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Obras completas de Menéndez... > ESTUDIOS Y DISCURSOS DE... > II : HUMANISTAS, LÍRICA,... > POESÍA LÍRICA > I. LA CORTE DE ALFONSO V EN NÁPOLES. II. VERSOS ESPAÑOLES A LUCRECIA BORGIA. III. QUESTIÓN DE AMOR

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PROSIGIENDO sus trabajos sobre las recíprocas influencias de España e Italia, el escritor napolitano Benedetto Croce, a quien se refiere nuestra Revista anterior, ha leído en sesión de la Academia Pontaniana, el II de febrero de 1884, una segunda memoria sobre La corte española de Alfonso V de Aragón. Con el reinado de aquel memorable conquistador, de quien dice Paulo Giovio que plantó en Italia la raza española para que en ella reinase largo tiempo (qui primus Hispanici sanguinis stirpem, ut diu regnaret, Italiae inseruit), comienza lo que el señor Croce llama la españolización de la Italia meridional, que se adelantó en medio siglo a la del resto de Italia.

Y claro es que aquí no se trata del mero hecho de la conquista, sino de relaciones más íntimas que después de ella nacieron, de un contacto no hostil sino familiar entre ambos pueblos, de un comercio de ideas, de costumbres y también de productos literarios. Aumenta la importancia del caso el haber coincidido precisamente los tiempos del magnánimo Alfonso (a quien nuestra [p. 120] historia patria no ha consagrado todavía un monumento digno de su gloria) con el período culminante del Renacimiento clásico y de la cultura de los humanistas, la cual totalmente se enseñoreó del ánimo de aquel gran monarca, y no sólo encontró en él uno de sus más espléndidos y magníficos patronos a la vez que un discípulo ferviente, sino que le movió a difundirla entre sus súbditos españoles si no con gran resultado inmediato (porque ninguna cosa aparece perfecta desde sus principios), a lo menos con loables y eficaces esfuerzos que preparan y anuncian las glorias de la centuria siguiente.

De Alfonso V, guerrero y conquistador, se ha escrito bastante en Italia y en otras partes, por ser sus hechos de los más capitales en la historia general del siglo XV. Poco se ha hecho en España, donde los novísimos historiadores de la Corona de Aragón apenas han añadido cosa de sustancia a la exacta y copiosa narración de Zurita. Pero el aspecto literario, que tratándose de Alfonso V, es por ventura no menos interesante que el político, ha llamado la atención de nuestros eruditos antes que la de los extranjeros, y ha de reconocerse a don José Amador de los Ríos, entre tantos otros méritos de investigación y de crítica, el de haber comprendido antes que otro alguno la especial importancia de este asunto, dedicándole dos largos capítulos, de los mejores del tomo VI de su Historia de la literatura española, en que discurre ampliamente sobre el Carácter general de las letras, bajo el reinado de Alfonso V de Aragón, y sobre los poetas latinos, castellanos y catalanes de su corte.  [1]

En todos los ensayos de historia general del humanismo intentadas hasta ahora en Alemania, hay algo que, más o menos directamente, atañe a Alfonso V, considerado como Mecenas de Panormita, de Philelpho, de Lorenzo Valla, de Eneas Silvio, de Aurispa, de Jorge de Trebisonda, etc.; pero no sólo descuidan tales autores el punto de vista español del asunto, sino que aun [p. 121] afirmando, como lo hace Burckhardt en su admirable libro, el especial carácter que la dominación española imprimió al Mediodía de Italia, no entran a explicar las causas y condiciones de este fenómeno, ni la mutua transformación de aragoneses y napolitanos hasta refundirse casi en una misma sociedad. El primero que ha llamado la atención sobre este nuevo y curioso tema es Gothein en su obra sobre El Desarrollo de la cultura en el Sur de Italia (Breslau, 1886), en cuyos capítulos IV y VI, con ocasión de estudiar, ya los elementos extraños que en aquella cultura se mezclaron, ya las relaciones entre los humanistas y sus protectores, trae indicaciones críticas muy luminosas y de alto precio.

Claro es que una Memoria de 30 páginas (que no tiene más la del señor Croce) no ofrece bastante espacio para tratar una materia tan vasta, la cual requiere un libro entero; y ojalá que la diligencia de algún español se adelante a dárnosle, antes que la erudición extranjera se apodere de este argumento, como sucesivamente ha venido apoderándose de casi todos los que tocan a nuestra historia intelectual; lo cual si por una parte es para envanecernos por la mucha atención que fuera de aquí se presta a nuestras cosas, por otra nos llena de pesadumbre al contemplar nuestra desidia; y gracias si de desidia no pasa y no se convierte en irritante mofa o en detracción estúpida, que es uno de los medios más seguros de disimular la ignorancia en que vivimos de lo que más de cerca nos importa.

Pero aun dentro de los estrechos límites en que el señor Croce ha querido encerrarse, su trabajo está lleno de detalles curiosos y tiene además el mérito de llamar la atención sobre ciertos puntos en que ni Amador ni Gothein ni otro alguno que yo tenga presente han reparado.

Una de las cosas que debemos al señor Croce es la reivindicación del carácter español de Alfonso V, que nunca fué anulado en él por su carácter de príncipe del Renacimiento. La opinión vulgar, aun en España, de que Alfonso V se italianizó por completo entre las delicias de Nápoles, y no volvió a acordarse ni de su reino aragonés ni de su patria castellana, ha nacido de muchas y diferentes causas: de la soberbia pedantería de los humanistas italianos del séquito del rey, que en sus dedicatorias, panegíricos e historias retóricas, afectaban considerarle como gloriosa [p. 122] excepción dentro de un pueblo bárbaro; de la preocupación fuerista de los aragoneses que jamás miraron con buenos ojos a los príncipes conquistadores ni se entusiasmaron gran cosa con las empresas de Italia por mucha gloria que les diesen, sino que aun siguiendo como a remolque el movimiento de expansión de los catalanes por el litoral mediterráneo, preferían siempre la vida modesta dentro de su propia casa regida por el imperio de la ley, y se enojaban, quizá con razón, de los grandes dispendios a que la política exterior de Alfonso V les obligaba, y del alejamiento en que vivía del reino, por más que gracias a esa política y ese alejamiento pesase tanto el nombre de Aragón en la balanza de Europa; finalmente, de la mala voluntad que en todos tiempos y más en los presentes han solido manifestar los escritores catalanes contra los príncipes de la dinastía castellana, sin que todos los esplendores de su gloria, que para el caso se identifica y confunde con la de Cataluña, hayan defendido a Alfonso V de la animadversión que allí generalmente reina contra su padre, el infante de Antequera.

