propio sobre las más graves cuestiones humanas, Villemain ha eludido hábilmente, sin duda, pero al fin ha eludido o más bien escamoteado, los puntos más graves y difíciles de su tarea.

Otro defecto no leve de este Curso son los resabios pseudoclásicos que todavía conserva, y especialmente la preocupación en que el autor estaba de que existe entre los géneros literarios cierta especie de aristocracia y jerarquía, habiendo obras más o menos nobles, más o menos plebeyas, no por la ejecución ni siquiera por el argumento, sino por el puesto que ocupan en las clasificaciones de los retóricos. Villemain, que se cree obligado a analizar largamente poemas como la Henriada, tragedias fastidiosas de Crebillon y de Voltaire sólo porque son poemas épicos y tragedias; Villemain, que con sus pretensiones de hombre político a la inglesa, dedica casi la tercera parte de su curso a la oratoria política y forense, que es por su materia y casi siempre por su forma el menos estético de todos los géneros; apenas se atreve a hablar de novelas, pasa sobre ellas como por ascuas, pide perdón a su auditorio siempre que tiene que nombrar alguna, y parece no comprender que para la posteridad importa mucho más Cándido que Zaira, y muchísimo más los cuentos de Diderot que sus artículos de la Enciclopedia. A veces la fuerza de las cosas le arrastra, aunque de mala gana, a entrar en este terreno, como lo hace, por ejemplo, tratándose de Juan Jacobo Rousseau, que fué novelista hasta cuando escribía de derecho público, y que convirtió su propia vida en una especie de novela, aunque por lo común miserable y abyecta. Pero todavía parece limitado el espacio que dedica a la Nueva Heloísa cuando se repara que tal obra cambió el modo de sentir de una generación entera. Sólo porque la novela pasaba en los tratados antiguos por género inferior y producción frívola, se atreve a mutilar Villemain la literatura del siglo XVIII de uno de sus capítulos más esenciales, lo mismo bajo el aspecto [p. 353] literario que bajo el social; puesto que gran parte de la propaganda enciclopedista se verificó por medio de novelas.

Villemain tuvo la pretensión completamente frustrada de agrupar toda la literatura europea del siglo XVIII en torno de Francia. Es cierto que nunca, desde la Edad Media, había dominado el espíritu francés en los demás países cultos como dominó en el siglo pasado. El período que los franceses llaman clásico, el de Luis XIV, nunca ha tenido esa influencia aunque ellos lo sueñen. Pero la del siglo XVIII es universal, es constante, y ningún país se eximió de ella. Para estudiar esto era preciso tener conocimientos profundos de literatura comparada que Villemain no poseía. Empezó por prescindir de Alemania, como si el siglo XVIII pudiera comprenderse sin Wieland, Lessing, Herder, Kant, Schiller y Goethe. En la literatura inglesa desdeñó lo más acentuado y característico; Swift, Fielding, Sterne, los grandes humoristas; y se fué a extender en los oradores parlamentarios, que ciertamente nadie suele echar muy de menos en los libros de literatura. De la italiana parece haber ignorado hasta los nombres más ilustres. Ni Parini, ni Goldoni, ni Monti encuentran lugar en su libro, donde en cambio no falta Beccaria, y, ¿quién había de creerlo?, Filangieri. De España, alto silencio, si bien ésta es omisión que a los ojos de los franceses suele pasar por mérito y que a nosotros ya no nos coge de sorpresa.

Hasta aquí los defectos, y ciertamente no son leves. Pero el encanto del libro es tal, que fácilmente se los disculpa cuando se le mira con el puro criterio literario. Quien busque la flor del gusto francés antiguo, en este libro la encontrará realzando pensamientos modernos. Quien dude que la crítica sea un arte creador a su modo y caudalosísima fuente de inspiración y de entusiasmo, fácilmente saldrá de su error con recorrer estas páginas, que unen el calor de la improvisación oratoria con la perfección de la palabra escrita. Se ha dicho que Villemain tenía la elocuencia de la memoria, y nada, en efecto, más oportuno y gracioso que suscitas. «¿Quién como él -dice muy exactamente Silvestre de Sacy [1] -conoce el arte de hacernos gustar un sabor nuevo en los trozos que cita o más bien que saca de su propio fondo, donde los [p. 354] ha grabado indeleblemente? ¿Quién tiene en tanto grado el poder de renovar las impresiones que parecían más gastadas y de comunicarles la juventud y la frescura de sus impresiones personales?»

