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Obras completas de Menéndez... > HISTORIA DE LAS IDEAS... > IV : INTRODUCCIÓN AL SIGLO... > EL SIGLO XIX EN ALEMANIA > CAPÍTULO IV.—LA ESTÉTICA EN LAS ESCUELAS FILOSÓFICAS: FICHTE, SCHELLING, PENSADORES INDEPENDIENTES: SOLGER, SCHLEIERMACHER.

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POR rara ironía del destino, la crítica kantiana, que parecía llamada a poner término a todas las aventuras y temeridades de la razón especulativa, encerrándola en su propio campo, y fijándole límites que nunca había de traspasar, produjo la más ingente y desbordada avenida de sistemas transcendentales, de concepciones a priori, y de filosofías de lo absoluto. La Metafísica, a la cual el filósofo de Königsberg parecía haber cortado las alas retoñó con más vigor que nunca, por efecto de la misma compresión que había sufrido, y encontró en el mismo molde en que Kant la había encerrado, formas adecuadas para pensamientos muy otros que el pensamiento kantiano, por más que en él pareciesen tener su punto de partida. Los pensadores de genio más opuesto aceptaron y dieron por bueno el análisis de la facultad de conocer contenido en la Crítica de la Razón Pura, e interpretando libérrimamente algunos puntos particulares de esta crítica, los hicieron base de sistemas enteramente dogmáticos, que se sucedieron con espantosa rapidez, anulándose mutuamente en virtud de ese mismo principio crítico que en sus entrañas llevaban y que basta para esterilizar y condenar a prematura muerte todo dogmatismo. La esfinge de la Crítica de la Razón Pura continuó [p. 158] levantada enfrente de Fichte, de Schelling de Hegel, de Schopenhauer, discípulos todos de Kant, pero discípulos infieles. La filosofía de Kant, semejante al viejo Cronos, engendraba tales hijos, para tener el placer de devorarlos. Así pasó el panteísmo idealista, y vinieron luego las escuelas realistas, positivistas y materialistas, y todas, sin excepción, reclamaron la herencia de Kant, y se dieron por únicos intérpretes legítimos de su pensamiento, tomando algunos de ellos hasta la denominación de neokantianos. Por donde bien se puede decir que Kant ha incubado todo el pensamiento filosófico de la Alemania moderna, puesto que de él arrancan sus dos principales direcciones: la idealista y la empírica, exageración la una del procedimiento analítico, que reduce las primeras nociones a formas subjetivas, y derivación la otra de la crítica que declara impenetrables los noumenos, y reduce el conocimiento a una mera fenomenología.

El primero en desarrollar los gérmenes idealistas de la doctrina de Kant, fue su inmediato discípulo F. G. Fichte (1762-1814), comprofesor de Schiller en la Universidad de Jena, de la cual tuvo que salir muy pronto a consecuencia de las acusaciones de espinosismo, o más bien de ateísmo, que comenzaron a llover sobre su doctrina, y que, a la verdad, no eran infundadas. Porque, en efecto, el yo fichtiano (Yo = Yo), principio incondicionado del conocimiento y de la existencia, poniéndose a sí mismo como actividad pura, y siendo a un tiempo sujeto y objeto, construye la conciencia y sus fenómenos, construye el mundo exterior como lo opuesto a él, como un no-yo; opone al yo divisible un no-yo divisible igualmente, de donde nace la recíproca limitación, sobre la cual se levanta el yo absoluto, donde uno y otro están puestos como determinables. A este yo absoluto y determinante le llama Fichte el yo práctico, para seguir así, aun en las divisiones de su Doctrina de la ciencia o Ciencia del conocimiento, las divisiones principales de la crítica kantiana. Este yo infinito, libre e independiente, no es otra cosa que la voluntad, el orden moral, la fuerza determinante, la actividad esencial, la perpetua necesidad de producir. En realidad, toda la filosofía de Fichte viene a confluir a una Ética, que, lejos de ser inconsecuente con el resto de su sistema, es el término necesario de toda esta orgía psicológica, que acaba por resolverse en una apoteosis de la conciencia moral, [p. 159] de la energia libre, mediante la cual puede realizarse el bien soberano y desarrollarse la vida bienaventurada.

Bajo su aspecto metafísico, la doctrina de Fichte está enteramente muerta; nunca tuvo muchos discípulos, y hoy yace relegada al panteón de las curiosidades científicas, aunque fuera de Alemania no falta todavía quien se tome el vano trabajo de combatirla en serio. Bajo el aspecto moral, en cambio, la doctrina de Fichte influyó mucho, e influye todavía, en almas adustas y varoniles, tercas e inflexibles, como era la del filósofo germano. Porque Fichte valía mucho más como carácter que como pensador. En él hay dos hombres: uno, el sutil y abstruso dialéctico de la Doctrina de la ciencia (Wissenschaftslehre), padre de una nueva escolástica, cuyos laberintos hubieran cansado la paciencia y la perspicacia de los filósofos de Elea, y dado envidia a los Abelardos y Escotos; otro, el moralista popular, austero, viril, generoso y simpático, muchas veces teísta y aun místico, que se revela en las cinco Lecciones sobre el destino del sabio y del literato (1794-1806), en el libro sobre el Destino del hombre (1800), en los Discursos a la nación alemana (1808)...; obras todas dictadas por un espíritu humanitario, patriótico, y, hasta cierto punto, religioso.

Fichte, en ninguna de las evoluciones de su pensamiento encontró lugar para la Estética. La refundió de todo punto en la Ética, en la ciencia de las costumbres (Sittenlehre), y aun allí hubo de concederla muy pequeño espacio. Su pensamiento iba por otros caminos: los goces artísticos le tentaban poco; sus mismas Lecciones sobre el destino del sabio y del literato, [1] son obra de moralista, no de estético. La cuestión del destino del sabio y del artista sólo tiene interés para Fichte en cuanto está enlazada con el destino general humano. El hombre, como ser racional, tiene en sí mismo su propio fin, y en su existencia el último fin de su existencia... El destino de los seres finitos es una constante identidad, una armonía completa con su propio ser. El Yo debe determinarse a sí mismo, y no dejarse determinar nunca por ninguna cosa exterior. No hay más destino eterno que el que se ajusta [p. 160] totalmente a la forma pura del Yo. Para dominar las influencias exteriores y hacerlas servir al imperio de la voluntad, es necesaria la cultura, único medio de conseguir el fin humano, que es el perfecto acuerdo de un ser racional consigo mismo. Esta armonía implica, no sólo la del hombre interior, sino la armonía de las cosas exteriores con las ideas necesarias y prácticas que de ellas nos formamos, es decir, con el concepto de estas cosas tales como debían ser. Si el hombre nunca logra de un modo pleno y total su destino, puede, no obstante, irse acercando a él indefinidarnente; es lo que Fichte llama aproximación a lo infinito, y lo que puede llamarse perfección en sentido relativo. En la idea del hombre está dada la idea de razón, de acción razonable y de pensamiento, que él, necesariamente, quiere realizar, no sólo en sí mismo, sino fuera de él. Tal es el fundamento de la sociedad, no precisamente la sociedad condicional y empírica que llamamos Estado, y que, como todo medio transitorio, tiende a aniquilarse a sí mismo, o hacerse superfluo, sino otra sociedad racional, absoluta y perfecta, que fantasea Fichte en un ensueño semejante al que inspiró el proyecto de paz perpetua de Kant. El fin supremo de la sociedad es traer a perfecta unidad todos sus miembros posibles; pero como este destino colectivo es no menos inasequible que la perfección individual, hay que contentarse en uno y otro con una aproximación a lo infinito, es decir, con una perfección común; perfección de nosotros mismos por la acción libremente recibida de los demás sobre nosotros, y perfección de los demás por nuestra reacción sobre ellos como seres libres: en suma, formar con los demás hombres tal unión, que por su intimidad sea cada día más estrecha, y por su extensión cada día más amplia; acción general de la Humanidad sobre sí misma, emulación en dar y recibir lo más noble que posee cada cual. La cultura parcial de cada individuo se convierte así en propiedad de toda la especie, y ésta, en trueque, da al individuo cuanto posee. La sociedad recoge las ventajas de cada uno como bien común para libre uso de todos. El hombre escoge libremente un estado para recompensar a la sociedad por lo que en favor suyo ha hecho. Nadie tiene el derecho de trabajar para su propia satisfacción, de aislarse de sus semejantes y de hacer inútil para ellos su cultura. Sólo el trabajo social le ha puesto en capacidad de adquirirla, y en este sentido [p. 161] es producto y posesión de la sociedad, y debe tender al ennoblecimiento progresivo del género humano, y a irle emancipando por grados de la dura sujeción en que le tiene la naturaleza.