Así ha llegado a acreditarse una leyenda, que no soporta el examen crítico. Alfonso V, uno de los más grandes hombres que ha producido España, nunca dejó de ser muy español en sus ideas, hábitos e inclinaciones. Cuando entró en Nápoles tenía cuarenta y seis años, y a esa edad ningún hombre se transforma ni olvida ni puede hacer olvidar su primitiva naturaleza. Así es que nunca llegó a hablar bien el italiano, y rara vez usaba otra lengua que la nativa. La Maestá del Re parla spagnuolo, dice Vespasiano de Bisticci. Y este español no era el catalán, sino el castellano, con dejo aragonés, como lo prueba aquel famoso dicho con que exhortaba al estudio a los jovencillos de su corte, según refiere Juan de Lucena en la Vita Beata: «Váyte, váyte a estudiar». Croce hace notar muchos rasgos eminentemente españoles de su carácter: su fe robusta, su fuerte religiosidad, que contrastaba con el naciente escepticismo de los humanistas italianos; su amor a los estudios teológicos; su espíritu caballeresco; y hacía en los extremos de su pasión por la bella Lucrecia de Alagno [1] quiere reconocer algo de la galantería española.

[p. 123] Tampoco ha de tenerse a Alfonso V por príncipe iliterato antes de la época de su iniciación en la cultura de los humanistas, ni menos admitir la leyenda que le supone estudiando latín a los cincuenta años. Alguna fe merece el texto de la Comedieta de Ponza, que el marqués de Santillana compuso precisamente en el mismo año de aquella batalla naval, es decir, en 1435, ocho años antes de la entrada triunfal de Alfonso V en Nápoles, y precisamente el mismo año en que el rey de Aragón conoció en Milán a Antonio Panormita, que pasa por su principal preceptor de humanidades. Pues bien; el marqués de Santillana, que evidentemente nos retrata al Alfonso V de la primera época, infante revolvedor en Castilla más bien que rey de Aragón, dice de él en términos expresos:

       ¿Pues quién supo tanto de lengua latina?
       Cá dubdo si Maro se eguala con él:
       Las sillabas cuenta e guarda el acento
       Producto e correpto...;
       Oyó los secretos de philosophia .
       E los fuertes passos de naturaleza
       ..................................
       E profundamente vió la poesía.

Habrá la hipérbole que se quiera, pero tales cosas no pudieron escribirse de quien ya en aquella fecha no hubiese dado pruebas relevantes de su amor a la cultura clásica, en aquel grado ciertamente pequeño en que a principios del siglo XV podía adquirirse en Castilla y Aragón; suficiente, sin embargo, para preparar su espíritu a aquella especie de embriaguez generosa, de magnánimo entusiasmo por la luz de la antigüedad, que se apoderó de él en Italia, y que allí le encadenó para el resto de sus días, convirtiéndole en cautivo voluntario de los mismos de quienes había triunfado. Entonces empieza el segundo Alfonso V, el Alfonso de los humanistas, que es complemento y desarrollo, no negación ni contradicción, del primero: el que entra en Nápoles con la pompa de un triunfo romano, el que con aquella misma furia de conquista, con aquel irresistible ímpetu bélico con que había expugnado la opulenta Marsella y la deleitable Parténope, se lanza encarnizadamente sobre los libros de los clásicos, y sirve por su propia mano el vino a los gramáticos, y los arma caballeros, y los corona
[p. 124] de laurel, y los colma de dinero y de honores, y hace a Jorge de Trebisonda traducir la Historia Natural de Aristóteles, y a Poggio la Ciropedia de Xenophonte, y convierte en breviario suyo los Comentarios de Julio César, y declara deber el restablecimiento de su salud a la lectura de Quinto Curcio, y concede la paz a Cosme de Médicis, a trueque de un códice de Tito Livio: El Alfonso V que, preciado de orador, exhorta a los príncipes de Italia a la cruzada contra los turcos o expone sus agravios contra los florentinos en períodos de retórica clásica; el traductor en su lengua materna de las Epístolas de Séneca; y el más antiguo coleccionista de medallas después del Petrarca.

Con Alfonso pasaron a Nápoles una multitud de españoles, no sólo súbditos suyos, aragoneses y catalanes, sino también, y en no pequeño número, castellanos, de los que en las discordias civiles de este reino habían seguido el partido de los infantes de Aragón contra don Alvaro de Luna. «Ocuparon (dice el señor Croce) no sólo los oficios palatinos, sino los más altos grados de la milicia, de la magistratura, de la prelacía eclesiástica: no fué una invasión pasajera fué una trasplantación de familias enteras al reino.»

        Da la feconda e gloriosa Iberia
       Madre di re, con l'Hercole Aragonio,
       Et da la bellicosa intima Hesperia,
        Verran milla altri heroi nel regno Ausonio,
       Di cui li gesti e le virtù notorie
       Faran del nobil sangue testimonio.

Así cantaba no muchos años después el poeta italo-catalán Carideu, que tradujo hasta su apellido haciéndose llamar clásicamente Chariteo, y precedió a Boscán en el abandono de la lengua nativa, aunque sin perder por eso el recuerdo y el amor de su patria, como lo declaran aquellos versos suyos:

       Pianga Barcino, antica patria mia...
       ........................................................

Entre las principales familias españolas que se arraigaron en el reino de Nápoles inmediatamente después de su conquista, hay que contar en primer término a los dos Ávalos (Iñigo y [p. 125] Alfonso), hijos del buen Condestable Ruy López, y a sus hermanos de madre los dos Guevaras (Iñigo y Fernando). De estos cuatro hermanos dice Chariteo:

       Frutto d'un sol terren, da due radici
       Due Avelli, e due Guevare, antique genti
       Bellicosi e terror degl'inimici...
       Fratelli in sangue è più fratelli in fede...

Iñigo de Ávalos, comúnmente llamado el Conde Camarlengo, fué marqués de Pescara: Iñigo de Guevara, mayordomo y gran senescal de Alfonso V, fué marqués del Vasto: títulos que habían de inmortalizarse en nuestra historia militar del siglo XVI.