Añádase a esto que Villemain está en el siglo XVIII como en su casa: recibió la tradición directa de los hombres de aquel siglo, y si no ve ciertos aspectos de él con la claridad con que los vemos hoy, favorecidos por la misma distancia que nos permite abarcar el conjunto, reproduce, a lo menos, con evidente verdad de colorido y de tono, a la vez que con seductora elocuencia, la parte más amable, menos espinosa, más risueña y más puramente literaria de su asunto. A decir verdad, le preferimos cuando trata de los autores de segundo orden, de los ingenios vivos y agudos semejantes al suyo, de los prototipos de elegancia académica. Está más a sus anchas hablando de Fontenelle que de Voltaire, más del abate Barthelemi que de Rousseau. Pero esta regla tiene también excepciones, y tres de las mejores lecciones del curso son, sin duda, las consagradas al examen de los tres historiadores ingleses del siglo XVIII, Gibbon, Robertson y Hume, asunto grave, en que mostró Willemain mucho más nervio de dicción y aun de pensamiento que el que habitualmente se encuentra en sus escritos, más notables siempre por el tacto delicado, por la fina circunspección, por algo que pudiéramos llamar coquetería literaria; inocente artificio que responde muchas veces a la indecisión y vaguedad de sus puntos de vista generales, y, digámoslo claro, a la total ausencia de nociones estéticas, muy natural en un hombre que no reconocía en esta materia cosa superior a las vulgaridades elegantes del Spectator, de Addison. Las rarísimas veces que quiso entrar en el campo de la teoría hizo Villemain mucho daño, contribuyendo a acreditar con el prestigio de su bellísima palabra conceptos frívolos y erróneos, como el del poema épico considerado como «la enciclopedia de un siglo o de una nación», lo cual, o no quiere decir nada y es una mala inducción sacada del ejemplo de Dante, cuya obra no es epopeya, sino un nuevo tipo poético, o expresa todo lo más contrario que puede darse a la índole de la creación épica. Otro error todavía más grave y consecuencia de éste es el tomar la Biblia como una epopeya.

Esta misma indiferencia, o más bien irreflexión suya respecto de las ideas literarias fundamentales, unida a la timidez de su [p. 355] carácter ambicioso, pero irresoluto, hizo a Villemain mantenerse siempre a la defensiva respecto del movimiento romántico, saliendo del paso con el socorrido truisme o perogrullada de que en literatura no hay más géneros ni escuelas que lo bueno y lo malo. Pero admiró quizá con exceso a Chateaubriand y a Mad. de Staël, admiró francamente a Byron y fué el primero que se abrevió a decir en una cátedra francesa que la Zaira, de Voltaire, valía menos que Otelo, y Semíramis menos que Hamlet; y que Ducis había estropeado el Macbeth al arreglarle; y que el abate Barthelemi no había entendido ni por asomos el espíritu de Grecia, aunque poseyese bastante bien la letra; y que el único clasicismo de verdad que habían conocido los franceses era el de Andrés Chenier; cosas todas que dichas en la Sorbona en 1828 tenían muy marcado sabor de paradoja y de heterodoxia. Hizo también, aunque infelizmente, un curso sobre la Edad Media. Es el único de sus trabajos que resulta hoy inútil, y más que inútil perjudicial, por los innumerables errores que contiene. La erudición, además de ser de segunda o de tercera mano, resulta prehistórica, aun habida consideración al tiempo en que estas lecciones se dieron. Hojeó Villemain de prisa los primeros tomos de Raynouard; pero su verdadero fondo en cuanto a los trovadores era el raquítico librejo del abate Millot. Con esto y con Guinguené y Sismondi despachó en veinticuatro lecciones todas las literaturas del Mediodía. Hay descubrimientos asombrosos: unos versos de los Cathemerinon, de Prudencio, sabidos de todo el mundo y alusivos a la matanza de los Inocentes, aparecen citados como de un poeta anónimo de los tiempos medios; un texto del falso Luitprando de Román de la Higuera, tomado como moneda contante por Villemain (¡y después de él por Gil y Zárate!) nos enseña que por los años de 728 se hablaban en España diez lenguas: «el viejo español, el cántabro, el griego, el latín, el árabe, el caldeo, el hebreo, el celtíbero, el valenciano y el catalán»; aquel famoso verso de