Entre los estados y destinos particulares humanos, ¿cuál es la tarea del sabio y del artista? Velar con atentos ojos sobre el progreso real de la humanidad, que depende inmediatamente del progreso de las ciencias; hacer adelantar la ciencia en general, y especialmente aquella parte de la ciencia que él ha elegido; olvidar lo que ha hecho en cuanto lo ha terminado, y pensar tan sólo en lo que resta por hacer. El sabio debe desarrollar en más alto grado que ningún otro hombre los dos talentos sociales, el de recibir ideas y el de comunicarlas; guardarse de toda preferencia hacia sus propios pensamientos y de toda exclusión respecto del pensamiento de otros. En una palabra, el destino del sabio no es otro que el de preceptor y educador de la humanidad en el sentido de su ennoblecimiento moral. ¿Y cómo puede trabajar en la mejora moral de los demás hombres, si él mismo no empieza por ser un hombre de bien?

No sólo debe enseñar el sabio con sus discursos, sino con su ejemplo. Fichte tiene sobre esto elocuentes y casi cristianas páginas, como siempre que se le ocurre tocar esta cuerda moral. El ideal del sabio exige que sea el hombre mejor de su tiempo, el que ofrezca en su persona el grado más alto de desarrollo moral. El tratado de Fichte acaba con una refutación de la paradoja de Rousseau sobre la influencia de las artes y de las ciencias;. refutación escrita con tanto talento como simpático calor de alma.

No puede darse mayor contraste personal que el que ofrecen Fichte y su discípulo, sucesor y émulo, Federico Schelling (1775-1854), padre del sistema de la Identidad Absoluta, que, a pesar de su originalidad, no hubiera existido sin el precedente de la Doctrina de la Ciencia. Fichte, moralista y dialéctico, indiferente al arte y a la naturaleza, idealista subjetivo, que resuelve la Metafísica en una psicología monstruosa; Schelling, espíritu artístico y poético, opulento y brillantísimo escritor, lleno de luz y penetrado de realidad aun en sus más desenfrenados vuelos idealistas, rico de conocimientos positivos (arqueología, historia, mitología, comparada, ciencias naturales, filología clásica)..., pensador más [p. 162] semejante a los griegos y a los italianos que a los alemanes, heredero en parte de Plotino y de Giordano Bruno más bien que de Kant. El idealismo schellingiano aspira a concordar bajo superior unidad lo infinito y lo finito, lo ideal y lo real, lo subjetivo y lo objetivo, absorbiéndolos en lo Absoluto, del cual son formas y manifestaciones diversas. Este sistema, que es una viva y poética teosofía, tan deslumbradora como falta de consistencia científica, anula todas las antinomias y oposiciones en el seno de la unidad suprema, o lo que es lo mismo, de la suprema identidad, de la universal indiferencia o neutralidad que lleva en sus entrañas el sujeto y el objeto, lo real y lo ideal, el yo y el no-yo, el espíritu y la naturaleza, que van desarrollándose luego por una serie de evoluciones progresivas. Lo Absoluto es la identidad de los contrarios, y lo absoluto se conoce mediante una intuición espontánea e inmediata. La Naturaleza y el Espíritu, manifestaciones o formas fundamentales de lo Absoluto, constituyen el contenido de dos ciencias: la Filosofía de la Naturaleza y la Filosofía transcendental, o filosofía del espíritu. Pero entiéndase que este dualismo es más bien aparente que real, porque en la naturaleza, lo mismo que en el espíritu, vive la esencia de lo Absoluto. La materia no es más que el espíritu extinguido; pero conserva siempre la sigillatio o impresión del pensamiento, verdadera alma del mundo. No hay materia muerta e inerte, sino viva y divina, porque nada puede existir que no participe del ser absoluto.

Fácilmente se comprenderá la importancia que debe tener el arte en un sistema como éste, que es ya de suyo una concepción artística mucho más que rigurosamente filosófica, en un sistema que con tanto amor busca la revelación de lo Absoluto en la naturaleza y en el Espíritu humano, regidos por leyes idénticas. Al romper Schelling las barreras con que Kant y Fichte habían querido limitar el entendimiento humano; al defender la posibilidad de un conocimiento intuitivo y directo de la realidad absoluta e incondicionada; al reintegrar los fueros de la naturaleza y hacerla entrar de nuevo en el mundo de la especulación filosofíca; al abrir, por decirlo así, las ventanas de lo exterior y dejar que la luz penetrase en la lóbrega caverna kantiana, procedía Schelling con verdadera poesía, exuberante y pomposa, aunque [p. 163] algo monótona, como toda poesía panteísta, remedo más o menos lejano de las epopeyas filosóficas de la India.

Aparte de este carácter estético general que la doctrina de Schelling tiene en mayor grado que ninguna otra concepción armónica, puesto que persigue donde quiera las analogías del mundo físico y del mundo moral, y supone a la naturaleza en todos sus grados animada y penetrada por el soplo divino, plasmante y fecundador, tiene el Arte en la filosofía de Schelling consideración y valor propios, superiores a los que logra en cualquier otro sistema de los conocidos hasta ahora, sin excluir el de Hegel. Schelling ha llegado a la última exageración en este punto. Aun en su Sistema del Idealismo transcendental, publicado en Tubinda en 1800, [1] cuando todavía distaba mucho de haber roto completamente con la escuela de Fichte; aun en ese libro, que no contiene más que la filosofía del espíritu humano, y de ningún modo la filosofía de la naturaleza, ni mucho menos la filosofía de lo Absoluto (por lo cual no se le puede tomar, como algunos creen, por expresión perfecta y adecuada del pensamiento de su autor), hay una sección entera (la sexta y última) consagrada a las proposiciones fundamentales de la doctrina del arte, con el extraño y ambicioso título de Deducción de un órgano o instrumento general para la filosofía. El lugar y la extensión que Schelling concede a esta doctrina artística, muestra bien la importancia que tenía en su pensamiento. Expongamos los puntos principales, sin olvidar nunca el enlace que tienen con el resto del sistema.