El señor Croce hace curioso catálogo de otros apellidos españoles, que por más o menos tiempo quedaron en el reino de Nápoles. Cavanilles, Cárdenas, Siscar, Centelles (transplantados luego a Sicilia), Milá de Valencia, Bisbal, Ayerbe... A los nombres de estos  españoles establecidos en el reino siguen los de otros muchos que que formaron parte de la corte de Alfonso V, y suenan a cada paso en las historias del tiempo: Ramón Boyl, virrey del Abruzzo; Bernardo Villamarí, el grande almirante; don Lope Ximénez de Urrea, que ajustó la paz entre el rey de Aragón y los genoveses; Ramón de Ortal, caballero catalán, a quien Alfonso envió con una hueste en socorro de Scanderberg; Fr. Luis Despuig, clavero de Montesa; Alfonso de Borja, primer presidente del Consejo Real de Nápoles, cargo en que tuvo muchos sucesores españoles; el famoso jurisconsulto mallorquín Mateo Malferit, y otros muchos insignes en las artes de la paz o en las de la guerra: doctísimos prelados y teólogos como el maestro Cabanes, Luis de Cardona, Juan de Soler, Juan García, célebre por la controversia que sostuvo con Lorenzo Valla, y, finalmente, aquel portento de sabiduría que se llamó Fernando de Córdoba, sobre el cual tanta luz ha dado una reciente monografía de Havet. Todos los oficios de la corte y del gobierno estaban en poder de españoles. Las cédulas de Tesorería desde 1437 a 1458 publicadas por Minieri Riccio en el Archivio Storico Napoletano (tomo VI, 1881), que son la principal fuente de donde el señor Croce ha tomado sus noticias, mencionan con frecuencia a los orífices Francisco Pérez, Francisco Ortal o Hipólito Ferrer, al boticario Bernardo Figueras, a un sastre [p. 126] portugués llamado Martín, y al famoso juglar Mosén Borra. Sobre este personaje, cuyo verdadero nombre era Antonio Tallander, y que por más lucrativo había preferido el oficio de bufón al que antes tenía de jurisconsulto, hay en el tomo II de las Memorias de la Academia de Buenas Letras de Barcelona una curiosa monografía escrita por el canónigo don Jayme Ripoll, y enriquecida con muy curiosos documentos, entre ellos el burlesco privilegio concedido por Alfonso V a Mosén Borra para beber libremente y sin tasa de todos los vinos que allí se enumeran. Murió este célebre scurra en Nápoles en 1446: su linda estatua yacente, con los cascabeles de su oficio y el rótulo de miles gloriosus, alegra el claustro de la catedral de Barcelona.

Es sabido que Alfonso V estableció en la isla de Ischia una colonia de catalanes, para que fueran uniéndose en matrimonio con mujeres del país, acelerándose así la pacífica fusión de las dos razas: ut essent qui cum virginibus aut viduis isclanis connubia copularent, ratus videlicet illud quod evenit, animos illorum delliniri et conciliari posse, prole suscepta. Pronto se vieron los resultados de esta política, hasta convertirse Nápoles en una ciudad medio catalana. El catalán era el lenguaje de la Cancillería, y en catalán se escribieron las cédulas del Tesoro hasta 1480. El Consejo Real de Nápoles o supremo tribunal de apelaciones, era un trasunto del de Valencia. Las diversiones y fiestas de la corte remedaban en gran manera las de España. Una canción napolitana de entonces habla con admiración de

       li balli maravigliosi
       tratti da Catalani,

de sus mumi o momos (representaciones pantomímicas) que declara tan gentili et soprani, añadiendo que se aventajaban en gran manera a los de Italia: de las danzas moriscas y de otras muchas galas e invenciones llevadas por los nuestros. «Quien lee las descripciones de los festejos celebrados en las cortes españolas del siglo XV (dice el señor Croce) y estudia luego la vida de la corte de Nápoles, experimenta la impresión de encontrarse en el mismo ambiente.» En el gran triunfo de la entrada de Alfonso V, una numerosa cohorte de catalanes y aragoneses, unos en caballos mecánicos, otros a pie vestidos de persas y de asirios con lanzas [p. 127] y cimitarras, ejecutaron una danza bélica, entonando al par cantos de victoria en su lengua nativa (es decir, los unos en catalán, y los otros en castellano de Aragón, según el parecer más probable) Concitato cantu, ipsi pariter inflammabantur praeliumque miscebant. Cuando en 1455 Alfonso V dió a su sobrino la investidura del principado de Capua, hubo un baile de personatges. Una cédula de 1473 descubierta por el señor Croce manda pagar a Juan Martí lo preu de CLXX sonalles desparvers e de falcons et per VIII altres sonalles fines e groses per «fer los momos» devant la Ilma. Dona Elionor daragó filla del senyor Rey fentse la festa sua. Datos no indiferentes en verdad para la historia de los orígenes dramáticos, como tampoco la noticia de haber mandado hacer Alfonso representaciones de Jueves y Viernes Santo, trayendo para ellas artistas florentinos. Finalmente, y a título de curiosidad, consigna el señor Croce que algunos frutos de Cataluña se introdujeron por entonces en el cultivo del Mediodía de Italia, conservándose todavía los nombres de uva catalanesca, passi catalogni, gelsomimi catalogni y rapa catalogna.

Pasando a otro orden de cosas enteramente diverso, hace constar el señor Croce que en el reinado de Alfonso V florecieron simultáneamente dos literaturas de todo punto independientes, una la de los humanistas, escrita siempre en lengua latina, otra la de los poetas cortesanos, escrita las más veces en castellano y algunas en catalán. Lo que puede decirse que apenas existía entonces en Nápoles era literatura italiana, ni en la lengua común, ni en el dialecto del país. Es cierto, sin embargo, que los trovadores castellanos del Cancionero de Stúñiga están llenos de frases, giros y aun versos enteros en italiano, y que Carvajal, el más fecundo y notable de los poetas de aquella antología, llegó a escribir por lo menos dos composiciones enteras en aquella lengua. En cambio los pocos y oscuros rimadores napolitanos de entonces rebosan de españolismos.

Una gran parte de la producción poética de aquella corte se contiene, como es sabido, en el Cancionero de Stúñiga, publicado en 1872 por los señores Fuensanta del Valle y Sancho Rayón en su Colección de libros españoles raros y curiosos. Además del códice de nuestra Biblioteca Nacional que sirvió para esta linda y bien anotada edición, existe otro en la Biblioteca Casanatense [p. 128] de Roma, y otro en la Marciana de Venecia, descrito ya por Mussafia en un trabajo sobre la bibliografía de los antiguos Cancioneros. En Nápoles, contra lo que pudiera esperarse, no se conserva colección alguna de poesías castellanas que se remonte a esta fecha, pero son indudablemente de procedencia napolitana siete códices de poesías españolas que guarda la Biblioteca Nacional de París; y en Nápoles fueron compuestos asimismo muchos de los versos catalanes del Cancionero de la Universidad de Zaragoza.