Meçió Myo Cid los hombros et engrameó la tiesta,

está traducido del modo siguiente:

Mon Cid conduisait les hommes et levait la tête;

se dice muy formalmente que el más antiguo monumento de la [p. 356] poesía española es uno de los romances (del siglo XVI) que tratan del rey Don Rodrigo; el autor declara que no hablará de las poesías aragonesas (?) de la Edad Media, porque le cuesta mucho trabajo entenderlas; pero que «ha entrevisto ciertas bellezas en un poema de un habitante de Mallorca»; y, finalmente, el hecho conocidísimo del asesinato de San Pedro Arbués por los conversos de Zaragoza (hecho cuya relación con la literatura de la Edad Media no parece muy fácil de descubrir) está relatado en los términos siguientes: «Los aragoneses corrieron a las armas y quemaron al gran Inquisidor sobre la primera hoguera que había levantado en la plaza de Zaragoza». Al oír esta noticia estupenda, los discípulos de Villemain prorrumpieron en atronadores aplausos, que el profesor cortó con su prudencia habitual, diciendo en tono muy compungido: «Messieurs, il ne faut brúler personne»; por donde se ve que Villemain, en medio de la gravedad de su enseñanza, sabía a qué gentes hablaba y no se desdeñaba de emplear aquellos recursos de retórica anticlerical, que luego dieron tan ruidosa celebridad al curso de Michelet, y que por largo tiempo han sido de éxito seguro ante estudiantes franceses. [1]

Aparte de estas lecciones, que no pueden tomarse en serio, pero que son curiosas como muestra del estado en que andaba en la Universidad de París el estudio de las literaturas extranjeras en 1829, Villemain dejó una porción de estudios críticos, casi todos excelentes y muy dignos de leerse. Muchos de ellos están recogidos en los dos tomos de Discursos y Miscelaneas literarias y de Estudios de literatura antigua y extranjera, sobresaliendo los elogios de Montaigne y de Montesquieu (que pertenecen a su primera manera más estrictamente clásica), el Discurso sobre la crítica, el Ensayo sobre las novelas griegas, el prólogo de La República, de Cicerón, algunas biografías un poco ligeras, pero muy agradables, de poetas ingleses, desde Shakespeare hasta Byron...Mucho más importante es el Cuadro de la elocuencia cristiana en el siglo IV, [2] que sin duda merece el lugar segundo entre las [p. 357] obras de Villemain, y quizá por la perfección de estilo y la mayor amplitud de gusto el primero, aunque sea trabajo menos extenso y detallado que el relativo al siglo XVIII. Villemain hizo entrar en la crítica literaria una región enteramente nueva, el estudio de los Santos Padres desde el punto de vista estético. Su libro no será muy profundo, pero es primoroso de gusto y de artificio. Como tuvo la fortuna de llegar el primero cogió la flor de su asunto y tuvo el buen instinto de entresacar de la antigüedad cristiana casi todo lo que podía ser agradable al paladar de los mundanos. Este libro de Villemain, no superado hasta hoy en conjunto, puede servir, juntamente con los numerosos e interesantes volúmenes de Mons. Freppel sobre la literatura cristiana de los tres primeros siglos para hacer penetrar a los espíritus meramente literarios en este nuevo mundo, lleno de incógnitas riquezas, que por mucho tiempo han sido patrimonio exclusivo de los teólogos. No diremos que el libro de Villemain dé idea completa de la inspiración lírica de Sinesio ni del arte opulento y pródigo de color del sirio San Efrem; pero con sólo llamar la atención sobre estos nombres, malamente olvidados, y dar traducida alguna muestra de sus escritos, suscitó en muchos la curiosidad de conocerlos más de cerca, no menos que a los grandes oradores y controversistas de la Iglesia griega (San Atanasio y San Basilio, ambos Gregorios, San Juan Crisóstomo) y a los Padres Latinos, especialmente a San Ambrosio, de quien expuso muy bien la contienda con Símmaco, último estertor del paganismo moribundo; y a San Agustín, sobre cuyas Confesiones escribió páginas de mucha delicadeza psicológica.