La intuición filosófica debe reunir en sí lo que aparece dividido en el fenómeno de la libertad y en la intuición de los productos de la naturaleza, es decir, la identidad de lo consciente y de lo inconsciente en el yo y la conciencia de esta identidad. Conocer el producto de la intuición, es conocer la intuición misma. Este producto se parecerá al de la libertad en ser producido conscientemente; se parecerá al de la naturaleza en ser producido sin [p. 164] conciencia. Su principio será subjetivo (consciente), su término objetivo (inconsciente). La actividad inconsciente obrará por medio de la actividad consciente hasta entrar en identidad completa consigo misma. Las dos actividades han de estar separadas para que la producción se manifieste y objetive, precisamente como deben estarlo en el acto libre para que se haga objetiva la intuición. Pero no pueden estar separadas hasta lo infinito como en el acto libre, porque entonces lo objetivo no llegaría a ser nunca manifestación completa de la identidad. El producto del arte depende de la oposición entre la actividad consciente y la actividad inconscia; pero con la realización del producto desaparece toda lucha, y con ella toda apariencia de libertad. Es un favor voluntario de una naturaleza superior, que resuelve todas las contradicciones, y hace posible lo imposible. Pues bien: este ser incógnito que reúne en inesperada armonía la actividad objetiva y la actividad conscia, no puede ser otro que lo Absoluto que encierra en sí el principio de la armonía prestabilita entre lo consciente y lo inconsciente. Esta identidad inmutable es para la producción artística lo que es el destino para la acción: un poder oscuro e incógnito que añade a la obra imperfecta de la libertad la perfección objetiva, sin el consentimiento de la libertad y en cierto grado contra la libertad misma. Designamos esta potencia incógnita con la noción oscura de genio. El producto artístico es, pues, obra del genio.

Schelling exagera más que ningún preceptista romántico el elemento inconsciente en las obras del genio. Para él la producción estética depende de una oposición de actividades, que, arrastradas por espontaneidad involuntaria a la producción, no hacen más que obedecer en ello a un arranque irresistible de su propia naturaleza. La inclinación artística procede del sentimiento de una contradicción interior. Diríase que en esos hombres raros, superiores a los demás artistas en el sentido más elevado de la palabra, la identidad inmutable se despoja de los velos que la ocultan a los demás hombres, y así como el genio es inmediatamente afectado por las cosas, reacciona luego de un modo inmediato sobre las cosas mismas. Sólo al arte es concedido satisfacer nuestro esfuerzo infinito y resolver en nosotros la contradicción suprema. Es cierto que el Arte arranca del sentimiento de esta contradicción [p. 165] insoluble en apariencia, pero termina y se resuelve en el sentimiento de una armonía infinita. La emoción que acompaña al término de la obra es prueba de que el artista no se atribuye la solución a sí propio, sino a un favor de su naturaleza, que después de haber suscitado en él esta lucha interna, le libra del mismo dolor que ella ha provocado. Del mismo modo que el artista, lanzado involuntariamente a producir, lucha contra una resistencia que encuentra en sí mismo (de donde la expresión pati Deum, y la idea de la inspiración por soplo exterior), lo objetivo llega a producirse sin consentimiento del artista, esto es, de un modo puramente objetivo. El artista, sea cual fuere su propósito, parece estar dominado por una fuerza que le separá de los demás hombres, y le obliga a expresar cosas que él mismo no percibe completamente y cuyo sentido es infinito. El Arte es la revelación única y eterna de la fuerza suprema, y el prodigio que debe convencernos de su realidad absoluta.

No es el genio ninguna de las dos distintas actividades que concurren a la producción de la obra de Arte: es algo que está por cima de entrambas. Si a una de estas actividades, a la que tiene conciencia, referimos lo que el arte opera con reflexión y deliberación, lo que puede enseñarse y aprenderse, transmitirse por tradición y adquirirse por ejercicio particular, debemos buscar en la otra actividad, en la que no tiene conciencia, lo que entra en el arte espontáneamente, lo que no se aprende, lo que no se adquiere por ejercicio ni de otra ninguna manera; en suma, lo que llamamos poesía. Es ocioso preguntar cuál de estas dos partes es superior a la otra, porque nada valen separadas. Aunque generalmente se considere como superior la parte que es innata en nosotros y que no se adquiere por estudio, los dioses han vinculado indisolublemente el ejercicio de esta facultad nativa al trabajo obstinado de los hombres, al estudio y a la reflexión, de tal suerte, que la poesía sin arte no engendra más que productos muertos que no pueden procurar goce alguno al entendimiento humano, y que por la fuerza ciega que en ellos domina excluyen el juicio y aun la intuición. El arte sin poesía tiene más capacidad de producir que la poesía sin arte: primero, porque es difícil encontrar un hombre destituido por su natural de toda poesía, al paso que hay muchos que carecen de arte; segundo, porque el [p. 166] estudio de los grandes maestros puede suplir hasta cierto punto la ausencia original de esa fuerza objetiva. Pero nunca podra resultar en tales condiciones otra poesía que una poesía facticia y superficial, contraste vivo de la insondable profundidad que el artista genial comunica a su obra por espontaneidad involuntaria, aunque la reflexión más atenta presida a su trabajo. Pobreza de forma, valor exagerado de la parte puramente mecánica del arte, son los caracteres de las producciones que nacen sin inspiración. Ni la poesía ni el arte aislados pueden producir lo perfecto. La perfección sólo pertenece al genio, que es a la Estética lo que el Yo a la Filosofía, la realidad suprema y absoluta que nunca llega a objetivarse, pero que es causa de todo lo objetivo.

El carácter fundamental de la obra de arte es un infinito inconsciente, que el artista pone allí por impulso instintivo, fuera de su propósito y a veces contra él. La Mitología griega, por ejemplo, encierra un sentido infinito y símbolos para todas las ideas, y, sin embargo, se ha formado lentamente en el seno de un pueblo, lo cual no nos permite creer en un designio premeditado y arrnónico. En toda obra de arte verdadera es imposible discernir si lo infinito está en el artista o está tan sólo en su obra. Por el contrario, las obras que falsamente usurpan el título de producciones de arte, no son más que expresión fiel de la actividad consciente del artista, y sólo hablan a la reflexión, jamás a la intuición, que gusta de perderse en las profundidades de su objeto y no puede encontrar reposo más que en lo infinito.

Como el sentimiento que acompaña a la perfección de una obra de arte es un sentimiento de armonía y de satisfacción infinita, su expresión exterior sera la expresión de la calma y de la grandeza tranquila, hasta cuando sea preciso expresar el grado más intenso de dolor o de gozo.