No es del lugar presente el examen detenido de la corte poética de Alfonso V, a la cual muy en breve hemos de consagrar especial estudio. Aunque esta poesía no difiera sustancialmente de la que floreció en la corte de don Juan II de Castilla, ni aparezca tan influída como pudiera creerse por el ambiente clásico e italiano, es innegable, sin embargo, que está llena de recuerdos históricos, y que siguiendo atentamente la cadena de estas composiciones, puede trazarse una especie de cuadro de la vida guerrera y cortesana en tiempo del quinto Alfonso. Los trances principales de la conquista, el desastre de Ponza, las prisiones de Génova y de Milán, la conquista de Nápoles, pasan ante nuestros ojos en las poesías de Juan de Tapia y Pedro de Santa Fe. El mismo Tapia, y además Juan de Andújar, Fernando de la Torre, Suero de Ribera, Pedro Torrellas, cantan nominalmente a todas las damas de la corte, envolviendo, sobre todo, en nubes de incienso a la princesa de Rossano doña Leonor de Aragón, hija natural del rey, ya la famosa Lucrecia de Alanio. Carvajal parece haber sido el poeta áulico de Alfonso V, el complaciente servidor literario de sus flaquezas, si bien, con previsión laudable, tampoco dejaba de componer versos consolando a la reina doña María de la eterna ausencia y manifiesto desvío de su esposo. Carvajal (llamado también Carvajales), es, no sólo el ingenio más fecundo, sino el más notable de los del Cancionero de Stúñiga. En el género de las serranillas, especialmente, tiene mucha facilidad y mucha gracia, y se le debe contar entre los mejores discípulos del marqués de Santillana. Muchas de ellas se refieren a aventuras amorosas y encuentros de gentiles damas y pastoras tenidas por el poeta en varias partes de Italia: en la vía de Siena a Florencia, en la campiña de Roma, en el camino de Aversa; y la heroína suele hablar en italiano.

        [p. 129] ¿Dónde soys, gentil galana?...
       Respondió mansa et sin pressa:
       —Mia matre é de Aversa,
       Yo, Micer, napolitana...
       ...........................
       Entre Sessa et Cintura
       Cazando por la traviessa,
       Topé dama, que deesa
       Parescia en fermosura.
       ...........................
        ¿Soys humana criatura?
       Dixe, et dixo non con priessa:
       —Si, señor, et principesa
       De Rossano por ventura.
       ...........................
       Passando por la Toscana,
       Et entre Sena et Florencia,
       Vi dama gentil galana,
       Digna de grand reverencia.
        Tenia cara de romana,
       Tocadura portuguesa,
       El ayre de castellana,
       Vestida como senesa...
       ...........................
       Viniendo de la Campanna,
       Que ya el sol se retraía,
       Vi pastora muy lozana
       Que el ganado recogía.
        Cabellos rubios pintados,
       Los bezos gordos bermeios.
       Oios verdes et rasgados,
       Dientes blancos et pareios...

Aunque Carvajal cultivase principalmente la poesía ligera, no le faltaron mis robustos acentos para celebrar notables hechos de armas, como la muerte del capitán de ballesteros Jaumot Torres sobre Cariñola, en aquella especie de marcha fúnebre y solemne que comienza:

       Las trompas sonaban a punto del día...

Pero fuera imposible agotar aquí la parte histórica del Cancionero de Stúñiga, dignamente coronada por la lamentación catalana de Francesch Ferrer, sobre la caída de Constantinopla en 1853. [p. 130] y por la Visión de Diego del Castillo, sobre la muerte de Alfonso V. Todavía hay algunos versos posteriores compuestos con motivo de la guerra entre su hijo el rey don Fernando y los rebeldes barones de la parte angevina: de ellos se infiere que Juan de Tapia, por ejemplo, permaneció en Nápoles aun después de la muerte del conquistador, y tenemos de él coplas en que increpa a las damas infieles a la casa de Aragón:

       ¡Oh doncella italiana,
       Que ya fuiste aragonesa,
       Eres tornada francesa,
       No quieres ser catalana...

Pero el estudio de la poesía del tiempo del rey Ferrante, queda reservado para otra memoria del señor Croce. En el capítulo V de la presente discurre sobre la mala voluntad del pueblo napolitano, así en las clases altas como en las inferiores, respecto del elemento español que se había posesionado de Nápoles. Es claro que el sentimiento general no podía ser al principio muy benévolo: aparte de la aversión natural a toda conquista extranjera, quedaban muchos partidarios de Renato de Anjou y de los franceses, y es notoria la anécdota de un sastre, Maestro Francisco , que siempre que veía a Alfonso V le maldecía en voz alta, y le llamaba, como por injuria, catalano. Por otra parte los españoles del séquito de Alfonso afectaban tratar a los italianos con altanería e insolencia, como lo prueba el menosprecio que don Iñigo Dávalos hizo de Juan Antonio Caldora, teniéndole por indigno de cruzar las armas con un caballero limpio como él. A esta animadversión no es maravilla que respondiesen los barones del reino de Nápoles con odio profundo, que estalló en conjuración y guerra en tiempo del rey Ferrante. Pero lentamente fué mitigándose este odio, ya por los frecuentes enlaces de familia, que mezclaron en breve tiempo la más noble sangre del reino de Nápoles con la española, ya por la docilidad con que los españoles, tan duros e intratables en otras relaciones de la vida, aceptaron el magisterio de los italianos en la cultura clásica, con un ardor y entusiasmo que Gothein compara con el que suelen sentir los rusos y demás eslavos por la moderna cultura francesa. Y así como los humanistas paniaguados de Alfonso V, el Panormita, el Fazzio, Lorenzo [p. 131] Valla, llegaron a escribir de cosas de España, contando los hechos y dichos no sólo del mismo rey Alfonso sino de su padre el infante de Antequera, así un cierto número de españoles, Ferrando Valentí (que tal es el verdadero nombre del que Amador llama Fernando de Valencia), Juan Ramón Ferrer, Jerónimo Pau, discípulos o corresponsales de estos humanistas, se esforzaban por seguir sus huellas, en epístolas, descripciones, razonamientos, arengas, versos latinos y otros ensayos de colegio, de los cuales todavía existen algunos, y noticia de muchos más en el curioso opúsculo del archivero Pedro Miguel Carbonell De viris illustribus catalanis suae tempestatis.

A robustecer más y más el elemento español en Italia, contribuyó el advenimiento del Papa Calixto III. Puede decirse, con el señor Croce, que «el papado del primer Borja fué una irradiación de la potencia española establecida en el corazón de Italia por el rey Alfonso». El Papa era amantísimo de sus conciudadanos. No se veían en Roma más que catalanes. Gregorovius llega a decir que en aquel tiempo, no sólo se introdujeron en Roma infinidad de usos españoles, sino que se modificó hasta el acento.

Con un pie en Nápoles y otro en Roma, Alfonso V llegó a sentir la ambición de reunir la Italia bajo su cetro, o a lo menos bajo su hegemonía, y emprender una nueva cruzada contra los turcos. Francisco Sforza de Milán, se inclinaba a él por temor y odio a los franceses. Génova no era enemigo bastante fuerte. La principal oposición con que tropezó fué la de Cosme de Médicis, y los florentinos.