Los Ensayos sobre el Genio de Píndaro y sobre la poesía lírica, [1] publicados en 1859, como prefacio a una traducción de Píndaro que no llegó a imprimirse nunca, son obra más desigual y que parece escrita en diversos tiempos. Algunos capítulos son de lo mejor de Villemain, especialmente los que tratan de la poesía griega y latina, salvo lo que se refiere a las odas mismas de Píndaro, que parece que debían ser el objeto primordial del libro, y que, por el contrario, están tratadas con mucha rapidez; sin que [p. 358] el autor se dé por entendido de ninguna de las gravísimas cuestiones que la crítica filológica ha suscitado, especialmente en Alemania, sobre la poética especial de Píndaro, sobre sus procedimientos de estilo, sobre las leyes técnicas de su lirismo, sobre los caracteres esenciales de su ritmo, sobre la distribución de sus estrofas, sobre las ideas teológicas y morales que informan sus cantos, sobre el dialecto y las formas gramaticales que los distinguen. Nada de esto hay que buscar en el libro de Villemain, que por sí solo bastaría para probar los incurables defectos de la crítica clásica francesa cuando intenta abandonar el mundo de la oratoria y de la conversación elegante para penetrar en el de la erudición. Píndaro es quizá el autor de más difícil acceso que hay en toda la antigüedad, y para llegar a él no hay que encomendarse a Villemain, que es puro crítico de salón, aunque excelente en su género, sino a Dissen, [1] a Tycho Mommsen, [2] y, en Francia, a Adolfo Croiset, que pertenece a una generación crítica menos brillante, pero más segura que la de los tiempos de la Restauración. [3]

Para decir sobre Píndaro algo interesante y nuevo es preciso ser filólogo, y Villemain no lo era ni poco ni mucho. Otros poetas menos difíciles y menos remotos del gusto y hábitos de la poesía moderna están mejor caracterizados y juzgados, si no en la parte técnica de su arte, a lo menos en su inspiración general. Los últimos capítulos son muy débiles y parecen improvisados, sobre notas recogidas de varias partes no siempre con discernimiento. Falta, por supuesto, toda la lírica alemana; está muy incompleta la inglesa, sin que el mismo Spenser obtenga más que la mención de su nombre, y Wordsworth y Shelley ni esto siquiera; al paso que a Gray, ingenio elegante, pero de corto vuelo, se le dedican largas páginas. Las traducciones están hechas con esmero y con toda la poesía que puede caber en una traducción prosaica; pero no están exentas de errores, especialmente la del Cinco de Mayo, de Manzoni, en que el disonor del Gólgota está entendido del revés. A esta sola oda parece reducir Villemain la poesía italiana de [p. 359] nuestro siglo; no dice una palabra de los Himnos Sacros, y parece ignorar hasta la existencia de Leopardi y de Giusti. Las muestras que da de Fr. Luis de León, Herrera y el cantor de Itálica están bien escogidas y no mal interpretadas, como si hubiera tenido en esta parte algún buen consejero; pero de la lírica española posterior lo ignora todo, excepto dos poetas cubanos, Heredia y la Avellaneda, a quien llama constantemente Doña Gómez . [1] . No hay duda que Villemain, llevado de su propensión retórica, cedió muchas veces en su vida a la tentación de hablar de cosas que no entendía ni personalmente había gustado; tentación en que no recordamos que Sainte-Beuve cayese ni una vez sola con haber escrito más de sesenta volúmenes. Y es que para Sainte-Beuve, como para Saint-Marc Girardin y para todo espíritu oratorio, lo principal era el alarde ingenioso y brillante de su estilo propio.