Hemos dicho que toda producción estética procede de una escisión infinita en sí de las dos actividades que están separadas en toda producción libre. Pero como en el producto deben aparecer unidas, lo infinito se presenta en él bajo las apariencias de lo finito. Entiende, pues, Schelling por belleza lo infinito presentado como finito.

Sin belleza no hay obra de arte. Lo que llamamos sublime [p. 167] sólo implica una oposición objetiva respecto de lo bello, nunca una oposición subjetiva. La diferencia entre una obra de arte bella y una obra de arte sublime, sólo consiste en que la belleza aniquila la contradicción infinita en el objeto mismo, al paso que lo sublime no la resuelve en el objeto, sino en la intuición. La actividad inconsciente admite en el objeto una grandeza que es imposible admitir en la actividad consciente, de donde nace una lucha del yo consigo mismo, que sólo puede ser resuelta por la intuición estética, que en este caso es de todo punto involuntaria, puesto que lo sublime rinde y quebranta todas las fuerzas del alma, y las deja impotentes para resolver la contradicción que amenaza a la existencia intelectual entera.

Tras esto expone Schelling las diferencias entre el producto de la naturaleza, el del arte y el de la ciencia. El producto de la naturaleza se distingue principalmente del producto del arte en no tener por base la conciencia, y, por consiguiente, tampoco la contradicción infinita, condición de todo producto estético. La obra de la naturaleza no será, pues, necesariamente bella (aunque pueda tener una belleza accidental), porque no podemos suponer en la naturaleza la condición fundamental de lo bello. De aquí la falsedad del principio de imitación. Lejos de ser la belleza natural quien impone reglas al arte, son más bien las obras de arte las que nos dan principio, regla y norma para juzgar de la belleza determinada o accidental de la naturaleza.

Schelling proclama la absoluta independencia del arte respecto de todo fin extraño al arte mismo. Sólo a este precio se logra la santidad y la pureza del arte, rechazando toda alianza con el placer, con la utilidad, con la moral y aun con la ciencia, que por su desinterés alguna relación tiene con el arte, pero que persigue siempre un fin exterior, y que, en último término, solo puede servir de medio para lo más elevado que existe, esto es, para el arte.

En su tendencia son tan opuestos el arte y la ciencia, que si la ciencia hubiese resuelto su problema como el arte ha resuelto para siempre el suyo, arte y ciencia se contrarían y se confundirían, lo cual es prueba de que han partido de opuestas direcciones. El problema del arte es el mismo que el de la ciencia; pero este problema, por razón del método que la ciencia emplea, es para ella un problema infinito. El arte es propiamente el tipo o el ideal [p. 168] de la ciencia. Cabe en las ciencias el genio, pero no es menester que el genio resuelva sus problemas. Al contrario: la obra de arte sólo puede ser llevada a cabo por el genio; como que todo problema resuelto por el arte es la conciliación de una antinomia infinita. Genio suele haber en los descubrimientos científicos, cuando la idea del conjunto precede a la idea de los detalles, o cuando el autor dice tales cosas que, habida consideración al tiempo en que vivió, parecen emitidas sin conciencia. Pero en ningún caso el producto científico es necesariamente obra de genio.

¿En qué relaciones está la filosofía del arte con todo el sistema de la filosofía, tal como le expone Schelling? La filosofía debe partir de un principio absoluto, dado en la conciencia como lo absolutamente idéntico. Pero como este principio no puede ser percibido ni expuesto por medio de nociones, tiene que ser presentado en una intuición inmediata que tenga por objeto lo absoluto idéntico. Esta intuición no puede ser meramente intelectual, porque la intuición intelectual no implica objetividad alguna. Por el contrario, todo el mundo reconoce el valor objetivo y universal de la intuición estética, la cual no es más que la intuición intelectual objetivada. El milagro del arte es el único que puede reflejar lo absolutamente idéntico, lo que de otro modo sería inaccesible a toda intuición. Y no sólo el primer principio de la intuición, sino todo el mecanismo de ella, se objetiva y hace visible por medio de la producción estética. El arte alcanza lo imposible, suprimiendo en un producto finito una oposición infinita. La facultad poética es la intuición primitiva, elevada a su más alto poder. No hay, propiamente hablando, más que una sola obra de arte absoluta, que puede existir en ejemplares diversos, pero que es una sola en tanto que no se ha manifestado por la forma, porque el arte en cada uno de sus productos no presenta otra cosa que lo infinito. No es obra de arte la que no muestra a lo menos algún reflejo de lo infinito. No son arte las poesías que no expresan más que emociones particulares y subjetivas, reflejo de las impresiones del momento; pero en los grandes poetas líricos la objetividad resulta del conjunto, puesto que representan toda una vida infinita.

«Si la intuición estética no es más que la intuición transcendental objetivada, claro es que el arte es el único y verdadero [p. 169] órgano de la filosofía, y al mismo tiempo el documento que confirma sin cesar lo que la filosofía no puede exponer exteriormente, esto es, lo que hay de inconsciente en la actividad y en la producción, y su identidad primitiva con todo lo que tiene conciencia. El arte es lo más elevado que existe para el filósofo, porque le abre el santuario donde arden, en una llama única, en alianza original y perpetua, lo particular y lo universal. La concepción que el filósofo se forma artísticamente de la naturaleza, es para el arte la rnás primitiva y natural. ¿Qué es lo que llamamos naturaleza sino un poema oculto bajo una escritura misteriosa? Podríamos, no obstante, descubrir el enigma leyendo allí la Odisea del espíritu, decaído, encarcelado, buscándose eternamente a sí mismo. Por el mundo de los sentidos, no vemos, sino a través de una nube, la tierra de la fantasía a la cual nos encaminamos. Pero un cuadro, cuando es excelente, rompe la muralla de separación entre el mundo ideal y el real, y abre camino para que las formas del reino de la fantasía se muestren a nosotros en toda su belleza. Para el artista, como para el filósofo, la naturaleza no es más que el mundo ideal apareciendo en límites constantes, o la imagen imperfecta de un mundo que existe, no fuera de él, sino en él».

Y Schelling llega todavía más adelante en su glorificación del arte. Cree firmemente que vendrá un tiempo en que la filosofía y toda ciencia volverán a confundir sus aguas en el grande océano de la poesía, de donde surgieron, naciendo entonces una nueva mitología, en que toda poesía será ciencia y toda ciencia poesía, como en las edades primitivas.

Estas mismas concepciones, tan elevadas como quiméricas, y contagiadas por desgracia del vicio radical del sistema de Schelling, que tenía él mismo mucho más de artista y de poeta que de metafísico, reaparecen, no ya en forma didáctica y abstrusa, sino con todo el fulgor limpio y sereno de la antigua elocuencia, en los que pudiéramos llamar escritos populares de Schelling, que son su verdadera gloria, y lo único que se recuerda de él hoy que su sistema está muerto. Entre estos escritos, que pasan en Alemania por modelos de oratoria académica, hay que contar en primer término las Lecciones sobre el método de los estudios universitarios, pronunciadas en la Universidad de Jena en 1802, [p. 170] verdadero tratado De disciplinis, donde Schelling depositó las más ricas intuiciones de su espíritu, y su más fervorosa indignación contra el modo positivo, empírico y mecánico de tratar las ciencias particulares desgajándolas del tronco de la ciencia absoluta y esencialmente una. Una lección entera, precisamente la última (la 14ª), consagró a la ciencia del arte en sus relaciones con los estudios académicos, como queriendo mostrar que el arte era la corona y cima de toda educación, la flor más exquisita de la cultura humana.