La muerte de Alfonso V y pocos meses después la del Papa Calixto, no sólo disiparon tales proyectos de dominación, sino que dispersaron por de pronto las dos colonias de españoles que en Nápoles y en Roma se habían venido formando. Obispos, caballeros, poetas, humanistas, fueron regresando a España. La dinastía de Nápoles continuaba siendo aragonesa, pero ya las dos coronas no estaban unidas en la misma cabeza, ni volvieron a estarlo hasta el tiempo del Rey Católico, que por astucia y por armas tuvo que reducir nuevamente el reino, desposeyendo de él a sus parientes, incapaces de resistir el empuje de los franceses en Italia, ni de salvar la política española en las grandes crisis del Renacimiento. Pero aun en el breve período de menos de [p. 132] medio siglo en que permaneció independiente la dinastía aragonesa de Nápoles, quedaron allí muchas familias españolas, muchas costumbres españolas, y las relaciones fueron tan estrechas y frecuentes, como íntimo era el parentesco que ligaba a las dos casas reinantes. «En Roma—dice el señor Croce—a despecho de la enérgica reacción italiana que siguió a la muerte del Papa Calixto. España había vuelto a tomar posesión del Vaticano, y Alejandro VI iba a continuar la obra política iniciada por su tío».

Hasta aquí la segunda Memoria del señor Croce, extractada en lo que tiene de esencial o de nuevo, y pasando rápidamente por todo aquello que con mayor extensión puede verse tratado en nuestros autores, especialmente en los dos capítulos de Amador de los Ríos, y en las útiles y copiosas notas biográficas que acompañan al Cancionero de Stúñiga.

La tercera Memoria del señor Croce, próxima ya a publicarse, llevará por título, según el autor anuncia, Gli Spagnuoli a Napoli sulla fine del secolo XV. Entretanto, ha impreso otros dos opúsculos, de que pasamos a dar cuenta a nuestros lectores.

II. Titúlase el primero Versi Spagnuoli in lode di Lucrecia Borgia, Duchessa di Ferrara e delle sue damigelle.

Estos versos forman parte de un códice misceláneo de la Biblioteca nacional de Nápoles (XIII, G 42-43) rotulado Poesie Diverse, en el cual descubrió mi amigo Alfonso Miola, en 1886, un nuevo y muy importante texto dramático castellano del siglo XV, una nueva forma del Diálogo entre el Amor y un viejo, mucho más extensa y más teatral que la conocida.

Las Alabanzas de la duquesa de Ferrara, publicadas ahora por el señor Croce, son quince falsas décimas, esto es, compuestas de dos quintillas independientes la una de la otra en sus rimas. [1]

[p. 133] A primera vista pudiera dudarse cuál es la duquesa de Ferrara a quien en estos versos se celebra, puesto que la composición no tiene fecha, y la letra lo mismo puede ser del siglo XV que de principios del XVI. Y hasta por la circunstancia de hallarse tal composición en un códice napolitano, pudiera alguien creer que se refería a Leonor de Aragón, hija del rey Ferrante y casada en 1473 con el duque de Ferrara, Hércules de Este. Pero toda duda desaparece leyendo el Loor de las damas de la duquesa, todas las cuales, sin excepción, constan como damas de Lucrecia en los Diarios de Sanudo y en otros documentos del tiempo, y son: Madama Isabeta la honrada (Elisabetha Senese), la señora doña Angela (doña Angela de Borja), la gentil Nicola (Nicola Senese), la onesta Jerónima (Jerónima Senese), la señora Cindya, la virtuosa Catalinela napolitana, la estimada Catalinela, la honrada Juana Rodríguez. Luego se elogia a todas en general, y, finalmente, como formando grupo aparte, sin duda por su menor jerarquía en la casa y servidumbre de Lucrecia, se nombra a la Samaritana y a Camila (Camilla Fiorentina), terminando con el elogio general de las ferraresas.

Los versos, aunque bastante fáciles y galanos, no tienen mérito especial, ni traspasan la línea de lo más vulgar y adocenado que en los Cancioneros suele encontrarse. Además, los elogios de la duquesa y de sus damas son tan vagos, que apenas puede sacarse sustancia de ellos para la historia anecdótica de aquella corte tan calumniada por la musa romántica. Lo único que resulta claro es el entusiasmo del incógnito poeta por Lucrecia, siendo una voz más que en nuestra lengua materna viene a unirse al coro de tantos poetas latinos e italianos como celebraron, no sólo su hermosura, sino su recato y honestidad y otras diversas prendas y virtudes. [1]

           [p. 134] Soys, duquesa tan real,
       En Ferrara tan querida,
       Qu'el bueno y el criminal,
       De todos en general,
       Soys amada, soys temida...
      .............................................
          Ánima que nunca yerra,
       Soys un lauro divinal;
       Soys la gloria desta tierra,
       Soys la paz de nuestra guerra,
       Soys el bien de nuestro mal.
      .............................................
          Soys quien no debiera ser
       Del metal que somos nos,
       Mas quísolo Dios hazer
       Por darnos a conoscer
       Quién es él, pues hizo a vos.
      .............................................
          De los vicios soys ajena,
       De las virtudes escala,
       De la cordura cadena,
       Nunca errando cosa buena,
       Nunca hazéis cosa mala...
      .............................................
          Guarnecéis con caridad
       Las obras de devoción,
       Ganáis con la voluntad,
       Conserváis con la verdad,
       Gobernáis con la razón.
          Alegráis los virtuosos,
       Quitáis los malos de vos,
       Despedís los maliciosos,
       Desdeñáis a los viciosos,
        Sobre todo amáis a Dios.
      .............................................
          Mas aunque lo digo mal,
       Digo que son las hermosas
       Ante vos, ser divinal,

           [p. 135] Qual es el pobre metal
       Con ricas piedras preciosas.
       Son con vuestra perfición
       Qual la noche con el día,
       Qual con descanso prisión,
       Qual el Viernes de Pasión
       Con la Pascua d'alegría.
          Teniendo tan alto ser,
       Siempre habéis representado,
       En las obras el valer,
       En la razón el saber,
       En la presencia el estado;
          Y la gran bondad d'aquel
       Que tal gracia puso en vos,
       Os midió con tal nivel,
       Para que alabemos de él
       Quando viéremos a vos.
      ......................................................
          Soys y fuistes siempre una
       En los contrastes y pena,
       Resistiendo a la fortuna,
       No tenéis falta ninguna,
       No tenéis cosa no buena.
          Pues ¿quién podrá recontar,
       Por más que sepa dezir,
       Vuestro discreto hablar,
       Vuestro gracioso mirar,
       Vuestro galante vestir?
          Un poner de tal manera,
       De tal forma y de tal suerte,
       Que aunque la gala muriera,
       En vuestro dechado oviera
       La vida para su muerte.
      ......................................................
          En la tierra vos soys una
       En medio vuestras doncellas,
       Más luciente que ninguna,
       Como en el cielo la luna
       Entre las claras estrellas.
      ......................................................
          ¡Oh quántas veces contemplo,
       Con quán dulces melodías
       Iréis al eterno templo,
       Segund muestra vuestro exemplo
       Ya después de largos días!...
      ......................................................