Mientras por tales rumbos navegaba la crítica universitaria, despertando con sus rápidas excursiones el gusto y la afición a cosas nuevas, continuaba el arte la cadena de sus transformaciones, renovándose primer la poesía lírica e inmediatamente después el teatro. La escuela clásica había lanzado sus últimos resplandores en las obras así líricas como dramáticas de un ingenio de un ingenio de transición, hoy injustamente olvidado o tenido en menos, a pesar de sus méritos muy positivos, si bien no de los más ruidosos ni de los que más suelen deslumbrar a las muchedumbres. Este ingenio clásico por educación y por temperamento, innovador de ocasión, pero innovador tímido y discreto, se distinguía por cierta suave templanza y equilibrio de cualidades, que le dan mucha semejanza de fisonomía con nuestro Martínez de la Rosa, cuyo papel literario también se pareció bastante al suyo. Llamábase Casimiro Delavigne, y los españoles debemos recordar con cierta simpatía su nombre, porque algunas de sus principales obras, traducidas generalmente bien y alguna vez de un modo magistral por ilustres autores nuestros, como Bretón de los Herreros, Larra y Ventura de la Vega, alcanzaron triunfos ruidosos en nuestra escena [p. 360] y llegaron a tomar carta de naturaleza en nuestra literatura. Como lírico, Delavigne tuvo entre otros dones el de la oportunidad; las primeras Mesenianas, publicadas en 1815, después de Waterlóo y de la ocupación extranjera, hirieron las fibras más sensibles del sentimiento patrio, dando expresión elocuente y noble a sentimientos que de suyo eran elevados y generosos. Adoptado por la oposición liberal como su poeta, Delavigne no arrastró nunca su Musa por los prostíbulos plebeyos, como con tanta frecuencia hizo Beranger, sino que gustó de moverse en región más ideal y serena, asociando el entusiasmo por la libertad con los recuerdos clásicos de Grecia y de Italia. La retórica de estas piezas nos parece hoy un poco monótona; la expresión, aunque no tan débil como solía ser en los poetas de la época imperial, está todavía muy distante del brillo y la fuerza que tuvo en los románticos; son versos que han envejecido sin ser antiguos, semejantes a algunos muebles y modas del tiempo de nuestros abuelos. Para el estudio de la evolución literaria es mucho más curioso su teatro, que prueba, además, no común flexibilidad de talento y mucho dominio de la escena. Comenzó por tragedias rigurosamente clásicas en la manera del siglo XVIII, como Las Vísperas Sicilianas, y por comedias que parecen epístolas morales, como Los Comediantes, La Escuela de los Viejos, etc., comedias cuyo mayor interés consiste, no tanto en la acción y en los caracteres, cuanto en los epigramas y sentencias que esmaltan el diálogo. En 1821 dió, aunque con precaución, un paso más en El Paria, tragedia que tiene ciertos conatos de color local, además del elemento lírico de los coros, olvidado desde la Atalía, de Racine. El autor, fiel a su programa,

Aimons les nouveautés en novateurs prudents...

hizo nuevas y más profundas alteraciones en su manera después de su vuelta de Italia en 1828. El romanticismo iba ganando terreno, y Delavigne, sin adelantarse nunca a él, ni renegar de su doctrina, ni transigir, sobre todo, en la cuestión de estilo, proclamaba la tolerancia y el eclecticismo; estudiaba los nuevos modelos de la literatura extranjera, tomaba de ellos lo que sin violencia podía adaptarse a su sistema, le ensanchaba sin romperle y concedía un poco más en cada obra. En Marino Faliero, [p. 361] representado en 1829, un año antes de Hernani, las concesiones son todavía muy exiguas; es cierto que sigue de cerca a Byron; pero Byron en sus tragedias es poeta clásico, salvo la especial energía de su dicción, que compensa su falta habitual de condiciones dramáticas. Dos años después, cuando ya Víctor Hugo y Alejandro Dumas habían conseguido sus principales triunfos escénicos, apareció Luis XI, y en 1833 Los Hijos de Eduardo, dos dramas novelescos en su fondo y aun en su estructura, con mezcla de lo novelesco y de lo trágico, con grandes reminiscencias de Walter Scott el primero y de Shakespeare el segundo, pero sin alterar el tipo de la lengua poética raciniana al acomodarla a efectos y situaciones tan nuevas. Otro tanto acontece con Una familia en tiempo de Lutero, inspirado por la trágica historia de los hermanos Juan y Alonso Díaz; y todavía es mayor la audacia, aunque bastante menos afortunada, en el singular ensayo de comedia histórica o anti-histórica, que se titula Don Juan de Austria o la vocación, donde los mayores nombres del siglo XVI aparecen revueltos en un embrollo de amor y de intriga con alegre y placentero desenlace. Fué, sin duda, la obra en que Delavigne se atrevió a más, no sólo por la circunstancia de haberla escrito en prosa, no sólo por haber prescindido sin ninguna especie de escrúpulos de la ley de las unidades, sino por haber incurrido de lleno en la más transcendental y grave de las herejías románticas, haciendo calzar el zueco a los personajes habituados al coturno y convirtiendo en enamorado de comedia al adusto y sombrío Felipe II de Schiller y de Alfieri.