La ciencia del arte puede significar, ante todo, la construcción histórica del arte mismo. En este sentido exige la consideración personal e inmediata de los monumentos artísticos, y no puede ser materia de enseñanza en las Universidades, que no son Escuelas de Bellas Artes, a lo menos en cuanto al conocimiento práctico y técnico de las artes plásticas y de la Música. Sólo cabe la enseñanza de la teoría literaria que Schelling en un sentido muy elevado llama filología, y el conocimiento puramente erudito de la historia de las demás artes.

Pero la ciencia del arte implica además la construcción filosófica del arte, y ésta sí que es materia propia de la enseñanza académica. Schelling empieza por preguntarse si es posible una filosofía del Arte. Ya puede calcularse como responderá a esta cuestión el autor del Idealismo Transcendental. No sólo es posible construir filosóficamente el arte, sino que el arte y la filosofía son inseparables. No es el arte bella y engañosa apariencia, recreo fútil, distracción de más graves cuidados, emoción placentera ni halago de la naturaleza sensible. El arte cuyas excelencias preconiza Schelling en estilo no indigno de Platón, es «órgano de los dioses, revelador de los misterios divinos, manifestación de la belleza inmortal, cuyo rayo no profanado ilumina solamente los corazones donde habita; belleza cuya forma es tan oculta e inaccesible a los sentidos como la invisible verdad». Para el filósofo, el arte es una manifestación de lo absoluto, «emanada inmediatamente de su esencia». Si Platón parece proscribir de su república las artes de imitación, es porque la filosofía platónica, dentro de la cultura griega, representaba la más enérgica oposición contra las representaciones sensibles del politeísmo y contra las formas de la constitución política, sancionadas unas y otras [p. 171] por el prestigio de la antigua poesía. Lo que ha de verse en la doctrina de Platón (que precisamente supo hablar de la poesía más altamente que hombre alguno), es una polémica contra el realismo poético, y un presentimiento de la poesía de lo infinito, que el cristianismo ha venido a sustituir a la poesía de lo finito. Hoy vemos cumplido lo que Platón en alguna manera profetizaba. La religión cristiana, y con ella el sentido del mundo intelectual, que en la antigua poesía no encontraba ni satisfacción plena ni medios de expresión adecuados, han creado un arte y una poesía nuevas, y nos han dado la inteligencia completa y verdadera del arte, aun del mismo arte antiguo. Así se ha hecho posible una construcción filosófica del arte en su desarrollo universal, «tarea especialmente propia del filósofo cristiano».

Pero ¿quién podrá hablar dignamente del arte sino el artista mismo en quien arde esa llama divina? ¿Cómo será hacedero sujetar a leyes lo que por naturaleza no reconoce ley fuera de sí mismo? ¿No es empresa tan imposible la de comprender el genio con ideas abstractas como la de crearle por medio de las reglas? Sólo un entusiasmo irreflexivo puede hablar así (contesta Schelling), porque al fin el arte no está exento de la ley universal de las cosas que todo lo abarca y domina; ley de oposición de lo ideal y lo real, que conserva sus derechos aun en los últimos confines de lo infinito y de lo finito, donde las oposiciones de la existencia visible se extinguen en el seno de lo absoluto. El arte y la filosofía son dos términos que se encuentran en la cumbre más elevada del pensamiento, siendo, por razón del carácter absoluto de que ambos participan, imagen y modelo el uno del otro. El filósofo puede ver más claro en la esencia del arte que el artista mismo, porque la realidad artística debe necesariamente encontrar en el filósofo un reflejo más elevado. Nada de lo que toca al arte puede ser conocido de un modo absoluto sino por la filosofía. Es cierto que el artista puede tener conciencia reflexiva de su obra, pero en calidad de crítico, no en calidad de artista, porque el artista procede siempre de un modo objetivo, al paso que el filósofo concibe lo objetivo subjetivamente. Por eso la filosofía tiene carácter ideal, y el arte carácter real.

El genio es autónomo; pero las reglas que él rechaza son las que prescribe una razón puramente mecánica. Contra sus propias [p. 172] leyes no se rebela nunca, porque (como ya había dicho Lessing) el genio es la más alta conformidad con la ley; pero esta ley absoluta no puede menos de reconocerla en el arte la filosofía, que no solamente es autónoma, sino que tiende a conquistar el principio de toda autonomía. La libertad del artista, semejante a la libertad divina, es al mismo tiempo la más pura y alta necesidad.

En cuanto a la parte empírica del arte, el filósofo debe limitarse a indicar las leyes generales de la representación, y esto bajo forma de ideas, porque las formas del arte son las formas de las cosas en sí, tales como están en sus modelos primitivos. Sólo en cuanto estas formas pueden ser concebidas desde un punto de vista universal, tocan a la filosofía del arte (Schelling nunca usa la palabra Estética), que no es más que la representación del mundo absoluto de las ideas bajo la forma de arte. Lo que la filosofía debe reconocer y mostrar en el arte es la verdad de las ideas, idéntica con la absoluta belleza.

Pero esta construcción filosófica e ideal de las formas del arte puede conducir luego a una determinación de las formas según su desarrollo en el tiempo, de donde nace el sistema histórico de las artes, no realizado aún, pero del cual ya se encuentra un esbozo en la teoría de lo clásico y de lo romántico. La construcción histórica debe conducir a un punto de vista más comprensivo, a la representación de la unidad general, de donde estas oposiciones han salido.

El conocimiento de esta ciencia, «muy diversa (dice Schelling) de todas esas teorías del arte, vacías de arte, de todas esas historias formalistas en que las manifestaciones poéticas aparecen como ensueños y fantasmas», es esencial al filósofo que ve en el arte la esencia íntima de la ciencia como en un espejo mágico y simbólico, y no lo es menos al hombre verdaderamente religioso, y aun al hombre que toma parte en los negocios públicos, porque «el arte en general es una parte necesaria e integrante de toda constitución política fundada sobre las ideas eternas». Así, en la antigüedad, las fiestas públicas, los monumentos, los espectáculos, la vida política, no eran más que ramas diversas de una misma obra de arte, viva, general y visible.

Tal es el prospecto de la estética schellingiana, que no sólo influyó más que la de ningún otro filósofo en la escuela [p. 173] romántica (aun en pensadores católicos como Federico Schlegel y Goerres), sino que además contiene en germen algunas de las principales ideas de la Estética de Hegel. ¡Lástima que Schelling, no bastante cuidadoso de su gloria propia, en vez de irse sepultando cada vez más en aquella fantasmagoría teosófica y simbólica que él llamaba filosofía de la naturaleza, y cuya vanidad ha demostrado la ciencia experimental, no nos dejara de su crítica artística más que fragmentos, cuyo precio inestimable sirve sólo para hacernos lamentar lo que hemos perdido! Entre estos fragmentos brilla el admirable Discurso sobre la relación de las artes figurativas con la naturaleza, leído en sesión pública de la Academia de Munich en 1807. No todas las ideas de este discurso parecen hoy nuevas, ni lo eran quizá cuando el discurso se escribió; pero reciben singular encanto de la forma, y éste, forzosamente, se pierde en la exposición, aunque procuremos, como siempre, seguir de cerca las mismas palabras del autor.