        [p. 136] Pues tan entera ventura
       A que Dios traeros quiso
       Por las ondas de tristura,
       Fué, por valle d'amargura,
       Meteros en parayso;
       Donde todo lo pasado
       Es en gloria convertido,
       Pues siendo aquello olvidado, [1]
       Poseyendo tal estado,
       Alcanzastes tal marido.

Estas quintillas, aparte de la curiosidad de su asunto, tienen el interés de ser una de las más antiguas muestras de la poesía castellana cultivada en las cortes de Italia. Pero no fué ciertamente la única en su tiempo, puesto que los italianos patriotas, como el Galateo en su tratado De educatione, se quejan acerbamente de la boga que alcanzaban las coplas de los cancioneros españoles con preferencia a los versos italianos. Entre los muchos poetas que en 1504 deploraron la muerte de Seraphino Aquilano, hay por lo menos tres españoles: Diego Velázquez, sevillano; Juan Sobrarias, de Alcañiz, y el portugués Enrique Caiado. Y si había un Carideu que abandonase la lengua materna, no faltaban, en cambio, italianos que comenzasen a versificar en español, como Galeotto del Carretto. [2]

La publicación del señor Croce está hecha con fidelidad y esmero, [3] y la precede una breve pero sustanciosa advertencia, en que se hace notar cuán tenazmente española se mantuvo la familia de los Borjas, aun medio siglo después de trasplantada a Italia, [p. 137] y cuán vivas relaciones de parentesco y amistad conservaron en nuestra Península. «Las hermanas de Alejandro VI estaban casadas en España: duque de Gandía en el reino de Valencia era el título que llevaba Pedro Luis Borja; y su hermano Juan, sucesor en aquel ducado, estaba casado con doña María Enríquez, de noble familia valenciana; aun los dos primeros maridos de Lucrecia fueron buscados en España. Una corte de españoles rodeaba al Papa, y con frecuencia se citan en las crónicas y documentos del tiempo los nombres de Juan López, de Juan Casanova, de Pedro Carranza, de Juan Marades, de Pedro Calderón, a quien decían Perotto, etc., etc. César tuvo entre sus compañeros de estudios a Francisco Remolines de Lérida y a Juan Vera de Ercilla, y más tarde son conocidos los hombres de armas españoles y los sicarios de que se valía, como fieles ejecutores de sus designios. Damas españolas formaban parte de la corte femenina de Lucrecia. En muchos actos notariales de la familia Borja extendidos en Italia, se emplea el dialecto valenciano. Se conservan no pocas cartas en castellano de Alejandro VI a sus hijos y de éstos a él; lo cual induce a pensar que los que formaban esta fiera colonia española en Italia, acostumbraban usar entre sí la lengua de la madre patria. No faltan otros vestigios de costumbres y hábitos españoles en la vida de los Borjas: César era apasionado del toreo y fortísimo derribador de reses bravas, y su hermana Lucrecia gustaba mucho de bailar danzas españolas, y, según un pasaje del diario de Burchardo, solía mostrarse en público vestida y ataviada a la española: exivit ipsa domina Lucretia in veste brocati auri circulata, more hispanico, cum longa cauda quam quaedam puella deferebat post eam. » [1]

III. Primero en el Archivio Storico per le Provincie Napoletane, y luego en tirada aparte de cien ejemplares, ha publicado el señor Croce una noticia muy interesante y muy bien elaborada sobre la Cuestión de Amor. [2]

La Cuestión de Amor, como es notorio entre los bibliófilos españoles, es una novela de principios del siglo XVI, cuya primera [p. 138] edición parece ser la de 1513 y que logró tal boga en su tiempo, que fué reimpresa diez o doce veces antes de 1589, ya suelta, ya unida a la Cárcel de Amor de Diego de San Pedro, que es como más fácilmente suele encontrarse. Ticknor y Amador de los Ríos hablaron de ella, pero con mucha brevedad, y sin determinar su verdadero carácter, ni entrar en los pormenores de su composición, ni levantar el transparente velo que oculta sus numerosas alusiones históricas. El título que aunque largo, debe transcribirse a la letra, indica ya la mayor parte de los elementos que entraron en la confección de este peregrino libro: «Question de amor de dos enamorados: al uno era muerta su amiga: el otro sirve sin esperanza de galardon. Disputan qual de los dos sufre mayor pena. Entretexense en esta controversia muchas cartas y enamorados razonamientos. Introdúcense más una caza, un juego de cañas, una égloga, ciertas justas, e muchos caballeros et damas con diversos et muy ricos atavíos: con letras et invenciones. Concluye con la salida del señor Visorey de Nápoles: donde los dos enamorados al presente se hallavan: para socorrer al sancto padre: donde se cuenta el número de aquel lucido exército: et la contraria fortuna de Ravena. La mayor parte de la obra es historia verdadera: compuso esta obra un gentil hombre que se halló presente a todo ello.

Basta pasar los ojos por este rótulo para comprender que no se trata de una novela puramente sentimental y psicológica a su modo como lo es la Cárcel de Amor, verosímilmente inspirada en la Fiammetta de Boccaccio; sino de una novela medio histórica, en el sentido más lato de la palabra, o más bien de una novela de clave, de una pintura de la vida cortesana de Nápoles, de una especie de crónica de salones y de galanterías, en que los nombres propios están levemente disfrazados con pseudónimos y anagramas. [1] Poseer un libro de esta índole modernísima para época tan lejana, y poder con su ayuda reconstruir un modo de vida social tan brillante y pintoresco como el de la Italia española en los días más espléndidos del Renacimiento, no es pequeña fortuna para [p. 139] el historiador, y apenas se explica que hasta hoy nadie haya intentado sacarle el jugo ni descifrar sus enigmas.

El primero es el nombre de su autor, y éste no nos le revela por ahora el señor Croce, si bien tenemos entendido que con posterioridad a esta Memoria, cree haber dado con el incógnito gentil hombre que se halló presente a todo y escribió el libro. Lo que sí puede asegurarse es que fué compuesto entre los años de 1508 a 1512, y escrito fragmentariamente, a medida que se sucedían las fiestas y demás acontecimientos que en la obra se relatan de un modo bastante descosido, pero con picante sabor de crónica mundana.