Entre los dramaturgos de transición análogos a Delavigne hay que contar también a Pedro Lebrún, que en 1820 imitó clásicamente la María Stuard, de Schiller, y en 1825 ganó una especie de batalla muy reñida y precursora de la de Hernani con El Cid de Andalucía, imitación de La Estrella de Sevilla, de Lope de Vega. Se ve que los innovadores buscaban ya por instinto la sombra de la bandera española.

Finalmente: es imposible omitir el nombre popularísimo entonces, hoy olvidado, del gran abastecedor del teatro, Eugenio Scribe, a quien para ser excelente poeta cómico sólo le faltó el don de la poesía. Pero aunque sea cierto que miraba el mundo desde un punto de vista limitado y prosaico, y que carecía de toda [p. 362] tendencia y aspiración ideal, y que la comedia solía ser en sus manos obra de industria más que de arte, todavía parece injustísimo el desdén con que hoy se le nombra, como si no hubiese escrito Bertrán y Ratón, La Calumnia y El vaso de agua, y no hubiese conocido como pocos la mecánica teatral y no fuese a su manera creador de un género, la comedia política, apenas iniciada por Lemercier, y en la cual nace el chiste del contraste entre las pequeñas causas y los grandes efectos. Es lástima que las verdaderas comedias de Scribe, al pasar de moda en las tablas, hayan quedado perdidas y como anegadas en el inmenso fárrago de piezas insignificantes, aunque muchas veces entretenidas y graciosas, que salieron de su taller dramático, en que le asistían innumerables colaboradores. Lo que ganó en provecho material lo perdió en consideración a los ojos de la posteridad, para la cual nada vale el éxito inmediato, ni pueden durar las obras escritas sin estilo, aunque las recomienden otras dotes nada vulgares. De todos modos, Scribe, sin ser propiamente un revolucionario dramático y sin preocuparse en lo más mínimo de teorías ni de sistemas literarios, contribuyó, ya ennobleciendo géneros inferiores como el vaudeville, ya mesocratizando ( si vale esta frase bárbara, pero aquí expresiva) el tipo de la comedia clásica, a preparar el advenimiento de la libertad del teatro; si bien él, lo mismo que su amigo Delavigne, pasaba por antirromántico y representaba en mayor grado que nadie el imperio de la prosa de la vida y aquella especie de mercantilismo y de bienestar utilitario que caracterizó los tiempos de la monarquía de Julio.

Notas

[p. 320]. [1] . La reputación de Beranger, que fué extraordinaria durante su vida, no ha hecho más que decaer después de su muerte. Para estudiar estas alternativas de la crítica, puede verse un artículo, enteramente ditirámbico de Sainte-Beuve en 1832 (Portraits contemporains, tomo I), otro del mismo bastante severo en el tomo II de las Causeries du Lundi (1853), y otro severísimo de Montégut en 1857 (Nos Morts contemporains). Pero ninguno tanto como el de Renán en el Journal des Débats, 1859.

[p. 323]. [1] . Oeuvres complètes de P. L. Courier... París, A. Sautellet, 1830, tomo II, págs. 279 a 284.

[p. 327]. [1] . Vid. E. Zola: Les Romanciers Naturalistes, 1889, págs. 75 a 124, estudio sobre Stendhal.

[p. 329]. [1] . Vid. Sainte-Beuve, Causeries du Lundi , tomo IX, pág. 309.

[p. 330]. [1] . Vie de Rossini, ed. Lévy, pág. II.

[p. 330]. [2] . Lallah-Rook estaba entonces en el apogeo de su triunfo; hoy ha decaído mucho de su estimación antigua.

[p. 334]. [1] . Histoire de la littérature anglaise, tomo I, páginas XLV y XLVI.