Schelling considera las artes del dibujo como «un intermedio viviente entre el alma y la naturaleza», y siguiendo la tendencia general de su filosofía, busca en lo exterior al mismo tiempo que en lo interior, en la naturaleza no menos que en el alma, el principio de su teoría. Pero ¿en qué concepto es la naturaleza para Schelling verdadero modelo y fuente primera de las artes? Todo el discurso se encamina a aclarar este concepto, tan radicalmente contrario al naturalismo superficial que ha brotado como último y torpísimo fruto de la degradación filosófica que presenciamos. Lo que Schelling entiende por naturaleza es «la fuerza universal y divina, eternamente creadora, que saca todas las cosas de su seno, y cuya actividad incesante da a luz cada día nuevas producciones». Su naturalismo es el naturalismo de Goethe, interpretado por un metafísico. En este sentido, no repugna Schelling el principio de imitación de la naturaleza; pero totalmente le repugna en el sentido en que le tomaban los partidarios del materialismo francés del siglo XVIII, tan grosero y mecánico. «Es singular (dice Schelling) que los mismos que niegan vida a la naturaleza, recomienden su imitación en el arte. ¿Para qué, si ellos han comenzado por suprimir la naturaleza, o convertirla en imagen muda, en esqueleto de formas vacías?» ¿Ni cómo el simple imitador ha de distinguir en la naturaleza lo feo de lo hermoso, y escoger sólo [p. 174] para su imitación lo más exquisito y perfecto? Al contrario: como lo feo presenta caracteres más acentuados que lo hermoso, esos triviales imitadores manifiestan siempre por lo feo una singular predilección. Las cosas, en su forma vacía y abstracta, nada nos dicen; para que nos respondan, tenemos que prestarlas nuestro propio sentimiento. Nunca sera dado, al que no sepa ver en la naturaleza la vida creadora, verificar esa transformación química, en virtud de la cual se desprende, purificado por la llama, el oro puro de la belleza.

No menos insuficiente que el principio de la imitación así entendido, considera Schelling el principio de la expresión ideal, que es el resultado de la doctrina de Winckelmann. Esta doctrina cambió el objeto de la imitación, pero dejó intacto el principio. No recomendó la imitación de las formas muertas de la naturaleza, pero sí de formas ideales igualmente muertas. Se copiaron los mármoles de la antigüedad, pero sin el espíritu que los animaba, sin la fuerza libre que los había engendrado. Antes se producían cuerpos sin alma; ahora se pretendía sorprender el secreto del alma sin conocer el del cuerpo. Winckelmann conoció y sintió la belleza, pero en sus elementos separados: de una parte, la idea abstracta; de otra, la belleza de las formas. No conoció ni determinó nunca el lazo vivificador que junta la forma con la idea, el alma con el cuerpo. En vez de enseñarnos como las formas pueden ser engendradas por las ideas, inició un método retrógrado, que parte de la forma para llegar a la esencia.

Schelling, no obstante, entona un himno magnífico a la memoria de Winckelmann, «memoria eternamente santa, como la de todos los bienhechores de la humanidad. Fué en su siglo como una montaña aislada y sublime. No hubo una voz simpática que respondiese a sus esfuerzos, y cuando llegaron sus verdaderos contemporáneos, ¡este hombre admirable ya no existía! Por su sentido profundo no pertenece a su época, sino a la antigüedad, o al siglo presente del cual fué creador. Él echó los primeros cimientos del edificio de la ciencia de la antigüedad, y fué el primero en estudiar las obras de arte conforme al procedimiento y a las leyes que sigue la naturaleza en sus obras eternas. Antes que él naciese, toda creación de la actividad humana era considerada como producto de una voluntad arbitraria y sin leyes. Su [p. 175] genio, a la manera de un viento venido de climas más dulces, disipó las nubes que nos velaban el cielo del arte; y si ahora vemos con claridad los astros, todo se lo debemos a este hombre perfecto, cuya vida y acciones fueron verdaderamente clásicas».

Pero las ideas de Winckelmann son incompletas: para sentir verdaderamente la forma, es necesario levantarse sobre ella y llegar al concepto de la fuerza positiva que somete la multiplicídad de las partes a la unidad de la idea, desde la fuerza que obra en el cristal hasta la que, como dulce corriente magnética, da a ciertas partes del cuerpo humano una posición relativa y un orden que las hace aptas para manifestar la idea, la unidad esencial y la belleza. Esta fuerza no es otra cosa que la esencia, que no se nos aparece tan sólo como energía, sino como espíritu y como ciencia activa, de origen y naturaleza espirituales, que se manifiesta en la aritmética viva y en la geometría sublime de las estrellas, en el instinto de los animales, y hasta en las formas estereométricas de la naturaleza inorgánica. Este espíritu sólo adquiere conciencia de sí en el hombre; pero, lo mismo en la naturaleza que en el espíritu, sirve de lazo entre la idea y la forma. A cada cosa corresponde una idea eterna que reside en la razón infinita. Esta idea pasa a la realidad y toma forma sensible en virtud de la esencia creadora, que está tan necesariamente unida a la razón infinita, como lo está en el artista la esencia que comprende la idea de la belleza con la que la representa de una manera visible. Donde el poder inconsciente que llamamos genio se manifiesta, el arte comunica a sus obras una realidad inagotable, que las hace parecerse a las obras de la naturaleza, y rivalizar con aquel espíritu que late en el interior de los seres, y que se manifiesta por sus formas exteriores como por otros tantos símbolos.

Lo que da a la obra de arte su belleza, no puede ser la forma, sino algo superior a la forma, es decir, la esencia, la mirada, la expresión del espíritu que reside en la naturaleza. La idea es el único principio vivo en las cosas; lo demás está privado de esencia, y no es más que vana sombra. A primera vista parece que la animación y la vida que el arte da a sus obras, no pasa de la superficie, y que es más profunda y más entera la compenetración de la vida en la materia; pero ¿qué hace el arte sino suprimir el tiempo, anular lo condicional, y hacer eterno el instante de la [p. 176] plena existencia y de la perfecta belleza? La limitación de la forma no es una negación, sino una afirmación, una medida que se impone la fuerza creadora, mostrándose inteligente y sabia.