La cuestión de casuística amorosa que da título a la novela, y que es sin duda lo más fastidioso de ella para nuestro gusto, se debate, ya por diálogo, ya por cartas (transmitidas por el paje Florisel), entre dos caballeros españoles, Vasquirán, natural de Todomir (¿Toledo?) y Flamiano, de Valdeana (¿Valencia?), residente en la ciudad de Noplesano, que seguramente es Nápoles. Vasquirano ha perdido a su dama Violina, con quien se había refugiado en Sicilia después de haberla sacado de casa de sus padres en la ciudad de Circunda (Zaragoza), y Flaminio es el que sirve sin esperanza de galardón a la doncella napolitana Belisena. Esta acción sencillísima y trabada con tan poco arte, tiene por desenlace la muerte de Flaminio en la batalla de Ravena, cuyas tristes nuevas recibe Vasquirán en Sicilia por medio del paje Florisel, que le trae la última carta de su amigo, carta que para mayor alarde de fidelidad histórica está fechada el 17 de abril de 1512 en Ferrara.

El cuadro general de la novela vale poco, como se ve; lo importante, lo curioso y ameno, lo que puede servir de documento al historiador y aún excitar agradablemente la fantasía del artista, son las escenas episódicas, la pintura de los deportes y gentilezas de la culta sociedad de Nápoles, la justa real, el juego de cañas, la cacería, la égloga (que tiene todas las trazas de haber sido representada con las circunstancias que allí se dicen, [1] y [p. 140] aunque escasa de acción y movimiento, compite en la expresión de los afectos y en la limpia y tersa versificación con lo mejor que en los orígenes de nuestra escena puede encontrarse), la descripción menudísima de los trajes y colores de las damas, de las galas y arreos militares de los capitanes y gente de armas, que salieron para Ravena con el virrey don Raimundo de Cardona; todo aquel tumulto de fiestas, de armas y de amores que la dura fatalidad conduce a tan sangriento desenlace.

Bellamente define el señor Croce el peculiar interés y atractivo estético que produce, no hay que negarlo, la lectura de una novela, por otra parte, tan mal compuesta, zurcida como de retazos, a guisa de centón o de libro de memorias. «Aquella elegante sociedad de caballeros, dada a los amores, a los juegos, a las fiestas, recuerda un fresco famoso del camposanto de Pisa, la alegre compañía que en el florido vergel no siente que se aproxima, con su guadaña inexorable, la Muerte. En medio de las diversiones llega la noticia de la guerra: el virrey recoge aquellos elegantes caballeros y forma con ellos un ejército que parte, pomposamente adornado, lleno de esperanzas, entre los aplausos de las damas que asisten a la partida. Algunos meses después, aquella sociedad, aquel ejército, yacía, en gran parte, roto, sanguinoso, enfangado en los campos de Ravena.»

¿Hasta qué punto puede ser utilizada la Cuestión de Amor como fuente histórica? O, en otros términos, ¿hasta dónde llega en ella la parte de ficción? El autor dice por una parte que «la mayor parte de la obra es historia verdadera», pero en otro lugar advierte que «por mejor guardar el estilo de su invención y acompañar y dar más gracia a la obra, mezcla a lo que fué algo de lo que no fué». En cuanto a los personajes, no cabe duda que en su mayor parte son históricos; el autor mismo nos convida a especular «por los nombres verdaderos, los que en lugar d'aquellos se han fengidos o transfigurados».

A nuestro entender, el señor Croce ha descubierto la clave. Ante todo, hay que advertir que, según el sistema adoptado por el novelista, la primera letra del nombre fingido corresponde siempre a la inicial del nombre verdadero. Pero como diversos nombres pueden tener las mismas iniciales, este procedimiento no es tan seguro como otro que constantemente sigue el anónimo [p. 141] narrador, es a saber, la confrontación de los colores en los vestidos de los caballeros y de las damas, puesto que todo caballero lleva los colores de la dama a quien sirve. Y como en la segunda parte de la obra, al tratar de los preparativos de la expedición a Ravena, los gentiles hombres están designados con sus nombres verdaderos, bien puede decirse que la solución del enigma de la Cuestión de amor está en la Cuestión misma, por más que nadie que sepamos hubiera caído en ello, hasta que la docta y paciente sagacidad del señor Croce lo ha puesto en claro, no sólo presentando la lista casi completa de los personajes disfrazados en la novela, sino aclarando el argumento principal de la obra que parece tan histórico como todo lo restante de ella, salvo circunstancias de poca monta puestas para descaminar, o más bien para aguzar la maligna curiosidad de los contemporáneos. Es cierto que todavía no se ha podido quitar la máscara a Vasquirán, a Flamiano, ni a la andante y maltrecha Violina, aunque puedan hacerse algunas conjeturas plausibles; pero lo que sí resulta más claro que la luz del día es que la Belisena, a quien servía el valenciano Flamiano (¿don Jerónimo Fenollet?), con amor caballeresco y platónico, sin esperanza de galardón, era nada menos que la futura reina de Polonia, Bona Sforza, hija de Isabel de Aragón, duquesa de Milán, a quien en la novela se designa con el título ligeramente alterado de duquesa de Meliano, que era una muy noble señora viuda, y residía con sus dos hijas, ya en Nápoles, ya en Bari. Esta pobre Reina Bona, cuyas aventuras, andando el tiempo, dieron bastante pasto a la crónica escandalosa del siglo XVI, no parece haber escapado siempre tan ilesa como de manos del comedido hidalgo Flamiano, ni haberse mostrado con todos tan dura, esquiva y desdeñosa como con aquel pobre y transido amador, al cual no sólo llega a decir que recibe de su pasión mucho enojo, sino que añade con ásperas palabras: «y aunque tú, mil vidas, como dices, perdieses, yo dellas no he de hazer ni cuenta ni memoria». A lo cual el impertérrito Flamiano responde: «Señora, si quereys que de quereros me aparte, mandad sacar mis huessos, y raer de allí vuestro nombre, y de mis entrañas quitar vuestra figura.»

