Estudio General II. Biblioteca Virtual de Pensadores Tradicionalistas

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Jaime Balmes (1810-1848)

III.  Si comenzamos a explicar las decisiones que han ido adoptándose en cuanto a la primera de las dificultades surgidas, los autores elegidos –y algo habrá de añadirse al final sobre lo nutrido de la selección– son escritores, oradores y profesores, pero sólo excepcionalmente políticos. Incluso algunos documentos que tienen indubitadamente tal cariz no escapan en mayor o menor medida a la intención reflexiva que distingue al conjunto de la colección. Como quiera que sea, el conjunto presentado acredita el hilo de un pensamiento compartido, defendido de modos diversos –y la alusión a la defensa es imprescindible, pues su surgimiento estricto, como se dirá, viene acompañado de una defensa del viejo orden político-histórico, aunque también podríamos decir natural, respecto del avasallamiento de la revolución bajo su faz liberal– y expuesto siempre con rigor no exento de pasión.

No se trata de rechazar por prurito al político comprometido para fijar nuestra atención sólo en el erudito o el filósofo imparciales. Se trata de destacar el empeño cultural, y por lo mismo civil y también político, de los autores que ofrecieron sus reflexiones, muchas veces acompañadas de sus acciones, a partir de un signo de autenticidad inequívoco.

Pensador no es sólo, pues, el estrictamente original –son tan pocos, y no sólo en el coto a que nos contraemos, sino en un horizonte más vasto– sino el que prolonga el acervo de una tradición intelectual aplicándola a las cambiantes circunstancias de la vida política. La historia de las ideas precisa tanto de la contemplación de las grandes cimas como de las mesetas y hasta –si se me permite prolongar más atrevidamente aún la ya atrevida metáfora– de las depresiones: respectivamente, los grandes genios, los autores que dan el tono de una época y las excepciones. Pensador tampoco es, en exclusiva, el que funda una visión del mundo, que de nuevo lo más frecuente es recibirla de las dominantes en la época o en el ámbito de que se trata, sino que debe incluirse también –y no por engrosar la nómina sino por hacer justicia– al que, a partir de una visión del mundo que acepta, desarrolla sus consecuencias y ejercita su razón de acuerdo con ella.

Ramón Nocedal (1844-1907)

IV.  En segundo término, y entramos en el obstáculo siguiente, se ha optado por situar el origen del Tradicionalismo –aunque sea en verdad el resultado de una continuidad venerable– en los albores del Régimen Liberal, como opositor del mismo: así pues, el siglo XIX es el primero en el que hemos efectuado nuestra particular indagación, resultando el Tradicionalismo español perfectamente identificable desde los realistas que combatieron la constitución doceañista hasta la última generación de la estirpe que ha debido enfrentar el derrumbarse del mundo en que crecieron y amaron, y el que combatieron –combaten aún– por no ajustarse al orden eterno, y en el que, pese a todo, aún se reconocerían, por lo menos si lo comparamos con el que despunta. Aunque no es menos cierto que el presente está preñado de encrucijadas que lo mismo podrían resolverse en una vuelta a la tradición que en el exacerbamiento nihilista… Dios dirá –pues es el único dueño del tiempo– si los hijos, en la revuelta frente a sus padres, tornan a la casa de sus abuelos, o se encaminan tras la demolición a la simple intemperie.

Así pues, nos acercamos hasta el hoy más cercano y desde un ayer que puede señalarse como el inicio en sentido estricto de la contemporaneidad. Lo que está más allá es el canon clásico del orden político cristiano de la Cristiandad de los siglos medios –aquella edad, como escribió el Pontífice a quien habitualmente se distingue como el forjador de la Doctrina Social y Política de la Iglesia, en que la Filosofía del Evangelio gobernaba las naciones–, prolongada especialmente en el solar hispano hasta el mojón en que iniciamos nuestro elenco, por más que en tal continuidad puedan distinguirse fases e intensidades. Lo que se adivina en lontananza es la cancelación total de tal signo –aunque debamos reiterar el carácter fluido de la situación y la oscilación que permite aventurar– o su marginación todavía más intensa. Todavía dentro del segundo signo de contraste está el grado de rigor en la elección. Porque hay autores que han admitido interpretaciones para todos los gustos, desde los que han cantado sus loas por liberal o por tradicional, a los que les han repudiado exactamente por considerarles lo contrario. Y porque hay otros que quizá, aun poniéndose en un surco determinado, no siempre lo han arado con perseverancia o se les ha ido a veces la recta. Si las tareas de desbroce son útiles en ocasiones –y no será el firmante de esta nota quien critique la necesidad de discernir, a veces con cuidado extremo, la pureza de las actitudes y de las doctrinas–, no es menos cierto que en otras una cierta amplitud de miras puede y debe amnistiar algunas tomas de posición que en el mosaico terminan por constituir un matiz más que una fractura. La perspectiva histórica debe, también aquí, poner un punto de equilibrio más allá de las adscripciones arbitrarias pero también de las exclusiones rigoristas. Ya habrá ocasión cuando falta hiciere en las respectivas introducciones para situar las cosas en su sitio con los pertinentes afinamientos. Y, cerrando el bloque, sería también dado dejar señal de las singulares preferencias o criterios del compilador en la selección o acotamiento del trabajo, que por más que no quisiera ceder a la arbitrariedad, ante horizonte tan vasto no puede sino podar enteras ramas.