De este modo entiende Schelling el principio de lo caracteristico en el arte, graduando de insuficiente y falsa cualquiera otra interpretación, inclusa la de Lessing. Lo característico no es lo individual; es su idea viva, mediante la cual el artista crea una especie, un tipo eterno, un mundo. Es cierto que la belleza, considerada en su esfera más alta, no tiene carácter, por lo cual Winckelmann la ha comparado con el agua tomada en su fuente, tanto más saludable, cuanto menos gusto tiene. Pero esta ausencia de carácter que admiramos en las más altas creaciones del arte helénico, ha de entenderse en el mismo sentido en que se dice del universo que no tiene dimensión alguna determinada, porque las encierra todas en su infinitud. La forma sólo puede ser aniquilada por la perfección y plenitud de la forma, por la indiferencia sublime de la belleza. La base de toda belleza, su lado exterior, digámoslo así, es la belleza de la forma; pero como la forma no puede existir sin la esencia, donde quiera que se muestre la forma, será visible el carácter. La belleza característica es, pues, la belleza en su raíz; ella sola puede producir como fruto la verdadera belleza. Lo característico no es lo bello, pero es el principio generador de lo bello; es como el esqueleto en su relación con las formas vivas (comparación hecha antes por Goethe). La belleza pura se manifiesta por el equilibrio y reposo de la forma: el carácter, más bien por la actividad y la pasión, que sólo la belleza puede templar y dominar de un modo positivo. Dominar negativarnente las pasiones no basta en el arte; es preciso que se desborden y que se muestren en todo su poder, pero que vengan a estrellarse contra la roca de la inmutable belleza.

En la naturaleza y en el arte la esencia aspira, ante todo, a manifestarse en el individuo. Para llegar a sentir la unidad, tienen que mostrarse antes la distinción, la separación y la lucha. La naturaleza, en las primeras manifestaciones de su vida, tiende a la determinación de las formas de un modo duro y concentrado. Encierra en el sílice la potencia del fuego y la chispa de la luz; encierra en el denso metal el alma armoniosa del sonido. En el mundo inorgánico, el poder de la forma la vence y la hace [p. 177] caer en la petrificación, cuando tendía ya a la organización. Sólo en el reino animal empieza el combate entre la vida y la forma.

No arranca de tan lejos el arte puesto que se apodera inmediatamente de la forma humana; pero en un espacio más estrecho reproduce la misma variedad que la naturaleza en sus obras. En sus primeros ensayos el espíritu creador aparece enteramente sumergido en la forma inaccesible, concentrado, áspero, aun en lo sublime. Pero poco a poco se va despojando de esta rudeza, y nace la serenidad de la forma perfecta, en que el espíritu de la naturaleza, libre de su cautiverio, siente y reconoce su afinidad con el alma, cuyo advenimiento se anuncia como una dulce aurora que se va levantando sobre la forma. No está presente todavía, pero todo se prepara para recibirla: los rudos contornos se templan y suavizan, y una amable esencia, que todavía no es espiritual ni sensible, se derrama sobre lo exterior y se va ajustando a todas las formas, a todas las ondulaciones de los miembros. Esta esencia incomprensible es la que los griegos llamaban charis y nosotros Gracia.

Pero aunque la Gracia sea el alma de la forma, todavía no es la belleza del alma en sí misma, sin la cual el mundo sería como la naturaleza privada de sol. Cuando alcanza la perfecta fusión del carácter moral con la gracia sensible, el arte se levanta sobre su propio nivel, y la misma gracia sensible no parece sino cuerpo y envoltura externa para una vida superior.

Aplicando estos principios a las artes plásticas, encontramos que para la escultura el punto más elevado debe consistir en el perfecto equilibrio entre el alma y el cuerpo, en expresarlo espiritual de un modo corpóreo. Por consiguiente, la escultura no puede alcanzar su perfección sino en naturalezas tales, que en virtud de su esencia sean en cualquier momento todo lo que pueden ser conforme a su idea, es decir, en las naturalezas divinas. El arte hubiera inventado los dioses, si antes no los hubiese creado la Mitología.

La pintura se presenta en condiciones muy diversas de las de la escultura, porque no emplea las formas corporales sino la luz y los colores, medio incorpóreo y en cierta manera espiritual. No concede a la materia la misma importancia que la escultura pero por lo mismo puede manifestar más claramente la [p. 178] supremacía del alma y las elevadas pasiones que se fundan en la afinidad del alma con la esencia divina. Si la escultura establece perfecto equilibrio entre la fuerza que conserva físicamente a un ser y le desarrolla en el seno de la naturaleza, y la que le hace vivir interiormente y como alma; si excluye el dolor, físico o moral, la pintura, al contrario, puede templar por medio de la representación del dolor la fuerza y la energía activa del alma.

Por eso la escultura es el arte del mundo antiguo, y la pintura el del mundo moderno. Las aplicaciones históricas que Schelling hace de su teoría general al arte pictórico, distinguiendo en él tres momentos: el de Miguel Angel (fuerza ruda), el de Leonardo y Correggio (gracia), y el de Rafael (belleza acabada, verdadero equilibrio de lo divino y lo humano, flor de la vida en su momento más perfecto, representación de las cosas conforme al orden de la necesidad eterna), salen fuera del cuadro que nos hemos propuesto, y, por otra parte, darían materia a larga discusión. Schelling, como todos los estéticos a priori, intenta construir la historia del arte conforme a sus propias imaginaciones, por más que las páginas de la misma historia a cada paso le contradigan, mostrando, v. gr., que el Juicio Final de la Sixtina, que Schelling toma por tipo del arte de Miguel Angel (primer período), fué concebido y ejecutado después de la muerte de Rafael (tercer período). Otro de los defectos más graves de estas clasificaciones sistemáticas, consiste en elevar a artistas de segundo orden a la jerarquía de los de primero, sólo por necesidad externa de la clasificación. Así, Guido Reni resulta colocado en la cumbre del arte moderno (quizá más alto que Rafael, aunque Schelling no lo dice claro) como pintor del alma, es decir, por algo que implica un verdadero defecto, por haber desterrado de sus cuadros «todo lo que recuerda el rigor y la severidad plásticas».

El discurso de Schelling termina con un elocuente llamamiento a la creación de un arte nuevo, no semejante al de los siglos pasados, porque ningún siglo se repite, «sino inspirado por la nueva ciencia y por el nuevo modo de contemplar y concebir el universo».

Tan importante en su línea como el tratado de las artes del diseño, es el profundo fragmento de Schelling sobre Dante considerado en la relación filosófica, opúsculo del cual se ha dicho que [p. 179] contiene más sustancia que volúmenes enteros de comentarios sobre la Divina Comedia. Schelling considera a Dante como el gran sacredote iniciador del arte moderno, y su obra, no como un poema particular, sino como un género entero de poesía, como un mundo aparte, que exige una poética especial. No es drama, ni poema épico, ni poema didáctico, ni novela; no pertenece tampoco a un género compuesto, sino que es una producción enteramente original y orgánica, que no puede ser reproducida por un procedimiento artificial de combinación; un individuo que no puede ser comparado más que consigo mismo. El fondo del poema es el siglo entero del poeta expresado en su unidad, penetrado por ideas de religión, de ciencia y de poesía.