Los demás personajes de la novela han sido identificados casi todos por el señor Croce con ayuda de los Diarios de Passaro. El Conde Davertino es el conde de Avellino; el Prior de Mariana es [p. 142] el prior de Messina, el Duque de Belisa es el duque de Bisceglie, el Conde de Poncia es el conde de Potenza, el Marqués de Persiana es el marqués de Pescara, el Señor Fabriciano es Fabricio Colonna, Attineo de Levesin es Antonio de Leyva, el Cardenal de Brujas, el cardenal de Borja, Alarcos de Reyner, el capitán Alarcón, Pomarin, el capitán Pomar, Albalader de Caronis, Juan de Alvarado, la Duquesa de Francoviso, la duquesa de Francavilla, la Princesa de Saladino, la princesa de Salerno, la Condesa de Traviso, la de Trivento, la Princesa de Salusana, la princesa Sanseverino de Bisignano. Y luego, por el procedimiento de parear los colores, puede cualquier aficionado a saber intrigas ajenas, penetrar en las intimidades de aquella sociedad, como si hubiese vivido largos años en ella.

Esta sociedad bien puede calificarse de italo-hispana y aun de bilingüe. Menos de medio siglo bastó en Nápoles para apagar los odios engendrados por la conquista aragonesa. «Todos estos caballeros, mancebos y damas y muchos otros príncipes y señores (dice el autor de la Questión) se hallavan en tanta suma y manera de contentamiento y fraternidad los unos con los otros, assí los españoles unos con otros como los mismos naturales de la tierra con ellos, que dudo en diversas tierras ni reynos ni largos tiempos passados ni presentes tanta conformidad ni amor en tan esforzados y bien criados cavalleros ni tan galanes se hayan hallado.» Las fiestas que en la novela se describen, las justas de ocho carreras, la tela de justa real o carrera de la lanza, y sobre todo el juego de cañas y quebrar las alcancías, son estrictamente españolas, y no lo es menos el tinte general del lenguaje de la galantería en toda la novela, que con parecer tan frívola no deja de revelar en algunos rasgos la noble y delicada índole del caballero que la compuso. Es muy significativo en esta parte el discurso de Vasquirán a su amigo al partir para la guerra, enumerando las justas causas que deben moverle a tomar parte en tal empresa: «La una yr en servicio de la Iglesia, como todos is: la otra en el de tu rey como todos deben: la otra porque vas a usar de aquello para que Dios te hizo, que es el hábito militar, donde los que tales son como tú, ganan lo que tú mereces y ganarás: la otra y principal, que llevas en tu pensamiento a la señora Belisena, y dexas tu corazón en su poder». [p. 143] Con este agradable dejo terminamos el examen de esta nueva Memoria del señor Croce, en la cual, salvo la brevedad excesiva, nada encontramos que tachar, y sí muchas cosas nuevas que honran la ingeniosa erudición de su autor, y añaden un buen capítulo a nuestra historia literaria.

Notes

[p. 119]. [1] . Nota del Colector.— Las tres notas bibliográficas que encabezan este escrito se publicaron con el título de Revista Crítica en la «España Moderna», número de junio de 1894, pág. 152.

Aunque la reseña de la Questión de Amor guarde poca relación con el apartado Poesía Lírica, de este volumen en que va incluída, no hemos creído conveniente truncarla del juicio de los otros trabajos del Sr. Croce a que se refiere toda la Revista Crítica.

Se colecciona por primera vez en Estudios de Crítica Literaria.

 

[p. 120]. [1] . De don Francisco de Paula Canalejas hay, en sus Estudios de Filosofía, Política y Literatura (Madrid, 1872), un artículo apreciable, aunque breve, sobre la conquista de Nápoles por Alfonso V, con nota de algunos documentos del archivo de la Corona de Aragón, comunicados al autor por don Manuel de Bofarull. Este trabajo parece haberse ocultado a la diligencia del señor Croce.

[p. 122]. [1] . Acerca de esta famosa dama de Alfonso V, escribió en 1885 unas Noticias históricas el mismo Croce, y al año siguiente, una monografía más extensa Filangieri, en el tomo IX del Archivio Storico Napoletano.

 

[p. 132]. [1] . El señor Croce sospecha que este anónimo poeta fuese aragonés, A mí no me lo parece, y no es gran prueba de afecto a Aragón lo que dice de sus damas, a no ser que el grossedad haya de entenderse no en sentido de grosería o poco aliño, sino en el de generalidad, como si dijéramos la mayor parte:

       Por huir prolexidad
       Dexo estar las ferraresas,
       Que no sé su propiedad,
       Puesto que en su grosedad
       Parecen aragonesas.
       Muchas muestras hermosura,
       Otras galas y gentileza,
       Alguna tiene cordura,
       Otras con desenvoltura
       Contrahacen la belleza.

[p. 133]. [1] . Es sabido que en algún tiempo se consideró a Lucrecia Borja como poetisa castellana, pero hoy es cosa averiguada que los versos de su mano que hay en la Biblioteca Ambrosiana no son originales, sino copiados de los Cancioneros. Casi otro tanto puede decirse de los que componía el Cardenal Bembo para hacerse grato a los ojos de Lucrecia, haciéndola la corte en su lengua y lisonjeando su amor propio nacional con decir que era idioma más propio de la galantería, porque «le vezzose dolcezze degli spagnuoli ritrovamenti nella grave purità della toscana lingua non hanno luogo, e se portate vi son, non vere e natie paiono, ma finte e straniere. (Vid. el artículo de B. Morsolín Pietro Bembo, e Lucrezia Borgia», Roma, 1885).

[p. 136]. [1] . Alude a los primeros e infelices matrimonios de Lucrecia.

[p. 136]. [2] . El doctísimo Farinelli en una recensión muy importante de estas memorias de Croce (Rassegna Bibliografica della letteratura italiana, Pisa, mayo de 1894) añade otros nombres: en las Frottole de Andrea Antico di Montona (Roma, 1518—Venecia, 1520) son castellanas nueve composiciones de las cuarenta y cinco que contiene el libro. Otras tres en la misma lengua hay en I Fioretti di frottole (Nápoles, 1519). Pero Farinelli observa con razón que tales casos eran todavía excepcionales a principios del siglo XVI, y por decirlo así, mero capricho de poetas y colectores.

[p. 136]. [3] . Sólo hemos notado una mala lección, que seguramente es del códice original, pero que pudiera haberse enmendado a poca costa:

Página 5, línea última, dice: por más que se padezir. Debe decir: por más que sepa decir.

 

[p. 137]. [1] . Ed. Thuasne, III, pág. 180.

[p. 137]. [2] . Di un antico romance spagnuolo relativo alla storia de Napoli, La Question de Amor.

 

[p. 138]. [1] . La segunda parte, es decir, todo lo que se refiere a los preparativos de la batalla de Ravena, es un trozo estrictamente histórico, que puede consultarse con fruto aun después de la publicación de los Diarios de Marino Sanudo.

[p. 139]. [1] . Era ya frecuente en Italia la representación de piezas españolas. Consta que en 6 de enero de 1513 fué recitada en Roma una égloga de Juan del Encina, probablemente la de Plácida y Vitoriano.