[p. 334]. [2] . E. Caro: Etudes Morales sur le temps présent, págs. 159 a 257.

[p. 335]. [1] . Causeries du Lundi, tomo IX, págs. 301 a 341.

[p. 338]. [1] . Histoire de la Peinture en Italie, pág. 224.

[p. 339]. [1] . Hay edición uniforme de las obras de Stendhal, varias veces reproducidas por Michel Lévy. Además de los escritos citados hasta aquí, puede consultarse el tomo de Mélanges d'Art et de Litterature, en que figuran un Ensayo sobre la risa (que Stendhal explica como Hobbes por el sentimiento vanidoso de la propia superioridad), y varios artículos de crítica pictórica (Salón de 1824). También en este punto defendió la causa del Romanticismo, aunque no admiraba mucho a Eugenio Delacroix. Pero todavía era mayor la antipatía que le causaba la escuela de David, y en esto no podía menos de coincidir con los innovadores: «Estamos en vísperas deuna revolución en las Bellas Artes -escribía-. Los grandes cuadros compuestos de treinta figuras desnudas copiadas de estatuas antiguas, y las pesadas tragedias en cinco actos, y en verso, son obras muy respetables, sin duda; pero, dígase lo que se quiera, comienzan a fastidiar, y si el cuadro de Las Sabinas apareciese hoy, se encontraría que sus personajes carecen de pasión, y que en todo país es absurdo marchar al combate sin vestidos. ¡Pero así están los bajorrelieves antiguos!, exclaman los clásicos de la pintura, gentes que no juran más que por el nombre de David y no pronuncian tres palabras sin hablar de estilo. ¿Y qué me importa el bajorrelieve antiguo? Tratemos de hacer buena pintura moderna... La escuela de David no puede pintar más que cuerpos: es enteramente inhábil para pintar almas...»

[p. 343]. [1] . Corneille et son temps. Etude littéraire par M. Guizot . París, Didier, 1858, (Contiene, además del ensayo sobre la vida y obras del poeta, un estudio sobre el estado de la poesía en Francia antes de Corneille y un ensayo sobre tres contemporáneos suyos, Chapelain, Rotrou y Scarron.)

[p. 345]. [1] . Le Temps Passé, Mélanges de Critique de littéraire et de Morale, par M. et Mad. Guizot . París, Didier, 1887, tomo I, pág. 229.

Acerca de Mad. Guizot, véase Sainte-Beuve, Portraits de femmes y un estudio de Carlos de Rémusat al frente de la edición de sus artículos.

[p. 347]. [1] . Véanse especialmente las lecciones 3.ª, 4.ª, 5.ª, 6.ª, 16.ª, 17.ª, 18.ª, 22.ª, 23.ª, 28.ª, 29.ª y 36.ª de la Civilisation en France, sin desdeñar un cuadro cronológico muy útil, aunque incompleto, que añade sobre la literatura en las Galias desde el siglo V al X.

[p. 353]. [1] . Silvestre de Sacy: Varietés Littéraires, tomo I, pág. 263.

[p. 356]. [1] . Los dos cursos de Villemain, el del siglo XVIII y el de la Edad Media, han sido reproducidos muchas veces, y juntos se encuentran en la edición belga de Hauman, 1840.

[p. 356]. [2] . Tableau de l'éloquence chrétienne au IV siècle. París, Didier, 1858. La primera edición es de 1850.

[p. 357]. [1] . Essais sur le génie de Pindare et sur la poésie lyrique dans ses rapports avec l'élévation morale et religieuse des Peuples, par M. Villemain. París, Didot, 1859.

[p. 358]. [1] . De ratione poetica carminum pindaricorum ac de interpretationis genere iis adhibendo, 1845.

[p. 358]. [2] . Pindaros, zur Geschichte des Dichters und der Parteikämpfe seiner Zeit (1845).

[p. 358]. [3] . La Poésie de Pindare et les lois du Lyrisme Grec... París, 1880.

[p. 359]. [1] . Sobre esta parte del libro de Villemain expuso ya muy oportunas observaciones, al tiempo de su publicación, nuestro crítico D. Manuel Cañete, recientemente arrebatado a las buenas letras y al cariño de sus amigos.