La poesía moderna difiere esencialmente de la antigua en su carácter individualista. Mientras no llegue el momento en que sea posible la creación de la grande epopeya de los tiempos modernos, que hasta ahora sólo se ha manifestado rapsódicamente y en producciones particulares, el individuo tiene que formarse un todo con la parte del mundo que conoce, y crearse, en cierta manera, su propia mitología. El mundo antiguo es, en general, el mundo de las razas; el mundo moderno el de los individuos: su ley permanente es la movilidad, el cambio, la determinación individual desarrollándose en un círculo casi infinito. Pero como la esencia de la poesía es la universalidad, el poeta debe, en fuerza de su misma altísima personalidad, hacerse universal, y encontrar el carácter absoluto por medio de la más perfecta particularidad. En este sentido podemos decir que Dante es el creador del arte moderno. No hizo una epopeya, porque para hacerla hubiera tenido que excluir la mayor parte de los elementos de la complexa civilización de su tiempo, la teología, la filosofía, la astronomía. No hizo tampoco un poema didáctico, porque en este caso también, aunque por razón contraria, hubiera resultado su poema estrecho y limitado. Para combinar todos sus materiales y formar un todo orgánico, tuvo que valerse de una invención arbitraria e individual, convirtiéndose en centro de su poema, que es un medio entre la alegoría y la historia. La filosofía, la física y la astronomía de Dante ofrecen en sí mismas un valor secundario, porque son las de su tiempo; pero es grandemente original la manera como están combinadas con su poesía. Lo que le aleja de los [p. 180] prosaicos senderos del arte didáctico; lo que funde en él la ciencia y la poesía, es que contempla la ciencia como la imagen del universo y su reproducción fiel, y el universo como la poesía más antigua y más bella. En tales alturas se identifican arte y ciencia. Una forma simbólica universal, expresión sensible del tipo interno de toda ciencia y de toda poesía, domina la obra de Dante. Schelling, abusando de la división tricotómica, pretende a viva fuerza encontrar similitud entre las tres partes de la trilogía dantesca y las tres principales divisiones de la ciencia schellingiana (naturaleza, historia y arte). No seguiremos al filósofo en estas enmarañadas y caprichosas lucubraciones, por término de las cuales viene a deducir que la forma del poema italiano, no sólo es un tipo particular de poesía, sino el tipo del sistema general del universo. Así, ni más ni menos. Pero estas desaforadas síntesis, donde reconocemos al autor de tantas y tan fantásticas interpretaciones de la mitología y de la naturaleza, no puede oscurecer el mérito de su crítica viva y penetrante, verdadera crítica de artista filósofo con que juzgó, no ya sólo el conjunto, sino aun los detalles de la obra gigantesca en que pusieron mano tierra y cielo, obra que «no es plástica, ni pintoresca, ni musical, sino todo esto a un tiempo y en perfecta armonía». [1]

El sistema de la identidad absoluta dominó casi solo en Alemania hasta el advenimiento de Hegel, y tuvo innumerables discípulos, algunos de los cuales desarrollaron con especial amor las ideas de su maestro sobre la filosofía del arte. Entre ellos hay que mencionar a Bachmann, profesor de Jena, que publicó La Ciencia del Arte, expuesta según sus principios generales (1811); a Nüsslein, que dió a luz en 1819 un Manual de Ciencia Estética; a Luden, autor de un Ensayo sobre la misma materia (1804), y [p. 181] aun a Goerres, más conocido luego como apologista católico y escritor político, pero que seguía aún las banderas de Schelling cuando escribió en 1804 sus Aforismos sobre el Arte, donde ya se manifestaba el vigoroso talento de pensador que produjo luego el libro un tanto extraño de La Mística Divina, Natural y Diabólica. Algo más conocido como estético que ninguno de los anteriores es Federico Ast, que publicó en 1805 su Sistema teórico del Arte, o Manual de Estética, reimpreso con algunas modificaciones en 1807; pero esta obra, ya poco leída, no se recomienda por ningún pensamiento original, ni la forma es digna tampoco de quien fué discípulo de un varón tan elocuente como Schelling.

Con poco fundamento cuentan algunos en la escuela schellingiana (al paso que otros le ponen entre los románticos) al profesor de Berlín, Federico Solger, crítico y teórico bastante original, como lo prueban sus Cuatro Diálogos sobre la Belleza y el Arte, intitulados Erwin (1815); sus Lecciones sobre la Estética (1828), y sus escritos póstumos, dados a luz por Tieck y Raumer. Realmente, Solger, aunque participe de las tendencias generales de las dos escuelas filosófica y literaria en que se le ha querido afiliar, procede con relativa independencia y tiene desarrollos muy originales que le hacen precursor de Hegel. Considera el arte como revelación determinada de la idea, y la belleza como producto exclusivo del arte, como algo que tiene su origen en la conciencia humana, la cual imprime su forma a la materia. Si hablamos de belleza natural, es porque consideramos la naturaleza como una obra de arte, y a Dios como un artista. En este sentido puede decirse que el arte es imitación de la naturaleza, o más bien de las ideas divinas presentes en la naturaleza, punto de vista análogo al de Schelling en su discurso sobre las bellas artes figurativas. Lo mismo la naturaleza que el mundo moral son manifestaciones de la conciencia divina, por lo cual podemos definir la belleza, «revelación de Dios en la apariencia esencial de las cosas». La unidad de la esencia y del fenómeno percibida en el fenómeno, es lo que constituye la belleza, que también define Solger inmanencia de la idea en el individuo, o sea, total compenetración de la idea y de la forma.

No deja tampoco de tener evidente parentesco con las aspiraciones místicas y neo-platónicas de Schelling y Solger la doctrina [p. 182] del famoso teólogo protestante Schleirmacher, si bien su Estética, digna de atención por lo elegante y clara, y sus ilustraciones a los diálogos de Platón, son hoy menos citadas que sus discursos y monólogos religiosos, y sobre todo su célebre Dogmática, cuya influencia es tan notoria en el acelerado movimiento de descomposición racionalista y subjetiva que lleva en nuestro siglo el protestantismo germánico, y que en vano intentó evitar, a su manera, el mismo Schleirmacher.

Notas

[p. 159]. [1] . Traducidas al francés por el conocido teólogo protestante Miguel Nicolás de Montauban (París, librería de Ladgrange, 1838).—La Doctrina de la Ciencia, o más propiamente Ciencia del conocimiento, fué traducida por P. Grimbolt en 1843, y dada a luz por el mismo editor.

[p. 163]. [1] . Traducido al francés por P. Grimblot, en 1842 (editor Ladgrange), juntamente con el artículo de Schelling sobre la filosofía de Cousin, y el célebre discurso pronunciado por el mismo Schelling en la apertura de su cátedra de Berlín en 1841, discurso que marca una importante evolución en sus ideas filosóficas.

[p. 180]. [1] . Tanto el estudio sobre Dante como el discurso De las bellas artes del dibujo, y las Lecciones sobre el método de los estudios académicos, han sido traducidos al francés con el título de Écrits Philosophiques de Schelling, por C. Bénard (París, Joubert y Ladgrange, 1847), con un extenso prólogo del traductor, y varios apéndices, entre los cuales figuran un estudio de Guillermo Schlegel «sobre la relación de las bellas artes con la naturaleza; sobre la ilusión y la verosimilitud, el estilo y la manera», y un diálogo de Goethe «sobre la verdad y la verosimilitud en las obras de arte».

En el tomo quinto de las obras completas de Schelling (edición alemana) hay un escrito póstumo de Schelling sobre filosofía del arte.